jueves, 28 de junio de 2012

EL NIÑO "SCHLEICH"






El niño "Schleich"



Por Federico Bello Landrove



     La continuidad generacional, ejemplificada a través del cuidado abnegado de unos juguetes. Relato dramático y sentimental,  ma non troppo. En mi memoria y mi corazón el bisabuelo Pablo y Samuel, su bisnieto zoólogo. ¡Va por ellos y sus semejantes!







     Cae la tarde. Pablo continúa, incansable, la ardua tarea de recluir las vacas Hereford y los terneros Limousin entre las paredes plastificadas del establo crema de tejado rojo. Al otro lado de la mesa, adosada a la pared, el redil de troncos primorosamente entrelazados alberga las ovejas Colley y los carneros Assaf. En el centro, al margen de la civilización, discurre un río barroso de papel, que se empeñan en cruzar a pie enjuto el ñu y la cebra, ante la  mirada expectante y golosa de la leona y el cocodrilo. Indiferentes, pastan los rinocerontes blancos y ramonea una gacela de Grant. Al fondo, el valiente explorador –tal vez John Wayne, o Clark Gable- sube al camión todo-terreno, mientras Grace, o Ava o, tal vez, Elsa, se asoman a la puerta de la gran cabaña oblonga sobre pilotes, que se recorta en un horizonte de Kilimanjaro y acacias parasol, clavado con chinchetas a la pared.



     El sol, ahora de miel, antes de fuego, cruza de parte a parte la sobria habitación y se pierde en el pasillo, más allá de la puerta abierta al otro lado de la ventana, arrancando destellos a los marcos de las fotografías que se agolpan en la repisa, como si los rostros, ya apenas familiares, constituyeran el panteón que gobierna ese idílico mundo, trasunto contemporáneo de la Edad Dorada. Pablo siente calor; ¿o quizás es el agobio de pastorear tan variopinto rebaño, de tener que llevar a dormir las pintadas antes que el sol se ponga? Se afana y jadea, con el rostro humedecido y las manos temblorosas. Desganadamente, se levanta, camina hasta la falleba y trata de abrir los postigos. Tarea inútil. Rezonga y desiste.



-          ¡Vamos, Pablo, que es la hora de cenar!



     El interpelado se vuelve hacia la que lo llama, con sonrisa vacía, mirando más allá de su silueta, soñando aún con África y tratando de recordar de qué color eran las arenas del Sahara. Marruecos, capital… Rabat; Egipto, El Cairo, donde estuve con Carmen. Sudán…, Sudán, capital... Bah, qué más da: me sepa la lección o no, sopa jardinera y pescadilla rebozada.



-          No olvides lavarte las manos.



     Pablo la mira de hito en hito y hace un mohín de disgusto:



-          No hace falta que me lo digas. Me sé de memoria las normas de higiene.



     ¿Cerré la puerta con llave al salir? Anda que si me quitan los animales, o las galletas. Pero no; estamos todos aquí. ¡Qué salada está hoy la sopa! Pues anda que la pescadilla… Parece una sardina y, además, llena de espinas.



-          ¿No comes, Pablito? Si está muy bueno…

-          No tengo ganas esta noche. Me reservo para el yogur de plátano.

-          Picarón. Eso no está bien. Se lo voy a contar a la doctora mañana mismo.



     ¿Será chivata, la tía asquerosa? Con lo amable que es la rumana. Claro, esta semana está de mañanas. Bah, que diga lo que quiera. Y deprisita para arriba, que estoy en que dejé la puerta de par en par.





     Afortunadamente, todo está en su sitio, sin faltar nada. Pablo cuenta los animales, más que nada, como ejercicio mnemotécnico.  Cuarenta y siete, justo. Ahora, cada uno a su dormidero; los va tumbando sobre el suelo de sus imaginarias yacijas, para pasar la noche. Seguro que ellos duermen mejor que su pastor y más libres, pues él no los ata para que no se levanten y escapen.



-          Vamos, Pablo, a la cama que ya es hora.

-          ¿No toca hoy televisión?

-          No, cariño, que ya es un poco tarde. Ven, que te ayudo con el pijama.

-          No me he lavado los dientes todavía.

-          Anda, rápido, que para lo que has comido…



     Lo cambian, lo arropan, le apagan la luz, le dan las buenas noches, le…, le… ¿Qué día será mañana? ¿Y de qué mes? Hombre, eso sí: agosto. Por eso no vienen a verme, están todos de vacaciones. ¡Qué idea la de Fernando! Querer que le cuidase yo sus animales. En fin, para algo he de servir todavía. Y que no son caros y aparentes… Alemanes, según dice él. Va para zoólogo, o para veterinario. Claro que ¿quién sabe? A esa edad a todos nos gustaban los bichos.



     Duerme a ratos y tiene pesadillas. La vigilante escucha y sigue su ronda. La luna se asoma de perfil a iluminar la cabecera de la cama. Yo siempre tuve ahí un crucifijo pero, claro, como no se puede agujerear la pared…



     Por la mañana, los animales se despiertan, pero no hacen ruido ni se yerguen. Parece que les faltase algo, esa mano temblorosa que abre las puertas de sus reductos nocturnos y los lleva a pastar como quiere Isaías, el leopardo con el cabrito, el becerro y el león, la vaca con la osa, el león con el buey. Pero hoy Pablo no los pastorea, sino que una mano firme y anónima guarda los animales en una caja, dobla el río, desmonta el bungalow, despieza los cobertizos y reduce el Kilimanjaro a proporciones de colina.



***



-          Pobre Pablito, cómo disfrutaba con sus animales. Ya puedes estar contento de cómo te los cuidaba.



     El niño abraza la caja y responde con su lengua, torpe aún para el vocablo teutónico:



-          Son míos. Tengo más en casa. Son… son… Schleich.



     Cargan el coche y parten. Todavía un poco sobrecogido, él dice:



-          Fíjate. La última palabra que le oyeron, en sueños, al abuelo fue jirafa.



     Y ella:



-          Conduce despacio y deja ya esas cosas. El niño no entiende.



     Los niños no entienden. ¿Y los adultos?

      










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