viernes, 8 de junio de 2012

DEL AMOR Y SUS CAUSAS




Del amor y sus causas

Por Federico Bello Landrove



     Más vale llegar a tiempo que rondar un año, dice el refrán; pero ¿a tiempo de qué: de algo bueno o de una tragedia? Tal vez convenga no indagar demasiado y recordar –como también recoge el refranero- que la ocasión la pintan calva. La pareja protagonista de este cuento parece que asumió la sabiduría del vulgo, tras una eternidad de titubeos y desencantos. El relato está inspirado en un luctuoso suceso real.



1.      El viaje

     Me extrañó la diligencia y entusiasmo con que mi colega, Salvador Virumbrales, acogía la idea de viajar a Centroamérica para impartir un par de conferencias sobre la relección De Indis, del gran Francisco de Vitoria. Más que nada, porque él mismo había comentado semanas atrás, en el café:

-          ¡Cómo se nota el paso de los años! Antes me encantaba viajar, dondequiera y con cualquier motivo. Pero ahora… Total, con la televisión y las videoconferencias, tiene uno el mundo en el salón de su casa, o en el despacho de la Facultad.

     Y, ahora, helo aquí, a bordo de un gigantesco reactor transoceánico, camino de Panamá, con un equipaje algo excesivo para un viaje semanal. Lo sé porque lo acompañé al aeropuerto, para ayudarlo con los bultos y los trámites. Hacía muchos años que no cogía un avión al extranjero –me dijo- y desconocía la terminal y las nuevas normas sobre embalaje de maletas. Como era sábado y se trataba de un buen amigo que ya no conducía, accedí. Se empeñó en que comiéramos juntos en una de las cafeterías de Barajas y me pareció más locuaz y emocionado que de costumbre. Le pregunté:

-          Salva, ¿cómo tú, tan casero y poco dado a los viajes, te metes este tute, y con coda turística incluida?

-          Llevaba bastante tiempo deseando viajar a Panamá; justamente, desde que leí el libro tan comprometido de Díaz Espino[1].

-          ¿No conoces ya el país por la tele?, bromeé.

-          No tan a fondo como yo deseo, fue su sibilina respuesta.

    

     Y digo sibilina porque, obviamente, eludía lo fundamental. Eso que yo tuve que descubrir con esfuerzo, picando de aquí y de allá, como en un rompecabezas. Claro es que hay en este relato mucho de mi cosecha porque a ustedes, como a mí, no les gustaría un mosaico incompleto, como el de Alejandro en la batalla de Arbelas. Así que mezclaré fantasía y realidad, en proporciones homogéneas. Pero del argumento, lo que se dice el núcleo o meollo del relato, pongo la mano en el fuego por su veracidad. Así que, abróchense los cinturones, que vamos a despegar rumbo a Ciudad de Panamá.



***

     Don Salvador dio con notable éxito de crítica y público sus disertaciones, según La Prensa, cuyos recortes o fotocopias me enseñó más tarde.  Y luego, concluida su tarea en la Universidad de Panamá y en la Católica “Santa María la Antigua”, desapareció. Así como suena. En consecuencia, tendré que cederle el uso de la palabra, para que sea él quien nos ilustre sobre su vida y milagros en aquellos cuatro días, que cambiaron su mundo. Escuchémosle.

***

     Aunque yo soy un pésimo embustero, engañé de medio a medio a mis colegas universitarios, en cuanto al objetivo principal de mi visita al Darién[2]. Es verdad que Eusebio Abascal me puso en un brete, con su alusión a mi desinterés actual por los viajes, pero creo que salí airoso con mi evasiva. El hecho es que, cumplido con suficiencia el cometido de dejar en alto el pabellón de mi Universidad, contaba con cinco días para el veni, vidi, vici, incluyendo los viajes de ida y vuelta entre Panama City y Bocas del Toro. Solo que en este caso Julio César Virumbrales tenía ya preparado el campamento, una pequeña pensión de nombre vasco, en primera línea de playa. Llegué allá a media tarde, tras un espectacular recorrido en taxi, con paradas turísticas en los lugares de predilección de Gilberto, el amable chófer. Como correspondía a la belleza del lugar y a lo grave del negocio, dediqué el tiempo hasta la puesta de sol para pasear y poner en orden mis ideas, o mejor, mis recuerdos y sentimientos. Luego, me retiré a la habitación y mandé que me sirviesen en ella un refrigerio. Allí, con ayuda escrita, procedí a preparar el plan de ataque, también calificable de abordaje, no solo por lo marinero del lugar, sino por lo que yo pretendía: nada menos que reaparecer en la vida de la chica que fue mi primer amor, unos cuarenta años antes. Pero ya va largo el párrafo y tal vez convenga algún salto atrás, para mejor comprensión del relato.

     Como historiador, tendría que tener claros, no solo los hechos, sino sus causas. Pero de algunas cosas de mi vida, las causas se me escapan; no será por falta de introspección. Y una de las más notorias manifestaciones de tal oscuridad es por qué rompimos Silvia y yo, hace una eternidad. Creo que éramos uno de los más cumplidos ejemplos que he conocido de eso que dicen estar hechos el uno para el otro. Y, por si fueran pocas nuestras afinidades, las familias se conocían desde siempre y estaban unidas por lazos indestructibles, como solo puede fraguar el dolor de una guerra. Puede que ahí estuviese el busilis, pues los adolescentes tienen un ramalazo de rebeldía ante los destinos manifiestos y las bendiciones paternales. Quizá, tal vez... Motivos, pretextos, errores, fallos juveniles...: lo que ustedes quieran; pero causa, lo que se dice causa, sigo en el limbo hoy, como ayer, como hace veinte años. Solo que ahora me escocía en lo más vivo, no sé si por madurez memoriosa, o por saber lo que aquel lejano aleteo de la mariposa del desamor había traído de sufrimiento a Silvia y a los suyos. Algo que yo, alejado de nuestra ciudad histórica y de su familia, había ignorado durante décadas.

     Pero dejemos a un lado indagaciones causales y arrepentimientos de caballero andante. No había ninguna malicia en el intento. Ni más ni menos que un amigo de siempre que, aprovechando una visita académica al país, se dejaba caer por casa de una vieja amiga, para saber de su vida y, si acaso, comer juntos y charlar una tarde entera. ¿Qué mal había en ello? Sí, ya sé, mucha reserva mental y alguna mentira que otra. En total, pecadillos sin importancia. Pero, si era así, ¿por qué me latía el corazón tan fuerte? ¿Por qué, en la playa, no hacía más que mirar con aprensión, sin saber si la buscaba o la huía? ¿Por qué, en fin, estaba preparando el abordaje como si de una operación bélica se tratara?

     Me fui calmando lo bastante, como para dormir a ratos, con la ayuda de mi ligero somnífero de cabecera. Me desperté algo tarde, rondándome la cabeza un punto importante: ¿la buscaría en su casa o en el colegio donde impartía clases? Y, por otra parte, ¿aprovecharía el factor sorpresa o sería preferible un preaviso telefónico? Esto último quedó eliminado, ante la ausencia de su nombre en el listín. En cuanto al lugar, acabé por descartar el del trabajo: ignoraba su horario y, de otra parte, no parecía nada íntimo un recinto con cientos de alumnos y decenas de compañeros. Así que decidido, en su casa y un rato antes de la hora de comer.

     Palié el nerviosismo, encaminándome a una confitería recomendada por la camarera que me sirvió el desayuno:

-          De postre, nada como una buena sopa borracha. Las hacen muy sabrosas en “La Milagrosa”, no lejos de aquí.

     Me hizo gracia lo bien que respondía la recomendación con mi estado de ánimo y premoniciones. De modo que acepté plenamente el consejo y compré una hermosa fuente de cuatro raciones holgadas, siguiendo el dicho de más vale que sobre, que no que falte. Después de todo, yo era bastante goloso y Silvia… ¿quién sabe cómo sería a estas alturas?

***

     Me contuve a duras penas hasta mediodía. Me habían dicho que la urbanización de mi amiga no quedaba lejos, pero opté por alquilar un taxi, para no estropear con el sudor y la caminata el impoluto traje veraniego color café, ni la sopa, aun fresquita y bamboleante, cual doncella metida en carnes.

     El chalet de destino me recibió, acogedor y modesto. Tenía cierta gracia, con aquel toque exótico de cerámica talaverana, la hamaca azul tendida entre los árboles y la deslumbrante celosía enjalbegada, que aislaba el jardín de las miradas de los vecinos. Pulsé el timbre del interfono y, tras espera que me pareció eterna, apareció en lontananza una mujer fornida, con atuendo de limpiadora, que a mitad de camino gritó:

-          ¿Qué se le ofrece?

     Haciendo acopio de dignidad, retuve la contestación hasta tenerla a unos pocos pasos. Luego, con voz melosa, suavizando sin afectación la severa pronunciación castellana, inquirí a mi vez:

-          ¿Vive aquí la profesora Silvia Cejador?

     Respuesta mímica afirmativa.

-          ¿Está ella en casa?

Escueto no.

-          ¿Tardará mucho en volver? ¿Se la espera para el almuerzo?

     Encogimiento de hombros.   

     Ya no pude más. Era como si Julio César hubiera cruzado el charco y el túnel del tiempo, para enterarse de que Mitrídates estaba en ignorado paradero. Me armé, no obstante, de paciencia:

-          Verá, soy un amigo español de la señora, y he viajado desde Ciudad de Panamá solo para saludarla. ¿No podría entrar y esperarla? O, al menos, deme su número de teléfono y la llamo.

-          ¿Y quién dice usted que es?...¿Salvador, qué?... Salvador Virumbrales… Espere, que voy a ver.

      Y aquella fregona cazurra –con perdón- dio media vuelta y, con parsimonia, desanduvo la cuestecilla, camino de la casa. Si algo bueno había tenido aquel enojoso preámbulo, era quitarme todo asomo de timidez o titubeo. Pasó como un minuto, hasta que divisé –mi visión de lejos es mediocre- a una pareja anciana, que aparecía en el zaguán. Una voz cantarina de mujer llegó hasta mis oídos, sonora y precisa:

-          ¡Salvador, hijo, pero eres tú! ¡Qué alegría! ¡Pasa, pasa!

     Empujé la puerta y di unos pasos. Aurora recorrió el resto del camino, casi corriendo y se me vino encima un torbellino de risas y besos. Momentos después, nos alcanzó su marido, Miguel, lleno de abrazos y exclamaciones de sorpresa. No cabía duda. Silvia no se encontraría en casa, pero allí estaban sus padres, que fueron un poco los míos, mis amigos del alma, cantando las excelencias de mi física apostura y haciendo mil y una preguntas acerca de mi vida y estado. No respondí a casi nada, de momento. Los cogí del brazo y nos encaminamos a la puerta de la casa. Mi afición a los datos y fechas, me hizo contestar solo a una cuestión:

-          ¡Cielo santo! ¿Cuánto hace que no te vemos?

-          Van a cumplirse treinta y dos años. Desde la boda de Silvia.

     ¡La boda de Silvia! Me acordé de que, con la emoción, había dejado la sopa borracha sobre el murete de la entrada. Expliqué el motivo y salí escopetado por ella, antes de que se deshiciera al sol tropical. La recuperé y pensé de pronto:

-          ¡Menos mal que la compré grandecita!

     Y volví hacia la casa, pensativo y confuso, como un actor que, ya en el escenario, se da cuenta de que ha equivocado la obra o su papel.





2.  Decúbito supino



     Una vez hemos hallado de nuevo al profesor Virumbrales, me vuelvo atrás de la decisión de dejarle narrar su historia, porque temo que esta pueda resultar interminable. Así que déjenme tomar de nuevo la pluma –es un decir-, en aras de una cierta concisión narrativa. Pero todavía se empeña él en que recoja fielmente un fragmento de la conversación con sus viejos conocidos, antes de que llegase Silvia de lidiar con los movidos adolescentes bocatoreños.

-          Te quedarás, por lo menos, hasta mañana –sugirió Aurora-. Tenemos mucho de que hablar.

-          Tenía pensado andar por aquí dos o tres días. Paro en un hotelito de la playa, llamado Norzagaray.

-          ¿Un hotel? –recalcó Miguel-. Pero si aquí hay habitaciones de sobra.

-          No lo sabía pero, de todas formas, ya estoy instalado allí y no es cosa de mover el equipaje.

     Aurora, ejerciendo de doña, como cuando yo era chico, opinó rotunda:

-          Sigues tan correcto como siempre. Si Silvia hubiese estado sola, podría haber sido un poco embarazoso, pero con nosotros... Estaría bueno. Aquí se han quedado amigos y familiares españoles que estaban de paso y venían a saludarla. No se hable más. Después de comer, que te acompañe en coche a recoger las maletas y te instalas.

     Bien, satisfecha queda la puntillosidad de don Salva. Pero no pienso pasarle ni una más. Así que volvamos al feliz hogar de la urbanización Las Lajas, donde Silvia y Salvador, una vez se han reconocido pese a los estragos del tiempo y la memoria, mantienen una conversación amable y fluida, en lo que permiten las constantes interrupciones de los padres de ella y la copiosa comida que, en un santiamén, había dispuesto Aurora, con la ayuda de la cazurra de la criada. La sopa borracha y unos chupitos de chicha fuerte con zumo de piña acabaron de soltar las lenguas. Tanto es así que, cuando la mamá recordó a Silvia que tenían que traer el equipaje de Salvador a la casa, la profesora replicó, simulando tartamudez etílica:

-          Espera, mamá, que me despeje un poquito.

     De todos modos, la lucidez se recuperó pronto. La feliz pareja aprovechó la oportunidad para darse un paseo por la playa y contemplar la puesta de sol en la terraza del pequeño hotel. Ambos seguían el que ya resultaba guión tácitamente convenido: hablar como dos amigos de toda la vida que se hubiesen visto el año anterior, intercambiando información y señas de alegría, no preguntas comprometidas ni sentimientos. Si acaso, algún fogonazo de recuerdos íntimos o de expectativas, con palabras ambiguas o de doble sentido. Ya en su habitación, a dos pasos de la de Silvia y otros tantos de la de sus padres, Salvador repasaba aquel día, bendiciendo la forma en que se había desarrollado y no sabiendo si alegrarse de la coincidencia con Aurora y Miguel, o deplorarla. En un placentero duermevela, su mente había quedado prendida de un par de momentos, fruto –como casi siempre- de la iniciativa palabrera de él y de las respuestas, firmes y fríamente corteses, de Silvia:

-          ¿Sabes? –dijo esta-. Me ha encantado tu visita, porque nos permite atar los cabos que quedaron sueltos, hace tantos años.

-          ¿Cabos? Maromas, diría yo. Te parecerá extraño, pero no las tenía todas conmigo, en cuanto a tu recibimiento.

-          Pues ya ves, normal y amistoso. Lo único que me preocupa es que los papás revivan con tristeza aquellos tiempos en que todo pudo lograrse entre nosotros.

-          Mujer –mintió Salvador, con poco acierto-, es mucho tiempo y las cosas han cambiado tanto, que nadie podría imaginar una segunda intención de mi visita.

-          No cifraría yo la imposibilidad solo en el tiempo. ¿No has leído El amor en los tiempos del cólera?

-          Tengo una idea del tema, pero García Márquez no es escritor de mi devoción.

-          Lástima. Pero a lo que íbamos. No es cuestión de tiempo, sino de sentimientos. Y, en mi caso, he pasado absolutamente página de lo nuestro.

     Así que chafado, aunque contento. Como maliciosamente susurró bajo la sábana, antes de caer en brazos de Morfeo, después de la que lié en aquellos tiempos, no es mal resultado que me haya perdonado y que se sienta mi amiga. ¡Y todo eso, solo en unas horas!

     Por tanto, en lo que respecta al profesor Virumbrales, el día había resultado fructífero. No me pregunten cómo lo valoraba doña Silvia Cejador. No tengo suficiente confianza con ella, como para preguntarle, y menos aún, estando ya acostada.

***

     Los dos días siguientes fueron frustrantes para Salvador, en la medida que, habiendo pasado el tembleque inicial, tenía cada vez mayores esperanzas. Pero Silvia iba y venía, alegando razonables exigencias de trabajo, quedando Salva la mayor parte del día en los amorosos lazos de Aurora y Miguel. Los quería tanto, que sufría con buen ánimo las inacabables sartas de recuerdos de su infancia, las constantes alusiones a amistades y conocidos comunes (¿te acuerdas de…?; no habrás olvidado a…). Y él, con poca memoria para esas cosas y toda una vida fuera de Castellar, asentía y escuchaba, ya en el jardín de la casa, ya paseando por la urbanización o contemplando a la señora desempeñarse en la cocina con la maestría de una profesional. Por la tarde, después de la siesta, Silvia los bajaba en coche hasta la playa, ausentándose seguidamente al colegio o a las compras. Las sugerencias de Salvador al respecto eran sistemáticamente desoídas:

-          ¿No podría acompañarte al colegio para verlo?

-          ¡Huy, quita allá! Son unos simples barracones y tendría que dejarte solo hasta que terminase la clase -o la reunión-.

     O bien:

-          Te acompaño por la fruta. Así te ayudo con la compra.

-          Ni se te ocurra. Aquí no está bien visto que los hombres vayan a las abacerías.

     Y así, sucesivamente. Miguel sonreía y Aurora, cuando Silvia había partido, se sinceraba a medias:

-          Esta hija mía, siempre tan independiente. Pero no creas que es solo contigo. De hecho está muy emocionada con tu visita.

     Después de cenar, sí que tenían tiempo de charlar en el sofá, con la televisión de fondo para distracción de los ancianos. Cuando les parecía, salían a la veranda y se acodaban en el antepecho o se sentaban en los sillones de mimbre. La noche suavizaba los rasgos de Silvia y, sobre todo, la firmeza de su carácter. Diríase que la luna casi llena, en vez de despertar su dureza, la intimidaba y volvía vulnerable. Le dijo:

-          Mis padres llevan aquí tres meses y no sé si dejarles volver a España o no. Ya están muy mayores.

-          Mujer, yo los encuentro muy arrechos para su edad. Y sacarlos de su ambiente de toda la vida…

-          Tienes razón. Seguramente es problema mío, que no quiero quedarme sola.

-          Tus hijos ya van adultos y están lejos. ¿No has pensado en volver a casarte?

-          ¡Cómo se ve que a ti te han ido, y te van, bien esas cosas! Mira que recomendar el matrimonio como remedio de la soledad a quien ha sufrido todo lo que yo…

-          Perdona, Silvia, no he querido meterme en terreno vedado. Ya sabes que, en lo que a mí respecta, siempre tendrás un amigo para lo que haga falta; cuando menos, para no sentirte nunca sola.

-          Lo sé, Salvador, y te lo agradezco, pero Santiago de Compostela está un poco lejos de Panamá,  por suerte para ti y para desgracia mía. Por cierto, ¿no te he enseñado el último libro que me han publicado? Está teniendo bastante éxito de ventas. ¡Claro, con el tema que trata!

     Se levantó acto seguido, camino de la gran estantería del salón y regresó a los pocos momentos con un tomito titulado El cielo en la tierra. Muy misteriosa ella, lo presentó así:

-          Nada te diré sobre él. Es uno de esos libros que hay que leerlos, no comentarlos. Y, si es de noche, mejor que mejor.

     Y se echó a reír con aquella franqueza y musicalidad, que Salvador tenía en el recuerdo como uno de sus rasgos más preciosos. Después de los ojos, por supuesto.

     Ya en la soledad de la alcoba, aunque estuviera a punto de vencerlo el sueño, cogió el susodicho libro celestial y casi le da un soponcio, al descubrir que su contenido eran siete cuentos de claro y rotundo contenido sexual. Así que, entre dulces coloquios nocturnos y deliquios biblio-eróticos, no le fue fácil a Salvador conciliar el sueño aquellas noches. Más de una vez, tuvo la tentación de dejarse caer por el dormitorio de Silvia, aparentando extravío o confusión de pieza. Pero aquel edén no tenía uno, sino dos, ángeles guardianes, por no hablar de la dudosa receptividad de Eva. Así que el profesor se contenía y suspiraba:

-          ¡Cuánto mejor habría estado quedándome en el hotel Norzagaray!

***

     El último día completo que Salvador habría de pasar en Bocas del Toro, Silvia pareció ablandarse:    

-          Si me vienes a buscar a la salida del colegio, podremos comer juntos y hacer luego la compra, como acostumbro todos los jueves.

     Después de algunas presentaciones de circunstancias a la puerta del modesto centro docente, hicieron en coche unos cinco kilómetros, hasta el coqueto Bocatoro Mall, moderno centro comercial del que estaba orgullosa la comunidad a que servía. Comieron en la terraza ajardinada de uno de los dos restaurantes del Mall y Salvador se empeñó en degustar una comida a la panameña, pese a las sensatas observaciones de Silvia acerca de la debilidad estomacal de la gente madura. Entre los sabores fuertes, la proximidad de la marcha y un presunto agotamiento de los temas de conversación, el profesor se iba deprimiendo por momentos. Silvia se percataba de ello y reaccionaba cotorreando sobre las carencias de las escuelas panameñas y la actualidad política española, de la que parecía estar bien informada. Salvador apenas era capaz de seguir el hilo sinuoso de su charla y se ahogaba en

El mar de aguas profundas de tus ojos

como otrora cantase a las espectaculares luminarias de Silvia, en un endecasílabo heroico que aún conservaba en la memoria.

       A los postres, Silvia viró al tema favorito de todo emigrante:

     -   Si algún día me llega la anhelada jubilación, estoy pensando en  volver. No creas, pese a los años, sigo conservando allá muchas amistades, por no referirme a mi hermano Carlos, con el que no sé si sabes que no tengo muy buenas relaciones.

     -  Seguro que tus padres se alegrarán mucho de tu decisión. Sería para ellos la cuadratura del círculo: seguir en su mundo y tenerte a su lado. ¡Quién lo pillara!

     Silvia suspiró:

-          Mi ambicioso amigo, no se puede tener todo. Por eso hay que ser realista y, sobre todo, saber elegir.

     Por esta vez, Salvador no estuvo dispuesto a encajar plácidamente la reprimenda:

-          Pues seamos realistas: pidamos lo imposible.

     Silvia se echó a reír:

-          Como por ejemplo, que las bananas de acá sean tan sabrosas como los plátanos canarios. Anda, pide la cuenta, que ya han dado las cuatro y el supermercado cierra temprano.

***

     La profesora Cejador parecía conocer al dedillo las diversas secciones del súper. Llenaron el par de carros en unos veinte minutos. Eran las cuatro y media, cuando se pusieron a una de las colas para pagar. Y entonces se desencadenó el drama.

     En la caja adyacente, una joven repartía su atención entre las bolsas de compra, el monedero y dos criaturas muy revoltosas. Nadie se percató de que se le aproximaba un sujeto de mediana edad quien, al llegar a la altura de la chica, sacó un revólver y empezó a disparar contra ella, una, dos, tres, cuatro veces. Los estampidos, que sonaban como petardos de feria para los más alejados, cesaron por un momento. Luego, un quinto, seco y tajante, que el matador dirigió contra su propia sien. Y seguidamente, un coro de gritos, lamentos y carreras. Al fin, todos empezaban a percatarse de lo sucedido, aunque reaccionasen de forma tardía[3].

     Salvador, atónito, había sido de los primeros en darse cuenta de lo que pasaba, por estar mirando hacia los niños. Recordó lo que hacen los americanos, según las películas, y gritó ¡al suelo, todos al suelo! Seguidamente, asió por los hombros a Silvia y, mal que bien, le hizo dar con sus huesos en el pavimento. La pobre, trastabilló con las ruedas del carrito y fue a caer boca arriba, dolorida y estupefacta. Al punto, Salva se vino sobre ella, la protegió en lo posible con su magra anatomía y rodeó su cabeza con los brazos. Las detonaciones y los gritos parecían dar a la escena un tono festivo. A su alrededor, otros clientes empezaron a imitar su postura, como en un grotesco derribo en serie de fichas de dominó. El profesor Virumbrales, que también tenía su guasa, oprimió aún con más fuerza el cuerpo de su amiga, acercó los labios a su oído y le susurró con seriedad y firmeza absolutas:

-          Hay ocasiones en que un caballero han de colocarse sobre una dama, para cubrirla.





3.  Decúbito prono


     Tuvieron que contar el incidente a Aurora y Miguel tres o cuatro veces, si bien suavizaban los peores detalles. La verdad es que, aparte de los tiros criminales, había sido espectacular el despliegue de la policía, con sus carreras –pistolón en mano-, así como la pronta llegada de un helicóptero para evacuar a la mujer herida. Aunque Salva pesaba poco, Silvia empezó a cansarse a los veinte minutos de soportarlo y, apartándolo con finura, se incorporó y oteó el panorama. Los agentes ordenaban la permanencia de todos en el interior del supermercado y los trámites podían llegar a ser interminables. La profesora descubrió la cara amiga de un antiguo alumno, asomando de un uniforme de sargento. Dejó la compra en los carros, tomó del brazo a Salvador y se fue hacia el suboficial:

-          ¡Qué suerte que estés por aquí, Darío! Anda, déjame pasar que tengo a mis padres en el carro y no te digo cómo se estarán poniendo.

-          De acuerdo, pase. Pero, ¿y este señor?

-          Un español, familia mía, que está aquí pasando unos días.

     Silvia reía, de ver a sus padres tan sobresaltados, ponderando el valor de Salvador y la decisión de ella misma. Tal vez hacía de tripas corazón para que no pensaran, como ella, en la fragilidad de la vida. Aurora, ya más calmada, comentó:

-          Así que tuvisteis que dejar toda la compra en el supermercado.

-          Toda no –respondió Salva-. Me he permitido un pequeño hurto, que Dios perdone.

     Y, echando mano a los bolsillos de la chaqueta, sacó sendos botellines de champán, de los de dos raciones o copas, al tiempo que decía:

-          Los había cargado en el carro para brindar esta noche por mi partida. No iba a dejarlos en la tienda ahora que había un motivo mucho más grato que festejar.

     No esperaron más. Sacaron copas, escanciaron el vino y quedaron suspensos, con las copas en alto, esperando. Salvador comprendió que, esta vez, era el protagonista y pronunció el brindis de su vida:

-          Que nunca nos separe otra cosa que la inmensidad del mar.

     No estaba mal, para ser aparentemente improvisado.

***

     He de reconocer que, en lo que queda de relato, he querido contar con la colaboración de alguien experto en psicología femenina, pues Salvador y yo estamos hechos un lío, buscando las causas del desenlace. No era cosa –como verán- de que él consultara a su esposa, aunque casualmente tenga una profesión de cierta afinidad con el alma humana. Así que, por mi parte y sin dar detalles personales, abordé a mi señora y le planteé el interrogante. ¿Qué pudo llevar aquella noche a una mujer como Silvia a comportarse como lo hizo? Fátima me ofreció tantas posibilidades, que he preferido ceñirme a los hechos y dejar que sean ustedes quienes hagan sus propias elucubraciones.

     Y es el hecho que, a eso de la una y media de la madrugada, una figura femenina, apenas velada por un ligero camisón, abrió con sigilo la puerta de su alcoba y, un tanto furtivamente, se deslizó hasta la entrada de la habitación de huéspedes. No tuvo sino que empujar la hoja entreabierta, para entrar. Al desaparecer en la oscuridad del dormitorio, empujó suavemente la puerta, hasta que el resbalón quedó encajado con un suave chasquido.

     Si hubiésemos tenido el oído tan fino como Salvador, podríamos haber escuchado al punto esta terneza:

-          También hay ocasiones en que una dama puede encimar a su caballero, para…, para atar cabos, de una vez por todas.







[1]  Seguramente, el profesor Virumbrales alude a El País creado por Wall Street. Creo que la primera edición en español es la de Editorial Planeta, Bogotá, 2003, que lleva el subtítulo de La historia no contada de Panamá. Más conocida en España es la edición de Destino, Barcelona, 2004, subtitulada La historia prohibida de Panamá y su Canal.
[2]   Aunque la precisión deja mucho que desear, parece que nuestro Profesor emplea aquí el toponímico Darién como sinónimo de todo Panamá.
[3]  Este es el incidente real aludido en la presentación. Se produjo alrededor de las 16:30 horas del día 11 de noviembre de 2011 (o séase, el 11-11-11), en el supermercado Amigo del centro comercial Aguadilla Mall, en Aguadilla (Puerto Rico). La mujer resultó gravemente herida y el hombre falleció dos días más tarde. Yo lo he ambientado en Bocas del Toro (Panamá), por razones personales, pero entiendo que la verdad debe resplandecer, aunque solo sea a pie de página.

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