miércoles, 20 de junio de 2012

CIAO, AMORE, CIAO


Ciao, amore, ciao

Por Federico Bello Landrove

     En las primeras horas del 27 de enero de 1967, el excelente cantautor italiano Luigi Tenco encontraba la muerte, a los 28 años, en su habitación del Hotel Savoy de Sanremo. La investigación judicial de la época dictaminó: suicidio. Veinticinco años después, se descubría  la existencia de una amada del cantante, de presunto nombre Valeria, que cambiaba notablemente la perspectiva del óbito de aquél. En diciembre de 2005, el clamor popular forzaba una nueva investigación, ante la probabilidad de que se hubiese tratado de un homicidio. Este cuento versa sobre todas esas cosas, con una mezcla de indagación policiaca y fantástica historia de amor.




1.  Un encargo excepcional



     En tiempos, la noche de la final del Festival de Sanremo era de fiesta para el inspector de policía Arnoldo Fratini. No sólo era un musicómano empedernido, sino que había nacido en Imperia, capital de la provincia, y había hecho sus primeras armas como policía en prácticas en la comisaría sanremense. Claro que de todo ello hacía ya un montón de años: el siglo XXI había llegado y, con él, las vísperas de una jubilación, sin duda merecida, como comisario de la Policía Judicial en Génova. Hacía, pues, mucho tiempo que no tomaba su día de asueto con ocasión del Festival. Como él decía:

-          Hubo algunos años gloriosos pero, desde las desgracias del 66 y el 67, nada volvió a ser lo que había sido.

-          ¿Qué desgracias, comisario?, inquirió el joven subinspector De Santis quien, por supuesto, no había nacido aún en aquellas calendas.

     Y Fratini, por enésima vez, volvía a contar aquello de que el gran Modugno, después de ganar Sanremo junto con Gigliola Cinquetti, había vuelto del festival de Eurovisión del 66 con cero votos; y de que, en 1967, a raíz de ser eliminado en la fase previa, Luigi Tenco se había pegado un tiro en la habitación 219 del hotel Savoy.

-          ¿Y murió?, preguntó cándidamente de Santis.

-          Giulio, hay veces en que estoy por mandarte otra vez a la escuela, concluyó resignadamente el comisario.

     Claro que no todos eran tan ignorantes, o tan jóvenes, como De Santis. Estaba, por ejemplo, Valentina, Valentina Rivaldi, su vecina de la genovesa via Depretis, a la que había conocido unos diez años atrás, en los Parques de Nervi, a la orilla del mar. Ella paseaba un discreto teckel negro de pelo duro y él acababa de darse una sentada leyendo El oficio de vivir de Pavese. Tal vez, se levantó del banco demasiado aprisa. Lo cierto es que estuvo a punto de atropellar al pobre chucho y se trabó una pierna con la correa. Las consiguientes disculpas entre personas bien educadas, concluyeron con unas amistosas caricias a Bulletto, aceptadas con fruición por éste. Una terraza estratégicamente instalada entre los tamarises hizo el resto. Tras las oportunas presentaciones, los ojos de la señora se deslizaron hacia el libro, que Arnoldo había posado sobre el velador. Dijo:

-          ¡Cielos! Una primera edición de las memorias de Pavese.

-          Pues, no sé. Lo he sacado de la biblioteca pública…

-          A estas alturas, es una rareza bibliográfica. Y qué quiere que le diga. La edición de 1990 es la completa, pero yo prefiero ésta de 1952, más púdica y a cargo de Calvino y Natalia Ginzburg, nada menos.

     El aún subcomisario no sabía qué decir. Salió como pudo, cambiando de conversación:

-          No estoy muy al tanto. Lo mío es, más bien, la música.

     Resultó que la señora del perrito también sabía mucho de música, pero no hizo alarde de ello. Seguramente, había captado que su interlocutor no tenía una gran cultura, aunque podían adornarle otras cualidades. Como, en efecto, así era.

***

     Llegó diciembre de 2005. Por aquellas fechas, Arnoldo había ascendido profesionalmente, había ido y venido de Génova, había perdido casi todo el pelo y se había mudado a un ático de vía Depretis. Esto último nos pone sobre la pista de que Bulletto y su dueña habían ejercido sobre él una evidente fuerza atractiva. El comisario se decía que, puesto que cenaban juntos los jueves y se ayudaban en las tareas de la compra y del paseo perruno, lo mejor era vivir cerca uno de otro. Los años transcurridos les habían ido haciendo recíprocamente necesarios, que no imprescindibles, como recalcaba Valentina con una sonrisa. Pero una mano oculta parecía separarlos cada vez que se aproximaban más allá de lo aconsejable. Arnoldo era tímido y paciente; la señora Rivaldi, retraída y desengañada. El comisario, tal vez por deformación del oficio, se había preguntado muchas veces por las causas objetivas del modo de ser de su amiga, pero nunca había tratado de indagar en su vida pasada: algo le decía que, si husmeaba en la intimidad de Valentina, se enterase ella o no, se rompería el hechizo y el añoso príncipe se reconvertiría en sapo, o la gentil y talludita princesa, tan menuda como graciosa, desaparecería de su vida para siempre.

     No obstante, había ido sabiendo cosas de ella, de sus propios labios. Una juventud marcada por un desengaño amoroso impreciso; un matrimonio, ya mayor, diez años después; una hija que vivía en Roma y a la que veía de ciento en viento; el doctorado universitario y una plaza de profesora de Historia en la Universidad genovesa. En suma, una mujer corriente, si no fuera por su invencible repugnancia al compromiso sentimental y por haberle dado el tesoro de su tierna amistad a él, solterón irremediable, policía de dedicación plena y completamente vulgar en todos los sentidos.

     Rumiaba todas esas cosas, a la vez que ojeaba distraídamente las páginas de sucesos y de tribunales de Il Secolo XIX, cuando el Jefe Superior D’Andrea lo llamó a su despacho. Parecía más excitado que de costumbre:

-          Ciao, Arnoldo. Tengo un encarguito para ti, de parte de las altas esferas, dijo, mientras le tendía un oficio reservado, con el membrete de la Dirección Central de la Policía Criminal.  

     Fratini leyó:

     Habiéndose decidido por el Fiscal de la República en Sanremo la reapertura de la investigación preliminar por la muerte del Sr. Luigi Tenco, acaecida el 27 de enero de 1967, ordeno a Su Excelencia que, dada la dificultad y relevancia del caso, designe a un comisario de esa Jefatura, de su plena confianza, a fin de que asesore y supervise a la Policia Judicial sanremense en dicha investigación, dando inmediata cuenta a vuecencia y a esta Dirección Central de cuantas incidencias de importancia vayan produciéndose.

     Arnoldo, que inmediatamente percibió en el escrito que había gato encerrado, protestó:

-          ¿Por qué yo, Jefe? Ya estoy viejo para estos trotes y sabes que en los últimos meses he tenido serias alteraciones de hígado.

-          Habrás observado, Fratini (mal asunto, cuando se dirigía a él por el apellido), que me piden que designe “a un comisario de mi plena confianza”. Pues bien, para mí, nadie más adecuado que tú. Además, ¿no eres de por allá?

-          De Imperia, exactamente.

-          Pues no se hable más. Conoces perfectamente la zona y así no resultará tan extraño que aparezca un comisario de Génova husmeando en las indagaciones. Te asignaré dietas máximas y un ayudante, si lo deseas.

     Nuestro comisario comprendió que no tenía más remedio que aceptar. Sólo agregó:

-          Dame una semana, para ponerme al día del caso. En cuanto al ayudante, una vez en el ajo, te haré saber si lo preciso. 



2.  Un suicidio prejuzgado



     Arnoldo Fratini pasó una semana completa poniéndose al día del caso Tenco, ya casi por él olvidado, y profundizando en sus muchos y variados interrogantes, que habían generado una verdadera y sorda tensión entre partidarios de la tesis del suicidio y la del homicidio. La cosa se complicaba por los casi cuarenta años transcurridos desde la muerte del cantautor y por las implicaciones políticas derivadas de la reapertura, literalmente, a tumba abierta de una investigación desarrollada y archivada demasiado aprisa, así como de los rumores sobre una gestión diplomática secreta de Tenco en Argentina y la reacción ante ella de la logia masónica P2 y de sus sicarios, el llamado Clan de los Marselleses. Entre tesis enfrentadas, motivaciones inexplicables o muy dudosas, jóvenes inmaduros y mujeres fatales, había brotado, justo a los veinticinco años de la muerte, la figura misteriosa y romántica de Valeria, la verdadera amada de Tenco, descubierta por su hermano Valentino cuando, en el aniversario del óbito, iba a poner unas flores en la tumba de Luigi.

     Lo que ya sacó al comisario de sus casillas fue la declaración a la prensa del Fiscal sanremense, al comunicar su decisión de reanudar la investigación. Más o menos, había dicho:

-          No cabe duda de que la indagación anterior se cerró de forma precipitada y se practicó con numerosas deficiencias, pero tampoco resulta seriamente discutible la conclusión del suicidio. No obstante hay muchas personas que reclaman un nuevo esfuerzo de aclaración, adecuado a la grandeza de la persona desaparecida. Así que, aunque rompamos la paz y el reposo de Luigi Tenco, he decidido que merece la pena prestar este servicio a la historia de la música.

     Fratini espetó a su jefe una verdadera filípica:

-          Pero, ¿de qué va ese procuratore? Reconoce fallos e insuficiencias, pero dice tener una opinión inmodificable. No parece importarle tanto la verdad, como la opinión pública y la historia de la música. ¡Esto es el colmo! Vamos a trabajar para dar pasto a periodistas y a fans del señor Tenco.

-          Calma, hombre –replicó D’Andrea-. Se trata de cubrir el expediente y de tranquilizar a quienes han llegado con sus peticiones hasta la Cámara de Diputados, el Ministerio de Justicia y el Consejo Superior de la Magistratura. Aunque, la verdad, el Fiscal de Sanremo podía haber sido un poco más circunspecto en sus declaraciones.

-          Acabáramos –arguyó el comisario, entre enfadado e irónico-. Así que mi cometido en toda esta farsa es que no vaya demasiado lejos y concluya como está previsto.

-          Más o menos, amigo Arnoldo. Así que, como ya te has dado cuenta, no hace falta que te dé las últimas instrucciones, concluyó D’Andrea con tono distendido.

***

     En vísperas de Navidad, Valentina y Arnoldo se encontraron en la cafetería del hotel Villa Bonera, en lo que resultó ser una despedida temporal. La profesora Rivaldi iba a pasar sus vacaciones a Roma, “más que nada, para ver a mis nietos”. Un tanto mohíno, el comisario se resistía a dar cuenta a su amiga de la gestión que también le obligaría a ausentarse, en parte por reserva y en otra, por vergüenza; pero no tuvo más remedio que sincerarse, cuando Valentina le pidió:

-          Arnoldo, ¿te sería mucha molestia ocuparte del viejo Bulletto durante mi ausencia?

-          ¡Cuánto lo siento, querida! Precisamente acaban de comisionarme la supervisión de un caso, que me va a tener fuera de Génova una temporada.

-          Descuida, encargaré a mi vecina Anselma, pero Bulletto lo va a sentir. ¡Está tan encariñado contigo!

     Entre oportunista y mimoso, Arnoldo se atrevió:

-          ¡Cuánto me gustaría que el ama me quisiera tanto como el perro!

     Los ojos de Valentina brillaron por un momento. Luego, se repuso y acertó a decir:

-          Hay cosas, Arnoldo, que no pueden medirse. Que tengas una feliz Navidad. Te echaré de menos.

***

     El día de Inocentes de 2005, Arnoldo Fratini se presentaba en la comisaría de policía de Sanremo y entraba en contacto con su Jefe. Ambos habían coincidido, hacía muchos años, en Ancona y, la verdad sea dicha, no habían congeniado. El desapego entre ambos se evidenció vigente, tan pronto cruzaron las primeras palabras. Era obvio que el comisario sanremense desaprobaba la intromisión oficial del genovés, por más que acatara las órdenes y compartiese las consignas. Lo pinchó sin ningún motivo:

-          No te preocupes, Fratini, actuaremos al modo de Arrigo Molinari, que en paz descanse. Después de todo, ¿a quién le importa un caso oscuro de cuarenta años atrás?

     Arnoldo se sulfuró, al oír el nombre de Molinari, policía en entredicho y número 767 de los afiliados a la ominosa logia P2. No obstante, medio se contuvo:

-          No tengo nada que decirte: la investigación la ha decidido y la dirige el procuratore Gagliano. Y, en cuanto a la antigüedad del caso, ya sabes que los asesinatos no prescriben.

-          Entonces, ¿nos autorizas a partir de cero e investigar a fondo?

-          Yo no dirijo la investigación, sino que la superviso. Allá tú y el fiscal. Avísame con tiempo de todas las diligencias que os encomienden y dame cuenta semanal de los avances. Te daré el número de mi móvil.

-          ¿En dónde vas a quedarte? Ya sabes que el viejo Hotel Savoy lleva treinta años cerrado.

-          Buscaré algún sitio tranquilo y donde no dé el cante. No quiero estorbar.

     Declinó la formularia invitación de su colega para almorzar. Paseó como un turista más: la catedral, el casino, los jardines del entonces medio abandonado Savoy, escenario de la tragedia. Comió solo en el majestuoso restaurante Biribissi del casino y se las arregló para colarse en el teatro, que no tardaría en acoger –como todos los años- la correspondiente edición del Festival de la Canción. Un ujier le echó el alto y Arnoldo tiró de carnet profesional. El empleado se disculpó, le enseñó obsequiosamente las dependencias más lujosas y le aseguró:

-          ¿Sabe, excelencia? Este año hemos celebrado el centenario del Casino. ¿Cuánto dinero no se habrá perdido en él a lo largo de un siglo?

-          Dinero y lo que no es dinero, replicó Fratini de modo sugerente.

-          ¡Si yo le contara! Pero, claro, siendo el señor policía…

     Al caer la tarde, el comisario llegaba a Bordighera, donde había decidido hospedarse. El Hotel Astoria le esperaba, respondiendo a la recomendación del subinspector De Santis. Los jardines rodeaban el coqueto edificio de ladrillo con grandes balcones blancos, desde los que se divisaba el solario y, al fondo, una vista amplísima de la Riviera. A la mañana siguiente, nada más asearse y desayunar, adquirió en recepción una postal, que rellenó, con su letra regular y clara, en la  gran terraza, recostado en una silla extensible:



     Querida Valentina: Trabajo y placer no tienen por qué ir separados. Así que te escribo desde el Hotel Astoria de Bordighera, deseando estés disfrutando de unas felices vacaciones. Con cariño, Arnoldo.

     Pensó en mandársela a Roma, pero ¿dónde diablos vivía la hija de Valentina, si es que ésta no había optado por irse a un hotel? En fin, más pronto o más tarde, regresaría a su casa de Génova. Así que estampó las señas de la vía Depretis, mientras rezongaba:

-           Nos conocemos desde hace diez años y no sé casi nada de ella. Voy a tener que hablarle seriamente un año de éstos.



3.  La investigación y la espontánea

     Aunque la Fiscalía de Sanremo esperó tácticamente al verano para dar cuenta pública de sus conclusiones, lo cierto es que las nuevas diligencias de investigación duraron sólo un par de meses: los suficientes para exhumar al pobre Luigi y hacerle la autopsia que había estado esperando durante treinta y ocho años; realizar las pruebas del guante de parafina, para comprobar si sus manos habían estado impregnadas de pólvora, como corresponde a los suicidios con arma corta de fuego; realizar una esencial caligráfica sobre la nota presuntamente autógrafa en que el cantante había explicado su despedida, y poco más. Arnoldo supervisó cautelosamente la marcha de los acontecimientos y hasta tuvo la ocasión de compartir mesa y mantel con el procuratore Gagliano. Acababan de darle a éste las conclusiones de la autopsia y estaba radiante: no había la menor duda de que las heridas, por su naturaleza y trayectoria, eran las propias de un suicidio de manual. Por lo demás, ni él ni el comisario esperaban mucho de la prueba caligráfica, habida cuenta del carácter indubitado de parte de la nota de despedida y de la posibilidad de argumentar con la tensión nerviosa y la incidencia del alcohol y de los tranquilizantes, a la hora de sortear cualquier duda sobre el final del breve texto y la sorprendente firma.

     Con todo, cualquier farsa que se precie ha de tener algún ingrediente de sorpresa. En la que Fratini estaba tomando parte, se produjo al conocer de primera mano (estaba casualmente en Sanremo aquella mañana) los resultados de la prueba del dermo-test, que así mismo llegaba con casi cuarenta años de retraso. Arnoldo no tenía ni idea de que un cadáver mantuviese durante tanto tiempo los vestigios de la pólvora, pero los expertos de la sección de Policía Científica de la comisaría de Sanremo, apoyados por colegas venidos de Milán, eran tajantes:

     Aprécianse en la mano derecha del cadáver del señor Luigi Tenco restos de antimonio, señal inequívoca de la deflagración de pólvora, consecuente con haber realizado un disparo con dicha extremidad.

-          ¿Sólo antimonio?, inquirió Fratini. ¿Nada de plomo o de bario?

-          Nada, comisario, respondió el subcomisario de Policía Científica.

-          ¿Y en la mano izquierda?

-          No extendimos a ella el análisis. Como, de dispararse, lo hizo con la mano derecha…

     El Jefe de Sanremo terció, cortando el interrogatorio, que empezaba a ponerse, para su gusto, un poco comprometido:

-          Bueno, chicos, todo en orden. Vamos a llevar el informe al fiscal y asunto terminado.

     Arnoldo se marchó sin una palabra. Mientras conducía hacia el hotel, martillaban en su cabeza las últimas palabras del comisario sanremense: “asunto terminado” o, como si dijéramos, finita est comoedia; vamos, se acabó la farsa. En su mente, aunque un poco desmemoriada, aún estaba fresca la conexión tabaco-antimonio, como también los apuntes que estudió en su día sobre el guante de parafina: indicativo de la presencia de nitratos de antimonio, plomo y bario, siendo precisa la presencia de al menos dos de dichos elementos, para entender positiva la prueba a la presencia de pólvora; tanto más, cuanto que el antimonio es el elemento de los tres que está presente en menor cantidad en la deflagración de la pólvora, al disparar un arma.

     Debió de cometer media docena de infracciones de tráfico, por empeñarse en conducir y pensar al mismo tiempo. No obstante, llegó ileso y sin multas al aparcamiento del Hotel Astoria. Salió como alma que lleva el diablo camino de su habitación, dispuesto a confirmar en Internet lo que él ya creía saber. A la altura de la recepción, una voz femenina le hizo pararse en seco:

-          ¡Arnoldo, hombre, que he hecho el viaje para encontrarte!

     El interpelado se giró, aunque no precisaba de la vista para identificar a quien lo llamaba. Era Valentina, seguramente algo preocupada por su dilatada ausencia de Génova sin más noticias que la postal de marras, quien aprovechaba el inmediato fin de semana para conocer este paraíso, según su divertida expresión al constatar la sorpresa de Arnoldo.





4.  Algunas verdades salen a la luz


      Lo vio tan acelerado, que Valentina despidió a Arnoldo hasta la hora de cenar, momentos aprovechados por el policía para comprobar en su ordenador todo cuanto había venido reflexionando durante el trayecto desde Sanremo hasta allí. Una duda le asaltaba, supuesto que había visto numerosas fotografías de Tenco fumando: ¿hasta qué punto era frecuente en él ejercer ese hábito, entonces todavía no mal visto? Y, a mayor abundamiento, ¿solía sostener el cigarrillo con la mano izquierda –como era lo más frecuente en los diestros-, o lo hacía con la mano derecha?  Iba a encender nuevamente su PC y consultar en imágenes, pero se contuvo: eran las ocho y media, la hora pactada para encontrarse con su profesora. Por cierto, ¿no era emocionante que hubiese ido en su busca? Recordó su frase sobre conocer el paraíso. Le había faltado agilidad para responderle lo que ahora pensaba sonriendo para sí: para ser un paraíso, hasta ahora le faltaba Eva.

     Fratini era circunspecto en las cosas de su profesión, pero desconectaba mal cuando estaba intranquilo o alterado y, aquella noche, ese era su estado de ánimo. Valentina no tuvo que insistir, para que Arnoldo se franqueara:

-          Parece que no te has alegrado mucho de verme.

-          Perdona, querida, pero es que…

     Y, de pe a pa, aunque bastante desordenadamente, el comisario resumió a su acompañante cuanto nosotros ya sabemos, con esa omnisciencia propia de los que ya han estado allí. Para sorpresa de Arnoldo, Valentina puso desde el principio del relato un gesto de estudiada indiferencia y siguió imperturbable la narración. Sólo cuando su interlocutor pareció haber terminado –cosa que coincidió con el postre-, le dijo, como si fuese lo más natural del mundo:

-          Luigi Tenco… lo conocí en Roma…hace muchos años. Un gran chico… en un mundo que le venía grande y ajeno.

     A cada pausa de Valentina, el comisario abría más y más la boca, entre la sorpresa y la creciente estimación de su buena suerte. La profesora aún agregó:

-          Yo tenía entonces veintidós años, así que ya llovió.

     Este último tópico pareció animar a Arnoldo a plantear las grandes preguntas:

-          No te acordarás de si fumaba mucho…

-          Como una máquina de vapor, dijo sonriendo vagamente Valentina.

-          ¿Con la mano derecha o con la izquierda?

     La signora Rivaldi se echó a reír. Pensó unos segundos y respondió sin vacilación:

-          Con la derecha. Una vez comentó que la izquierda para la política y la derecha para las cosas importantes.

     Esta vez, fue Fratini quien sonrió. Tomó por sobre la mesa, con su mano derecha, la izquierda de Valentina y concluyó:

-          Ya lo creo que es importante. Se van a enterar esos cretinos. Gracias, querida, no creí que tuvieses tan buena memoria.

***

     Al día siguiente, sábado, la pareja se desplazó hasta Sanremo, en plan turístico. No obstante, Arnoldo llevaba un voluminoso sobre, medio oculto por el abrigo. A Valentina le extrañó:

-          ¿Llevas algo de contrabando?, preguntó en broma.

     El comisario no contestó, pero dirigió los pasos de ambos a la central de correos, donde certificó y depositó su envío. Al salir, tenía una sonrisa de oreja a oreja, pero no soltó prenda hasta que hubieron completado el recorrido y recalaron para reposar en los jardines, ante la fachada principal del casino. El día era tibio y sólo había habido una nube, cuando Arnoldo había sugerido pasar ante el Hotel Savoy, por aquello del morbo.

-          Ni hablar, saltó Valentina. Me parece que tus investigaciones están calando demasiado hondo para una mera policía aficionada, como yo.

     Acodados en la balaustrada que separa el jardín de la avenida, entre palmeras y hortensias, en flor pese a lo temprano de la estación, él aclaró lo sucedido:

-          Lo que iba en el sobre era la justificación de que el presunto antimonio de la pólvora es, con toda probabilidad, la sencilla e inocente consecuencia de haber sido un fumador impenitente. Cuando la carta llegue al club de fans de Tenco, se va a armar.

-          Pero, Arnoldo, ¿no trascenderá a tus superiores y te buscarán las vueltas?

-          ¡Quia! No les doy detalles de la investigación. Simplemente he impreso unas páginas muy aleccionadoras de Internet, para que ellos puedan replicar a los farsantes de Sanremo y de Roma, cuando hagan públicas las luminosas conclusiones de su encuesta.

-          Eres un hombre honesto, dentro de lo que cabe, comentó Valentina, aunque todavía no sé lo que significaría para ti desvelar las causas y circunstancias de la muerte de Luigi.

-          En el fondo, querida, y a estas alturas, muy poco. Que descanse en paz y que Dios le premie por las maravillosas canciones que nos ha dejado. ¿Qué mejor destino podemos desear para un artista?

     Y, de forma casi inconsciente, Arnoldo tarareó, con más sentimiento que afinación, los compases que acompañan los versos de la canción Ragazzo mio:

Se vuoi amar l’amore,

tu non gli chiedere

quello che non può dare[1]

      Miró de soslayo el rostro de Valentina y sorprendió por un instante una lágrima al borde de sus párpados. Aunque sin ganas, bromeó:

-          No creí cantar tan mal, como para hacerte llorar.

***

     Bajaron la escalinata, Valentina en primer lugar. Un relámpago cruzó de parte a parte el cerebro de Arnoldo, iluminándolo con una luz cegadora, irresistible. Susurró:

-          Valeria…

     Valentina quedó clavada en el penúltimo escalón y giró la cabeza. Su amigo del alma nunca había visto en su rostro el aura de entonces.

     Así que, después de todo, la farsa no había sido en vano, ni tenía su final ya escrito[2].





    

    



[1]  Más o menos traducible por: Si quieres amar el amor, no le pidas aquello que no puede dar.
[2]  No quiero terminar este cuento sin animar a mis lectores para que escuchen algunas de las canciones de Luigi Tenco, seguro de que me agradecerán el consejo. De las asequibles por medio de Internet, mis favoritas son éstas cuatro: Ho capito que ti amo; Mi sono innamorato di te; Lontano, lontano, y la que, por buenas razones, da título al presente relato: Ciao, amore, ciao.  

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