jueves, 28 de junio de 2012

EL NIÑO "SCHLEICH"






El niño "Schleich"



Por Federico Bello Landrove



     La continuidad generacional, ejemplificada a través del cuidado abnegado de unos juguetes. Relato dramático y sentimental,  ma non troppo. En mi memoria y mi corazón el bisabuelo Pablo y Samuel, su bisnieto zoólogo. ¡Va por ellos y sus semejantes!







     Cae la tarde. Pablo continúa, incansable, la ardua tarea de recluir las vacas Hereford y los terneros Limousin entre las paredes plastificadas del establo crema de tejado rojo. Al otro lado de la mesa, adosada a la pared, el redil de troncos primorosamente entrelazados alberga las ovejas Colley y los carneros Assaf. En el centro, al margen de la civilización, discurre un río barroso de papel, que se empeñan en cruzar a pie enjuto el ñu y la cebra, ante la  mirada expectante y golosa de la leona y el cocodrilo. Indiferentes, pastan los rinocerontes blancos y ramonea una gacela de Grant. Al fondo, el valiente explorador –tal vez John Wayne, o Clark Gable- sube al camión todo-terreno, mientras Grace, o Ava o, tal vez, Elsa, se asoman a la puerta de la gran cabaña oblonga sobre pilotes, que se recorta en un horizonte de Kilimanjaro y acacias parasol, clavado con chinchetas a la pared.



     El sol, ahora de miel, antes de fuego, cruza de parte a parte la sobria habitación y se pierde en el pasillo, más allá de la puerta abierta al otro lado de la ventana, arrancando destellos a los marcos de las fotografías que se agolpan en la repisa, como si los rostros, ya apenas familiares, constituyeran el panteón que gobierna ese idílico mundo, trasunto contemporáneo de la Edad Dorada. Pablo siente calor; ¿o quizás es el agobio de pastorear tan variopinto rebaño, de tener que llevar a dormir las pintadas antes que el sol se ponga? Se afana y jadea, con el rostro humedecido y las manos temblorosas. Desganadamente, se levanta, camina hasta la falleba y trata de abrir los postigos. Tarea inútil. Rezonga y desiste.



-          ¡Vamos, Pablo, que es la hora de cenar!



     El interpelado se vuelve hacia la que lo llama, con sonrisa vacía, mirando más allá de su silueta, soñando aún con África y tratando de recordar de qué color eran las arenas del Sahara. Marruecos, capital… Rabat; Egipto, El Cairo, donde estuve con Carmen. Sudán…, Sudán, capital... Bah, qué más da: me sepa la lección o no, sopa jardinera y pescadilla rebozada.



-          No olvides lavarte las manos.



     Pablo la mira de hito en hito y hace un mohín de disgusto:



-          No hace falta que me lo digas. Me sé de memoria las normas de higiene.



     ¿Cerré la puerta con llave al salir? Anda que si me quitan los animales, o las galletas. Pero no; estamos todos aquí. ¡Qué salada está hoy la sopa! Pues anda que la pescadilla… Parece una sardina y, además, llena de espinas.



-          ¿No comes, Pablito? Si está muy bueno…

-          No tengo ganas esta noche. Me reservo para el yogur de plátano.

-          Picarón. Eso no está bien. Se lo voy a contar a la doctora mañana mismo.



     ¿Será chivata, la tía asquerosa? Con lo amable que es la rumana. Claro, esta semana está de mañanas. Bah, que diga lo que quiera. Y deprisita para arriba, que estoy en que dejé la puerta de par en par.





     Afortunadamente, todo está en su sitio, sin faltar nada. Pablo cuenta los animales, más que nada, como ejercicio mnemotécnico.  Cuarenta y siete, justo. Ahora, cada uno a su dormidero; los va tumbando sobre el suelo de sus imaginarias yacijas, para pasar la noche. Seguro que ellos duermen mejor que su pastor y más libres, pues él no los ata para que no se levanten y escapen.



-          Vamos, Pablo, a la cama que ya es hora.

-          ¿No toca hoy televisión?

-          No, cariño, que ya es un poco tarde. Ven, que te ayudo con el pijama.

-          No me he lavado los dientes todavía.

-          Anda, rápido, que para lo que has comido…



     Lo cambian, lo arropan, le apagan la luz, le dan las buenas noches, le…, le… ¿Qué día será mañana? ¿Y de qué mes? Hombre, eso sí: agosto. Por eso no vienen a verme, están todos de vacaciones. ¡Qué idea la de Fernando! Querer que le cuidase yo sus animales. En fin, para algo he de servir todavía. Y que no son caros y aparentes… Alemanes, según dice él. Va para zoólogo, o para veterinario. Claro que ¿quién sabe? A esa edad a todos nos gustaban los bichos.



     Duerme a ratos y tiene pesadillas. La vigilante escucha y sigue su ronda. La luna se asoma de perfil a iluminar la cabecera de la cama. Yo siempre tuve ahí un crucifijo pero, claro, como no se puede agujerear la pared…



     Por la mañana, los animales se despiertan, pero no hacen ruido ni se yerguen. Parece que les faltase algo, esa mano temblorosa que abre las puertas de sus reductos nocturnos y los lleva a pastar como quiere Isaías, el leopardo con el cabrito, el becerro y el león, la vaca con la osa, el león con el buey. Pero hoy Pablo no los pastorea, sino que una mano firme y anónima guarda los animales en una caja, dobla el río, desmonta el bungalow, despieza los cobertizos y reduce el Kilimanjaro a proporciones de colina.



***



-          Pobre Pablito, cómo disfrutaba con sus animales. Ya puedes estar contento de cómo te los cuidaba.



     El niño abraza la caja y responde con su lengua, torpe aún para el vocablo teutónico:



-          Son míos. Tengo más en casa. Son… son… Schleich.



     Cargan el coche y parten. Todavía un poco sobrecogido, él dice:



-          Fíjate. La última palabra que le oyeron, en sueños, al abuelo fue jirafa.



     Y ella:



-          Conduce despacio y deja ya esas cosas. El niño no entiende.



     Los niños no entienden. ¿Y los adultos?

      










viernes, 22 de junio de 2012

CUENTAS PENDIENTES




Cuentas pendientes



Por Federico Bello Landrove



     Uno de los temas recurrentes en mis relatos es el del desfase entre intenciones y resultados de los actos, en especial, cuando estos interfieren directamente en las vidas ajenas. En este caso, pretendo enriquecer ese leit motiv con un matiz nada desdeñable: las intenciones que  concurren en un mismo proceso causal pueden ser muy diversas y originar unas consecuencias totalmente imprevisibles para quien lo puso en marcha.






1.  La casamentera



     Considero injusto que el narrador me presente bajo este remoquete, pues bien sabe Dios que pude merecerlo en otros casos pero no aquí, en que actué movida por la intención más pura. Claro está que nada mejor podría haber deseado para mi sobrina favorita, que el matrimonio con aquel muchacho tan serio, conocido de la familia. No obstante, había pasado mucho tiempo desde que tal unión pudo ser posible; mucho tiempo y muchas cosas. Entre ellas, que yo me había casado, con cerca de cincuenta años, y tal cosa no había caído bien entre los míos. Ellos decían que el elegido no había sido conveniente, pero yo afirmo que hubo mucho de celos y de crítica moral hacia la tiísima solterona, que tomaba de forma inesperada los derroteros de una vida propia e independiente. De hecho, mi sobrina Alicia –ya entonces en el extranjero- ni siquiera me felicitó, ni envió un modesto obsequio. En cambio, el muchacho, César, me mandó una carta muy cariñosa y le faltó tiempo, cuando estuvo en Castellar aquellas Navidades, de venir a vernos y charlar amistosamente con mi Antonio. Es la vida...



     Volvimos a coincidir en la boda de una amistad común, cinco o seis años después. Para entonces, él seguía soltero y yo empezaba a distanciarme de mi marido, que resultó más inclinado por los hijos de su anterior matrimonio y su Villafranca del alma, que no por su nueva esposa y su circunstancia. No se lo reprocho pues yo tengo un carácter fuerte y mi ciudad le resultó muy poco acogedora. El hecho es que fui sola a la boda y –como digo- allí encontré a César, como esperaba... Pero estoy desbarrando. Les he contado sobre mí y he olvidado hacerlo acerca de mi sobrina... Bien, retrocedamos un poco.



     Desde que mi matrimonio supuso la congelación de las relaciones con mi familia de sangre, dejé de estar al día de la vida y milagros de Alicia. Hacía años que sus cortos regresos a la ciudad natal, acompañada de sus pequeños hijos, no contaban con la presencia de su marido, cosa que me hizo recelar. Yo soy muy preguntona y mi sobrina, muy suya. Quiere decirse que, incluso antes de nuestra ruptura, me movía entre suposiciones y conjeturas, que mi hermano se encargaba en parte de aclarar. En fin, que las cosas entre la pareja no marchaban bien y que, de no ser por los niños, ella habría reconocido el fracaso y retornado a España. Pero, mientras estuviese en juego la educación y guarda de sus hijos, Alicia lucharía y se haría fuerte en su papel de esposa sin amor. Sus padres la apoyarían en la distancia, tanto en lo moral, como en lo económico.



     Días antes de la boda de marras, tuve la confirmación de que Alicia llevaba avanzados los trámites de su divorcio, que estaba resultando muy conflictivo, tanto por la reacción visceral de su marido, como por la tensión que estaba generando con el hijo mayor, ya un hombrecito. Nada diré de las secuelas económicas del asunto, pues mi hermano no quiso entrar en detalles, pero son de suponer, habida cuenta que el esposo, celoso y posesivo hasta el extremo, había impedido a su mujer homologar su titulación española y ejercer cualquier clase de trabajo remunerado.



     No recuerdo bien si ya lo llevaba premeditado, o si me surgió espontáneamente. Es ello que, al saludar a César y preguntarme este por la familia, no pude por menos de decirle:



-          Tengo algo que contarte de Alicia. No te vayas del convite sin hablar antes conmigo.



     Así fue. Resultó que el chico –es una forma de hablar, dada nuestra diferencia de edad- estaba in albis de los problemas conyugales de mi sobrina. Manifestó su pesar por ellos, supongo que sinceramente, y ello me dio pie para soltar lo que llevaba en mente:



-          Ya sabes que, pese a todos los pesares, Alicia te respeta y tiene en mucha estima. Le sería de gran ayuda moral que le escribieses, mostrando tu afecto y solidaridad en este trance. Seguro que, con tu preparación y experiencia profesional, tienes algún buen consejo que darle.



     César prometió cumplir mi deseo, así como también la condición que le puse:



-          … Pero, por favor, hazlo como cosa tuya. No le digas siquiera que me has visto. Ya sabes cómo es: basta que le sugiera algo, para que lo tome como entremetimiento.



     Y, en realidad, eso fue todo. No creo tenga más que contar que venga al caso. ¿Cómo? ¡Ah, ya caigo! Pues sí, no voy a negarlo. Luego, en casa, di en pensar sobre cómo reaccionaría Alicia al recibir la carta de César, todavía soltero él, y ella tan mal casada. Pero no, eso era casi imposible, con tanta distancia entre ellos y con los hijos de por medio. Habría sido bonito ayudar a que el tiempo diera marcha atrás, por así decir, y les concediese una nueva oportunidad. Los dos se lo merecían, aunque más César; no me ciega la pasión de tía. Mas la cosa era tan difícil, que estoy casi segura de que, al principio, ni lo imaginé. Solo actué por cariño hacia ambos y en bien de Alicia, para reconfortarla. De modo que no acepto el epíteto de casamentera que me ha puesto el autor. No estoy de acuerdo, no señor.





2.  El penitente



     Cuando tía Teresa me habló de lo de Alicia, me quedé de piedra. Yo vivía y trabajaba lejos de Castellar y, al volver allá para visitar a mis padres, lo que menos se me ocurría era preguntar por aquellas personas a las que quería, pero que me hacían retroceder a un pasado un tanto traumático. En el fondo, tampoco me extrañó mucho, pues la boda de mi antiguo amor lo tenía todo para fracasar: un novio vulgar y escasamente atractivo, que había tenido que sudar tinta durante años para llevarla al huerto; una chica muy metida con su familia, que se veía obligada a trasladarse miles de kilómetros, a tierra completamente extraña; serias dificultades para ejercer su profesión en el extranjero, en un ambiente socio-cultural muy inferior al de su costumbre... Claro que la moza se tenía bien merecido lo que le pasara, después de haberme dado calabazas y rechazado con tozudez todas las advertencias que debió de hacerle su familia. Aunque, por otra lado, me preguntaba a veces si sería yo buen juez de la situación, cuando era parte interesada –y escocida- en ella.



     El tiempo todo lo cura; así que no vayan ustedes a creer que me mantenía soltero porque siguiera suspirando por Alicia. La memoria selectiva iba borrando de mi mente los errores y cobardías personales, así como los sueños que otrora habíamos trenzado juntos. Quedaban los buenos recuerdos, la experiencia sentimental–esa que las más de las veces es desvirtuada por el doble tropiezo en la misma piedra- y, por qué no decirlo, cierto resquemor que brotaba en las noches de insomnio:



-          ¡Pues vaya un galán lucido por el que me reemplazó! En el pecado llevará la penitencia.



     ¡Caramba, ya hemos dado con la penitencia! Lo digo por la manía que le ha entrado al autor –buen amigo mío- de presentarme en el relato como el penitente. Me pareció una ocurrencia que precisaba explicación; así que le pregunté:



-          ¿A ton de qué, el penitente? Hace siglos que no me confieso y nunca he pertenecido a ninguna cofradía de las de Semana Santa.

-          Pero si no hay más que verte, César. Fue contarte Teresa lo del divorcio y venirte tú abajo, presa de remordimientos, como si fueses el culpable de todos los males que afligían a su sobrina. Reo por inadvertencia, por ligereza o simplemente por inmadurez, pero culpable, al fin y al cabo.



     En el fondo, mi amigo tenía razón. Como en la famosa aria de La calunnia del Barbero de Sevilla, lo que empezó siendo un vientecillo, una brisita muy agradable, acabó convertido en un cañonazo que hace el aire tronar [1]. Pero ese corrosivo sentimiento de culpa ha venido más tarde. Lo que yo sentía cuando cogí la pluma para escribir a Alicia era un aura caballeresca, un halo de cariñosa solicitud, que había barrido de un plumazo –nunca mejor dicho- el enfado y reconcomio anteriores. ¿Y no había un germen de ternura, un anhelo de retorno, como sospecho que Teresa esperaba hacer brotar con su sugerencia? No digo que no. Después de todo, yo seguía soltero, sin explicación o motivo definidos [2], y Alicia estaba a punto de quedar jurídicamente libre y escaldada de su torpe decisión. Todo era posible, suponiendo que se decidiese por regresar a España. La oscuridad de mi alcoba se iluminaba con aquella visión inmaculada y sobrecogedora, que había sido real años atrás: la de Alicia, con abrigo blanco, caminando a mi lado por el parque de Castellar, bajo las ramas desnudas de los árboles, albas de escarcha.



     En fin, estábamos en que este penitente, con bastante dolor de corazón y algunas esperanzas, escribió a su infortunada amiga una carta extensa, plena de expresiones de afecto y solidaridad, contenida y pudorosa, sin aclarar la fuente de conocimiento del caso. Ni hice fotocopia, ni recuerdo ya sus exactos términos. No creo que importen. Eché la carta al correo y esperé no menos de un mes su contestación, pasando durante la espera, de la comprensión a la impaciencia y de esta, al enfado. ¡Habráse visto desagradecimiento semejante! ¡Valiente amiga, que hasta la buena educación olvida!



     En el fondo, toda mi indignación sonaba en tono menor, pues no podía engañarme sobre la doblez de mis sentimientos. Tal vez, la perspicacia de mi corresponsal había llegado hasta el fondo de ellos. Finalmente, su carta llegó y tengo que reconocer que me elevó hasta las nubes, por lo menos. Su contenido era mucho más que un testimonio de gratitud. Se trataba de una invitación preñada de posibilidades y promesas. Así que Alicia, no solo me había calado, sino que compartía mi afecto. ¿Cómo podía entenderse, si no, que me animase a hacerle una visita en su país de acogida? Tengo una casa muy amplia y bien situada, desde la que se ve la playa de arena blanca. Siempre ha habido sitio en ella para los amigos y más ahora, cuando he logrado expulsar al ogro que la custodiaba. Todavía me acuerdo de sus palabras, que me transportaban a las ilustraciones de El gato con botas de mi tierna infancia.



     Bien, padre, el penitente ha concluido su confesión. Ahora, la absolución aguarda.





3.  La pobre mujer



     Evidentemente, soy Alicia. No estaba muy dispuesta a colaborar con esta encuesta, que su promotor creo intenta presentar como cuento, con tan poco talento como escasa fantasía. Me figuro que, si he acabado picando, ha sido por afinidad profesional, y por la satisfacción de ser presentada como la pobre mujer de este relato[3]. Yo habría preferido la mala mujer, pero no siempre se consigue todo cuanto una desea.



     Así que recibí la misiva de César, como si se tratase de su resurrección, o el pasado hubiese llamado a mi puerta. No cayó en mal momento pues, contra lo que mi tía creía saber, los trámites del divorcio habían concluido y yo disfrutaba –es un decir- de la impagable sensación de ser libre y haber conseguido mantener la custodia de mis hijos. No es menos cierto que mi situación económica era muy difícil y que el futuro no aparecía franco, pues mi esposo no era capaz de asumir nuestra total y definitiva ruptura, y trataba con cierta eficacia de malquistar a nuestros hijos conmigo. El control que mi ex marido ejercía sobre mí, a corta distancia, hacía poco aconsejable que yo invitase a un caballero de mi edad a pasar unos días en casa; tanto más, cuanto que se trataba de un antiguo novio, al que Iván Aurelio, mi ex, sucedió lamentablemente en mi predilección.



     Dicen que soy lista. En este caso, solo usé de la lógica para deducir que el bueno de César –tan indolente, como cándido- había recibido de otra persona el encargo de escribirme. Si no me lo toman a presunción, acerté incluso con la mandante, mi tía Teresa, que a metomentodo nadie la gana y que nunca me ha perdonado que dejase a Cesítar con la miel en los labios. Tal vez, yo tampoco, pero es mi vida y no tengo que dar cuentas a nadie por ello. En suma, recibí, leí y entendí, incluso lo que se decía entre líneas. Pude responder dando las gracias y punto. En principio, preferí no contestar, intuyendo interferencias y segundas intenciones. Y así permaneció la carta en el secreter una quincena, durmiendo su sueño tropical, hasta que llegase el momento de archivarla, como es mi costumbre. Pero entonces sucedió algo que me determinó, no solo a volver de mi silencio, sino a invitar a César a visitarme. Se lo cuento y, luego, lo explico. 



     La noticia apareció en El Siglo. Dada mi precaria situación económica y con respecto a mis hijos, me pareció muy positiva e interesante. Decía así:



Sentencia ejemplar contra los maridos violentos



     Una magistrada de Colón ha privado de visitas a los hijos y doblado la pensión de alimentos a un padre divorciado, por hacer la vida imposible a su antigua familia con su acoso y control agresivo. El pasado octubre, el señor Juan Anselmo C.V. entró sin permiso en el chalet de su ex esposa en la urbanización Las Brisas de la capital colonense, y sacó a puñetazos de él a un amigo de la señora, al tiempo que profería contra uno y otra insultos relativos a su falta de honestidad. Fuentes jurídicas consultadas por este diario aseguran que se trata de una resolución pionera, con muchas posibilidades de ser invocada y seguida por otros juzgados y tribunales de todo el país.



     Cerré los ojos y saqué de mi memoria la imagen, juvenil y borrosa, de un muchacho cuyas expresiones de cariño se convirtieron en agua de borrajas, en cuanto surgieron las primeras pruebas o dificultades para su amor. Dicha efigie extendía sus brazos, cual alas de mariposa, provocando una dulce brisa que, en rápido crescendo, se transformaba en viento impetuoso, que me arrastraba de modo irresistible hacia Iván Aurelio, sobrevolando el océano. Mis padres trataban en vano de retenerme, mientras César daba la espalda a la escena y se alejaba.  Abrí de nuevo los ojos, que fueron a fijarse directamente en aquella ridícula carta, sepultada en un cajón del secreter, burda reaparición del galán en escena, con atuendo de caballero andante, para recoger sin pena los restos de mi naufragio. ¿No se ofrecía a ayudarme, no hacía protesta de que siempre se había sentido mi amigo y de que podía contar con su ayuda y compañía en cuanto necesitase? Pues ese momento había llegado y no sabía él hasta qué punto.





     Me llevó poco más tiempo pergeñar un plan sencillo y escribirle una carta, breve y superficial, para no cometer errores. En resumen, gratitud por su oferta de apoyo, que por ahora no resultaba necesario, y ofrecimiento de mi casa, para que –como otros íntimos antes que él- pudiera pasar unos días en estas paradisiacas tierras. Venía a ser un mordisco al anzuelo que él me había tendido. A él correspondía recoger sedal y aproximar la barca a su pesca. Y no tardó en hacerlo. Mi carta salió a finales de enero. A fines del mes siguiente, el pescador en río revuelto aceptó mi invitación, para la Pascua Florida. La captura se había logrado, pero ¿quién era el pez y quién el pescador?



     Ahora habrán comprendido el porqué de mi preferencia por el epíteto de mala, en lugar del de pobre, que me ha colgado el escritor de esta veraz historia.





4.  El malo de la película



     Me he decidido a colaborar en este empeño, porque preferí conocerlo a despreciarlo. Mi precio ha sido protegerme de la imagen de malvado que, a no dudar, transmitirán el resto de los intervinientes, mediante esa introducción: el malo de la película. Con ella, pretendo dar a entender que en el reparto de papeles me ha tocado lidiar con el más feo, no porque lo merezca, sino porque estoy en absoluta minoría. Dicho esto, nada mejor que contarles mi parte de la historia y ustedes juzgarán quiénes son los buenos y los malos.



     Fue mi hijo mayor, Arturo, quien me dio la noticia en la visita de fin de semana. Desde el principio sospeche que hubiese gato encerrado, pues no me lo contó como un secreto, o la revelación de algo pretendidamente oculto, sino como lo más natural:



-          Dice mamá que, para Pascuas, va a venir a casa para verla un amigo suyo de España. César, creo que se llama. Es abogado.





     De sobra conocía yo a aquel tipo y, por ello no me extrañó que reapareciese ahora, como los buitres al cadáver. Lo extraño es que Alicia no me lo ocultara; que se lo hubiese contado a los chicos con antelación y como lo más natural del mundo. Me vino a la mente la imagen del tal César, cuando lo conocí yo de mucho más joven, delgaducho, atildado y con hechuras de no haber roto un plato. ¡Anda, que no me reí yo cuando, contra todo y contra todos, le birlé la chica y la hice mía! Pero ahora surgía de las sombras del pasado para ajustarme las cuentas pendientes, para ganar la última baza y llevarse la apuesta. Se me engarfiaron los dedos y nublóseme la vista. ¡Eso no podía, no debía pasarme! Le había ganado antaño y no iba a ser de otro modo ahora, cuando era yo quien estaba en posición de fuerza, en mi país y con los derechos que me daba el ser el marido de Alicia, con divorcio o sin divorcio.



     Afortunadamente, la práctica médica me ha hecho más reflexivo que en la juventud. Pensarse dos veces el diagnóstico y la prescripción ha sido la clave de mi éxito profesional, aunque algunos me hayan tachado de lento o de timorato. ¿Qué pretendería mi mujer atrayendo a aquel galán tronado hasta esta parte del mundo? ¿Y por qué, lejos de ocultarlo, me lo pasaba por las narices, por medio de mi hijo mayor, tan unido a mí por carácter y afición? Decidí armarme de paciencia y fui a consultar a mi abogado.



-          Ni se te ocurra oponerte ni, menos aún, liarla –me aconsejó-.  Te guste o no, el divorcio ya es firme y la Judicatura panameña va cada vez más a favor de las mujeres. Podemos estar a la expectativa y, si tenemos pruebas de intimidad entre tu ex esposa y su visitante, alegarlo en contra de ella y tratar de quitarle la custodia de los hijos, por conducta inmoral en su presencia.



     Me pareció una astuta vuelta de tuerca a las intenciones de Alicia, pero no me gustó la propuesta. No me iba la postura de cornudo, sin otra reacción que buscar testigos o fotógrafos de la infidelidad. Por otra parte, aunque deseaba perjudicarla en donde más le doliera, no acababa de ver claro lo de hacerme cargo de mis hijos, perdiendo yo la libertad que con ello le otorgaba a mi esposa. No me cabía duda de que ella la aprovecharía para regresar a España y rehacer allí su vida, mientras yo tenía destruida la mía, sin culpa ninguna por mi parte.



     Estuve pensando la manera de vengarme de ellos, de modo que alejase al moscón, sin consecuencias graves para mí. Algo así como un escarmiento, que me dejase en buen lugar y a mi esposa no le supusiera ventaja alguna. La cosa no era fácil, aunque contaba con el apoyo de mi hijo para lograrla. Se lo presenté como un juego:



-          Arturo, tú no querrás que mamá se vaya de Panamá y os lleve con ella a España.

-          Ni hablar, papá. Yo estoy muy a gusto aquí, contigo y con mis amigos.

-          Pues hay que controlar bien lo que pretende esa amistad que viene a verla. Infórmame cuando llegue y de lo que hagan. Usa el teléfono o escápate en un momento a mi consulta. El caso es que no te descubran espiando.

-          Descuida. Tendré mucho cuidado, por la cuenta que me trae.



     Así que nada de errores, ni de cuestiones de suerte. Todo estaba bien preparado y controlado. Yo no soy un malvado, ni un loco. Todo lo más, el malo de la película.





5.  La ley y el orden



     Un poco excesiva mi presentación, sin duda. Simplemente, soy una vecina de Alicia, buena amiga de ella desde hace bastantes años y su persona de confianza, cuando las cosas se le torcieron. ¡Ah!, ejerzo la profesión de magistrada en el Tribunal Superior del Distrito de Colón. Seguramente, fue esto último lo que movió a mi vecina y amiga a hacerme una petición, llamativa y reservada:



-          Carolina, tengo la fundada sospecha de que mi marido pueda estar preparando una de las suyas.

-          ¿Otra bronca? ¿Y por qué lo supones?

-          Pues porque voy a recibir en casa a un buen amigo de mi familia en España, que viene por acá en viaje turístico. Estoy segura de que los chicos se han ido de la lengua y se lo han contado a Iván. Así que, si tú pudieras hacer algo preventivamente…

-          Chica, no se me ocurre… En fin, hablaré con el comisario Maldonado, que es amigo, y que ponga alguna vigilancia mientras esté por aquí el español.

-          Me da mucha vergüenza, Carol. Ya sabes que están a punto de contratarme como profesora en la Universidad Católica y sigo siendo extranjera. Cualquier rumor de escándalo y…

-          Está bien. Me encargaré yo. Estate en guardia y, en cuanto lo veas por los alrededores, me avisas.

-          Gracias. Supongo que con eso bastará.



     Llegó el español y Alicia me invitó en seguida a tomar café, para conocerlo. Mi sexto sentido me advirtió al punto de que aquel amigo lo era muy especial, si no algo más. Se le notaba eufórico, hablaba con una confianza inusitada y, sobre todo, miraba a mi vecina con unos ojos… Resultó que era abogado, con lo que teníamos un punto en común para conversar ampliamente. No obstante ello y lo agradable que me resultaba, no tardé en dejarlos solos, por aquello de que el undécimo mandamiento es no estorbar. Alicia me acompañó hasta la puerta y le dije:



-          Un tipo muy simpático, este César. Alguien como él te va a hacer falta, cuando los chicos se hagan un poco más mayores.



     Alicia enrojeció hasta la raíz del pelo. Solo respondió:



-          Recuerda lo que te pedí. En cualquier momento puede enterarse Iván y…

-          Tranquila, mujer. Estaré al acecho; así que tampoco hagáis vosotros nada inconveniente, que os vigilo.



     Nos echamos a reír y me retiré. Al llegar a casa, llamé a Maldonado:



-          Comisario, he recibido una llamada telefónica amenazadora. Me gustaría que estuviera sobre aviso.

-          A su entera disposición, magistrada Cienfuegos, a cualquier hora del día o de la noche. Tome nota de mi teléfono privado.



*** 



     Cuatro días más tarde, a eso de la medianoche, me sobresaltó un ruido como de disparos. Tres detonaciones, que procedían de la casa de Alicia. Ni siquiera me tomé el tiempo de avisar a Cienfuegos. Eché mano a la FMK[4], que guardaba cargada en el gavetero de mi dormitorio, y salí corriendo hacia la celosía que separaba nuestras dos propiedades, la que salté con ayuda de la escalera dispuesta al efecto. En el salón de la casa vecina, encontré de pie, con una pistola en la mano, muerto de risa, a Iván Aurelio. En un sofá, sentados frente a él, silenciosos y lívidos, muy juntos, Alicia y César tendían las manos hacia su antagonista, como tapando su visión o tratando de parar las balas. En un segundo plano, Arturo repetía incesantemente papá, no; papá, no. El pequeño, Daniel, aparecía en aquel momento por las escaleras de acceso al piso superior. Al fondo, una televisión encendida ofrecía el mapa meteorológico de Panamá.



     Me costó muy poco tiempo y esfuerzo desarmar a Iván, que seguía riendo a mandíbula batiente, y telefonear a Maldonado, una vez constaté que no había nadie herido. El comisario apenas tardó un cuarto de hora en presentarse en la urbanización pero, para entonces, las cosas habían cambiado radicalmente de cariz.



     En efecto, entre carcajada y carcajada, el presunto homicida me hizo saber que la munición empleada por él había sido de fogueo, con el simple objetivo de asustar a los tortolitos –así los definió- o, por mejor decir, embromar a su viejo amigo de España. Miré hacia César y lo vi ya en pie, atónito por lo que oía. Con un gesto de mi mano armada, hice sentar a Iván, mientras intentaba comprobar la inexistencia de impactos de bala en el sofá y en la pared del fondo. Alicia, repuesta, dio todas las luces y me ayudó en la pesquisa. Nada; solo los casquillos sobre la alfombra.



     Por razones tan obvias, que ahorraré explicitarlas, al llegar Maldonado, hicimos el ridículo; yo, la primera. Todo había sido un malentendido, una broma entre viejos amigos, acompañada de la ruidosa apertura de una botella de champán. No estando avisada, yo había actuado con miedo y atolondramiento. El señor era un abogado de prestigio y la dueña de la casa, una profesora de universidad. Lo mejor era olvidar lo sucedido y acompañar a los viejos amigos en la grata tarea de agotar la botella de espumoso.



      Maldonado, aunque un poco desconfiado, convino en el pacto de silencio, pero declinó la invitación, dejándonos solos a los cinco. Me revestí entonces de la autoridad que antes había dejado por los suelos. Mandé a los chicos a la cama y me enfrenté a los mayores, con cara de perro:



-          Iván, entrégame en depósito tu pistola, sal inmediatamente de esta casa y no vuelvas a poner los pies en ella, o por mi madre que te hago detener por conducta impropia y allanamiento de morada.



     El interpelado hizo cuanto le ordené, aunque salió rezongando no sé qué sobre el profesorado de su esposa y la buena suerte que esta tenía de contar con una magistrada a su favor. Hice oídos sordos y me dirigí, también seriamente, a la sorprendida pareja:



-          Y, en cuanto a ustedes, si Alicia sigue deseando mi consejo y mi ayuda, se despedirán mañana y César saldrá para Ciudad de Panamá, que es aún más digna de conocer que esta ciudad de Colón.



     Alicia trató de disculparse:



-          Carolina, no creerás también tú que andábamos enredados. Simplemente estábamos charlando y viendo la televisión.

-          La verdad –respondí-, me importan un bledo vuestras relaciones. Lo único que quiero es retirarme tranquilamente a descansar, que mañana tenemos en el tribunal un asunto de narices.



     Así pues, aunque de modo un poco tardío y peculiar, la ley y el orden quedaron restablecidos en aquel pequeño chalet de la urbanización Espíritu Santo[5], gracias a una magistrada que, aunque se apellide Cienfuegos, no necesitó hacer ninguno aquella noche para imponerse.







6.  El final de esta encuesta



     Aunque mi insistencia fue premiada con la autorización de cinco de los implicados para que publicase este curioso suceso, la venia no fue sin condiciones. Además de las usuales, de alterar nombres, trabajos y localizaciones, hube de someterme a la exigencia de no revelar el motivo que explicaba mi conocimiento de lo acaecido. Ya comprenderán ustedes que algo tendrá ello que ver con el secreto profesional.



     A cambio de tantas limitaciones, obtuve el permiso de recoger como final del relato el destino o situación de sus personajes, una vez volvieron a la normalidad sus vidas respectivas. Tal vez, se lleven alguna sorpresa con este epílogo:



·         Tía Teresa enviudó poco después y falleció el año pasado, en situación de ruptura total con su familia de sangre. Fue César quien, por encargo de la finada, dispuso lo relativo al sepelio y ejerció como albacea de su herencia.

·         Alicia sacó adelante a sus hijos y superó su traumático divorcio. Actualmente ejerce como catedrática de la Universidad de Panamá (Centro Regional de Colón) y ha alcanzado notable predicamento como escritora. No ha vuelto a casarse.

·         Iván Aurelio trasladó su consulta a Ciudad de Panamá, donde ejerce la medicina hospitalaria. Contrajo nuevas nupcias hace siete años y es padre de una parejita, fruto de este segundo matrimonio.

·         Carolina y César contrajeron matrimonio, va para cinco años, al retirarse ella del servicio activo en la Magistratura panameña. Actualmente viven en Bilbao, donde él funge de abogado con notable éxito.







    







    



      



[1]  Referencias casi literales al aria, que canta don Basilio en el primer acto de esa famosísima ópera, en la versión de Gioacchino Rossini (1816).
[2]  Con toda la cautela del mundo, no puedo menos que corregir a mi amigo César, dado que sin ello pueden no explicarse algunos aspectos de su soltería y de su fácil aproximación a una mujer madre de dos hijos, como Alicia. Aludo a su diagnosticada esterilidad, al parecer, causada por unas virulentas paperas en su adolescencia.
[3]  Como ven, he respetado la acerba crítica que me ha hecho Alicia, cuya afinidad profesional me honra, ya que ella es una notable escritora. De modo que, como quien dice, me da una de cal y otra de arena.
[4] Alusión a una pistola de la empresa americana, FMK Firearms, cuyas instalaciones principales radican en el Estado de California.
[5]  El nombre hace alusión seguramente a la flor nacional de Panamá, la orquídea Peristeria elata, o flor del Espíritu Santo.