sábado, 26 de mayo de 2012

ESCRITO EN LAS NUBES




Escrito en las nubes

Por Federico Bello Landrove



     Como es natural, las nubes traen escrito lo que nosotros queramos –o creamos- leer. Algunos han visto en ellas cortejos infernales; otros, vaqueros, cazadores o amantes malditos. Con la ayuda de una canción y de un supuesto viejo libro rumano de historias, acerquémonos a uno de mis temas favoritos: el de los amores fallidos.




1.      Jinetes en tropel



     Estamos tan embebidos en la contaminada atmósfera de las ciudades y tan protegidos de las fuerzas naturales, que hemos perdido el miedo a las tormentas y el placer de la contemplación de las estrellas. A este último propósito, escribía Tagore que la razón de no verlas podría ser nuestro llanto nocturno por haber perdido de vista el sol. En cualquier caso, es obvio que la culpa no es de las estrellas, sino nuestra[1], como afirmaba el Cisne del Avon, aunque con muy otro sentido.

      ¡Y qué decir de las tormentas! Solo quien haya estado a campo abierto en medio de una de ellas, puede entender las leyendas en torno al fulgurante y sonoro cabalgar de los espíritus sobre los cumulonimbos. Se trataba de una leyenda con muchos siglos a sus espaldas, cuando Stan Jones[2] la convirtió, allá por 1948, en la archifamosa canción Jinetes en el Cielo [3].

-          ¡Anda, que no la he cantado yo veces, en mis años mozos! ¡Yipiaé, yipiaó!, interrumpió mi amigo Bernardo.

-          ¿Con la letra de Pedro Vargas o con la de Raphael [4]?, inquirió Lisa, tan precisa como de costumbre.  

-          Vaya pregunta. ¿Qué diferencia hay entre una y otra?

-          Muchísima –repuso Lisa-. Vargas canta una versión que es poco más que una traducción del original inglés. En cambio, Raphael -¡vaya usted a saber por qué!-  define el pecado del vaquero como de leso amor[5] y le pone un final feliz, pues la enamorada lo ha sabido perdonar; borró su culpa la oración –se supone que la de ella-, por fin descansará.

-          Cursilada tenemos, como corresponde al cantante –apostillé yo de manera inmisericorde; pero encontré la horma de mi zapato-.

-          No tanto, amiguito –intervino Araceli, la profesora de literatura-. Si las leyendas de jinetes en el cielo, o cabalgando por los bosques[6], son habituales en el folklore de muchos países, ¡qué diremos de los castigos por llevar a los amantes al borde de la desesperación y aún del suicidio! Tal vez, lo único ridículo de la versión rafaelita sea el estribillo, que Bernardo tan bien recuerda.

     Como la cosa no parecía dar para más, continuamos con la merienda y cambiamos de conversación. No obstante, Araceli no tiene, por ahora, entre sus buenas cualidades, la de olvidar. Al jueves siguiente, puso junto a mi servilleta un ajado libro, encuadernado en tela celeste, con su título grabado en negro: Leyendas rumanas.

-          Es una recopilación por Theodor Bibescu –me explicó-. La traducción no es buena, pero para el caso servirá. Te he marcado los tres relatos que vienen a cuento de lo que hablamos el otro día. Lo he sacado de la biblioteca del Instituto; así que con vuelta

     Ni que decir tiene que, tan pronto llegué a casa, me enfrasqué en la lectura del primer relato. Me resultó interesante; de modo que en días sucesivos di fin a todos los del tomo, no solo a los prefijados. Puntualmente, en la cita cafetera de la siguiente semana, envolví el libro en un llamativo papel satinado de color rosa y lo puse ceremoniosamente en manos de mi profesora favorita. Araceli sonrió:

-          Eres como los acuses de recibo de los correos electrónicos. Leerlo, lo habrás leído, pero no puede asegurarse si de manera comprensiva, ni los resultados.

-          ¿Cómo que no?, bramé. Tengo todos los relatos en la cabeza y hasta, si me apuras, puedo hacerte resumen y comentario, como tus alumnos.

-          ¡Bravo!, admitió conciliadora. El texto está agotado y no se reedita desde hace cincuenta años. En consecuencia, no creo haya inconveniente en que ofrezcas una versión reducida a los lectores de El Noticiero de Castellar.

     Dicho y hecho. Solo que les ahorraré el comentario. Seguro que son ustedes ya lo suficientemente mayorcitos –y listos- como para sacar conclusiones por su cuenta.





2.  La judía de Iasi



     Allá por los agitados tiempos de Alejandro Cuza[7], vivía entre la numerosa etnia judía de Iasi [8] una bella joven, llamada Raquel, hija menor de un comerciante en vinos y cuero, de nombre Abraham Imber. Sus prendas personales y posición acomodada no pasaban desapercibidas a los estudiantes de su flamante Universidad, a la que comenzaban a afluir jóvenes de todas partes de Moldavia [9]. Entre ellos, Mihai Dimitrache, hijo de un importante ganadero de Bacau, quien pronto se ganó la predilección de Raquel, por su galantería y finas atenciones.

     Antes como ahora –aseguraba el libro, cuya primera edición rumana data de 1928-, las relaciones y, no digamos, los matrimonios de cristianos y judíos estaban muy mal vistos por parte de ambas comunidades. Por ello, tanto los deudos de Mihai, como la familia de Raquel, procuraron ponerles toda clase de críticas y trabas a su noviazgo, cosa mucho más fácil en el caso de ella, como corresponde a la inferioridad social de la mujer en la época.

     Con todo, Raquel resistió mejor que su enamorado los vetos y encierros a que su padre la sometía, gracias, en parte, a la colaboración de Sara, su criada de confianza, que hacía de recadera entre los amantes, trayendo y llevando cartas y prendas de afecto.

     A tanto llegó el dulce empecinamiento de Mihai y Raquel en sus propósitos, que decidieron huir de Iasi hasta Alba Iulia, entonces en tierras húngaras, donde Mihai tenía familia y creían poder alcanzar una mayor tolerancia para sus amores, en una región de fuerte influencia protestante. Mas tales designios llegaron a oídos del padre del joven, quien lo amenazó con cancelar inmediatamente su estancia en la Universidad y desheredarlo, si continuaba con sus propósitos de matrimonio con una hebrea.

     La carta conminativa de su padre hizo, al fin, reflexionar al terne Mihai, quien, avergonzado de su cobardía, no se atrevió a dar la cara ante Raquel, sino que resolvió escribirle una carta en que, con toda clase de reservas y circunloquios, la liberaba de su compromiso y posponía para más propicios momentos la eventual continuación de sus relaciones.

     Agobiado por la urgencia de presentarse a un examen y ante la posibilidad de retocar o añadir algo al texto, Mihai dejó la carta sin cerrar sobre la cómoda de la habitación de la posada, que compartía con otro condiscípulo, hasta tanto llegase el momento de ponerla en manos de Sara, la sirvienta. Pero, antes de que ello tuviese lugar, la misiva llamó la atención de Petru, el otro ocupante de la alcoba, quien leyó maliciosamente su contenido y halló pie en él para provocar un equívoco que sirviera de diversión macabra, a él y a sus amigotes.

     En efecto, sabedor de los decaídos designios de fuga de Mihai, e imitando la letra que ante sus ojos tenía, redactó otra carta para Raquel, poco más que una esquela, del siguiente tenor:

     Amada mía: Mi padre se empeña en que pongamos fin a nuestro amor y amenaza con hacerme volver a Bacau inmediatamente. Ha llegado, pues, el momento de la huida. Te espero a las diez de esta noche en la entrada principal del Parque Copou. Ven sola y con el menor equipaje posible. Tuyo, Mihai.

     Puntual a la cita, Raquel esperó la llegada de su adorado, llevando un hato con sus más valiosas o indispensables pertenencias. Petru y otros tres o cuatro estudiantes de su cuerda la acechaban entre los arbustos, cuchicheando y riendo sofocadamente. Percatóse la joven de su ominosa presencia y su corazón se debatía con angustia entre permanecer a la espera de su galán o escapar de aquellos importunos. Finalmente, Petru y los demás salieron de su escondrijo, interpelando a Raquel con groseras palabras:

-          ¡Eh, tú! ¿Qué vendes por aquí a estas horas?

-          ¡Si esperas a alguien en vano, tal vez pueda servirte yo!

-          ¡Trae acá, judía, veamos qué escondes en ese fardo!

     Raquel no dudó más y emprendió la huida, cada vez más acelerada, hacia el centro de la ciudad, por las calles solitarias, perseguida por los estudiantes con sus gritos y sus pullas. Enloquecida y exhausta, corrió hasta la calle Lapusneanu. Al cruzarla desalada, tropezó en los adoquines y fue atropellada por una silla de posta de las que hacían el servicio de viajeros entre Iasi y Chisinau. Su cuerpo quedó exánime sobre el pavimento, mientras sus aterrados perseguidores escapaban por las bocacalles, intuyendo el fatal desenlace de su despropósito.

     Mihai se enteró, días más tarde, del desgraciado fin de Raquel, aunque no de las ocultas circunstancias del mismo, que Petru y sus secuaces se encargaron de evitar que trascendieran. Aliviado, aunque triste, el joven guardó la carta de despedida y, al domingo siguiente, compró un ramo de flores y se encaminó al cementerio judío, para dejarlas sobre la tumba de Raquel. Cumplido su penoso deber, en el camino de vuelta, según iba cruzándose con las jóvenes transeúntes, creía ver en todas ellas el rostro de su amada muerta. Lo achacó a la emoción del momento y a lo reciente de su pérdida. Vana consideración. Pasaban los días y se mitigaba la pena, pero cuantas mujeres jóvenes veía tenían el rostro de Raquel. Consultó con cierto pudor a un galeno de prestigio en la ciudad, quien lo achacó a fatiga y neurastenia, recomendándole un cambio de aires. Todo en vano. La alucinación persistía y Mihai la encontraba más y más insoportable. Cosa lógica en estos casos, la visión despertaba en su ánimo un sentimiento de culpabilidad. Algo parecía sugerirle la relación del terrible accidente con su cobardía y defección.

     Pasó el tiempo, mas no la visión de aquel rostro que un día besó y ahora odiaba. Abandonó sus estudios y se encerró en una choza de los montaraces de su padre, allá en las cumbres carpáticas, para no tropezar con ninguna mujer y tener que reproducir en su mente los rasgos de Raquel. Pero, en sueños, una y otra vez se le aparecía aquel par de ojos negros, vivísimos, ya dulces y melancólicos, ya fogosos y acusadores. Finalmente, no pudo más...

     El zagal que cada mes le subía en mula los víveres y ropas necesarios, lo encontró sin vida en su yacija, con un papel en el suelo, a la vera. Era la carta de despedida a Raquel que, de un modo u otro, había acabado por ser la ruina de ambos.

     El empleado recogió el documento, que entregó al padre de Mihai. Pero sobre cómo llegó esta triste historia al acervo común de las buenas gentes de la Moldavia, no me pregunten ustedes. Yo la recibí de labios de mi abuela materna y, en mi niñez, aún alcancé a visitar la tumba de Raquel y conocí el lugar donde encontró la muerte, junto a la tienda de Noack, a la que un día llevé a grabar mi nombre en el primer diario que escribí.





3. La maldición gitana



     En los tiempos en que Ion Bratianu el Viejo fungía de Presidente del Consejo de Ministros[10], uno de los mayordomos de su casa en Pitesti era un individuo, reservado y poco sociable, llamado Dimitrie, que había alcanzado la cuarentena –edad respetable para la época- sin abandonar la soltería. No quiere ello decir que Dimitrie fuera insensible a los encantos femeninos, ni que no frecuentara a ciertas jóvenes desenvueltas, incluso muchachas de servir a sus órdenes, pero lo hacía de manera tan prudente y generosa, que nunca había dado que hablar, ni quedado a mal con ninguna de sus efímeras conquistas.

     Entre la numerosa colonia gitana del condado de Arges [11], sobresalía a la sazón una joven, llamada Cristina, cuya gracia y belleza eran proverbiales en el mercado de frutas de su capital. Su pregón în cele mai bune mere din România![12] atraía por su musicalidad a Dimitrie cuando, cada día de mercado, acudía a hacer personalmente la compra, seguido de una cohorte de criadas y porteadores. Ya es sabido que los Bratianu eran personajes adinerados y de buen paladar y en su mesa no podía faltar el pastel de manzana al gusto de Bucarest, cuyo ingrediente básico eran las pomas, turgentes y aromáticas, que la bella gitana cantaba con tanto salero cuanta verdad.

     Un día de junio, en que el sol apretaba de firme, Dimitrie se acercó al puesto de los padres de Cristina, congestionado y sudoroso, a fuer de no apear su traje oscuro y su cuello duro con corbata de lazo. La joven se percató, le ofreció un vaso de limonada y sugirió:

-          ¿A qué tomarse tanta molestia, Excelencia? Yo podría llevarle a palacio las mejores manzanas del mercado cuantas veces quisiera.

     Dimitrie tuvo en la punta de la lengua una respuesta negativa: a fin de cuentas, poco iba a influir en sus sofocos el suministro a domicilio del fruto del Paraíso, si había de comprar mil y unas mercaderías más. Con todo, refrenó el pronto, lo pensó unos instantes y respondió:

-          De acuerdo. Hasta nueva orden, me servirás todos los jueves dos cestos de tus mejores manzanas.

     Y así fue. Puntualmente, a primera hora de la mañana, un carrito tirado por un jumento, se detenía ante la casona Florica de los Bratianu, en el suburbio de Stefanesti; la bella hortelana descargaba los dos cajones de manzanas comprometidos y recibía a cambio las flamantes monedas recién acuñadas por el Banco de Rumanía [13]. Una vez cerciorado de que era Cristina quien llevaba la mercancía, el propio Dimitrie la recibía y pagaba, pelando la pava de manera cada vez más dilatada, con el beneplácito de la joven.

     En fin, la costumbre hizo confianza, y la confianza, intimidad. Ignora la leyenda si los padres de Cristina conocían las relaciones de su hija con el mayordomo y, en su caso, el sentido de tal tolerancia. En cuanto a los interesados, Cristina se dejaba querer y obsequiar por el maduro galán, en tanto este no creía que tuviese que llevar las cosas de forma más platónica o comprometida que con el resto de sus amigas. Y así, en vísperas de Navidad, Dimitrie recibió una mañana las manzanas de manos del padre de Cristina y las malas noticias, de sus labios:

-          Seguramente no conoce, señor, la noticia, pues mi hija es muy sufrida y callada, pero ello es que, sin lugar a dudas, ha perdido su doncellez y está esperando un hijo.

     Dimitrie quedó estupefacto y sin fuerzas para responder ni, menos aún, para negar lo indudable, o argüir en su defensa. El padre prosiguió:

-          En otro tiempo y en otras circunstancias, lo que ha hecho usted con Cristina hubiera terminado en matrimonio o en sangre. Sucede, sin embargo, que la diferencia de raza y de clase hace completamente inviable la coyunda; así que…

     Dimitrie estuvo a punto de desvanecerse, al observar que –como quien no quiere la cosa- el gitano echaba mano a la faja. Con todo, la sangre no iba a llegar al río Arges. El ofendido progenitor continuó diciendo:

-          Tampoco es cosa de lavar con sangre una ofensa tan grave infligida a una pobre niña. Personas hay en esta casa que sabrán juzgar y dar satisfacción de modo más civilizado. Precisamente, conozco a la dama de compañía de la señora condesa. Casi todos los días van a rezar a la iglesia de San Jorge. Así que me acercaré a ellas, las saludaré respetuosamente y les contaré lo que sucede.

       Dimitrie se quedó lívido. Ya se veía expulsado de la casa Bratianu pues, si algo ofendía a la señora, eran los escándalos y los abusos hacia las pobres gentes que con aquella se relacionaban. La cabeza le daba vueltas pero, aún así, le pareció percibir una salida, por la forma en que el gitano paladeaba sus palabras y esbozaba una sonrisa ratonil:

-          Señor, lamento lo sucedido y estoy dispuesto a asumir las consecuencias de ello; pero soy hombre de honor y de posibles, que no precisa que nadie le imponga el veredicto por su conducta. ¿No podíamos arreglar las cosas sin implicar a terceros de alto rango?

-          Nada me sería más grato, Excelencia, pues con ello quedaría palmario a mis ojos su afecto real por mi hija y su buen corazón.

     El mayordomo, recelando que alguien escuchara la plática o se extrañase de tan larga parada del carro de la fruta a la puerta de la mansión, citó al padre de Raquel para la tarde siguiente, en un cafetín frente a la catedral. Aprovechó para examinar al céntimo el estado de sus finanzas, pues algo le decía que esa iba a ser la medida de su afecto real por Raquel y su buen corazón. Hizo cuentas, suspiró hartas veces y aceptó el mal menor como inevitable.

     El café Lalea estaba de bote en bote aquella tarde, pero no le fue difícil a Dimitrie localizar al frutero, entre otras cosas, porque estaba acompañado de un orondo y cetrino caballero, como de sesenta años, tocado con un sombrero de ala corta y con un nudoso y grueso bastón entre las piernas. Se lo presentaron como el tío Radu, uno de los más respetados ancianos, que impartían justicia o, cuando menos, sentencia en los litigios de su etnia en la ciudad. El mayordomo no dejó de sentirse incómodo, por el hecho de que otras personas tuvieran conocimiento y parte en sus problemas, pero no tuvo más remedio que aceptar la presencia del intruso; y a fe que no hubo de  arrepentirse, pues tío Radu hizo de hombre bueno, limando asperezas y dirigiendo el regateo en que, a la postre, se convirtió la querella de honor:

-          No se hable más, Florin –zanjó el patriarca-. Aquí, el señor ha reconocido el honor de tu hija y hasta habría estado dispuesto a casarse con ella, si tal cosa fuese posible. Fijemos una cantidad que le sirva de dote para que la acepte, aun desflorada, un buen ţigan[14] y perdonemos lo demás de la afrenta, por el honor y el buen nombre de la casa de los Bratianu.

-          ¿Y la criatura? ¿Con qué la vamos a criar?, inquirió compungidamente su abuelo en potencia.

-          Sobre eso, ya se proveerá, repuso tío Radu enigmáticamente, pero Dimitrie creyó comprender.

     Finalmente, el precio del perdón se tasó en mil lei. Todavía tuvo el pagano que insistir para que se los aceptaran en billetes del Banco de Rumanía, pues estos eran aún recibidos con desconfianza por el pueblo. Finalmente, se convino la entrega de la mitad del precio en monedas de plata. Para evitar cualquier sospecha, el padre de Raquel delegó en el tío la recogida del dinero, que se haría efectiva tres días más tarde. A la puerta del café, Florin, inopinadamente, abrazó y besó a Dimitrie, en prueba de perdón definitivo y le dijo:

-          Raquel está muy compungida por perderle. Le haré saber de su generosidad, para que le sirva de consuelo.

***

     Creyó Dimitrie que, para su bien y tranquilidad, no vería más a Raquel. De todas formas, para asegurarse ausencia y olvido, solicitó de sus amos el traslado a Bucarest, aunque fuese en un puesto inferior. Adujo para ello una disculpa, que la leyenda no ha tenido a bien recoger.

     Ya en su nuevo destino, recibió por reenvío desde Arges, una carta, llena de faltas y paupérrima caligrafía, pero rica en noticias y sentimientos. ¿Era de puño y letra de Raquel? La verdad es que Dimitrie nunca le había preguntado por su alfabetismo, ni había tenido intención de relacionarse con ella por tan cultos medios. Así que dejemos la cuestión de si era autógrafa o por amanuense y vayamos con lo esencial de su texto, debidamente corregido:

     ¡Maldito seas tú y tu dinero! Fuiste hombre para enamorarme y hacerme tuya, pero no para convertirme en tu esposa y ser un padre para tu hijo. Y ahora huyes, con la conciencia negra y el perdón de mi gente en tus manos. ¿Sabes para que han servido tus miserables monedas? Pues para pagar a la abortera y comprarme un marido arrugado y gordo, que hará mi infelicidad hasta que muera él o me mate yo. Mi padre podrá haberte perdonado, pero yo te acuso y te maldigo. Quiera Dios secar tu corazón y cegar a las que tú pretendas, de modo que nunca puedas querer a quien de veras de quiera, y que aquellas a las que ames te rechacen y desprecien; de modo que el amor no sea para ti causa de alegría y vida, sino de perdición y de muerte.

     Dimitrie se estremeció al leer la carta, más por las tristes nuevas de Raquel y su malogrado hijo, que por una inane maldición, que juzgaba fruto de la superstición y el despecho. Sin embargo, pronto tuvo que convenir en que, si no el mal fario, sobre su vida actuaba la justicia. Su forma de entender el amor, superficial y efímera, se malograba una y otra vez, por aquella discrepancia de sentimientos que la gitana le había augurado. Si él deseaba, recibía rechazo; si lo requerían, no sentía sino repugnancia por la oferta. El tiempo pasaba; Dimitrie envejecía, aunque su anhelo de mujeres permanecía vigoroso. Al fin, vio los cielos abiertos, cuando la condesa le dijo:

-          Dimitrie, es usted una de las personas más veteranas y fieles a nuestro servicio. Quiero hacer algo por su felicidad y su futuro, que no parece buscar espontáneamente. Otro tanto, por vivir solo para mí, le sucede a mi dama de compañía, la señorita Dulgher. ¿Qué le parecería que yo…?

     Dicho y hecho. Aquellas dos personas, maduras y reservadas, que llevaban media vida conociéndose, solo por la acción e impulso de su señora se contemplaron con agrado y con deseo. Por primera vez en años, Dimitrie vio incumplida la maldición de la gitana: Traiana sentía por él tanto amor, como el que Dimitrie le profesaba. Casáronse, pues, en la catedral de Bucarest, una mañana muy temprano, bajo el padrinazgo de la condesa y de Ion Bratianu, el Joven[15]. La ceremonia y el festejo se desarrollaron con la alegría y la mesura que los sentimientos y edad de los contrayentes exigían. Pero esa misma noche, cuando Dimitrie, trémulo de amor y de deseo, se disponía a entrar al tálamo, encontró a su esposa sin vida, cual si solo estuviese dulcemente dormida. El médico que certificó la defunción recogió el dato de que la finada yacía sobre su costado derecho, en posición fetal.





4.  Las rosas de Baia Mare



     En los primeros años del reinado de Francisco José[16], vivían puerta con puerta en la ciudad de Baia Mare las familias de los Codru y los Prunea. Fervientes ortodoxos y partidarios decididos de la causa rumana que por sangre les pertenecía[17], ambas familias colaboraban en la política y en los negocios, manteniendo una íntima amistad. Nada era de extrañar, por tanto, que siendo Alba Codru y Carol Prunea de una edad parecida, y compartiendo en buena medida carácter y aficiones, sus padres sonriesen al verlos tan compenetrados y empezaran a hacer cábalas sobre un futuro matrimonio entre ellos.

     Convengamos, no obstante, en que los cuchicheos y planes de sus familias fueron mantenidos en la reserva, dejando que fuesen los adolescentes quienes vieran brotar libre e inconteniblemente el amor recíproco el cual, a su vez, procuraban vivir solo para ellos, evitando compartirlo con sus próximos.

     Un día de primavera, ambas familias emprendieron una larga peregrinación al monasterio de Barsana, para agradecer a Nuestra Señora haber salido bien libradas de la epidemia de cólera, que había asolado la región. Allí, en un aparte, ante el sagrado icono de la Theotokos[18], cogidos de las manos, Alba y Carol se prometieron en matrimonio. Bueno, la verdad es que las palabras de la promesa fueron susurradas por él, mas ella las corroboró con este voto:

-          Madre nuestra: prometo venir a poner a tus pies las rosas del ramo de novia.

     Carol, siempre reflexivo y puntilloso, mostró a la salida sus reticencias a Alba. Esta, alzando la voz e irguiendo su pequeña estatura, dijo:

-          ¿Es que no me crees capaz de hacer la peregrinación, por larga y difícil que ella sea?

-          No es eso –repuso el muchacho-. Es que podría suceder que no hubiera rosas en la época del año en que nos casemos.

-          Pues yo no me casaré sin rosas, concluyó la joven.

     Pasó algún tiempo y Carol, buen estudiante y con posibles, solicitó el permiso de sus padres para ir a estudiar medicina en Viena. La despedida de Alba fue triste, pero llena de esperanza y de promesas. La leyenda recoge literalmente las últimas palabras de ambos enamorados:

-          Volveré.

-          Te esperaré, siempre.

     El tiempo y las ocupaciones fueron dilatando el regreso de Carol a Baia Mare. De Viena –donde se doctoró con honores-, pasó a París para seguir las enseñanzas del doctor Bernard[19] y en la Ciudad Luz ejerció la Medicina de forma brillante y entregada. Allí, aunque no deliberadamente, encontraba con frecuencia a compatriotas, que le hacían las mismas preguntas, despertando en él nostalgias olvidadas:

-          ¿No ha vuelto nunca, doctor?

-          No.

-          ¿Y cuándo piensa…?

-          Pronto.

     Pronto, más adelante, el año que viene. Las respuestas podían ser concretas, pero nada significaban. Formaban parte de un ritual de disculpa por el olvido, en el que también tenían su parte las cartas no contestadas, los enfermos que no podía abandonar, los elogios de los colegas y las hermosas mujeres de los bulevares. De vez en cuando, veía en sueños la figura de un ángel que, severamente, le señalaba un viejo icono, medio escondido en la penumbra de una iglesia. No se atrevía a mirar al espíritu a los ojos, ni necesitaba acercarse a la imagen para identificarla. Solo repetía mañana, mañana… Y, al despertar, tranquilizaba su conciencia la luz del amanecer y se encaminaba al despacho, donde le aguardaba el grueso dietario, abierto por la página del día: consultas, conferencias, comida con…, velada en casa de…

      Y, en Baia Mare, ella esperaba. No lo hacía ya con anhelo, ni siquiera con esperanza, pero aguardaba. Había hecho un voto solemne ante el altar y era demasiado firme y orgullosa como para incumplirlo. No valían excusas ni ampararse en culpas ajenas. Las buenas gentes no cesaban de darle consejos, a los que Alba replicaba siempre: volverá. Escríbele; volverá. Emplázalo; volverá. No eches a perder tu vida; volverá. Te ha olvidado; volverá. Podía haber desfallecimientos, desvaríos del corazón, maldiciones al destino, pero no sería ella quien rompiera una promesa sagrada, ni se entregara a amantes que de antemano sabía habrían de dejarla amargada e insatisfecha.

-          Esto no es amor, hija, sino soberbia, le reprochó un día su madre.

-          Es mi destino y nada en el mundo me apartará de seguirlo.

***

     Al fin, cargado de honores y de años, Carol regresó. Habían fallecido sus padres y urgía su presencia para resolver las cuestiones de la herencia. Tenía en los labios una pregunta que lo quemaba, pero que se abstenía de formular, por temor o por vergüenza. Al fin, aprovechando la aparición en la casa vecina de personas desconocidas para él, preguntó a su hermana:

-          ¿Qué ha sido de los Codru? ¿No son ya vecinos nuestros?

-          Han pasado tantos años… La madre se recogió en un asilo y los hijos se dispersaron. Uno de ellos aún vive en la ciudad, pero se mudó al casarse.

-          ¿Y qué ha sido de Alba?

-          Murió de una pulmonía. Hará cinco o seis años.

     El sol del atardecer apenas acaricia ya la nieve helada del camino del cementerio. El ilustre médico no ha querido, ni compañía, ni transporte, pero la edad no perdona. Cuando llega a la puerta del cementerio, el guarda está a punto de cerrar. Carol le convence, con una propina y su acento extranjero, para que le permita entrar: está de paso y le es inexcusable visitar la tumba de un ser muy querido. El empleado se encoge de hombros y accede. Le orienta hacia la sepultura solicitada y advierte:

-          Dejaré cerrada la verja, pero sin echar la llave. No se demore mucho, que está cayendo la noche y empezando a helar.

     Ante la tumba de Alba, Carol inicia las hermosas y manidas palabras del responso: Dale, Señor, el eterno descanso… El descanso… Que tu alma descanse en paz. En paz… ¿Qué sentido ni qué derecho tiene él para impetrar el descanso ni desear la paz? Envuelto en la dorada claridad del crepúsculo se ve a sí mismo tal cual es. Quebrantó el juramento; abandonó a su amada; ha vivido egoístamente su vida; ha cimentado su gloria sobre el sufrimiento y la soledad de ella. Y, ahora, aprovechando un viaje de negocios, reza maquinalmente, como un extraño sin responsabilidades.

     La angustia de la culpa ya irremediable afloja sus piernas y pone un nudo en la garganta. Ha de sentarse sobre la lápida, apartando un montoncito de nieve, y la encuentra tibia, blanda, como si le esperase, acogedora. Quiere reiniciar la oración, hablando con ella como lo hacía en el jardín de su casa, tantos años atrás. Tiene mucho que decirle, pero las palabras no fluyen a sus labios. Solo acierta a repetir una y otra vez, perdón, perdón…

     Una quietud inefable paraliza la naturaleza en torno suyo. Los ojos se nublan y los labios se posan una y otra vez en el mármol, tan cálido como su boca. El viejo doctor, todo sabiduría y amor propio, por unos instantes vuelve a su adolescencia y convierte sus palabras en besos y en lágrimas. Luego, con relajación infinita, reclina cabeza y brazos en el regazo amoroso de la tumba, mientras lo va cubriendo la noche, y la luna, al salir, juega con sus manos yertas y proyecta la sombra de la cruz sobre sus canas.

     Y, al pie de la sepultura, allá donde puso besos y derramó lágrimas, aquellos se han convertido en rosas rojas y estas, en rosas blancas, que se reúnen como por encanto, formando un ramo de novia.

***

     En el monasterio de Barsana, la hermana Sofía hacía el recorrido nocturno de vigilancia por las dependencias monacales. Al entrar en la iglesia, le pareció oír el roce de un vestido en las losas del pavimento. Apresuró el paso hacia el lugar de donde había procedido el murmullo. Ante el iconostasio, precisamente, frente al icono de la Madre de Dios, una joven novia posaba su ramo como ofrenda votiva. Acercóse la monja y contempló, a la oscilante claridad de las velas, un bellísimo ramo de rosas, frescas y aromáticas, como acabadas de cortar. Intrigada, preguntó:

-          ¡Rosas en invierno! ¿Dónde las encontraste, hija?

-          Son las rosas de Baia Mare, hermana. Nuestra Señora llevaba esperándolas mucho tiempo.

     Y la oferente desapareció.




[1]  William Shakespeare, Julio César, acto I, escena segunda.
[2] Stanley Davis Jones (1914-1963), famoso compositor de música western, en especial, para la pequeña y la gran pantalla.
[3] Su título completo es Ghost Riders in the Sky (A cowboy legend). Fue un gran éxito a partir de 1949, siendo incluida (la verdad sea dicha, con calzador) en la película Riders in the sky (J. English, 1949), protagonizada por Gene Autry.
[4]  Pedro Vargas (1906-1989), mejicano, y Rafael Martos (1943), de Linares (Jaén), cantantes que versionaron con éxito en español Jinetes en el cielo.
[5]  Leyenda de un jinete que galopa sin cesar,/cumpliendo la condena de cruzar la eternidad,/por traicionar en vida lo que fue su gran amor,/sembrando llantos y dolor en otro corazón.
[6]   Evidente alusión de Araceli a la historia de Nastagio degli Honesti, de Boccacio, pintada en cuatro escenas por Botticelli, tres de las cuales se conservan en el Museo del Prado de Madrid y la cuarta, en el Palazzo Pucci, en Florencia (esta última, de dudosa autoría).
[7]  Alexandru Ioan Cuza (1820-1873), cuyo cenit político se produjo entre 1858 y 1866.
[8]  En rumano, Iaşi, también conocida como Jassy, Jasy o Iasi, capital histórica de Moldavia desde 1565 y segunda ciudad por habitantes de Rumanía. La población judía de la ciudad era muy numerosa, tanto en número, como en cultura e influencia socio-económica. Uno de los títulos honoríficos de Iasi es el de la ciudad de los grandes amores.
[9] La facultad de Medicina de Iasi fue fundada en 1859 y su Universidad, en 1860, la primera de la futura Rumanía.
[10] Ion Bratianu (1821-1891) fue por tres veces jefe del Gobierno rumano, destacando su Presidencia entre 1876 y 1888, casi sin solución de continuidad.
[11]  Importante división administrativa en Valaquia, cuya capital era, y es, la ciudad de Piteşti.
[12]  ¡Las mejores manzanas de Rumanía!
[13] La cita del libro nos sugiere que la historia se desarrolla muy poco después de 1880, fecha en que dicho Banco oficial acuñó por vez primera billetes y monedas con el leu como unidad, persistente hasta la fecha.
[14] Gitano, en lengua rumana.
[15]  Ion Ionel Constantin Bratianu (1864-1927), cinco veces Primer Ministro rumano, entre 1909 y 1927.
[16]  Francisco José I, emperador de Austria (luego, de Austria-Hungría), reinó de 1848 a 1916.
[17] El distrito o región de Maramureş, cuya principal ciudad es Baia Mare, fue enseñoreado por germanos y húngaros hasta 1919, pese a ser su población mayoritariamente de estirpe rumana.
[18]  Denominación genérica de las imágenes en que la Virgen es representada como madre, con el Niño en sus brazos.
[19]  Claude Bernard (1813-1878), probablemente, el más famoso e influyente médico de la época.