sábado, 21 de abril de 2012

LA BIBLIOTECARIA DE MINSK




La bibliotecaria de Minsk



Por Federico Bello Landrove

Para Amaya E., la más fiel de mis lectoras



     La guerra y el afecto por los libros literarios unirán dos vidas rotas, en el Minsk de la segunda Guerra Mundial. ¿Es la vida más poderosa que la muerte, el amor más grande que el odio? Lean lo que sigue y, en todo caso, antes de responder, demos tiempo al Tiempo.



1.      El diamante de Minsk



     Resulta infrecuente que el monumento más afamado de una ciudad sea una biblioteca, en este caso, la Nacional de Bielorrusia. Tal vez sea por su modernidad, o por lo espectacular que resulta su fantástica iluminación nocturna. Ello es que, aquella anochecida de agosto de 2009, nuestro grupo de turistas en visita guiada a Minsk, aprovechaba a toda velocidad la breve parada ante el gigantesco rombicuboctaedro para tomarle instantáneas, a ser posible, reflejándose en la corriente plácida del río inmediato.

     Soy poco inclinado a la fotografía; de modo que tomé un par de ellas y me senté en el pretil para contemplar el llamado diamante de Minsk, prefiriendo grabar la imagen en la mente, no en la cámara. Mientras tanto, una compañera de expedición se afanaba cerca de mí en tomar fotos desde todos los ángulos, con tan mala fortuna, que resbaló, se le escurrió la máquina entre las manos y fue a impactar contra el suelo, con evidente rotura de la pantalla del visor. La ayudé a recoger los restos, improvisando unas palabras de ánimo:

-          No creo que haya sufrido daño la tarjeta de memoria, de modo que estarán a salvo las fotos que ya haya sacado.

-          Lo malo es que quería hacer un reportaje sobre el edificio y ahora… Además, esta es mi última noche en Minsk.

-          No hay problema; coja mi cámara y saque todas las tomas que quiera.

-          ¿De veras no le importa? ¡Qué amable! ¡Muchas gracias!

     Aprovechó a modo mi ofrecimiento, hasta el mismo momento en que la guía nos conminó a subir al autocar. Rompiendo con el orden precedente, la fotógrafa compulsiva se sentó a mi lado, disculpándose con la persona desplazada.

     El nivel de mi inglés no permite florituras, ni tampoco creo que fuese muy alto el de Christina, nombre de la muniquesa de la rotura de cámara. No obstante, nos las arreglamos para mantener una conversación razonablemente fluida durante el resto del recorrido turístico y en la cena folclórica que lo concluyó. Supongo que la cámara en común y la edad parecida facilitaron las cosas. El caso es que, cuando la velada llegó oficialmente a su fin, con la llamada al autocar a fin de repartirnos por los hoteles, mi interlocutora sugirió:

-          ¿Qué te parece si tomamos una copa aquí mismo y te cuento? Creo que tu gentileza bien merece una explicación por mi parte.

-          Encantado. Estas horas de recogerse son propias de las gallinas.

     La traducción literal del símil no fue captada por Christina, que se levantó, encaminándose a una de las mesitas más alejadas de la música. La camarera prendió la vela central y nos trajo los dos vodkas solicitados. Christina comenzó:

-          Seguramente te habrá extrañado mi devoción por la Biblioteca y la importancia que concedo a fotografiarla insistentemente y desde todos los ángulos. De hecho, ya había estado por la mañana tomando imágenes en las salas y dependencias que me autorizaron.

-          Pues no sé… La verdad es que se trata de un edificio espectacular, si bien yo no lo he visto por dentro.

-          No es la arquitectura lo que me interesa, sino la historia.

-          ¿Historia? Tengo entendido que lo construyeron hace unos años y que lleva muy pocos en funcionamiento.

-          No me refiero a la historia de este edificio, sino como emblema de algo mucho más hondo para mí: de las bibliotecas de Minsk. De una, en particular, tristemente desaparecida durante la segunda Guerra Mundial.

     Me quedé callado. Christina aparentó enfadarse:

-          ¡Vamos! ¿No me vas a pedir que te cuente lo que estoy insinuando?

-          Mujer, al decirme que era algo personal, hondo, no quería resultar atrevido.

-          El caso es que esta noche estoy locuaz y el corazón me pide soltar lo que llevo dentro, aunque sea a un desconocido con tan poco interés.

-          Adelante, pues. Me gustan los relatos personales. En cambio, me cuesta horrores leer una novela y, si es histórica, no digamos.

-          Bien, amigo Matías, prepárate para conocer un curioso episodio bélico-sentimental… Eso, si el vodka no me falta y el sueño no nos vence.

-          Descuida. No consentiré que se te seque la lengua y, en cuanto al sueño, de ti depende mantenerme despejado.

-          Vamos, a ello. Y presta atención, aunque el relato te resulte un poco largo.





2.      Una primera edición



     Se llamaba Armin y su buen conocimiento del idioma ruso y de la ideología comunista, lo había situado en la agregación militar de la embajada alemana en Moscú y le permitió participar activamente en las negociaciones del pacto germano-soviético. Luego, las cañas se volvieron lanzas y quien había tomado algunas de las instantáneas de la famosa firma en el Kremlin y recibido una alta condecoración soviética, hubo de salir a toda prisa de la URSS en mayo del 41, para regresar con la plana mayor del general Hoth, como intérprete y oficial de estado mayor. A mediados de noviembre, fue gravemente herido de metralla en los alrededores de Klim y, tras una cura de urgencia, evacuado al hospital militar de Minsk, con la cruz de caballero y el ascenso a teniente coronel por méritos de guerra. Eso, en lo positivo. A cambio, su rostro había quedado severamente desfigurado y la mano izquierda le sería en el futuro de escasa utilidad.



     Al cabo de un mes de estancia hospitalaria, su salud se había estabilizado y no se temía por su vida. Los médicos autorizaron su convalecencia en Alemania, pero Armin era muy peculiar:



-          ¿Volver con mi padre, para que me vea así, y ablandarme en la retaguardia, queriendo volver al frente? ¡Ni hablar! Aquí tengo buenos compañeros y enfermeras complacientes. Y algo se podrá hacer, aunque el frío sea tan intenso.



     Como ves, el teniente coronel no quería pasearse por Ulm, concitando lástima y tristeza. Por lo demás, supongo que lo de las enfermeras sería una hipérbole, a juzgar por lo que sucedió después y que espero contarte sin mucho más preámbulo.



     Es el caso que las noticias del frente empezaron a ser poco halagüeñas. Moscú y Leningrado permanecían inaccesibles y el padrecito Stalin parecía haberse aliado con el demonio. Aquel invierno estaba siendo el más crudo en cincuenta años y los japoneses no estaban dispuestos a ayudar a Hitler, atacando Siberia. Como sabes, las líneas se estabilizaron y empezaron a producirse violentos contraataques rusos, que forzaron a retroceder en diversas zonas, con la indignación del Führer que es de suponer.



     Una tarde, en vísperas de nuestra Navidad, el teniente coronel, vestido de civil, con la protección para el tremendo frío que le había proporcionado un cocinero ruso amigo, se echó a la calle con un propósito bien definido: pasar un rato entre sus queridos libros. Y es que su padre, antiguo lector de alemán en la universidad de Cracovia, había traído de allá una escogida colección de primeras ediciones de autores rusos, conseguidos en la almoneda de una testamentaría, a muy bajo precio. Cuando Armin se había despedido para ir al frente, su padre, como muestra de la mayor dadivosidad, le concedió:



-          Llévate un par de libros de la colección Kravowski, de los de los autores menores.



     Quería excluir con ello las obras de Dostoyevski, Tolstoi y  Chéjov, que formaban parte nuclear del tesoro del coleccionista. Su hijo acató la orden y echó al petate un Músico ciego y el Sascha Yegúlev que había enturbiado su adolescencia. No tuvo tiempo de releerlos, hasta que lo evacuaron al hospital. Y ahora, con el gusanillo en el cuerpo, inquirió a Dimitri, el cocinero:



-          ¿Cuál es la biblioteca pública más próxima?



     El interpelado dudó unos instantes. Luego:



-          Creo que hay una, no lejos, en la Prospekt Troitski. Había otras, pero las van cerrando por falta de personal… o de carbón. Si espera a que acabe mi turno, yo lo acompañaré.

-          Tu trabajo ya se ha acabado por hoy. Abrígate y vamos en busca de la cultura popular.



***



     La biblioteca estaba instalada en el primer piso de una casa de tres plantas, que antes de la guerra debió de servir como lo que ahora denominamos centro cívico. El abandono de la planta baja y la oscuridad casi absoluta en las escaleras y el resto de la fachada hacían suponer que fuese la única dependencia en funcionamiento. Había anochecido, cuando Armin y Dimitri llegaron y este se ofreció a acompañarlo hasta arriba, o a esperarlo, incluso. El militar bromeó:



-          Un cocinero eslavo ofreciendo sus servicios de protección a un militar ario. ¡Lo que nos faltaba!



     Y, dejando al cocinero atónito, emprendió la subida de la desvencijada escalera, no sin tropezar un par de veces antes de llegar arriba.



     La estancia le resultó grata a primera vista. Las estanterías barnizadas en color cerezo, llegaban casi hasta el techo, que rozaban sus historiadas cornisas modernistas. Los volúmenes, bien protegidos por puertas encristaladas, aunque colmaban los estantes, daban sensación de orden y limpieza. El tillado estaba deslucido, pero bien fregado. Una estufa de hierro forjado desprendía en su torno grato calor que, por desgracia, no alcanzaba  a los extremos de la sala. Seguramente por ello, la media docena de lectores se había colocado en las mesas próximas, algo acurrucados, a la vera de lámparas eléctricas tipo quinqué, con tulipa verdosa, de tan poca luz, que apenas generaba una penumbra ambiente. Al fondo, una mesa profesoral de gran tamaño parecía servir de parapeto a la bibliotecaria, una mujer con vestidura talar negra, que alternativamente apilaba libros y rasgueaba en fichas, para colocarlas en un archivador  casi tan alto como ella, que se hallaba a su izquierda.



     Armin avanzó silenciosa y lentamente hasta llegar junto a la bibliotecaria, a quien saludó con respeto y preguntó:



-          ¿Puedo solicitarle un libro o he de rellenar primero algún documento? Es la primera vez que vengo y…

-          Si va a leerlo aquí, no es necesario que haga ficha. Otra cosa sería, si lo quisiera llevar en préstamo.

-          ¿Hasta qué hora permanece abierta la biblioteca?

-          Hasta las siete. Tiene todavía cosa de un par de horas para leer lo que desee.

-          El jardín de los cerezos, si es posible.

-          ¡Claro! Tome asiento que le serviré su pedido en un momento.



     Armin hizo el esfuerzo de sentarse en una de las primeras mesas, próximo a la bibliotecaria, cuya voz y fisonomía habían despertado sus recuerdos. Aquel timbre aterciopelado, ligeramente infantil; el cabello pajizo, tirante y recogido sobre la nuca; los ojos verdes y el talle esbelto y longilíneo. Desde luego, era mayor que Katya y las ojeras y los pómulos descarnados denotaban las privaciones de aquellos tiempos terribles. Tampoco él era ya el sanguíneo y fornido capitán a quien aquella fría profesora de Química de la Universidad Lomonósov había estado a punto de poner en un grave aprieto. Nunca llegó a saber si era, o no, una espía o confidente de la Policía de Seguridad soviética. En cualquier caso, enfrió para siempre su inclinación a confraternizar con la gente del País y a confiar, con optimismo incorregible, en que sinceridad y afecto fueran caminos infalibles para llegar al corazón de una mujer, por muy extranjera que se sintiese respecto a él.



     La llegada de la empleada con el libro de Chéjov le hizo olvidar sus reflexiones. Se sumergió en la lectura, no sin levantar a cada poco la mirada hacia la bibliotecaria, que continuaba incansable su trabajo. La llegada de la hora de cierre coincidió con la salida casi simultánea de los otros lectores. Armin remoloneó, hasta percatarse de que la mujer lo miraba con cierta insistencia. Finalmente, no esperó su llamada de atención, sino que llevó el tomito, bellamente ilustrado, hasta la mesa de trabajo y comentó:



-          ¡Qué pereza da abandonar el huerto de cerezos para salir al mar de nieve! Claro que a usted la esperará una casa más confortable que esta gélida estancia.



     Ella sonrió levemente y le preguntó de forma más directa:



-          ¿Y usted? ¿Vive lejos?



     Armin decidió no revelar plenamente su identidad:



-          Mi casa es un hospital. Pero perdone, voy a presentarme: Armin Schneller, enfermero al servicio del Hospital Alemán en la plaza Yakub Kolas.

-          Mi nombre es Natalia Yurévich. Habla usted muy bien el ruso.

-          Lo estudié cuando colegial y he pasado algunas temporadas en Moscú.



     De cerca y cara a cara, Armin tuvo la impresión de que Natalia se fijaba en las marcas de su rostro y la inmovilidad de la mano izquierda. Decidió abreviar:



-          Bueno, no quiero entretenerla. De todas formas, no le parezca mal si regreso otro día para enseñarle algo verdaderamente hermoso, que no creo tengan por aquí.

-          ¿De qué se trata?, preguntó con viveza la mujer.

-          ¡Ah, no! Quiero que sea una sorpresa, replicó Armin iniciando fatigosamente la tarea de echarse el tabardo.



     Natalia le ayudó con la prenda, al tiempo que concluía:



-          Venga cuando quiera. Yo estoy aquí todas las tardes…, mientras haya algo de madera o carbón que echar a la estufa.



***

    

      Esperó dos o tres días, hasta la tarde del 24 de diciembre. Era una fecha hermosa, por más que Dimitri le hubiese indicado:



-          En Minsk hay bastantes católicos, pero nuestra Navidad se celebra en enero, por la Epifanía. En lo que sí coincidimos es en festejar el Año Nuevo. Espere y verá que banquete les organizamos.



     Tras dudar unos momentos entre Korolenko y Andréiev, Armin se echó al amplio bolsillo su Sascha Yegúlev, edición princeps de 1911, y recorrió el camino hasta la biblioteca, con algunos extravíos menores. Subió lentamente la escalera, para mejor refrenar el corazón. En efecto, sentada a la gran mesa, como una maestra sin alumnos, se hallaba Natalia, con unos anteojos de pinza, leyendo un mamotreto. No lo vio llegar.



-          Vaya, vaya, señora Yurévich. No la había reconocido con esas gafas, bromeó Armin.

-          Pura coquetería, señor… enfermero. Pero, entre los estragos de la edad y la letra de pulga de este Guerra y Paz, resultan inevitables los lentes.

-          Bien, no se los quite aún, que merece la pena lo que voy a enseñarle.



     Le tendió el valioso volumen, enmascarado por una encuadernación adventicia y el título en alfabeto latino. Ella levantó la cubierta y quedó admirada.



-          ¿Qué le parece? ¿Tienen o no tienen un ejemplar como este?

-          Desde luego que no. Seguro que lo habrá en otras bibliotecas de más postín, pero esta es una modesta librería de barrio.

-          Pues ya ve. Tal vez Andréiev no sea muy apreciado en el paraíso comunista.



     Natalia inició el repaso de las hojas, abundantemente anotadas a lápiz y con el tacto aterciopelado, propio de los tomos muy usados. Comentó:



-          Es un libro hermosísimo, aunque de una tristeza ajena a toda esperanza.

-          A mí me trae la nostalgia de la perdida juventud. En buena medida, aprendí en él amor y política. Figúrese: me convertí en el perfecto inadaptado, con la sensibilidad y el sacrificio a flor de piel.

-          Pero el tiempo pasa y uno va adquiriendo moderación y equilibrio. La cantidad de notas y observaciones al texto lo evidencian.

-          ¡Y buenas reprimendas de mi padre me costaron! –Armin se echó a reír-. ¡Estropear una primera edición con mis garrapatos! Al final, me dejó por imposible y aprendí más ruso en él que con las clases del liceo.



     La tarde había mudado en noche cerrada. No entraba un alma. El enfermero sugirió:



-          Para mí, hoy es Nochebuena. Madrecita, ¿no podía echar hoy el cierre un poco antes? La invito a un té con pastas en la cafetería del hotel Oktiabr. ¡No me deje a solas con Sascha Yegúlev!



     Natalia asintió, aparentando hacerlo a regañadientes. En todo caso, puntualizó:



-          Soy viuda desde hace unos meses, pero no tengo nada de madrecita. Y no me gusta ese hotel: demasiado vistoso y elegante. Le llevaré a un café en el malecón del Svisloch, donde la invitación le resultará mucho más económica. Y que conste que hago una excepción, por la fecha. No nos autorizan a alternar con los clientes.







3.      El camino a casa





     El coronel médico convocó a Armin a su despacho y, con rostro serio, abordó el tema de sus salidas verpertinas:



-          Schneller, me parece estupendo que pretenda acelerar su recuperación con un paseo al atardecer, pero hemos de protegernos de otros peligros...; los judíos, sin ir más lejos.

-          ¿Los judíos? Yo bien creí que eran ellos los que tenían que cuidarse de nosotros.

-          Pues precisamente por eso. Desde que se cerró el ghetto y empezó el tráfago de entradas y sacas, hay numerosos intentos de fuga y, lo que es peor, contactos con colaboracionistas y guerrilleros, de la ciudad y de los bosques próximos.

-          Y eso, coronel, ¿de qué modo me afecta? Voy siempre de paisano y...

-          ... Y sus paseos le llevan a la Perekopskaya, justo enfrente del cementerio hebreo y del muro del ghetto. A esas horas, puede ser un sitio muy peligroso.



     El convaleciente intuyó que la filípica del coronel tenía como base las informaciones y quejas de la Policía. Por él, habría hecho caso omiso, pero estaba Natalia y temía implicarla. Prometió ser más cauto, aunque no veía cómo evitar la proximidad del barrio judío, en la medida en que la bibliotecaria vivía al otro lado de la calle. Para acomodarse de algún modo a las sugeridas limitaciones, decidió no permanecer en la sala de lectura, sino ir a buscarla al acabar su jornada. Entre tanto, podía seguir leyendo libros rusos en el hospital, mediante el sistema de préstamo o por favor especial de su custodia. Y, para más seguridad, al salir por la tarde, echaba al profundo bolsillo derecho de su gabán la pistola Luger de toda la vida, que tercamente se había negado a reemplazar por la moderna Walther oficial.



     Para evitar morirse de frío, llegaba frente a la biblioteca, pasadas las siete y, desde la acera, se dejaba ver unos momentos de Natalia, que acechaba a la ventana. Seguidamente, se resguardaba en alguno de los portales, hasta que la joven –relativa- salía del edificio y cruzaba la calle. Prospekt adelante, la pareja se comunicaba las novedades del día, con una minuciosidad hecha de monotonía y de confianza. Mientras charlaban y avanzaban a buen paso, ella siempre sacaba una bolsita con dulces, difícil y amorosamente cocinados, que su madre le preparaba como merienda. Armin, indefectiblemente, protestaba:



-          Pero, querida amiga, si acabo de darme un festín en el hospital. En cambio, tú...

-          Es de mala educación que los ricos rechacen la invitación de los pobres. Los hace de menos.



     El militar se encogía de hombros y tomaba una rosquilla, sabe Dios con cuánto sacrificio amasada y horneada. Se chupaba los dedos y, arrastrando mucho la equis, ponderaba:



-          Hmm... ¡exquisita! Tu madre tiene manos de ángel.

-          Pues habrás de saber que esta mañana las he cocinado yo.

-          Ahora que lo pienso, están un poco cortas de azúcar.

-          ¡Ganso!, replicaba ella, echándose a reír.



     Así llegaban hasta la plaza Pushkin, donde se desarrollaba un curioso ritual.



***



     La plaza Pushkin –en realidad, poco más que una glorieta- formaba un recodo con la Prospekt, a la altura en que habían de abandonar la avenida para perderse en el dédalo de callejuelas, como Armin definía el resto del camino hasta casa de Natalia. Aquella plaza, cuadrada, de árboles escarchados, era presidida por la broncínea estatua del gran escritor, en ademán de recitar su Adiós al mar. Unas mortecinas farolas, aquí y allá, perfilaban apenas los bancos de madera y las ramas de los tilos, cargadas de carámbanos. La nieve, impoluta y esponjosa, ponía sordina al susurro del viento y multiplicaba la luminosidad con reflejos nacarados. Y allí, frente por frente al poeta, siempre en el mismo lugar, se sentaba la pareja, muy juntos, y abrían sucesivamente el libro que, debidamente señalado, llevaban para la ocasión. Natalia, vergonzosa y algo corta de vista, orientaba el texto a la luz, lo alzaba hasta la altura del pecho y, suave y cadenciosamente, leía una o dos páginas, ya un poema sobre la naturaleza en primavera, ya un soliloquio de desesperanza, mientras Arnim entornaba los ojos y reclinaba la cabeza en el hombro de la lectora, exaltando su conclusión con la ponderación de su costumbre:



-          Hermoso, muy hermoso. Gracias, querida.



     Luego era su turno. Sentado o, más frecuentemente, en pie, mirando fijamente a Natalia, de memoria, apenas ayudado por algún vistazo al libro marcado con el índice válido, Armin recitaba sus idilios, en el suave alemán renano, aprendido de su madre, sin importarle levantar la voz y engallar el busto, si el texto lo requería. No era mucha su cultura literaria, ni los volúmenes de la librería del hospital, pero nunca faltaba alguno de los cuatro grandes, juzgados por él los más dignos de cantar al amor reposado y poco sensual que le inspiraban momento y compañía. Y Natalia, estremecida y con las lágrimas a punto de brotar, seguía con la mayor atención los versos de Hölderlin o de Heine, de Novalis y de Rilke, que parecía captar literalmente a través de la emoción de Armin, aunque desconocía absolutamente el alemán. Y al final, callaba y posaba su mano sobre el libro de poemas, mirando al fondo de los ojos del expresivo rapsoda, como si quisiera decirle:



-          Amado mío, ¿es posible que yo te haga sentir así?



     La efusión literaria duraba apenas unos minutos. Luego, los paseantes retomaban el camino de siempre, brazo con brazo, rozando a veces las manos, sin una palabra, lentamente, hasta desembocar en la Perekopskaya, frente a la esquina sur del cementerio judío, ahora semioculto por el ominoso muro de ladrillo y alambre espinoso, realzado aquí y allá con garitas de ocultos centinelas. Llegados ante el portal de su casa, Natalia lo abría y Armin aprovechaba el momento en que ella volvía a guardar la llave en el bolso, para deslizarle en la otra mano la bolsa que había traído del hospital, colgada del hombro o del cinturón, pero cuidadosamente cubierta por el tabardo.



-          Gógol alumbró a todos los escritores rusos debajo de su capote; tú haces brotar del tuyo los tesoros de la Tierra, comentó una vez Natalia.



     Y es que la bolsa o saquete de cada día era una maravillosa sorpresa en aquellos tiempos de miseria y odio. Harina y azúcar, manteca y jabón, patatas y chaquetas de lana, lápices de colores y carbón, cualquier cosa podía surgir del mágico paquete, que iluminaba la noche de Natalia y de sus padres, trayéndoles alivio y esperanza. Armin se dejaba guiar de la sabiduría de Dimitri, a la hora de escoger regalo, de entre la modesta selección que le brindaba la despensa del hospital, o el mercado junto a la catedral de la Virgen María.





4.      Planes de futuro



     Armin sabía que el momento tendría que llegar y se esforzaba por encontrar la solución más satisfactoria, sin evidenciar sus dudas y preocupaciones. Me consta que escribió una carta a su padre, ofreciéndole tomar al servicio de la familia a una mujer joven y sin compromiso, culta y agradable, que me ha atendido maravillosamente durante mi enfermedad. No creo tener excesivas dificultades en sacarla de aquí, como criada a nuestro servicio, dadas mi invalidez  y tu edad. La respuesta no fue muy favorable, aunque el hecho de ser bibliotecaria la recomendada transformó la negativa paterna en una postura circunspecta, que dejaba la decisión en manos de las autoridades competentes. Armin comprendió que era lo más que podía esperar de su padre y decidió continuar las gestiones, en un ámbito muy diferente.



     El sondeo al jefe de policía resultó particularmente sencillo. Impresionado, sin duda, por el grado y condición de caballero de la Cruz de Hierro, facilitó el terreno para otorgar en su momento el pasaporte y visado a Natalia:



-          Supongo, teniente coronel, que su protegida será esa bibliotecaria, ¿cómo se llama? ¡Ah, sí! La señora Yurévich. Por una feliz casualidad, en esta ciudad de judíos, no se le conocen vínculos con ellos. Su marido, ingeniero en una fábrica textil, murió en los bombardeos de finales de junio del año pasado. Es culta y parece congeniar bien con usted, si me permite decirlo. Cuente con mi apoyo, si finalmente decide contratarla como criada para su casa de Ulm. Por cierto, ¿cómo se encuentra su padre? Lamenté mucho no poder asistir al entierro de su señora madre, pero me encontraba en Hamburgo.

-          ¿Conoció usted a mi padre?

-          Estuve destinado en Kuhberg y en Ulm hace unos años y, en el liceo, fue profesor de historia de mis hijos. Por cierto, un maestro sin tacha, así en su conducta, como en su ideología.

-          Gracias por su consideración. Ahora ha envejecido mucho y se encuentra muy solo. Necesita alguien de confianza a su lado.

-          Y usted, caballero, ¿no piensa retornar a la patria, después de sus graves heridas? Podría ayudar mucho allí, como instructor, por ejemplo, o de intérprete.

-          Aún me siento válido. Volveré al frente, en el puesto que razonablemente me confíen. Si me pintan mal las cosas, siempre podré optar por el retiro.

-          Es usted un valiente. Para que luego digan que si los prusianos o que si los bávaros. También a orillas del Danubio se crían bravos soldados.

-          No lo dudo, inspector, pero, en realidad, yo nací en Frankfurt del Oder.



***



     Era el último día de febrero de 1942. La nieve se convertía en un espeso y sucio barrizal, tanto más conspicuo, cuanto que los días crecían y la hora de salir de Armin empezaba a contar con luz solar. Aquel día estaba decidido a revelarle todos sus planes y a pedirle encarecidamente los aceptase, incluso, con vistas a un futuro matrimonio. Sabía que sería muy difícil conseguir su aquiescencia, pero era el ataque inicial. Siempre cabría volver a la carga en los futuros permisos. El hecho es que no podía dar más largas pues el Mando había autorizado su reincorporación al servicio y tendría de partir para el frente por la mañana.



     Se miró al espejo y se encontró demacrado y feo. Las cicatrices de metralla le parecían más repulsivas que nunca. ¿Cómo rayos le aguantaría Natalia a su lado, aunque solo fuese un rato por las tardes? Tuvo una ocurrencia que, tal vez por absurda, la aceptó inmediatamente. Abrió el armario y sacó su uniforme, limpio, recién planchado y con las nuevas insignias de su grado. Intentó vestirse solo pero los nervios y la falta de costumbre lo traicionaban. Le dio vergüenza pedir ayuda a un compañero y optó por el cocinero Dimitri.



-          Encantado de ayudarle, señor, pero no sé si será una buena idea salir a la calle a estas horas, solo y con la señora.

-          No temas. Me echaré encima el tabardo de costumbre.

-          ¿Entonces?

-          Me lo quitaré cuando llegue a la plaza Pushkin. Entonces, ella me verá.



     Dimitri sonrió:



-          No se hable más. Está usted en todo. Traiga, le abrillantaré un poco mejor las botas.



***



     Anduvieron la Prospekt más aprisa que de costumbre. Natalia forzaba el paso para seguirle y lo miraba, extrañada de que apenas hablase y se hubiera propasado a comer dos rosquillas, en vez de la mínima prueba habitual. Llegaron a la glorieta, cuya luz mortecina no era ya resaltada por el hielo de los árboles y la nieve del pavimento. Diríase que la naturaleza se resistía a desperezarse y que la estatua del poeta los miraba con cierto desdén. Se sentaron en el banco de costumbre y Armin comenzó con parsimonia a desabotonarse el tabardo. La cruz de hierro y la parte alta de la guerrera quedaron al descubierto.



     Dos individuos se les acercaron por la derecha, hasta quedar enfrentados a ellos. Armin se fijó en el que quedaba de su lado:



     -    Dimitri, ¿qué sucede?



     Natalia se fijó en el otro individuo. Esgrimía un revólver. Dio un grito y se echó sobre Armin, al tiempo que dos disparos rasgaban el silencio de la plaza. Armin reaccionó; se deslizó bruscamente sobre el banco, sacó su Luger y disparó varias veces. El cocinero y el ejecutor, tal vez alcanzados, dieron media vuelta y huyeron, mientras el militar abrazaba el cuerpo exánime de su salvadora que, lentamente pero sin pausa, iba tiñendo de rojo el uniforme gris con el que él había querido hacer latir con más fuerza su rendido corazón.





5.      Epílogo



-          Bien, eso es todo. ¿Comprendes ahora, Matías, mi devoción por el diamante de Minsk?

-          Ciertamente, aunque me falta una pieza para componer el rompecabezas. ¿Cómo estás al corriente de esta historia, tan tierna, como trágica?

-          Eso, querido, tendrás que averiguarlo por ti mismo. Seguro que no te será difícil. Ahora, te devolveré la cámara y ya me enviarás las fotografías por correo electrónico, en cuanto llegues a casa.



     Se levantó y sacó del bolso una tarjeta, que puso sobre la mesa. La recogí. En lo principal, leíase:



Christina Schneller

Libros antiguos



     Sonreí y, mirando todavía hacia la cartulina, pregunté:



-          ¿Llamamos un taxi para regresar al hotel?



    Nadie me respondió. Como una buena actriz, la nieta de Armin acababa de hacer mutis por el foro.



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