sábado, 28 de abril de 2012

EL CÓDIGO DEL HONOR (Primera entrega)




El código del honor (entrega primera)



Por Federico Bello Landrove

In memoriam, James Albert Michener (1907-1997)



     De California al Japón, pasando por Birmania, este relato de corte histórico pretende transmitir el mensaje de que el conocimiento de los demás y el amor sincero pueden triunfar sobre el odio de la guerra y el mal entendido honor, violento y clasista. Lo dedico a un notable narrador americano, gran amigo de España, cantor de la Plaza Mayor salmantina y buen modelo para vivir y para contar estas peripecias. 

     Nota.- Se distribuye el texto en tres entregas, por razones tipográficas.



1.      El gasolinero del garrote



     Me llamo David G. Kelso y nací en Madera (California). Mis condiscípulos aprovechaban la G. para apodarme Gas, porque mi padre era gasolinero en la carretera de Fresno, antes del puente sobre el río San Joaquín. Les prometo que la “ge, punto” era por mi abuelo Geoffrey –que en gloria esté-, pero yo no era nadie para incomodarme, entre otras cosas, porque casi toda mi fuerza estaba en la cabeza, como aseveraba mi madre, con acendrado amor. La verdad es que la delgadez de mis brazos era harto evidente, pero lo de la fuerza mental no dejaba de ser una manera elevada de aludir a mi facilidad para las matemáticas y al interés por la lectura de cuanto caía en mis manos. Esto no era mucho, desde luego, en aquellos tiempos de la Gran Depresión, si bien tenía la fortuna de que mi padre fuese suscriptor del Madera Tribune, diario siempre al pie de la mecedora en que se sentaba para esperar a los clientes.

     El esfuerzo de la familia y una modesta beca dotada por la Asociación de Madereros, me proporcionaron la posibilidad de estudiar en la afamada escuela superior de Madera, conocida, entre otras cosas, por su mascota del coyote. Y allí fue donde hice amistad con Patrick Watanabe, un nisei [1] de mi clase, hijo del dueño de un pequeño almacén de maderas, frente a la estación de ferrocarril. La verdad es que ya habíamos coincidido en la preciosa escuela primaria Lincoln, pero en distinto grupo y, a lo que parece, con intereses y aficiones muy diversos a la sazón.

     Y digo intereses y aficiones, porque no vayan ustedes a creer que yo fuera racista o que, antes de Pearl Harbor, se mirase mal a los japs[2]. Cierto que hubo rencillas y tensiones antes del día de la infamia, pero yo ahora me estoy refiriendo a los años del primer mandato de Roosevelt, cuando el amanecer de la esperanza abría la flor de los cerezos, frase tópica que es de lo poco que recuerdo de la madre de Pat, quien ciertamente no cuidaba cerezos en el jardín tras la casa, sino cebollas y tomates. ¡Ah!, y un par de macizos de crisantemos, flor que para mí nada tenía en aquel entonces de particular.

     Decía que el señor Watanabe comerciaba en maderas, como correspondía al nombre de nuestra ciudad. Ello le daba una facilidad evidente de preparar con mimo los palos que le servían para practicar artes marciales. Era originario de Fukuoka, donde dicen que un famoso samurái inventó la técnica de manejar el palo corto o jō con tal habilidad, que fue capaz de vencer a un famosísimo antagonista armado con espadas corta y larga. Como es lógico, todo eso lo fui sabiendo conforme empecé a frecuentar a su hijo y, por ende, a visitar su casa, para recogerlo o hacer juntos los deberes.

     Cierto día, un matón del curso superior, provisto de un bate de béisbol, tuvo un encuentro poco amistoso con Pat, a causa del interés de este por su hermana. Hube de terciar, tratando de nivelar la contienda, y ambos acabamos escalabrados. Días más tarde, el señor Watanabe me esperaba en el vestíbulo de su casa, vestido con lo que yo interpreté como un judogi[3]. Me hizo pasar a una habitación del piso alto, casi totalmente despejada, donde habían improvisado la palestra o tatami. En una de las paredes, una sencilla estantería de anaqueles horadados sostenía gran variedad de palos de diversos tamaños y grosores. Me invitó a coger uno de los más pequeños e improvisó con brevedad mi primera lección de jōdō, o arte del uso del bastón corto. Al terminar, llamó a Pat y nos dijo:

-          Yo puedo ser vuestro maestro, pero a vosotros corresponderá dominar al adversario, manteniendo el espíritu fuerte y siempre vigilante.

     Así habló a ambos. Luego, se dirigió precisamente a mí y concluyó:

-          Cuanto aquí veas, oigas y aprendas, habrás de mantenerlo en secreto. No todos entienden que esto no es fruto de la violencia, sino de la dignidad y la armonía.

     Envolvió en hojas de periódico el bastón que me había escogido y nada más tuvo que decir al entregármelo para que practicase en mi hogar. Yo aún no sabía que, con aquel artilugio de unos cuatro pies de largo, me había dado la llave que me abriría el futuro.

***

     Contra lo que puedan imaginar, aquella primera clase no desembocó en un victorioso enfrentamiento con el tipo del bate, entre otras cosas, porque Pat perdió interés por su hermana, o viceversa. Pero sí fue la primera piedra del edificio de amistad y modesto conocimiento del idioma y la cultura japonesa, que el inmigrante maderero supo inculcar en mi alma, a razón de dos clases a la semana. También hubo de agradecerlo mi cuerpo, que ganó en velocidad, nervio y destreza, aun manteniendo lo desmedrado de mis extremidades superiores. Seguí teniendo, pues, la fuerza en la cabeza, aunque de manera mucho más rica y cierta que antaño. Adquirí en mí mismo una confianza hasta entonces desconocida y -¡oh fortuna!- un éxito entre las chicas, que yo consideraba directamente proporcional a mi dominio secreto del famoso palo corto. Creo que, entre las jovencitas que estaban por mí, o yo lo creía, se encontraba Kiyoko (Kate para los compañeros), hermana menor de Pat, con quien compartí juegos y libros del país de sus padres, aunque nunca la consideré de otra manera que como una amiga muy especial. Supongo que en ello tendría que ver mi profundo respeto por el señor Watanabe pero, sobre todo, que su hija no fuese un dechado de hermosura. Hay épocas de la vida –y son muchas- en que el atractivo físico tiene, como es sabido, gran importancia.

     Nos graduamos en 1940. Ya entonces rugía la guerra en Europa y los japoneses se las tenían tiesas con China y el bloqueo comercial americano. Aunque mis calificaciones eran brillantes, ni hablar de ir a la Universidad, ni nada parecido. Mi hermano Charlie se bastaba para ayudar en el negocio familiar y dábase por sentado que habría de suceder en él a mi padre. De forma que logré contrato con la empresa Gallo de Modesto, entonces de reciente creación y, como es notorio, dedicada a la producción de vinos y fabricación de botellas. La verdad es que yo sabía muy poco del negocio –ni siquiera me gustaba el vino-, pero era un buen ayudante de contable, y honrado, además. Así que empaqueté cuatro cosas –palos de esgrima inclusive- y viajé hasta aquella ciudad, para mí grande. Ahora que caigo, el día que fui a despedirme de los Watanabe no encontré en casa más que a la madre, con quien chapurraba de vez en cuando en japonés. Tuvo la amabilidad de cortar un ramo de crisantemos para la mía y escogió para mí media docena de hermosos tomates madurados en la rama, como Dios manda. Luego, un buena suerte y una inclinación de despedida. No la volví a ver. Según me han contado, falleció en 1943 en el Centro de Recolocación[4] de Topaz, en Utah. Vale más que no siga por estos derroteros, que me conozco.

     En realidad, no volví a coincidir en muchos años con los Watanabe. Yo iba poco por casa y Pat había conseguido una beca para la Universidad del Pacífico, en Stockton. Luego, ya se sabe, me enrolé voluntario en cuanto se supo lo de Pearl Harbor (en realidad, me habrían llamado unos meses más tarde) y la familia otrora amiga hubo de seguir la suerte del confinamiento en el interior. Mi padre nunca ha querido hablar de ello, pero Charlie me ha contado que el señor Watanabe vino a pedirle que le guardase algunas pertenencias valiosas que no podía llevarse consigo, ni quería malvender por unos dólares. Mi padre alegó que el depósito era contrario a la ley y lo despidió con las manos vacías. Tal vez no supiese lo que yo le debía, o tal vez le pudo el respeto de  las órdenes ejecutivas del Presidente. Y es que conviene ser legalista y cauto cuando las cosas se ponen feas y no nos afectan a nosotros, sino al vecino. ¿Qué sería de aquellos palos amorosamente torneados de nuestros combates, cada vez más tensos y empeñados? ¿Y qué se hizo del maestro de esgrima que yo conocí, miserable y hecho un guiñapo humano pocos años más tarde? Algo supe de ello mientras combatía en el Pacífico: lo suficiente para luchar por sobrevivir y ser fiel a mí mismo, no porque me sintiese superior al enemigo, tan capaz de todo lo peor, como nosotros mismos.





2.   El merodeador de la selva



     Omitiré mis hazañas bélicas hasta el otoño de 1943, tan brillantes como poco conocidas, que supusieron ascensos hasta el grado de sargento y un Corazón púrpura[5], por sangrienta acción de guerra en Guadalcanal. Los Angeles Times lo recogió, con una desvaída foto mía de cuando trabajaba en Gallo, y mi madre me hizo llegar el recorte: Un valiente maderan asalta una trinchera armado con un palo. ¡Cómo estaría yo de trastornado, entre el calor, la disentería y los parásitos! Los japoneses me recibieron atónitos y respetuosos, si bien no dejaron de asestarme un bayonetazo en el pulmón derecho, que me tuvo dos meses hospitalizado. Ello me dio fama de loco, razón por la que, un día de octubre del 43, el capitán de mi compañía me propuso:

-          Gas, están pidiendo del Ato Mando voluntarios para ir a luchar como comandos en la India. Tú eres valiente y con experiencia en ese tipo de combate. ¿Por qué no te ofreces? Aquí las cosas van estando más tranquilas.

-          ¿Y no cree usted que me he ganado un poquito de tranquilidad?

     Luego, me lo pensé mejor, durante cinco minutos. Aquello de la India despertó mi fantasía: ¡defender de los japs el Taj Mahal y el Fuerte Rojo! Los grabados de las novelas de mi adolescencia me vinieron todos juntos a la cabeza, flotando mágicamente desde la biblioteca de la escuela primaria Lincoln. No podía consentirse tamaña profanación. Me presenté voluntario y, al cabo de una semana, me hallaba concentrado en Nouméa, con otros cientos de insensatos más, y sin poder llevar mi inseparable jō en el equipaje. Pero lo peor estaba por llegar, de boca de un teniente de Nueva Orleans:

-          ¿A la India? Bueno, se rumorea que nos van a concentrar a todos allí, pero sé de buena tinta que nuestro destino final será Birmania.

     ¡Birmania! Me agencié un atlas y pasé la lupa por el humilde espacio que en él ocupaba aquel país, perdido entre el Siam de los reyes cubiertos de joyas y los elefantes blancos, y la India de mis desvelos. Montañas y selvas, ríos y ciudades tenían nombres exóticos e impronunciables. Ninguno de ellos, por supuesto, había tenido cabida en las lecturas de mi niñez. Me sentí burlado y como encerrado en un agujero asfixiante, cuya salida quedaba fuera de mi alcance. Para desahogarme, busqué nuevamente al teniente sabelotodo. Se echó a reír:

-          ¿Que te sientes como prisionero? Más razón tienen para ello los soldados convictos a los que han liberado de presidio si se apuntaban a esta misión. Así que figúrate como va a ser.

     ¡Y el tío se reía, incontenible, estúpidamente! La mediocre opinión que ya tenía de los oficiales quedó rebajada aquella tarde, por lo menos, un par de grados. En fin, no me dio mucho tiempo de rumiar la decepción: el 31 de octubre llegábamos a Bombay, para empezar el entrenamiento. Parafraseando al teniente de Luisiana, me decía mentalmente:

-          ¿Que trabajas y te tratan como a una mula? Más razón tienen para pensar así los cientos de ellas que van a cargar con lo más gravoso de vuestra impedimenta. Y sin poder disculparse con que son oficiales, o sargentos.

     En fin, en tres meses nos juzgaron suficientemente entrenados, a hombres y animales (valga la distinción), como para enviarnos a la frontera indo-birmana... Entrenados, sí, para combatir a los japoneses. Que lo estuviésemos para luchar contra nuestros propios jefes es cosa que el tiempo pronto se encargaría de desmentir.

***

     Releo las páginas de mi diario de guerra y me cuesta trabajo no recoger aquí, años después de concluido el conflicto, algunos de los párrafos más sobresalientes, que en su día escribí a escondidas, para evitar la censura o la inquina de mis superiores. ¡Porque hay que ver lo que pasamos los Merodeadores de Merrill[6] en apenas seis meses, aunque luego nos dieran a todos la Estrella de Bronce! En su discurso de despedida a la Unidad cuando su disolución, el coronel Hunter blasonó de esta forma estúpida: Solo dos hombres de los más de dos mil quinientos que entrasteis en combate no sufrió herida o enfermedad significativas. ¡Y yo que creía que un jefe lo que tenía que intentar era lo contrario! Ciertamente, los japs tuvieron bastante que ver en tan vergonzoso récord, pero la palma se la llevaron varias causas totalmente imputables a nuestros presuntos organizadores de la campaña: raciones de comida escasas y repugnantes; falta de medicinas para la disentería, y de desinfectantes y hervidores del agua para el tifus; carencia de telas o planchas impermeables para dormir sobre el terreno; animales inadecuados para transportar las cargas; falta total de armas y medios de defensa, frente a la potencia de los de ataque; ausencia de impermeables para la época lluviosa monzónica, y otras muchas lacras más. Tampoco era cosa de otro mundo la coordinación con nuestros aliados ingleses y chinos. En fin, para qué seguir. No es, por tanto, de extrañar que, al cabo de dos meses de infierno birmano, mi buena suerte con balas y microbios me permitiera el ascenso a la plaza, varias veces vacante por defunción, de sargento mayor en la compañía o unidad de combate Caqui, color que nos tocó en suerte a los subordinados del mayor Briggs.

     De todas formas, mi portentosa fortuna había de cambiar de la noche a la mañana o, por mejor decir, de un momento a otro. Durante las sangrientas acciones por la conquista de Nhpum-Ga, el 4 de abril de 1944 (curioso: el 4 del 4 del 44; desde entonces, mi número favorito es el 7), un morterazo enemigo provocó el pánico de las mulas de nuestra patrulla de reconocimiento, una de las cuales me sacudió tan violento golpe en la cabeza con un cajón de municiones, que caí redondo, fuera de la vista de mis compañeros, y quedé cubierto por la maleza. El contraataque enemigo forzó nuestra retirada y se conoce que los japoneses eran más minuciosos, o tenían mejor vista que mis soldados. Cuando recobré el conocimiento, me encontré atado de pies y manos, colgado de una caña de bambú que transportaban dos fornidos nipones, en compañía de toda una sección más. En cuanto se percataron, pese a mi teatro, de que había vuelto en mí, me soltaron los pies y, a punta de bayoneta, forzaron mi puesta en marcha. No sé si la cosa podría haber sido peor. Lo cierto es que, a prevención, me dirigí al teniente comandante y, con mi mejor japonés californiano, le rogué:

-          Más despacio, excelencia, que estoy herido.

     El interpelado se volvió hacia mí, como si hubiese oído a un fantasma. Insistí con lo primero que me vino a la cabeza:

-          Soy el sargento David Kelso, humilde practicante del jōjutsu, al modo de Kyushu[7].

     El teniente dijo algo que no entendí pero, haciendo un breve alto en el camino, un presunto enfermero me desinfectó la herida de la cabeza y me colocó un aparatoso vendaje en forma de casco. Caminamos cosa de dos horas, sin tomar precauciones, ni vendarme los ojos. Finalmente, se abrió un pequeño claro en la exuberante vegetación y divisé unas miserables cabañas de indígenas y lo que parecía ser un pequeño campamento cercado de empalizada y bajo la bandera del Sol Naciente. Mi modesto conocimiento de los alrededores de Nhpum-Ga me dio la pista correcta: se trataba de Auchē, donde habíamos localizado un destacamento japonés defensivo, al sur de la ciudad que intentábamos tomar, y del que no sabíamos su importancia ni si contaba, o no, con aeródromo.

***

     Los combates por Nhpum-Ga fueron feroces y prolongados, razón por la cual no eché de menos la compañía de mis hombres durante los diez días que duró mi cautiverio, cuatro o cinco millas más al sur. A estas alturas, no era mucho lo que los japs no supieran de nosotros y de nuestros escasos medios y asombroso valor. No obstante, me condujeron a presencia del capitán Tomiyoshi, que mandaba la guarnición. En voz baja debieron hacerle mi presentación, pues se dirigió a mí lentamente en japonés, inquiriendo mis datos personales y militares, así como la razón de haber caído prisionero, cosa siempre deshonrosa para un soldado nipón. Yo salí del paso lo mejor que supe, con alarde de tratamientos y reverencias. Ya me veía camino de las minúsculas jaulas en que los japs solían encerrar a sus cautivos de guerra, cuando el teniente que me había hecho prisionero susurró algo al oído de su superior. Este, muy ceremonioso, me preguntó:

-          ¿Te has recuperado ya del mareo causado por la coz de la mula?

-          Con algo de alimento y agua, me encontraría perfectamente –respondí, sin entrar en correcciones sobre lo de la coz-.

-          Que le den lo que solicita –entendí que decía-. A la caída de la tarde probaremos su destreza.

     Me dieron una frugal colación a base de arroz y pequeños trozos de una carne parecida a la de pollo, acompañada de agua –sensatamente, hervida- y una taza de té con gotas de sake. Seguidamente, me dejaron echar una cabezada junto a la gran choza abierta, que servía de enfermería. Al despertar, con la ayuda de una suave patada en el costado, un cabo me ofreció un bonito jō de grueso bambú sin desbastar, algo más largo que los de mi adolescencia, y me dijo con tono misterioso:

-          El combate, dentro de una hora.

     Fue entonces cuando entendí las palabras del capitán y llegué a comprender que me iba a jugar la vida. Pero, ¿quién sería mi rival, y qué armas elegiría?

     Dediqué el poco tiempo de que disponía a desentumecer los músculos y hacer unos katas, sin aparentar toda la destreza de que era capaz, por aquello de que la confianza de tu adversario es la mitad de tu victoria. Pedí que me facilitasen ropa más holgada que mi uniforme, aunque este colgaba de mis huesos como los harapos de un espantapájaros. Me calé la gorra para evitar los negativos efectos del sol poniente y decidí sentarme a esperar a mi adversario, mientras un grupo cada vez mayor de soldados iban agrupándose en torno a un cuadro virtual de unas veinte yardas de lado. Y, al fin, lo vi.

     El rival iba a ser mi teniente guardián. Vestido con un inmaculado judogi blanco, ajustado con cinturón negro, llevaba en la mano izquierda su katana o sable de oficial. Venía acompañado del capitán Tomiyoshi quien, en unión de los demás oficiales, tomó asiento a la japonesa, sobre un pequeño estrado erigido frente al centro de la palestra. Yo no estaba dispuesto a dejarme comer el terreno; de modo que tomando la iniciativa, me encaminé al centro del recinto, de espaldas al sol. Hizo lo propio, en sentido contrario, el teniente antagonista. Armándome de valor, pronuncié las palabras que sabía de memoria, con las que dicen que Gonnosuke Katsuyoshi retó a Miyamoto Musashi, trescientos y pico años atrás. El teniente aceptó el reto, de la misma forma solemne. El silencio de los circunstantes era de los que dicen puede cortarse con un cuchillo. Pero aún faltaba el último toque:

-          Yo soy David Kelso, de Madera. ¿Con quién tendré el honor de enfrentarme?

     El teniente pareció avergonzado de su falta de cortesía, por no haberse identificado espontáneamente. Replicó:

-          Soy el samurái[8], teniente Tomoru Sumiki, de Kobe.

     Nos saludamos con la inclinación consabida y, acto seguido, cumplimentamos de la misma forma al capitán, como máxima autoridad y árbitro del combate. Este se limitó a preguntar:

-          ¿A muerte?

-          Hasta que alguno de los dos, desarmado, quede a merced del adversario, respondió Sumiki, con actitud de perdonavidas.

     Pero, apretando los dientes, frente a frente, él y yo sabíamos que muy grave tendría que ser el percance que nos hiciese perder el arma.

    Siendo escasas mis fuerzas y un tanto oxidada mi técnica, decidí emplear la astucia, dejándome dominar de mi adversario, con constantes paradas, fintas y retrocesos. Sumiki, más grueso que yo y unos años más viejo, sudaba y jadeaba, tratando de asestarme el sablazo definitivo. Aprecié que mi actitud reservona y evasiva lo había irritado, hasta el punto de dejarse llevar de la indignación y del desprecio. Era mi momento. Simulé un tropezón y apoyé el jō en el suelo. Como un rayo, el teniente hizo lo que yo esperaba: lanzar una violenta estocada contra el lugar donde instantes antes había apoyado el palo, pero este ya no estaba allí. Describí un arco por el lado contrario al viaje de la katana e impacté con fuerza en su zona parietal. Sumiki trastabilló obnubilado. Impulsé entonces violentamente el jō con ambas manos contra su pecho y, tras dar unos pasos en retroceso, cayó de espaldas, sujetando aún la espada. Nuevo golpe del palo, ahora a la muñeca derecha. Oí un crujido, típico de fractura. Coloqué uno de mis pies sobre su pecho e hice ademán de impulsar el palo contra su garganta. Hubo un murmullo de consternación en los espectadores, sin duda, temiendo lo peor para su paladín. Me volví hacia el capitán, saludé y me retiré hasta el borde de la palestra que me correspondió de inicio. Tomiyoshi se levantó del estrado y extendió hacia mí su brazo izquierdo, declarándome vencedor. Nuevo saludo por mi parte y salí del campo de duelo, mientras los compañeros socorrían al vencido. Nadie se ocupó de mí. Algunas veces he pensado que, de animarme entonces a volver a la selva, nadie me lo hubiese impedido.

***

     Decidí ser yo quien tomara la iniciativa y acudí al pabellón del capitán, con el pretexto de interesarme por el estado del teniente. Me hizo pasar, tranquilizándome al respecto, y me invitó a compartir con él la cena.

-          Seguramente –me informó- no le diga nada el nombre de Tomoru Sumiki, pero pertenece a una de las familias más antiguas de Kobe. Samuráis por innumerables generaciones, ahora se vienen dedicando a la milicia y al comercio. Su padre es un acaudalado magnate de la industria y un hermano es capitán de estado mayor con el general Yamashita…

-          Pues mi padre vende gasolina y yo soy contable en unas bodegas de California.

-          … Seguramente le hubiese derrotado en condiciones normales, pero padece una fuerte disentería desde hace varios meses, que no le acaba de curar.

-          ¿Por qué no tomó entonces usted el puesto de Sumiki? ¿También padece del intestino?

-          Porque yo soy el jefe de la guarnición. ¿Se figura el deshonor que hubiese caído sobre esta, de haber sido yo el vencido?

-          Realmente, capitán, el alma japonesa es muy contradictoria. Si hay que luchar fríamente y sin rencor, ¿por qué no aceptan la derrota como algo normal?

-          Porque el vencido siempre lo es a causa de que ha hecho algo mal, algo que ha contrariado su deber de prepararse para servir a la patria y al emperador.

-          Pues espero que el teniente Sumiki no se lo tome tan a pecho. De otro modo, casi habría valido más que el combate fuera a muerte.

     Mi resonante victoria y el compromiso de no evadirme, me permitieron moverme libremente por el campamento y hacer vida con los suboficiales nipones hasta que, llegada la noche, me retiraba con una manta a dormir a la luz de la luna, junto al cuerpo de guardia. Esa libertad decidí emplearla, en generosa reciprocidad, ayudando al cuidado de los enfermos y heridos, entre ellos, mi vencido teniente, con quien me propuse intimar, superando vergüenzas y resquemores. Lo conseguí a base de contarle mi vida en Madera y en Modesto, con todo lujo de detalles, y colocando en lugar destacado mi aprendizaje de las artes marciales. Para suavizar la derrota, presenté al bueno del señor Watanabe como un notable gran maestro de Fukuoka, poseedor de técnicas secretas. También me hice eco de lo revelado por el capitán:

-          Bien sé, amigo Tomoru, que la disentería fue decisiva en tu derrota. Por tanto, no te abrumes y, si te sirve de consuelo, te concederé la revancha cuando llegue la paz.

     Mi interlocutor sonrió, entre agradecido y aliviado, haciéndose eco de mis últimas palabras:

-          La paz… ¿Qué hallaremos en la patria cuando retornemos allá? Eso, si volvemos.

-          ¿No recibes correspondencia de la familia?

-          Desde luego, aunque con mucho retraso; pero, como es natural, llena de tranquilizadoras mentiras, cuando no censurada.

     Poco a poco, se fue abriendo a mi curiosidad y hasta rectificaba mis constantes errores y faltas con su idioma. No detallaré sus revelaciones. Solo me referiré a sus constantes alusiones a Keiko, su prometida. Sabedor de que yo no tenía novia, cantaba constantemente las excelencias del amor, sobre todo, con una mujer como ella. Otros, en mi país, se enorgullecen de adorar y servir a la mujer de su vida, a quien pueden haber conocido de niña en la escuela o en la vecindad. Tomoru encarecía la buena suerte de haber coincidido en la misma persona la elección de ambas familias y una mujer con las mejores prendas. Yo me atrevía a gastarle algunas bromas al respecto:

-          Según eso, teniente, deben ser ustedes muy ricos, cuando las familias pactan y deciden su enlace.

-          No puede decirse que nos falte nada, pero lo esencial es la antigüedad y prosapia de nuestras estirpes. La tradición y el respeto filial imponen que el matrimonio sea acordado por los ascendientes, en mutuo interés y alianza.

-          Entonces, Tomoru, no me vengas con historias. No me creeré nada sobre Keiko, si no me muestras, al menos, una fotografía de su rostro.

     El teniente sonrió, echó mano a su cartera y sacó una ajada instantánea de una pareja, con fondo de templo y árboles. El varón era Tomoru. La chica, supuestamente su prometida, parecía esbelta y hermosa, tan alta como su acompañante y con una melena rizada que le llegaba hasta los hombros. Hice un comentario menos laudatorio de lo que la moza merecía y ello le impulsó a sacar otra imagen, esta vez, del rostro de la muchacha. Era verdaderamente una belleza. No pude menos de exclamar:

-          ¡Qué suerte tienes, Tomoru! Ya puedes protegerte bien de las balas y de los microbios.

-          Y eso es solo el exterior. Lo mejor de Keiko es su carácter y su ternura.

-          ¡Bah!, lo más interesante de las mujeres es su chasis.

-          ¿El chasis? Esa no es una palabra japonesa. ¿Qué es el chasis?

     Tracé en el aire con ambos brazos las consabidas curvas femeninas y me eché a reír. Tomoru rompió en carcajadas y, entre cada una y la siguiente, repetía: el chasis…, el chasis.

***

     Por lo que me han dicho, Nhpum-Ga cayó en nuestras manos tres días después de mi prisión, pero los pocos japoneses que pudieron violentar el cerco huyeron desordenadamente hacia el este, olvidándose de sus compatriotas de Auchē. Mis compañeros dedicaron los días siguientes a reponerse y consolidar la posición conquistada, de modo que tampoco se acordaron de nosotros en una semana. Finalmente, el capitán Tomiyoshi recibió la autorización para retirarse hacia el río Tanai, empleando para levantar el campamento todo un día. Ello resultó fatal para algunos de sus hombres, como después diré.

     La retirada planteaba, como cuestión muy secundaria, la de qué hacer con el prisionero. Mis súplicas fueron en vano. El capitán me dijo muy serio:

-          Eres un hombre valiente y nos conoces bien. No te dejaré libre ni aunque me jures que abandonarás el ejército y te harás monje budista.

     La intercesión de Tomoru Sumiki también resultó inútil. La última noche en el campamento le pregunté:

-          ¿Podrás aguantar el viaje de retirada? No he visto que dispongáis de vehículos adaptados para la selva.

-          Me encuentro mejor –mintió-. Y, a falta de medios, consultaré el bushidō [9].

     No le fue necesario al pobre. Una hora después de amanecer, cuando casi todo estaba preparado para la marcha, un potente fuego de fusiles de asalto y ametralladoras brotó de la parte norte del campo y los morterazos abrieron sus fatales cráteres. Corrí a escape y me tiré entre los pilotes de la enfermería. Durante diez minutos interminables, los merodeadores se despacharon a gusto con los japs, que apenas tuvieron oportunidad de devolver los golpes. Cuando se hizo el silencio, los enemigos supervivientes se habían esfumado en la floresta, del lado contrario al asalto, dejando sobre el terreno unos veinte cadáveres. Entre ellos, tuve la satisfacción de echar en falta el del capitán. Por unos momentos, mantuve la esperanza de que Tomoru también hubiese escapado, pero…

     Mis propios compañeros me sacaron a culatazos del escondrijo, a pesar de que les declaraba mi grado e identidad con el más puro acento californiano. En seguida me percaté del motivo, pues vestía una curiosa indumentaria mezcla de ranger, judoka y demonio amarillo[10]. Aclaradas las cosas, me dejaron libre para recorrer el recinto vallado. Tuve una urgencia y acudí a las letrinas. En las inmediaciones de ellas, con el calzón aún a medio subir, encontré el cuerpo del teniente, con la yugular segada por un casco de metralla. A su lado, el cinturón con la katana. Finalmente, el Camino del Guerrero le había llevado junto a sus antepasados. Lentamente, tragándome las lágrimas, fui recogiendo sus pertenencias. Un teniente americano me abroncó:

-          ¡Somos soldados, no saqueadores!

     Lo miré de hito en hito:

-          Voy a mandarlo todo a su familia. Era mi amigo.

     Y a fe que lo cumplí, gracias a un intercambio de prisioneros, que me permitió incluso dictar una nota de pésame, que mi intermediario japonés transcribió en su enrevesada grafía. Aún recuerdo esta frase: Murió luchando como un auténtico samurái. Dios me habrá perdonado la mentira.

     Releo lo escrito y he de reconocer que no devolví todo. Guardé para mí la fotografía del rostro de Keiko y la espléndida espada corta ceremonial o wakizashi, que encontré bajo la almohada de Tomoru, todavía sin guardar en el petate. Dos pequeñas cosas, dos recuerdos. Uno solo tal vez no hubiese significado más que una dolorosa memoria. La ambición por retener los dos cambió en muchos aspectos el curso de mi vida.





3.   El ocupante sentimental



     Cuando acabó la guerra, de forma tan horrenda, me encontraba en Filipinas, con el recién obtenido grado de capitán, eliminando trabajosamente las numerosas bolsas de japoneses que habían decidido no rendirse, hasta morir. Ya que había entregado al ejército tres años y medio de mi vida, parte de mi salud y mi sangre por cuatro veces, no me parecía razonable, a los veinticinco años, devolver el uniforme y regresar a Modesto para ejercer de contable. El cuerpo me pedía exotismo y sueldo seguro, y el espíritu, conocer a aquella maravillosa Keiko, cuya fotografía me había acompañado durante un año. El reenganche no era fácil, pero tampoco yo pretendía convertirme en militar vitalicio, sino por algún tiempo. Hasta me había fijado un objetivo: licenciarme antes de los treinta, con la categoría de mayor, a efectos de pensión.

     La cosa vino rodada. El Tío Sam necesitaba unos trescientos mil hombres para ocupar el Japón y controlar y dirigir, a las órdenes del imponente MacArthur, las tareas de reconstrucción y tutelaje del pueblo nipón en el sendero de la democracia. No me cumple juzgar sobre la necesidad y acierto de tal cambio histórico, pero sí he de confesar que me siento orgulloso de haber participado en él. De hecho, recuerdo haberme cogido una buena melopea (de las pocas en la vida) el día de las primeras elecciones de posguerra, que ganó Shigeru Yoshida, y en las que votaron por primera vez las mujeres japonesas.

     De lo dicho, se infiere que conseguí mi propósito. En efecto, alegando mi aceptable conocimiento del idioma y exagerando muchísimo sobre mis conocimientos de la viticultura californiana, conseguí una plaza en la sección agrícola del S.C.A.P.[11], que dirigía en la práctica el civil Wolf Ladejinski, y que obtuvo los mejores y más eficaces resultados en materia de reforma agraria, dentro de la llamada política de liberalización. Por mi conocimiento del japonés, me destacaron como enlace con el Ministerio de Agricultura, donde tuve la oportunidad de tratar a un gran hombre: el ministro de ideas socialistas, Hiro Wada, verdadero artífice del milagro de pasar en tres años, de un pueblo que se moría literalmente de hambre, a una nación razonablemente alimentada y con estructuras para continuar mejorando en el futuro.

     Pero no es mi objetivo ilustrar ni, menos aún, pontificar. Así que dejaré la reforma agraria y pasaré a considerar que, entre mi destino de Tokio y la ciudad de Kobe, había una distancia de más de 250 millas, suficiente entonces para disuadir de recorrerla a menudo o con prisas. Por otra parte, no hacía más que dar vueltas al tema, sin decidirme a adoptar un plan. Lo cierto es que la fotografía de Keiko y la wakizashi del difunto Tomoru me quemaban cada vez que las veía. Algo me decía que una y otra tenían sentido y significado juntas, y que encontrarlo podía hacer mi felicidad o, cuando menos, dar un sentido a lo vivido en aquellos terribles años. Al fin, después de tanto debatirme, hubo de ser la casualidad lo que resolviera el complicado enigma.

***

     Masabumi Endo era un veterano empleado del Ministerio, que había sobrevivido a modas y Gobiernos con la sabia práctica de trabajar lo justo y pasar desapercibido. Coincidí con él un par de veces en las oficinas del catastro rústico y debí de caerle en gracia por mi interés hacia las cosas de su país. Para mi sorpresa, a la tercera vez que nos vimos me invitó a tomar el té y conocer su casa de viudo solitario. A la recíproca, me sentí obligado a corresponder, aunque mi vivienda en Tokio no pasaba de ser un pequeño apartamento compartido con otros dos compañeros, sin más dependencia personal que un amplio dormitorio con vistas al parque de Shinjuku Gyoen, lo que era su mayor atractivo. A duras penas coloqué para el señor Endo, a la occidental, un diván y una mesita baja en que servir el té. Pero él estaba como distraído y no cesaba de dirigir la mirada hacia la pequeña estantería donde tenía colocados mis libros y algunos adornos y recuerdos.

-          ¡Qué hermosa wakizashi!, exclamó. Debe haberle costado cara en el mercado de antigüedades.

-          Cara sí que me ha costado, pero no la compré precisamente en el mercado.

     Me levanté, cogí la espada corta, la puse junto al servicio de porcelana, acariciando inconscientemente su vaina, y, en una suerte de inspiración subconsciente, fue brotando de mis labios el relato de mi cautiverio, duelo y muerte de Tomoru. Mi invitado, aunque atento a la historia, no dejaba de mirar el arma, en concreto el mon o emblema que denotaba la pertenencia de su dueño a un clan o familia determinados. Acabé mi exposición y Endo tomó la palabra:

-          No cabe duda de la justeza de cuanto acaba de referirme, pues el emblema del cuadrifolio es el distintivo de la familia Sumiki, sin duda ninguna. Es posible que usted también sepa que se trata de un arma relativamente antigua, de la era Meiji[12], por lo que el finado Tomoru no habrá sido su primer dueño. Pero lo que seguro desconoce, salvo que haya profundizado en las leyendas y tradiciones de los samuráis, es el derecho que ha adquirido usted, venciendo en duelo a un Sumiki y perdonándole la vida sin mengua de su honor.







[1] Dícese de la primera generación de personas nacidas en el extranjero de padres japoneses. Normalmente tenían nacionalidad del país de nacimiento, en este caso, estadounidense.
[2]   Conocida abreviatura de  japoneses, empleada durante la II Guerra Mundial de forma despectiva.
[3]    Palabra empleada para denominar la conocida indumentaria de práctica del judo.
[4]  Una de las instalaciones en que un gran número de japoneses de raza o de nacionalidad fueron recluidos en los Estados Unidos durante la II Guerra Mundial, a modo de campos de concentración.
[5]  Importante condecoración concedida por el Presidente de los Estados Unidos a personas heridas al servicio del país, en especial, durante acciones de guerra.
[6]  Nombre vulgar dado a la Unidad militar aludida en este relato, en atención al carácter de su actuación y al general que los dirigió durante la mayor parte de su breve existencia.
[7]  Jōjutsu, o técnica de combate con el palo llamado jō. Inicialmente, se practicó en la isla de Kyushu, donde radica la ciudad de Fukuoka, ciudad de procedencia del citado señor Watanabe, como queda dicho.
[8]  Sinónimo de noble japonés de clase inferior (caballero, diríamos en español). Más adelante, acabó por designar, más que nada, a los guerreros profesionales al servicio de un señor feudal nipón. Como estamento social legal desapareció en la Era Meiji, a finales del siglo XIX.
[9]  Traducible por Camino del Guerrero, código de conducta, oral y escrito, al que debían ajustar su conducta los samuráis dignos de tal nombre.
[10] Ranger: en este caso, soldado irregular o de comandos, nombre dado a veces a los merodeadores de Merrill. Judoka: practicante de judo. Diablo amarillo: expresión ambivalente con que los americanos llamaban frecuentemente a los soldados japoneses.
[11]  Siglas alusivas al mando supremo de ocupación americano en Japón, así como a quien lo ejerció, el general Douglas MacArthur (1880-1964), citado poco más arriba.
[12]  Periodo de gran esplendor y cambios para Japón, correspondiente a la jefatura del Estado del Emperador Meiji Tennō (1852-1912).

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