viernes, 6 de abril de 2012

CARPE DIEM



Carpe diem

Por Federico Bello Landrove

     Para el final de La casa de la Troya es esencial el llamado convento de la Purísima. ¿Y para la vida de su autor? ¿Mezcló lo amoroso de su vida en su obra? ¿Hubo dos Carmiñas? ¿Fue el comportamiento de Gerardo Roquer antitético del de Pérez Lugín? Lean y hallarán respuestas. Y, como fondo, el famoso lema: carpe diem o, como si dijéramos, aprovecha la ocasión, que tal vez no vuelva nunca más.



1.      La violación de sagrado



       Don Alberto de Osuna y Céspedes, juez de Santiago de Compostela y su partido, suspiró al tiempo de cerrar el sumario 4/1899, cuyas diligencias esenciales acababa de concluir. Era el momento, por lo común evidente y pacífico, en que llamaba a su despacho a Rubiañes, el oficial de toda la vida, para decirle: Procesamiento de Fulano y Mengano. Y el bueno de Cayetano –que bien podría por la edad ser su padre- redactaba con expresión pulcra y en letra redondilla su auto inculpatorio número … (los llevaba por cuenta), que presentaba al magistrado competente para su firma y práctica de la indagatoria, con el convencimiento de no tener que cambiar ni una coma. Tan solo una vez en su vida, allá por el ordinal centésimo vigésimo séptimo, don Filemón, un juez anterior abulense, ahora en el Supremo, le había hecho una corrección que le llegó al alma:

-          Cayetano, tenga a bien cambiar el título de imputación de apropiación indebida, por el de estafa.

-          Pero, don Filemón, según Groizard [1]

-          In claris non fit interpretatio [2], Cayetano, ni aunque provenga del señor Ministro.

     Pero esta vez la llamada al sabio oficial se retrasaba. Don Alberto, aunque listo cual proverbial sevillano, no daba con el hilo de Ariadna. Su perplejidad había llegado a tal punto, que no había visto la fácil carambola a dos bandas que, la noche pasada, le habría dado la victoria en su sonado desafío con el aventajado estudiante de Derecho, Augusto Armero, cavando con un error infantil la fosa de carambolas en que su antagonista lo sepultó, ganando de tal modo la partida. ¡Y eso que el artero triunfador tenía durante todo el tiempo una cara de cuitado que daba lástima verlo! El propio juez, acostumbrado a las penas y desgracias ajenas, no había podido menos de percibirlo:



-          ¿Qué le pasa esta noche, Augusto? Parece usted un alma en pena.

-          Nada, don Alberto, que me acuerdo del pobre Gerardo y apenas puedo sostener el taco.

-          Pues yo no he notado que le tiemble el pulso al atacar las bolas… Como tampoco me temblará a mí al decidir sobre ese perillán.

   

     Pero no era verdad, como hemos visto. El pulso del togado sevillano no era esta mañana todo lo firme que él había blasonado. De hecho, el caso tenía su intríngulis, como le había comentado a su esposa, mientras cenaban. Juzguen ustedes mismos, a tenor del resumen que sigue, tomado de diarios de la época, en especial, de los de la lluviosa región en que acaecieron los sucesos que, con un punto de sensacionalismo, El Correo Gallego (época ferrolana) presentó en primera plana bajo estos titulares: Violación de sagrado.



***



     Al quedar huérfana de padre y madre, la joven y bella Carmen Castro, atractiva por sí y por su patrimonio, fue víctima del acoso de un grupo de familiares, que llegó prácticamente al secuestro, a fin de forzarla al casamiento con uno de ellos, un tal Octavio, abogado y periodista mediocre. Haciendo uso de la astucia y ayudada por don Dámaso, su confesor, la muchacha logró burlar el asedio y refugiarse, como señora de piso, en el convento y colegio compostelano de La Enseñanza, regentado por las monjas de la Compañía de María. Allí, al tiempo que eludía el indeseado casorio, purgaba entre tristes suspiros el desvío de su amado Gerardo –el aludido en la partida de billar de marras-, antes su novio rendido y ahora supuesto indiferente a sus dolores y encantos, embelesado por alguna lagartona madrileña, con visos de pelandusca. Pero lo cierto y verdad era muy distinto: Gerardo había sido engañado en cuanto a los sentimientos de Carmiña y desconocía, tanto los manejos casi delictivos de sus familiares, como su semioculto paradero.



     Hasta aquí –como El Correo Gallego apostillaba-, nada digno de concitar el interés de los ciudadanos medianamente expertos en lides amorosas, ni la atención de las Autoridades. Pero es que... Gerardo, decidido y apasionado, tan pronto descubrió el enredo y tuvo noticia del lugar en que su novia estaba recluida, concibió y puso en práctica una de esas calaveradas a que los jóvenes románticos e irreflexivos nos tienen acostumbrados; tanto más, si son  estudiantes forasteros y de familias de postín, dados a ponerse el mundo por montera y a no sufrir las justas consecuencias de sus actos[3].



     A grandes rasgos, la calaverada consistió en hacerse pasar por estudiante de Medicina, ayudante del catedrático que atendía a una monja en su enfermedad y, con tal pretexto, recorrer diversas dependencias conventuales, hasta dar con su amada Carmiña y aclarar felizmente el malentendido. De paso, el tal Gerardo hubo de reconocer y diagnosticar a la pobre monja valetudinaria, hasta que llegó el verdadero médico en ciernes y lo liberó de sus funciones curativas.



     La cosa habría quedado aquí, con rapapolvo del atrevido por toda sanción, si no hubiera sido por la fuerte personalidad de la priora del convento, recién llegada a Compostela, procedente de la casa hermana de Valladolid. Ni corta ni perezosa, la superiora se presentó al señor arzobispo, con una extensa relación escrita de los sucesos. Don José María –con el tiempo, cardenal de la Iglesia-, le prometió estudiar el asunto con prudencia y atención, no sin antes preguntar a la priora, sor María de la Purísima Concepción[4]:



-          ¿Y dice usted que el intruso auscultó a la hermana San Millán? ¿Hasta qué punto?

-          Hasta tomarle el pulso.

-          ¡Loado sea Dios!, exclamó el prelado disimulando a duras penas la risa.



     Monseñor Martín de Herrera terminó por declinar cualquier conato de aplicación del fuero religioso. No obstante, para satisfacción de la priora y escarmiento de desaprensivos, dirigió una misiva al señor juez de instrucción compostelano en la que, entre otras cosas, podía leerse:



     Esta Sede no juzga oportuno asumir ninguna jurisdicción sobre los hechos más arriba reseñados, dejando en manos del poder civil la sanción justa y ejemplar que los mismos merezcan, de conformidad con las leyes penales vigentes, las cuales a no dudar aplicará Su Señoría y la Ilustrísima Audiencia con la prudencia y rigor que acostumbran...



     Y así fue como la violación de sagrado se convirtió en el sumario 4/1899 del juzgado santiagués, para desesperación de su titular quien, por una de esas contradicciones que tiene la vida, huía de los pleitos como de la peste. Pero, profesional ante todo, instruyó el asunto rápidamente y a conciencia. De hecho, había llegado el momento de decidir sobre el fondo, sin perjuicio de la última palabra de la Audiencia. Don Alberto, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, daba vueltas a su despacho y a la cabeza, cuando los tonantes nudillos y el vozarrón del ujier Sinforoso le bajaron del tiovivo:



-          Señor Juez, que aquí hay un señor de Madrid preguntando por usía.

-          ¿De quién se trata?

-          De Alejandro Pérez, repuso Sinforoso, tendiéndole a la vez una tarjeta de visita.

-          Que pase inmediatamente, ordenó el magistrado, casi sin leerla.

-          Y eso que solo se apellida Pérez, rezongó entre dientes el ordenanza, encaminándose a la puerta.





2.      Un sobreseimiento da silveira



     El encuentro entre los viejos amigos se selló con una comida en el casino, donde Alejandro hizo honores al ágape con su conocido buen apetito, del que daba fe una corpulencia ciertamente esferoidal. El magistrado Osuna lo había conocido, bastantes años atrás, en las tertulias literarias madrileñas cuando, dubitativo opositor a la Judicatura, había pretendido hacerse oír poéticamente de Rubén Darío, Valle Inclán y los Baroja. Nadie había sido más familiar y generoso con él que el señor Pérez, entonces frustrado funcionario público y de los ferrocarriles, pero ya conocido gacetillero de El Mundo, El Correo o La Tribuna, tan polifacético y bien humorado, como escaso de numerario. Y eso que tenía que mantener un digno tren de vida, ya casado con una encantadora valenciana, aunque sin hijos. Como reconocía el propio Alejandro, nada importa la estrechez, pues en el matrimonio tengo mi Consuelo[5]. Cupo a Pérez desengañar a Osuna acerca de su presunta vocación literaria, estableciendo un antitético y altisonante paralelismo:



-          Feliz tú, sagaz hispalense, que, abandonando las falacias de Erato, aproas tu vida al puerto seguro de la oposición y la toga pretoria. En cambio yo, que un día desdeñé los frutos del trabajo de mesa camilla y pierna quebrada, navego ahora sin rumbo por el proceloso piélago del periodismo de rúa y corredoira[6].



     Tampoco podría olvidar don Alberto mientras viviese, el rasgo de Alejandro, a la sazón cronista de tribunales en El Diario Universal, de haber dado como noticia destacada la de que tras brillantes ejercicios, ha alcanzado plaza de Juez el distinguido jurista sevillano, don Alberto de Osuna y Céspedes, a quien auguramos los más halagüeños éxitos. No es extraño, pues, que la tarjeta y nombre de Alejandro Pérez tuviesen el mágico efecto detectado por Sinforoso, aunque el apellido del presentado fuera de lo más corriente; tanto más, cuanto que el escueto binomio también tenía un origen que nada tiene que ver con un suspense artificiosamente empleado por el humilde autor de esta crónica. En efecto, años atrás, la presentación de los dos futuros amigos había resultado un tanto cómica:



-          Me llamo Alberto de Osuna y Céspedes, pero puede llamarme Osuna.

-          Pues yo soy Alejandro María de las Mercedes Pedro Pérez García Lugín, pero me es suficiente con Pérez.



***



     A los postres, Alejandro reveló por fin a su interlocutor el objeto de la visita:



-          Verás, Alberto, podría contarte cualquier historia acerca de un parentesco fingido, o de una improvisada visita a la Ciudad del Apóstol desde mi casita en Las Mariñas. Lo cierto es –y no quiero ocultarlo- que me trae aquí un insoslayable deber de amistad con alguien que se siente especialmente afectado por el tema de Gerardo Roquer, que tienes entre manos.



     El magistrado torció el gesto, pero aceptó de buen grado acompañar el café y la copita de orujo orensano con la historia que su amigo hubiere de narrarle. Este prosiguió:



-          No tengo el gusto de conocer al intrépido Gerardo, ni a nadie de la familia Roquer, pero alguien de mi mayor aprecio ha entendido, contra toda lógica, que mi condición de licenciado en Derecho, periodista y hombre de mundo podría apoyar su causa y llevar el asunto a buen término; alguien que estoy seguro desconoce, incluso, nuestra vieja amistad.



     Don Alberto tragó el primer sorbo de su café y, de forma suave pero inapelable, estableció sus condiciones:



-          Amigo Alejandro: no dudo de tu imparcialidad y deseo de no abusar de mi benevolencia. No obstante, para escuchar con atención cuanto hayas de decirme al respecto, pongo dos condiciones insoslayables. Habrás de revelarme la identidad de quien te metió de hoz y coz en tan vidrioso asunto y me confiarás, sin la menor reticencia, las razones por las que, según tú, archivar esta causa es llevar el asunto a buen término. Así que tú decides.



     Alejandro dejó escapar un suspiro, reposó parte de su oronda humanidad en el respaldo del sillón y se dispuso a cumplir con la primera condición del instructor.



-          No ignoras, Alberto, que el colegio y convento que aquí conocemos como La Ensinanza lleva cosa de un siglo sirviendo a la docencia de niñas y jóvenes, otrora calificadas de nobles y que hogaño tildaríamos como de buena familia. Entre ellas, no ha mucho se contó Carmen Castro, la amada del tal Gerardo, motivo que sin duda hubo de contribuir a la decisión de la joven de acogerse a la hospitalidad de dicha Casa. Se dice que todo lo organizó su confesor, don Dámaso, beneficiado de la Catedral y capellán del convento, pero hay alguien más…

-          …Que algo me dice será el mismo que te ha metido en este avispero.

-          El mismo, no: la misma. Se trata de una de las monjas y profesoras del Colegio, aún joven, que impartió clases de Ciencias Naturales a Carmiña Castro y que siente por ella –sin duda, por su orfandad de madre- un cariño muy especial.

-          Muy lógico y tanto más, cuanto que esos familiares de la señorita de Castro, conocidos en Santiago como los Maragotas, no estuvieron lejos de cometer un delito de detención ilegal. Pero esa no es la cuestión, querido Pérez, sino el allanamiento de un convento por parte del estudiante al que defiendes, haciéndose pasar por  sanitario y llegando hasta auscultar a una monja.

-          Tomarle el pulso, señor instructor, tomarle el pulso, que ni siquiera llevaba fonendoscopio.

-          En eso tienes razón, que lo que portaba era un fórceps; con lo que la deducción de la zona a investigar no es dudosa.

-          Contigo no hace falta fiscal, replicó Alejandro, echándose a reír. Pero a lo que vamos: la monja que, al enterarse de que su priora no vacilaba en denunciar con todas las de la ley lo sucedido, me pidió consejo y ayuda es una antigua… amiga mía, llamada también Carmen, Carmen Carballeira.

-          Bien, doy la primera condición por cumplida. Vamos por la segunda, pero antes pidamos que nos sirvan otra copita de este aguardiente de yerbas, que se sale del mundo…

-          … Y desata la lengua a modo, mi astuto amigo, concluyó, por el momento, Alejandro.



***



     Con el paladar aún halagado por un largo sorbo del licor, el magistrado urgió:



-          Y ahora, Alejandro, te toca cumplir la segunda condición; y deprisita, que tengo trabajo esta tarde.

-          Pues no me lo pones fácil, porque lo mío no son los alegatos forenses y, menos aún, improvisados y con prisas. Así que voy a hablarte con el corazón en la mano. Alberto, ¿crees tú en aquello de que a la ocasión la pintan calva?

-          Por supuesto, como también en lo de que el fin no justifica los medios.

-          Déjese de monsergas, señoría. Ponga en un platillo de la balanza a un joven apasionado y a una doncella huérfana, vejada en su sagrada libertad de elegir esposo; y, en el otro, cierta perturbación, no de todo un convento, sino de la zona de celdas destinadas a las señoras de piso, y la inescrupulosa pero inocua burla de una anciana monja, que de nada llegó a enterarse. ¿Qué jurado, qué sana conciencia judicial no llevaría el fiel del lado de la juventud y el amor correspondido?

-          Vaya, para ser un discurso breve y de aficionado, no te ha salido del todo mal. Así que, según tú, la sana conciencia judicial habría de llevarme a inventar alguna eximente y proponer a la Audiencia el sobreseimiento de la causa, en vez de procesar a ese Romeo asalta-conventos.

-          Hombre, eso sería maravilloso, pero no se me oculta que podrías dar un patinazo monumental, para acabar hecho trizas entre la Iglesia, la prensa y el fiscal. Solo te pido una gracia, por el amor y nuestra amistad. Deja dormir durante un mes, con cualquier pretexto, el asunto y yo procuraré despejarte el camino. Si, pasada esa moratoria, no consigo poner a todo el mundo de mi parte, procesa a Gerardo, a Pulleiro como cómplice y hasta a mí, por inducirte a prevaricar.

-          ¿Y contra sor Carmen Carballeira del Amor Hermoso, qué cargo se te ocurre?



     Alejandro apenas pudo contenerse. La voz le salió metálica y tonante:



-          De Carmen, ni una palabra. Además, bastante le ha tocado ya purgar las culpas ajenas.



     Esa noche, mientras cenaban, Alberto resumió a su santa esposa el encuentro con Alejandro. Como sospechaba, su Reyes tomó inmediatamente partido por el archivo de la causa. El magistrado se molestó:



-          ¿También tú quieres que proponga a la Audiencia un sobreseimiento da silveira [7]?

-          Haz lo que debas, querido, pero quiero volver a verte dormir en paz.







3.      Sor Carmiña del Amor Frustrado





     Alejandro Pérez solo necesitó tres semanas para conseguir el cambio de viento que se había propuesto. Un hábil toque en el anticlericalismo de los seguidores de don José Canalejas[8] aconsejó al señor arzobispo bajar su nivel de atención respecto del asunto Roquer. Así, la priora de La Ensinanza no tuvo más remedio que enviar al juez instructor una carta con aroma de retirada de la denuncia y de perdón del impulsivo joven. El futuro purpurado le compensó la rectificación con su compromiso de oficiar de pontifical, con la orquesta y coro catedralicios, la misa solemne de fin de curso[9]. El presidente de la Audiencia Territorial de La Coruña dejó caer al magistrado Osuna lo bien visto que sería olvidar un asunto que tenía más de teatral que de punible. Por último, y no lo menos importante, El Correo Gallego, hasta entonces terne en su defensa de la igualdad ante la ley, fue trasladando las referencias del caso a páginas interiores, conforme la generosidad de don Juan Roquer (padre del inculpado) apuntalaba la precaria economía del periódico.



     Dicho de una vez: no fueron precisos los servicios de Rubiañes, sino que el juez instructor dio los pasos procesales precisos para que la Audiencia dictase el tan denostado sobreseimiento da silveira, por no haberse acreditado la concurrencia de los presupuestos materiales y subjetivos de los delitos de allanamiento de lugar sagrado e intrusismo profesional, investigados en la causa. El sumario 4/1899 del juzgado compostelano pasó a descansar en la humedad de alguna estantería archivística; Gerardo y Carmiña se casaron pocos meses después en la iglesia del Pilar y la gente olvidó.



     ¿Todos? Todos no. Don Alberto de Osuna y Céspedes no había podido olvidar. Ejerciendo de anfitrión en su casa de la rúa Nueva, a los postres de la pantagruélica comida con que su esposa Reyes obsequió al triunfante Alejandro, prodújose entre una y otro un breve diálogo, que caló en la memoria del magistrado cual esteva en terruño mollar:



-          Alejandro, usted dirá lo que quiera pero tengo para mí que la clave no ha estado en el dinero, las influencias o su gracia casi andaluza. Con ser todo ello muy importante, creo que hay que mirar en otra dirección.

-          ¿En cuál, señora mía?

-          En la del claustro de La Ensinanza.



     Y precisamente en esa dirección decidió otear don Alberto, días antes de partir de Santiago, con rumbo a su nuevo –y forzoso- destino de magistrado de la Audiencia Provincial de Málaga. No podía considerar completo el alarde, si no era capaz de cerrar en su mente con carácter definitivo el famoso y obsesivo sumario 4/1899.



***



     Sor Carmen Carballeira recibió al magistrado en un frío saloncito conventual, sin otros aderezos que un tapiz con el florido y estrellado emblema de la Orden y un oscurecido retrato dieciochesco de la primera priora del convento santiagués. Pero Alberto consideró desde el momento que la vio que cualesquiera otros adornos habrían estado de más, en presencia de aquella monja, cuyos inmaculados hábitos, a fuer de ocultar cualquier cosa que no fuese su cara y manos, eran capaces de disimular los ultrajes que el tiempo habría causado en su silueta, todavía alta y erguida, o en los cabellos castaños de su profusa cabellera. Pero su rostro era terso y sonrosado, de óvalo perfecto como una Virgen de Rafael[10]. La boca, de finos labios y nacarados dientes, que apuntaban en su fácil sonrisa; nariz aguileña, y grandes, dulces y extraños ojos dorados, que despedían reflejos ambarinos a la declinante luz del atardecer. Le tendió sin vacilar la mano, blanquísima y con la alianza del Señor, que el magistrado estrechó suavemente, insinuando una reverencia.



-          Así que abandona usía este destierro compostelano y ha decidido despedirse del lugar del crimen.

-          Señora, por Dios. Si me voy, es obligado por el ascenso de categoría; y, en cuanto al crimen –como usted dice-, el asunto se archivó, ya va para dos años.

-          Algo me dice que permanece vivo en su recuerdo. Para empezar, no es habitual que todo un  señor juez venga a despedirse de una pobre monja, ni aunque se lo pida un amigo común quien, por cierto, viene frecuentemente a La Coruña y nunca se ha dignado visitar a la buena de Carmiña Carballeira, como él me llama.

-          Es usted muy dura con él, Carmiña -permítame que yo también use el diminutivo-. Ya sabe, casado y con ideas un poco -¿cómo diría?- avanzadas… Pero estoy seguro de que la recuerda a usted e incluso le profesa su miajita de admiración.

-          Parece conocerle usted bien y defenderle aún mejor. Una de mis hermanas me tiene, más o menos, al corriente de su vida y andanzas. Además, estuvo su reacción ante mi carta...

-          ¿Su carta?

-          Claro. ¿No le contó a usted la razón de su súbita venida a Santiago y de su interés y denodada campaña en favor del novio de Carmiña Castro?

-          Así que era usted el alguien, la amiga que intercedió en pro del cabeza loca de Gerardo Roquer. Mi esposa tenía razón.

-          Las mujeres suelen tener más intuición para estas cosas. Pero por sus palabras deduzco que Alejandro no se sinceró del todo con usted. Es de agradecer, desde luego, pues siempre fue demasiado expansivo y un tanto charlatán.

-          En efecto, y por eso he venido. No podría marchar tranquilo de Santiago sin aclarar totalmente este caso. Si usted quisiera...

-          Quiero, señor magistrado, quiero; y no tanto por satisfacer su curiosidad profesional, como por darle una lección que pueda aprovecharle para resolver con la mayor benignidad posible otros hechos parecidos, aunque no surja un Alejandro Pérez Lugín para interceder por los cuitados, con esa mano mágica que el Señor le ha dado para ayudar a todos, menos a sí mismo.

-          Agradecidísimo, señora. Soy todo oídos.



***



     Carmiña tragó saliva, quedó unos instantes en silencio, como poniendo en orden sus recuerdos y, luego, sin apenas descansos ni interrupciones, relató lo que sigue:



-          Fui profesora y, en cierto modo, un poco madre de Carmiña Castro Retén. Esto, durante varios años, cuando ella se abría a la vida y yo era una recién llegada a este convento, procedente del de Vigo, donde profesé. Terminados sus estudios, seguimos manteniendo una relación amorosa y constante, a través de cartas y visitas. Por ello, fui de las primeras personas en saber de su cariño por Gerardo y de la preocupación que le ocasionaba el carácter demasiado vehemente y la escasa inclinación por el estudio de su pretendiente. Por un momento, creí revivir mi todavía no lejana juventud y le aconsejé la mayor prudencia y, sobre todo, ser sincera con el joven y ponerle a prueba en lo que más parecía fallar: ir cambiando aquella vida regalada y ociosa de estudiantina por otra basada en la fidelidad y en el estudio, como las bases de una madurez que les trajera la felicidad y, en su caso, el matrimonio. Así actuó ella y de tal modo cambió él por amor; de modo que, cuando supe de las fechorías de los Maragotas, apoyé cuanto pude la acogida de Carmiña a este sagrado y traté de apartar de su camino las amenazadoras consecuencias de la chiquillada de Gerardo.

-          Y dale con la chiquillada –osó replicar Osuna-. No digo que no tuviese atenuantes pero...

-          Yo no me refiero al aspecto jurídico del asunto, sino a la impetuosidad y buena intención del rapaz. En fin, todo acabó felizmente. Ustedes fueron muy equitativos y la pareja ya ha tenido su primer retoño. A él le va muy bien en Madrid con su bufete, según me escribe Carmiña.

-          De lo cual me congratulo. Pero supongo que todavía le falta por contarme algo.

-          Con efecto. Probablemente, ni el señor Lugín, ni una servidora, habríamos osado tomar parte activa en este asunto, a no ser por el desastrado fin y buen recuerdo que ambos tenemos de un supuesto, similar en cierto modo, que a ambos nos envolvió hace ya más años de lo que imaginamos. Preste atención y permita que utilice –digamos- una técnica narrativa que me resulte menos vergonzosa que la simple confesión.

-          Descuide. Respetemos la perífrasis, cifra y compendio de la buena educación.

-          Imagine, pues, a otra pareja de jóvenes, no muy diferente por edad ni carácter de la de Carmiña y Gerardo, igualmente comprometidos en llevar adelante su amor contra los excesos y francachelas estudiantiles, así como la liviandad y descaro con que ciertas cosas se tratan por los pollos madrileños. Siga imaginando a la Carmiña de turno, suplicando, exigiendo casi, a su galán que se tome en serio vida y estudios, que acabe su carrera y prepare las necesarias oposiciones; que marche a Madrid si es preciso, pero que le respete la ausencia y vuelva para unirse con ella para siempre. Imagine, en fin...

-          … A Alejandro y a usted, Carmiña. Conozco de primera mano la bohemia de él en Madrid –que fue la mía-, su debilidad como opositor, su actitud de picaflor en la búsqueda de trabajo. Y sé de su boda con una señorita valenciana, lo que, junto con su facundia verbal y buena cultura, le ha volcado en el periodismo y forzado a sentar la cabeza..., hasta cierto punto al menos.

-          Bien. Visto que usted está al corriente de los hechos, no tengo más que contarle.

-          Se equivoca, Carmiña. Hay también sentimientos; su profesión como monja, su vida desde entonces...

-          Quede ello a su raciocinio y discreción, caballero. No diré ni una palabra al respecto, como no sea que estoy feliz con la vida que llevo y con el contacto y cariño de mis numerosísimas hijas.

-          En eso hallo una contradicción sorprendente: usted, prolífica; Alejandro, sin descendencia. Será cosa del exceso de comida.



     Sor Carmen se echó a reír de muy buena gana. Hizo ademán de levantarse pero se contuvo todavía y preguntó:



-          Me han dicho que se conserva muy bien, pero que su humanidad –ya rolliza cuando lo conocí- se ha redondeado de manera imponente.

-          En efecto, hermana. Entre la alimentación excesiva y el buen humor...

-          ¿Sabe, don Alberto? Cuando estaba en el mundo y pensaba en esas menudencias, una de las cosas que menos me agradaba de Alejandro era su tendencia a la obesidad. Así pues, me ha confiado un motivo más para ser feliz en el convento. Recordará la frase de San Francisco de Borja, en que resumió los motivos de su cambio de vida: No serviré a señor que se me pueda morir.

-          Desde luego. ¿Y usted?

-          Yo bien podría haber dicho: No serviré a señor que pueda engordar.



     Ahora sí, Carmiña se alzó, dando por terminada la entrevista. Alberto la despidió y vio alejarse hacia la puerta que daba al claustro. Como una sombra, pareció desvanecerse en la penumbra de la anochecida. Entre dientes, se dijo:



-          Si la Carmiña de Gerardo vale solo la mitad que ésta, le valió la pena asaltar el convento y a mí usar de condescendencia.





4.      Epílogo



     En el año 1915, Alejandro Pérez Lugín noveló, bajo el título de La casa de la Troya[11], los sucesos recogidos en mi relato. Como buen literato, refundió en cierto modo a las dos Carmiñas, a Gerardo y a él mismo, en una sola pareja, que salía del episodio del convento –ahora apodado de La Purísima- con la mayor ligereza jurídica que se podría imaginar. Yo, que soy mucho peor escritor pero me considero bastante mejor penalista que don Alejandro, he decidido poner los puntos sobre las íes y contarlo todo con la precisión que en Derecho merece. Total, a mí no me sangra el corazón, recordando a cada paso a una Carmiña perdida. Pero soy consciente, no obstante, que, para pérdidas como esa, no hay Consuelos que valgan.








[1]  Alejandro Groizard y Gómez de la Serna (1830-1919), insigne comentarista del Código Penal español de 1870, vigente en aquellos tiempos. Su condición de Ministro reincidente (lo fue, de diversos Departamentos, en 1871-1872, 1894-1895 y 1897-1899) nos impide fijar con precisión la fecha de este diálogo.
[2]   Conocido aforismo latino, traducible por: lo que está claro no necesita interpretación -rebuscada, se entiende-.
[3]  Las cursivas corresponden a citas –no comprobadas por mí- del periódico aludido, que parecen evidenciar un tono de crítica social un poco excesivo para lo que era su ideología habitual.
[4]  No estoy seguro de si, a finales del siglo XIX, las monjas de la Compañía de María eran conocidas por nombres de religión o por los que tenían en el siglo. Creo que lo cierto es lo primero. Valga como disculpa a mis dudas lo poco relevante de la cuestión para este relato.
[5]  Obvia alusión al segundo nombre de su esposa, doña Elvira Consuelo Sanz Gómez.
[6] Sinónimo de camino rural o calleja. Nuestro Alejandro fue autor de una colección de cuentos de ambiente rural, titulada La corredoira y la rúa, publicada en 1922.
[7]  Modismo con el que el bueno del juez andaluz puede que pretendiera decir tanto como rústico, ignaro o de andar por casa. Es más conocida la expresión, así mismo peyorativa, abogado da silveira.
[8]  José Canalejas y Méndez (1854-1912), ilustre político ferrolano, ocupó los cargos de ministro de Fomento, de Gracia y Justicia y de Hacienda, la presidencia del Congreso de los Diputados y la del Consejo de Ministros (esta última, entre 1910 y 1912, año en que fue asesinado).
[9]   Al hilo de este festejo, hemos de recordar que la fundadora de la Compañía de María, Juana Lestonnac (1556-1640) no fue canonizada hasta 1949. Actualmente, su festividad religiosa se celebra el 2 de febrero, día de su paso a mejor vida.
[10]  Para bien y para mal, me apodero de la descripción que Pérez Lugín hace de su heroína literaria en el capítulo III de La Casa de la Troya. Más adelante sabrán el porqué.
[11]  A título de curiosidad, se dice que La casa de la Troya es el libro más editado en lengua castellana, tras la Biblia y el Quijote. Algo tendrá el agua, cuando la bendicen.

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