sábado, 17 de marzo de 2012

DOS HISTORIAS DE ESCRITORES


Dos historias de escritores

Por Federico Bello Landrove

     Un par de relatos que, además del elemento común que refleja el título, están unidos por la fantasía. En el primero, se trata del conocido tópico del autor y sus personajes; el segundo se basa en el tema de la premonición. Uno y otro nos interpelan: ¿pueden ir de la mano la  realidad y la fantasía literaria? ¿Hasta qué punto puede incidir la literatura en la vida de un escritor?



1. El autor y su lectora

     Eran las nueve y media de una mañana del mes de julio. La mole de El Corte Inglés proyectaba una sombra benigna sobre los bancos de su entrada, todavía acariciados por la brisa del amanecer, según el horario solar. Aquí y allá, paseaban o reposaban quienes, como yo, no sabían que el gran comercio no abría hasta las diez, o no tenían nada mejor que hacer con su tiempo. Paseo arriba, paseo abajo, se me hicieron las diez menos veinte. El reloj parecía no avanzar. Finalmente, me senté al lado de una señora de grato aspecto, que ocupaba un extremo del asiento, con bolsa de la compra al pie y un libro entre las manos. Saludé, fui correspondido y me quedé con la mirada perdida en el escaparate de enfrente.

     Dos minutos de escaparate fueron bastante. Inadvertidamente, giré la cabeza a uno y otro lado, para cambiar de panorama. En esto, el libro me pareció familiar. ¡Y tanto! Era uno de los poquísimos que se habían vendido de mi obra –publicada meses atrás-, Cuentos literarios. Mi costumbre de hacer comentarios entre dientes me jugó una mala pasada. Mi ¡coño! sonó lo suficiente, como para que la lectora se sorprendiese y volviera la cabeza hacia mí. En fin, un perdón y la consiguiente excusa:

-         Discúlpeme, señora. Ha sido por la sorpresa de ver un libro mío en manos de un lector, no en los expositores de las librerías.
-         ¿Cómo? ¿Es usted el autor?
-         En efecto, Abelardo Lafuente, para servirla.

     La señora miró de soslayo la cubierta, para asegurarse de la coincidencia nominal. Luego, con benevolencia, comentó:

-         Pues no está nada mal. ¿Y dice que no se está vendiendo nada? ¿No será que le engañan los editores?
-         Todo podría suceder; pero me interesa más su opinión respecto de la obra, si me permite la interrupción. Por ejemplo, ¿qué cuento le ha gustado más?
-         Calma, calma. Acepto su interrogatorio siempre que, a mi vez, también yo pueda preguntarle respecto de algunas cosillas.
-         Por supuesto: la reciprocidad es obligada. ¿Qué relato es el último que ha leído completo?  
-         El final de Pigmalión [1]. Los voy leyendo a mi aire, según lo que me interese la presentación de cada uno.
-         Quedémonos, entonces, con el Pigmalión. Hágame un juicio somero y, en lo posible, benévolo.
-         Voy a ser telegráfica. Como idea, es interesante –y cómoda-, la de partir de un argumento ajeno y consolidado, para construir la fabulación propia. Cómodo, pero peligroso, si alguien establece la más mínima comparación.
-         ¡Jesús, eso ni pensarlo! Mi objetivo ha sido más bien el de demostrarme a mí mismo, y a mis escasos lectores, que los clásicos, sus mitos y arquetipos no se agotan con su visión ni en su época, sino que podemos darnos con ellos a la vuelta de la esquina.
-         Ya. No deja de ser una obviedad. Un mito o un arquetipo lo es, por ser modélico y repetitivo. Por otra parte, aunque no sea el caso de este cuento, en otros suyos el parecido con sus fuentes es circunstancial o muy remoto.
-         Bien. ¿Y qué opina de la descripción del ambiente y de los personajes?
-         De lo primero, usted mismo lo ha escrito: se ha aprovechado de su conocimiento profesional sobre el mundo de la Justicia, que yo ignoro. Por tanto, le concederé el favor de la duda. En cuanto a los personajes, me da el tufillo de que son fruto de su experiencia; no sé, de una aportación muy personal.
-         Ahora, estimada amiga, es usted quien incurre en la obviedad. No veo fácil cultivar la narración, digamos, realista, sin tener en cuenta la propia vida y la experiencia de las personas y de las cosas. No obstante, le concederé que, en efecto, mi Pigmalión tiene bastante de autoanálisis.
-         Pues miel sobre hojuelas, para lo que yo voy a plantearle, si ha terminado mi interrogatorio.
-         No quiero abusar y, de otra parte, son ya casi las diez; de modo que es su turno, señora lectora.

***

     Mi interlocutora volvió a abrir el libro, buscando El final de Pigmalión. Lo hojeó unos instantes, pareciéndome que varias frases o expresiones estaban subrayadas. Luego, comentó:

-       Para empezar, no creo posible que un profesor pueda influir tanto sobre una alumna madura y aventajada, como para moldearla a su imagen y semejanza y, por si ello fuese poco, enamorarla y condicionar su vida. ¡Qué va! Imposible, e injusto, por añadidura.
-       No lo ponga, por favor, en mi debe, sino en el del famoso mito griego, pasado por las manos satíricas de Shaw y el final feliz de la película de Cukor.
-       ¿Final feliz? Ya vamos llegando a mi terreno. ¿Cómo puede decir que es un final feliz que, tan pronto Elisa es despedida por el falaz altruismo del profesor, se convierta poco menos que en una trepadora sin escrúpulos, seca y dura?
-       Pero ese no es el fin del relato, amiga lectora. Ya sabe que, luego, Elisa se encontrará con Guillermo, el juez encargado del caso del suicidio del profesor, y renacerá para ella el sentimiento amoroso, demostrando que su corazón seguía, en el fondo, siendo el mismo.
-       ¿Y le parece bonito que, llegado a este punto álgido, la relación de la catedrática de Química Orgánica con el magistrado se pierda en la niebla? Mire, mire lo que escribe usted, literalmente: …La vida sigue. Así que sigamos dejando abierto el final de Pigmalión. Y eso es de su cosecha. Así que estrújese un poco la mollera y dígame qué tal le va a la pareja en adelante.
-       ¡Y yo qué sé! Un cuento breve no es un novelón. Además, está el respeto a los lectores. Hay que dejarles imaginar, redondear, continuar la trama…
-       Entonces, ¿no sabe usted lo que va a ser de Elisa y Guillermo? ¿No puede darme ni una ligera idea?
-       Mire, señora, si con ello va a quedarse más tranquila, le diré que yo no creo en segundas partes amorosas; tanto más, entre personas que no tienen el más mínimo rasgo importante o experiencia en común. 


***

     La lectora suspiró, miró su reloj y, casi sin despedirse, salió presurosa camino de la entrada de los grandes almacenes. A mi vez, me disponía a hacer lo propio, cuando me percaté de que ella había dejado olvidado el libro en el banco, seguramente con las prisas. La busqué por la planta baja y las dos inmediatas, sin resultado. Parecía haberse esfumado. A la imperdible, entregué el libro en el Servicio al cliente:

-    ¿Sabe usted el nombre de la señora que lo ha extraviado?, me preguntaron.
-    Pues, ahora que lo pienso, no me lo dijo.
-    ¿Y me puede dar los datos de usted, por si la dueña no lo recoge en un tiempo prudencial? Ya sabe que, en ese caso, las cosas son del que las encuentra.
-     No vale la pena. Tengo en casa otros muchos iguales.

     Unos días más tarde, estaba tomando café con algunos compañeros de los Juzgados, cuando surgió entre los colegas el siguiente tema de conversación:

-    ¿No sabes lo que le ha pasado a Guillermo? Anda, menudo chasco se ha llevado.
-    ¿Qué le ha pasado a nuestro juez de instrucción, el soltero impenitente?
-    Precisamente por ahí van los tiros. Hace unos meses, había conocido a una profesora de la Universidad y le dio tan fuerte, que se hicieron novios en un santiamén. Iban a casarse en estos días y…
-    Y la ha plantado y ha vuelto a sus libros y a sus viajes.
-    ¡Qué va!, todo lo contrario. Ha sido ella la que lo plantó de la noche a la mañana, sin razón aparente.
-    Mira, Abelardo -me dijo uno-, un buen motivo para tus cuentos.
-    De ninguna manera –repliqué enfáticamente-. No me gusta mezclar la realidad cotidiana con la fantasía, que a la Literatura la carga el Diablo.




2. La firma de ejemplares


     Pocas ceremonias tan pesadas y monótonas para un escritor, como la de dedicar ejemplares a los compradores, en una librería o feria. No digamos, si es en unos grandes almacenes, donde uno se siente desplazado y pábulo de curiosos, que no tienen el menor interés por comprar un libro, sino la crema hidratante L’Oréal o el paraguas de Gucci de las secciones adyacentes. Habrá quien diga que me manifiesto así de crítico porque la única vez que me sometí a tal ordalía firmé diecisiete libros en toda la tarde; lo que, a tres euros por ejemplar, menos impuestos, supone… menos de la mitad de lo que gana en el mismo tiempo un fontanero apretando tuercas; trabajo digno y relevante donde los haya, desde luego.

     No es el caso de mi admirado colega de pluma –en el sentido de escritor, no vayan por otros derroteros-, Basilio Palancares, que vende sus novelas por decenas de miles. Tanto es así, que me sigue sorprendiendo que se siente de vez en cuando en el susodicho potro de tormento. Se lo tengo dicho:

-    Maestro, ¿no le aburre pasarse horas y horas firmando ejemplares?
-    De ningún modo, amigo Abelardo. Hasta me lo paso bien, con un poco de imaginación.

     Yo no lo creía, hasta que, como quien no quiere la cosa, me acerqué al Centro Comercial El Duero, un día que Palancares firmaba su libro El capitán Bermúdez en Gravelinas. A base de paciencia y leves empujones, me fui abriendo paso hasta una discreta segunda fila, en condiciones de ver y oír, sin que el famoso literato –Premio Larreta de Novela Histórica- pudiese percatarse de mi presencia, caso de levantar la vista de los libros que iba dedicando.

     ¿Dónde estará la imaginación?, se preguntan ustedes. Pues la cosa está muy clara. La dedicación de ejemplares suele consistir en una fórmula estereotipada, del estilo de la siguiente: A Sardanápalo Linares, con afecto, N.N.; lo cual supone meramente preguntar a cada comprador su nombre, de manera mecánica y cansina. Pero, por lo que pude comprobar, Basilio Palancares era un prodigio de originalidad. Animaba a cada cliente, para que le revelase un dato o circunstancia peculiar de su vida, que él recogía en la dedicatoria. Y así –cito casos que recuerdo-, sus lectores se le iban revelando:

-    La Patitas de gallo.
-    Para el Capricornio impaciente.
-    El farmacéutico del Campillo.
-    A la Adoradora nocturna constante.
-    El egabrense más sandunguero.
-    De 1964 para 1972.


     Y así sucesivamente, en una especie de torneo de ingenio, espontaneidad y buen o mal gusto, que divertía a los presentes y ponía una sonrisa en labios de Palancares:

-    ¿Cómo ha dicho?, preguntaba para encandilar al auditorio.
-    ¡Para la lectora que está por tus huesos!, aullaba una treintañera, metidita en carnes.

     En esto, una voz de mujer, brotada de una joven bastante anodina, formuló su petición:

-    Para el 983-983500.
-    ¿No tiene móvil?, inquirió Basilio, provocando una hilaridad moderada.

     La joven, como todos, recogió su libro firmado y se fue. Yo aproveché para hacer lo propio, pues tenía que hacer algunas compras. Precisamente, en la sección de pescadería volví a ver a la joven del número de teléfono: su vestido estampado de hojas secas y el discreto paquete en forma de libro no me ofrecían duda ninguna.

***

     No sabe uno dónde la tiene. Quiero decir que lo que menos esperaba es que el escritor Palancares, de buena edad y rebosando salud, me diera el susto de sufrir un infarto agudo de miocardio, pocos días después de su espectáculo en el Centro Comercial. Aunque no me considero más que un conocido suyo, decidí ir visitarlo al hospital, cuando me enteré de que la cosa era muy seria y habría de permanecer bastantes días ingresado.

     Aquel hospital –como casi todos los públicos y muchos de los privados- contaba para las noches con un personal insuficiente. Casi todos los enfermos tenían el apoyo de un familiar para acompañarlos y, en último extremo, tocar repetidamente el timbre de auxilio. El bueno de Basilio, tan independiente él, no tenía parientes de quienes echar mano para esos menesteres. Me sentí obligado:

-    Nada, nada, maestro. Esta noche me quedo yo. Ya he traído las zapatillas y el MP4 con la integral de los conciertos de Paganini.
-    Pero si estoy como una rosa.
-    Hoy por ti, mañana por mí. No se hable más. Voy a bajar a la cafetería a tomarme un plato combinado y cargar de café el termo.

     Había terminado de sonar en mis oídos La campanella. Palancares roncaba sonoramente y mi reloj marcaba las doce y veinte. Podía ser un buen momento para estirar las piernas. Salí al interminable pasillo y lo recorrí con lentitud, sentido Control de enfermería. Al llegar a él, di media vuelta y entonces lo vi. Era una habitación entreabierta, con tabique de cristal traslúcido, evidentemente dispuesta para relajación del personal y de los enfermos y sus acompañantes. Ya saben, el consabido tablero con los trebejos de ajedrez, unas revistas sobadas y pasadas de fecha, unos naipes y -¡oh sorpresa!- un par de estantes anclados a la pared, repletos de libros.

     Me pudo la curiosidad y entré a ojear los lomos de aquellos salvavidas del tedio y el dolor: unas decenas de clásicos, best sellers y libros infantiles, con evidentes muestras de desgaste y maltrato. Entre ellos destacaba, en el anaquel inferior, un volumen en impoluta tela azul marino, con letras doradas, la blancura de cuyo canto evidenciaba su virginidad. Me incliné para leer el título: El capitán Bermúdez en Gravelinas, lo último de Basilio Palancares, aunque desprovisto de la sobrecubierta de colorido papel. Tiré del ejemplar y empecé a hojearlo, sin otra intención que la de matar un rato. En la guarda inicial, había una dedicatoria: Al 983-983500, con afecto de B. Palancares.

     Admirado de la casualidad, decidí indagar el sentido del número. Con el libro en la mano, accedí al Control y pregunté a las dos enfermeras que allí consultaban historiales:

-    Por favor, satisfagan mi curiosidad. ¿Tiene algún sentido para ustedes este teléfono? –y les tendí la obra, abierta por la dedicatoria-.
-     Claro, es el número de la centralita de Cardiología. Es cosa de nuestra compañera Silvia. El día de San Lucas, nuestro patrono, apareció con este libro como regalo para todo el Servicio. Lo hemos puesto en la pequeña biblioteca de ingresados, que seguro tendrán más tiempo de leerlo que nosotras.
-    San Lucas ha sido hace poco, ¿verdad?
-    El 18 de octubre. Hace menos de un  mes.

     Reintegré el Capitán a su acuartelamiento y regresé con Basilio, quien seguía felizmente dormido. Volví a mis conciertos y me adormecí. Me despertó la entrada, siquiera sigilosa, de una enfermera. Su rostro me resultó conocido y la sonrisa me animó a preguntar:

-    ¿Es usted Silvia?
-    En efecto. ¿Nos conocemos?
-    Como aficionados a la obra de este paciente.
-    ...
-    Por cierto, ¿qué tal se porta?
-    Es tan buen enfermo como escritor.

     Medio en broma, medio por envidia profesional, repliqué:

-    La verdad, no es mucho decir.





     

    










[1]  Si están interesados en leerlo, como antecedente, pueden encontrarlo en este mismo blog. Si no, sepan que se desarrolla a partir del argumento del Pygmalion, de George Bernard Shaw, luego popularizado por el musical y la película My fair lady. Con estos datos, pueden tener bastante los lectores de este relato.

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