viernes, 30 de marzo de 2012

COLOR LOCAL

Color local



Por Federico Bello Landrove



      Una de las formas más sencillas de elaborar una novela es construirla a partir de una biografía (autobiografía, si se trata de autores noveles). Digo que de las más sencillas, pero no siempre de las menos problemáticas. Este cuento les pondrá sobre la pista de algunas posibles incidencias, con El rayo verde de Julio Verne en el horizonte.






    1.  Por un final feliz





           Habíamos vuelto a encontrarnos en las bodas de oro del inicio de nuestro bachillerato, lo que es tanto como decir que al cumplir sesenta años. Tan pronto concluyó la misa por los profesores y compañeros fallecidos, nos juntamos y no volvimos a separarnos en toda la jornada. Lo encontré muy desmejorado –aunque no mucho más que al resto de los condiscípulos, todo hay que decirlo- y bastante bajo de moral. No tardó en sacarme el tema que yo estaba esperando:



      -          Y qué: ¿para cuándo la segunda parte de la novela[1]?

      -          Tiempo al tiempo, amigo Agustín. Me estoy documentando.



           La cierto es que me daba mucha pereza enfrascarme en la segunda parte de un relato que, si había resultado exitoso, era en gran medida por su intenso componente biográfico. No le veía yo mucho sentido a entrar con los mismos personajes en el mundo de la fantasía plena, solo por satisfacer la absurda curiosidad de un ser real que, sin duda, pretendía un final feliz, pero ficticio, para el amor de su vida. Además, el Retrato seguía vendiéndose muy bien y no era cosa de cortar sus ventas con la aparición de una continuación. Como decía mi agente, Felipe Peña, nadie abandona un filón aún productivo, para ir a laborar en otro de resultados inciertos.



           Pero hubo un segundo toque de atención, mucho más perentorio. Vino de nuestro común conocido, Andrés de las Torres:



      -          Me han dicho que Agustín ha estado ingresado una temporada en el Hospital. Le han diagnosticado un cáncer.

      -          ¿Qué me dices? ¿Y es irreversible?

      -          No tengo información detallada. No he vuelto por Castellar desde nuestras bodas de oro.



           Pensé en escribirle con un mensaje de ánimo, pero comprendí al punto que lo mejor que podía hacer por él era cumplir su deseo. Después de todo, no era tan difícil: una novela corta, con final feliz, dejando rodar el curso lógico de los acontecimientos, y con los personajes ya construidos. Si el Retrato había tenido como arranque a Delibes, el Retrato dos podría tener como fondo a García Márquez[2]. Las susodichas dificultades editoriales podrían obviarse presentándoselo en simple borrador, con la elegancia tipográfica que ahora permiten hasta las impresiones más elementales.



           Dicho y hecho. Sin guión previo, empecé a bosquejar un argumento, del que solo vislumbraba el final. A fin de cuentas, no era mucho el compromiso. Pero pudo más el amor propio de escritor concienzudo. Cuantas más vueltas daba al tema, más lo enraizaba en el mundo caribeño en que había de desarrollarse. Agustín –Álvaro en la ficción- tendría que desplazarse a la América de su Maribel. Claro que también podría suceder lo contrario, pero yo ya tenía en la retina de mi imaginación una bahía dorada por el sol del atardecer y un chalecito sombreado por las ceibas. Vamos, nada ubicable en la áspera meseta castellana. Y, siendo así, no quería depender de Internet ni de las narraciones de viajeros y literatos. Tenía que documentarme personalmente e in situ. No podía ser de otro modo.



           Tengo la virtud –o el infantilismo- de entusiasmarme con lo novedoso y creer superables todos los obstáculos. En este caso, tampoco es que se tratara de remontar el Amazonas en piragua. Pero no dejaba de imponerme algunas limitaciones. Para empezar, deseaba hacer el viaje de incógnito, lo que descartaba cualquier contacto con mis colegas panameños: no quería dar la impresión de estar buscando escenarios para una novela, que a saber si llegaría a puerto. Nada de violar la sorpresa que quería dar a Agustín ni, menos aún, de revelar mi presencia en el pequeño país del istmo a la Maribel de la vida real, cuya reacción ante mi Retrato desconocía. Por otra parte, el tiempo con el que contaba podía ser muy limitado, pues amigos comunes me habían precisado la información de Andrés de las Torres, en el sentido de que lo de Agustín era verdaderamente muy serio. Así que tomé por la calle de en medio y ordené en una agencia de viajes la compra de billetes de avión y una reserva hotelera por una semana en Ciudad de Panamá. Luego, a pedir a toda prisa una licencia en el trabajo:



      -          Pero, Luis, al Caribe en febrero…

      -          Es que no voy de turismo, sino a un congreso.



           Bien, todo arreglado. La cosa me salía por un pico pero eché mentalmente cuentas y, con lo ingresado por el Retrato, todavía estaba en deuda con Agustín. Así que al avión y a preparar las libretas, con sus índices pertinentes. Ya saben, entradas para Naturaleza, Topónimos, Frases y vocablos curiosos, etcétera, etcétera. Todos los pequeños blocs iban rotulados con las mismas dos palabras, seguidas de un numeral romano: Color local.     



      ***



           Otro de mis rasgos distintivos es el de trabajar rápido y con un elevado grado de optimismo en cuanto a los resultados. Ni que decir tiene que eso me ha proporcionado mucho tiempo libre y algunos batacazos de nota. Según ello, a los cuatro días de patear Ciudad de Panamá y de haber hecho algunas excursiones organizadas por su bellísimo entorno, tenía las libretas llenas de anotaciones y la firme convicción de poder quedar bien ante los eruditos hispanos que pudieran leer la futura novela. Cosa rara en mí, en lugar de retirarme a mi habitación para dar los últimos toques a la labor cotidiana, me senté en una mesa apartada del bar del hotel, con un mojito por consumición. Pronto comprendí que no había sido una buena idea. La música no era precisamente lo que se llama ambiental y cristales de colores proyectaban un interminable carrusel de haces de luz polícromos por el recinto. Y, por si fuera poco, dos mesas más allá una joven espléndida me daba su perfil, mientras conversaba animadamente con un caballero con apariencia de hombre de negocios. Y, en esto, sucedió.



           Un rayo de luz verde recorrió instantáneamente todo su cuerpo perfecto, antes de perderse más allá del ventanal que daba sobre la negrura del inmenso océano, apenas alegrada por las tenues líneas de plata de las olas que rompían en la playa. En inevitable asociación de ideas, me vino a la mente el rayo verde de las científicas fantasías vernianas[3]. ¡Qué mejor final para mi romántica novela! Álvaro, Maribel, la bahía de sus sueños y el rayo verde. Después de eso, ya podía Agustín morir feliz. Me levanté exultante y decidí que dedicaría todo el día siguiente a merodear por el entorno de Maribel: su urbanización y la famosa ensenada. Solo que ahora no estaba seguro de poder prescindir del encuentro con la dama de los sueños agustinianos. Pasé un par de horas dando vueltas en la cama, imaginando la forma de dar con ella sin revelar mi identidad ni mis propósitos. Nada estaba aún claro, ni resultaba factible. Nada, salvo una cosa: tenía que tenerla junto a mí a la puesta del sol, esperando, anhelando y, tal vez, contemplando el rayo verde.





        2.  El rayo verde



           No tenía previamente otros datos que el nombre real de Maribel –Cecilia de la Bárcena-, así como su condición de catedrática de Literatura en la Universidad Católica. Para la novela, Agustín me había facilitado el dato de que vivía ella en una urbanización a la orilla del mar, en los alrededores de Ciudad de Panamá. Ni más, ni menos. A partir de ahí, todo tendría que descubrirlo por mí mismo, en apenas unas horas.



           En este mundo global, el hilo de Ariadna se llama Internet. Metí los datos de nombre y profesión de Cecilia y al punto se despejó el enigma de su domicilio: Residencial Las gaviotas, calle… Por si fuese poco, teléfono oficial, correo electrónico, publicaciones, revistas para las que trabajaba… y varias fotografías actuales, que me la representaban aún  atractiva, aunque muy diferente de la jovencita que había posado junto a mi amigo, cuarenta y tantos años atrás. Exultante, tomé un taxi y, dado lo temprano de la hora, pedí que me llevase al recinto universitario. Tampoco eso era problema: la dirección del Departamento de Español también figuraba en la caja de Pandora, que es hoy cualquier ordenador o móvil. Por el camino, di los últimos toques a mi presentación… y a mi traje veraniego color tabaco, bastante apropiado para la temperatura tropical a la sazón.



           La doctora de la Bárcena estaba impartiendo una clase, cuando pregunté por ella en la recepción. Un alumno me acompañó gentilmente hasta la puerta del aula, a través de luminosos pasillos ornados de frondosísimas plantas. Faltaba un cuarto de hora para el final de la clase. Me apreté el nudo de la corbata y esperé, entreteniendo el tiempo con cortos paseos, sin perder de vista la puerta por la que habría de salir la profesora.



      ***



      -          ¿La profesora de la Bárcena? Le traigo, desde Castellar, los saludos de su profesor de Griego.



           Me constaba –naturalmente, por Agustín- que Cecilia tenía de antaño verdadera devoción por el ahora anciano profesor Huesca, a quien procuraba visitar cada vez que viajaba hasta España. La doctora, muy sorprendida, sonrió de oreja a oreja y dijo con una familiaridad que me dejó sorprendido:



      -          ¡Mi viejo profesor! Hace cinco años que no lo veo. ¿Qué tal está? No lo va usted a creer pero nos traía loquitas a sus alumnas, cuando adolescentes.



           Salí del paso como pude, mientras ella me dirigía hacia su despacho de la primera planta, gratamente sombreado por un estor beis y así mismo adornado hasta el agobio de frondosas plantas que llegaban al techo. Decidí proseguir con la jocosidad y apartar a la vez la conversación del –para mí, desconocido- señor Huesca:



      -          ¡Caramba, esto parece una selva! ¿Dónde está Tarzán?

      -          Ha salido a darse un baño con Chita, me replicó entre risas.



           Puesto ya en el carril de la mentira, inventé con todo lujo de detalles una personalidad propia. Yo era un periodista deportivo a media jornada, que estaba en Panamá para cubrir los campeonatos del mundo de tenis de mesa y, una vez concluidos estos el fin de semana pasado, me había quedado unos días haciendo turismo. Estuvo a punto de cazarme:



      -          Nadie lo diría. Habla usted con expresiones muy cultas.

      -          Como corresponde a un castellarense de prosapia. No, en serio: ya le he dicho que no vivo de la prensa. Mi verdadera profesión es la de secretario judicial.

      -          Acabáramos: cultismos y latinajos. Pero puedes tutearme. Somos compatriotas, universitarios y, más o menos, de la misma edad.

      -          Acepto, pero con una condición. Tienes que permitirme que te invite a comer.

      -          ¿Y eso?

      -          Para compensarte del atraco, pues querría abusar de tu hospitalidad para que me enseñases los alrededores.

      -          Te serviré encantada de guía, pero lo de comer habrá de ser en mi casa. Mis padres me están esperando.



           No tenía ni idea de que viviese con sus padres. Según me dijo, no había tenido otra opción, al hacerse muy mayores y no serle posible a ella jubilarse anticipadamente:



      -          La verdad –me confesó-, lo hice con mucha inquietud, pues la gente mayor no siempre se habitúa a nuevos ambientes, pero el caso es que llevan ya casi un año en Panamá y se encuentran muy integrados.

      -          Viviendo contigo, supongo que cualquiera lo estaría.

      -          Hombre, muchas gracias. Si fueses uno de mis colegas, o de mis alumnos, seguro que no dirías lo mismo.



           Los padres de Cecilia resultaron ser unos viejos pulidos y muy simpáticos. Una de mis habilidades –quizá por deformación profesional- es la de escuchar indefinidamente y con atención. En aquella comida, refrescante e improvisada, aprendí más del viejo Castellar de lo que habría conocido por media docena de libros. Mi antena se tensó, enhiesta, al salir a los postres la mención de Agustín:



      -          ¡Bah, mamá!, déjalo estar. Seguro que Luciano (era el nombre que me había atribuido ante Cecilia, para justificar la L de mi prendedor de corbata) no lo ha conocido.

      -          Dice usted Agustín… ¿No se tratará de Agustín Valladares? Era un compañero del Instituto –aclaré-.

      -          ¡El mismo! ¿No has leído Mujer de blanco sobre fondo sepia?

      -          No caigo; creo que no. ¿Es una novela de Delibes?

      -          Qué va –terció el padre, muy enfadado-. Es de un tal Luis Alvarado. El tío, en vez de sacarse el argumento del magín, se limitó a poner, negro sobre blanco, la vida de mi hija, sin pedirle autorización, ni modificar a fondo los sucesos. Con decir que algunos amigos… ¡Qué bochorno!

      -          No es para tanto, papá. Después de todo, salía muy bien parada. Supongo, amigo Luciano, que sería Agustín quien se fue de la lengua y dio pie al escritor para hacer una buena novela sin  despeinarse, como quien dice.

      -          Por lo menos, estará bien escrita, sugerí.

      -          Es excelente –replicó la madre-. Y ha tenido un gran éxito. Va por la no-sé-cuántas edición.

      -          Tengo que regalársela al profesor Huesca, agregué.

      -          No hace falta –concluyó Cecilia-: ya le mandé un ejemplar dedicado. Como el pobre está casi ciego, supongo que se la habrá leído la hija.



      ***



           Hicimos la sobremesa en el pequeño jardín del chalet, mientras sus padres se retiraban para la siesta. Cecilia hablaba y hablaba, de Panamá, de su soñado retorno a España, de la enseñanza y de su oficio de escritora (un poco de poesía y algunos cuentos en periódicos y revistas, no te vayas a creer), de la edad provecta y de la soledad sentimental, ahora paliada por la presencia de sus padres:



      -          Tendrás hijos, algún nieto…, especulé.

      -          Desde luego, pero, ni por edad, ni por proximidad, me permiten hacerme ilusiones acerca del futuro.

      -          Yo tampoco estoy lo que se dice muy acompañado. Mi droga contra la soledad es mi profesión y la literatura.

      -          Querrás decir el periodismo. (Me habría dado de bofetadas por el lapso).

      -          Por supuesto –salí por la tangente-. Es mi manera irónica de aludir a la columna diaria sobre deportes en El Diario de Villafranca.

      -          Claro, claro. ¿No sabes que estoy preparando una gran fiesta? Por supuesto, estás invitado, si te decides a viajar de Villafranca a Castellar.

      -          Si puedo, asistiré encantado, pero ¿cuándo será y con qué motivo?

      -          El próximo mes de mayo cumplo los sesenta y, tal vez para no deprimirme, voy a tirar la casa por la ventana. Viajaré con mis padres a España y reuniré en pequeñas dosis a todos cuantos conozco allí: familia, amigos de toda la vida, compañeras de estudios, los profesores que aún quedan; hasta los novios y pretendientes.

      -          No me digas. Por lo menos serían dos docenas.

      -          Me tomas el pelo. Dos o tres a lo sumo; ¿no ves que me casé muy joven, para mi desgracia, y me vine para acá tras él? Entre ellos, estará el famoso Agustín Valladares, tu condiscípulo.     



           Lo dijo con tal retintín, que me quitó cualquier propósito de comunicarle su delicado estado de salud. Bromeé:



      -          ¿Y dónde encajo yo: entre los amigos de toda la vida o entre los pretendientes?

      -          Entre los profesores. Anda, acábate el café, que tengo que cumplir contigo mi prometido rol de cicerone.



           Dedicamos el resto de la tarde a visitar la zona, conforme a lo acordado. Como buena conocedora del entorno, Cecilia agotó información y explicaciones. La tarde empezó a caer, con la rapidez que lo hace en los trópicos. Inquirí:



      -          Doctora, cuando el sol se pone en Las gaviotas, ¿lo hace por el mar o sobre tierra?

      -          En el mar, desde luego. Suele ser un espectáculo precioso.

      -          Entonces, si me aprecias, volvamos a tu casa. Quiero ver desde la terraza el rayo verde.



           Hube de explicarle lo que eso significaba. Aceptó de muy buen grado y retornó a su gracejo espontáneo:



      -          ¡Ah, ya! Creo haberlo visto en alguna película. El chico susurra a la chica el rayo, el rayo y, cuando ella se queda embobada mirando al horizonte, él aprovecha y la besa en la boca.

      -          Pues Julio Verne no lo cuenta así pero, vamos, no es mala sugerencia.



           Llegamos al chalet justo a tiempo. Sus padres reposaban en unos sillones del jardín. Pasamos casi sin saludarlos y nos acodamos en el alféizar. Ninguno de los dos vimos el famoso rayo o, por mejor decir, de tanto mirar fijamente el sol sin protección, vimos rayos de todos los colores. Cecilia insinuó, con demasiado énfasis para ser del todo sincera:



      -          Lamento la decepción. Tendrás a tu disposición, siempre que quieras, entrada de primera fila y mi compañía.

      -          Es una oferta irresistible, querida guía. Lástima que pasado mañana regrese a España. ¿No podrá verse el rayo verde en Castellar, aunque no tenga mar?

      -          Estoy segura que con mucha fe y mucho amor, podría ser posible.

      -          ¿Mucho amor?, recalqué con segundas.

      -          A la Naturaleza, tonto. Tienes toda la vida para intentar descubrirlo.







        3.  Nunca segundas partes…



           De buena gana habría visitado a Agustín, para interesarme por su salud y darle la buena noticia. Desistí, no obstante, ante la abrumadora probabilidad de que me preguntase por mi razón de ciencia y la cosa terminase echándome una bronca por haber llevado la búsqueda del color local demasiado lejos. Así que, metidos en fraudes, por uno más no iba a quedar. Antes de partir para España, desde el aeropuerto de Ciudad de Panamá y con membrete de la Universidad Católica (no me pregunten cómo me hice con tal souvenir), le envié una carta que, más o menos, rezaba así:



           Por indicación de la profesora Cecilia de la Bárcena, le comunico que dicha señora visitará Castellar (España) el próximo mayo y estará muy honrada en encontrarse con usted, para saludarlo y recordar los viejos tiempos. Más adelante, la susodicha doctora le concretará lugar y fecha para tal entrevista. Muy atentamente, N.N., Secretario de la Cátedra de Literatura.



           Supongo que la recepción de esa misiva haría más por la salud del pobre Agustín que la quimioterapia a que habría de ser sometido. Pero la sorpresa no sería solo para él. Unos días después de llegar a Villafranca, recibí en el juzgado y a mi nombre real un ejemplar de El rayo verde. Lo acompañaba una cuartilla manuscrita, que tengo a la vista cuando la transcribo, para concluir este relato:



           Amigo Luis: En un principio, todo han sido equívocos –intencionados- entre nosotros. No obstante, hay dos cosas en que he de decirte, con toda sinceridad, que me has tomado la delantera. Una, el exacto conocimiento que las confidencias de Agustín y tu intuición de buen escritor te han dado acerca de mi persona: por eso te califiqué de profesor: por lo que me has enseñado de mí misma. La segunda, el maldito rayo verde. ¿Querrás creer que no hay tarde de cielo despejado en que no me asome a la terraza, como una tonta, hasta que el sol se pone? Empiezo a temer que, de estar tú a mi lado, acabemos contemplando como pasmarotes el ocaso en los trigales de nuestra tierra. ¿O es que vas a sobreponerte a mi encanto irresistible? Ya veremos. Hasta muy pronto y recuerdos cariñosos a nuestro común amigo Agustín, Cecilia.



           Me llevó un par de días caer en la cuenta: La solapa de la cubierta protectora de mi novela incluía en la referencia de autor una pequeña fotografía, lo suficientemente clara, como para identificarme por ella. Y es que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo, según el conocido refrán.



           Y aquí concluye, por ahora, la historia. Es obvio que no habrá segunda parte del Retrato. Pero, ¿y de Color local? La respuesta, la próxima primavera, si Dios quiere.






      [1] Aludía Agustín a mi supuesta novela Mujer de blanco sobre fondo sepia. Los detalles los encontrarán en el cuento Dos retratos de mujer, en este mismo blog, dentro del apartado Cuentos literarios.
      [2] Obviamente, por El amor en los tiempos del cólera.
      [3] Aludo a la conocida novela de Julio Verne, El rayo verde (1882). Sobre ella, y con el mismo nombre, se construye la película homónima de Eric Rohmer, de su serie Comedias y Proverbios (1986), en la que se da la explicación científica de tal fenómeno óptico atmosférico.

      viernes, 23 de marzo de 2012

      EL TENIENTE HAMILTON


      El teniente Hamilton
      Por Federico Bello Landrove
           Amor y muerte, romance y guerra, pueden ser difícilmente compatibles, pero de ningún modo contrarios. Este relato, ambientado en la Guerra de Secesión americana de manera bastante fiel, ilustra lo antes dicho y ejemplifica algunas cosas más de parecido tenor. Tal vez, el poso final que le quede al lector sea el de la relatividad de lo supuestamente absoluto, en cuanto se encarna y convive con personajes de carne y hueso…, aunque sean de papel.


      1.     Cuando no se contaban los muertos

           Mil ochocientos sesenta y cuatro fue el año en que el famoso general en jefe Grant[1], al echarle en cara el coste de sus victorias en vidas humanas, replicó: Yo nunca cuento mis muertos. Es de suponer que tampoco los de los enemigos. Pero todos los generales, quien más quien menos, sabían proteger a los verdaderamente suyos de los riesgos del combate. Por ejemplo, el mayor general Sherman, responsable en parte de que se escriba esta historia: no será ese el mayor ni el peor crimen del llamado carnicero de Georgia.
           La terrible cosecha de sangre forzó en ambos bandos a extremar el rigor del reclutamiento. Esa fue la razón por la que Charles Taylor Sherman, juez y promotor de ferrocarriles, hermano mayor del citado general, le escribió una nota de recomendación, que obra en mi poder y dice lo siguiente:
           Cleveland, a 13 de mayo de mil ochocientos sesenta y cuatro.
           Querido Cump[2]: Te ruego tomes bajo tu especial protección a Miles Randolph Hamilton, hijo menor del presidente del Pittsburg, Fort Wayne & Chicago Railroad, que ha sido puesto bajo a tus órdenes, como teniente del Tercero de Caballería de Ohio. Es un notable conocedor de la administración de los ferrocarriles y persona de toda confianza. Su padre ya ha perdido un hijo en esta guerra, etc., etc.
           El destinatario de esta misiva se limitó a transmitirle el encargo a su colega y subordinado, el general Schofield [3], con esta pintoresca ironía:
      -         Dice mi hermano que este teniente sabe mucho de ferrocarriles; que deje el caballo con patas y que pase a controlar los de hierro.
           Y así fue como el flamante teniente Hamilton fue reasignado, como especialista, al 17º de Infantería de Iowa de Voluntarios Veteranos, pasando a desempeñar su cometido en la estación y depósito de Dalton, recién caída la zona en poder de las fuerzas del Norte, con la indispensable posibilidad de utilizar las líneas férreas de la comarca para trasladar tropas, equipos y vituallas[4]. Y a fe que el joven desarrollaba su cometido con presteza y sapiencia. Era, además, jovial y considerado con los soldados a su mando y, por encima de todo, honrado. Eso era esencial, al pasar por sus manos bienes abundantes y valiosos, sobre todo, en aquel tiempo de dolor y de pobreza. Él no le daba a ello ninguna importancia pues, a la menguada paga de segundo teniente, añadía las frecuentes remesas que sus padres le enviaban desde Ohio, con la generosidad propia de quienes saben en peligro a un ser querido. Miles llegó a escribirles:
           Nada nos falta por aquí, como no sea tiempo y posibilidad de gastar lo que tan generosamente me mandáis. Esta es una zona de montañas y bosques, relativamente pobre antes de la Guerra; así que, ahora, qué os voy a decir. Poco, y non sancto, puede obtenerse a mayores de lo que el ejército me procura. Lo que sí os ruego, a ser posible, es que me enviéis dinero en plata, pues la gente de por acá mira aún con malos ojos y escasamente acepta los billetes yanquis.
      ***
           Aunque morigerado y con novia formal en Cleveland, el teniente Hamilton no dejaba de ser un militar de veintisiete años, lejos de su casa y asediado por algunos compañeros, menos ricos y piadosos que él. Aunque los lugareños estaban obligados a hospedar gratuitamente a los oficiales de ocupación, Miles había decidido alquilar una buena habitación en la pensión de la señora Blunt, una encantadora casa de planta y piso, en la calle Raintree, cuidadosamente enjalbegada en toda su airosa estructura de madera. Las ventanas, de postigos verdes, eran amplias y de guillotina. El porche, amplio y con barandal, soportaba una terraza protegida por barandilla torneada y coronada por un escueto frontón. Los buenos dólares del teniente y la casi completa ausencia de otros huéspedes, habían permitido a aquel desplazar a la dueña de la habitación principal de la casa y conquistar la balconada, orientada a poniente, desde la que contemplaba el atardecer o leía las narraciones de Hawthorne y de Melville, únicos libros que había echado en el petate al partir. En ocasiones, levantaba la vista del libro y dejaba vagar la mirada por entre los sauces, acacias y cedros que sombreaban la amplia avenida en ambas aceras. Un día, dentro del profundo respeto con que la trataba, se había permitido una facecia con su casera:
      -         ¿No tendrá, por ventura, un ejemplar de La cabaña del tío Tom para prestarme?
      -         La próxima vez que me tome el pelo lo dejaré sin cenar, fue la respuesta de la viuda.
           Con todo, en las largas tardes de principios de verano, cuando la señora Blunt sacaba al porche la mecedora para tomar el fresco que invariablemente soplaba desde el Blue Ridge, Miles se acodaba en la terraza superior, por cima de la patrona, y mantenía con ella una conversación a distancia, que cortaban cada vez que alguien se les aproximaba. Era la gabela que habían de pagar para no ser tildados de traidores o colaboracionistas. Si alguna otra señora se paraba para echar un párrafo con Helen Blunt, Miles se hacía para atrás, pero mantenía aguzado el oído, para distraerse o tener con que cotillear. No le era fácil cazar al vuelo y a distancia el sentido de las palabras. ¡Maldito acento reb! [5], gruñía entre dientes, cuando le era imposible entender lo que se hablaba unos pies más abajo.
           Poco a poco, fue conociendo a algunos vecinos de tertulia, o de saludo al paso. La más asidua era la señora Berry, otrora encopetada propietaria de una historiada propiedad en la avenida Thornton, soportada por airosas columnillas mensuladas todo alrededor de su planta baja, limitada por paneles escaqueados de pino del país. Pero ahora, su marido había caído en Antietam y sus dos hijos varones, hechos prisioneros en Chattanooga[6],  yacían en las mazmorras de los yanquis, en el decir de la madre. Por piedad, Miles había intentado alguna gestión para localizarlos, dando resultado con uno de ellos, capitán en las fuerzas de Bragg[7]. Le hizo llegar la información, anónimamente, a través de su casera, pero obviamente mistress Berry adivinó la procedencia y premió la caridad con un par de pollos y una orza de miel, para ese oficial del ferrocarril. Desde entonces, Miles, aun no osando entablar conversación, saludaba militarmente al pasar ante la casa Berry, si había alguien en el porche o a la ventana. Alguien femenino, naturalmente, pues mujeres eran todas las señoras y señoritas de aquella morada. La señora Blunt, a su vez, informó al informador:
      -         Millie Berry tiene dos hijas. Una, Lavinia, sigue viviendo con ella. La otra…
      -         ¿Qué pasa con la otra?
      -         Hace unos meses, marchó para Atlanta, a buscarse la vida, según dijo. Mucho nos tememos todos que esa búsqueda suponga la pérdida de la moral.
      -         ¿No han sabido nada de ella?
      -         Mandó noticias y algo de dinero. Luego, ustedes entraron en Dalton y no será posible saber de ella hasta que, una de dos, o conquisten Atlanta, o los echen de aquí.
      -         Cuente con lo primero. Acabamos de tomar Marietta[8].


      2.     La hermana mayor

            Era una mañana de mediados de junio, fresca y de cielo encapotado. El teniente Hamilton hacía los últimos preparativos para atender y dar paso a un convoy de heridos en los duros combates del río Chattahooche. A eso de las diez, un cabo le dio aviso:
      -         Teniente, una señorita pregunta por usted.
      -         Dígale que estoy muy ocupado; ahora que, si quiere esperar, búsquele un asiento en el vestíbulo.
           Una media hora más tarde, Miles recordó el incidente y, curioso y fatigado, decidió pasarse por el hall de la estación. Entre una barahúnda de sacos, cajones y soldados azules, acertó a divisar un bulto vestido de verde y coronado por una pequeña pamela ceñida con una cinta rosa. Era, según se le presentó, Lavinia Berry. Su rostro apenas le resultó familiar. La joven, sofocada y titubeante, se explicó:
      -         Desde que tuvo usted la amabilidad de localizar a mi hermano, no hemos estado pensando en otra cosa que en visitarlo y llevarle algún auxilio. Como están pasando constantemente por aquí trenes hacia Chattanooga[9], mi madre y yo pensamos que…
      -         Imposible de todo punto. La línea está cerrada al tráfico civil de pasajeros. Bastante agobiados estamos con el transporte de armas y víveres hacia el sur, y de heridos hacia el norte.
      -         Ya me he percatado de ello, pero con  un salvoconducto o recomendación por su parte… Tengo alguna experiencia como enfermera. En lo que durase el viaje podría ayudar con los heridos.
      -         Se agradece, señorita, pero no podemos admitir voluntarios del Sur en un tren militar. Figúrese si…
      -         Ya entiendo, teniente: somos sospechosos de espionaje; incluso teniendo rehenes por doquier.
      -         No se trata de eso, señorita Berry. Hay que mantener una disciplina. Si quiere echarnos una mano con los heridos aquí en Dalton, será muy bien recibida.
           Lavinia quedó perpleja. El teniente, con firme serenidad, concluyó:
      -         Y, ya que he sido yo quien ha averiguado el paradero de su hermano, haré lo posible por hacerle llegar sus noticias y paquetes.
           La joven se despidió. Miles pasó toda la jornada entre el vapor de las máquinas y el del cloroformo. Al caer la noche cedió el testigo a sus colegas de guardia nocturna y, tras un mínimo chapoteo de cara y brazos, salió escopetado camino de la pensión, soñando con una bañera de agua caliente. El capitán Davis lo alcanzó, jadeante:
      -         De esta noche no pasa, Hamilton. Nos debes una invitación desde el día de tu cumpleaños.
      -         Y os la pagaré de fijo, pero hoy, precisamente…
      -         De eso nada. Siempre tienes alguna disculpa y vamos a pensar que eres un tacaño… o algo peor.
           La frase no dejaba lugar a dudas sobre las intenciones del capitán y de los dos tenientes que los habían ido alcanzando. Hamilton suspiró. Le traía sin cuidado lo que pensaran de su hombría, pero les debía un agasajo y aquella noche no tenía fuerzas para discutir. Se dejó llevar hasta la avenida de Murray Hill, a la famosa casa de la escalinata y el porche de columnas bajo frontón curvo. No era la primera vez que alternaba allí, aunque nunca había subido a las habitaciones del primer piso. Esta vez, ante la insistencia de sus colegas y de las chicas, trató, como en otras ocasiones, de recordar el rostro de su Dottie[10] o ensombrecerse con el temor a las venéreas, pero solo lograba imaginar cirujanos manejando la sierra y camillas ensangrentadas. Bebió de un trago el generoso contenido de su vaso de whisky y se dejó llevar por una dulce hija de Carolina del Sur al jardín de las delicias. En el descansillo bostezó de modo incontenible y acertó a pensar: Mi reino, por una cama. Bien es verdad que su reino era un uniforme de caballería, que lucía emboscado en un depósito de ferrocarril en la retaguardia, y una bolsa repleta de dólares regalados por sus padres. ¡Y qué! Después de todo, la corona y la riqueza se heredan o se alcanzan con la violencia y él, a Dios gracias, era hombre de paz. A la puerta de la habitación, se toparon  con el capitán Davis y su muñequita de Savannah[11]. Aquel le exhortó:
      -         ¡Valor, Hamilton! Que no tengan nada que reprochar a un teniente de la Unión.
           A la mañana siguiente, cuatro oficiales, somnolientos y mal aliñados, entraban en el depósito minutos después de las ocho, entre el enfado y la sorna de los compañeros a relevar. Miles se encaminó a la pequeña e improvisada oficina de los oficiales y se quitó la guerrera, dispuesto a pasar otra jornada agotadora. Salió al andén sombreado por el soportal de tejadillo con zapatas de madera, cuyo lado izquierdo ejercía de improvisada sala de urgencias hospitalarias. Aun deslumbrado por el sol que espejeaba en las vías, el teniente acertó a vislumbrar una sombra morada deslizándose entre las camillas con un fajo de hilas. Era Lavinia, que había decidido convertirse en la buena samaritana de Dalton, como el lascivo teniente le había sugerido.    
      ***
           Agosto llegó, con su atmósfera asfixiante, siempre amenazando tormentas. Pero Lavinia y Miles tenían poco tiempo de pensar en refrescos o quejarse de las inclemencias meteorológicas. El ejército federal tenía prácticamente cercada Atlanta y los trenes pasaban y repasaban con su consabida carga de material y carne fresca hacia el sur y de ataúdes y carne lacerada hacia el norte.  La guarnición del 17º de Iowa se había dividido entre Dalton y el depósito de Tilton, unas millas más al sur, ante la imposibilidad de realizar en un solo punto todas las maniobras y el almacenamiento precisos. Hamilton, recién ascendido a primer teniente, parecía un alma en pena: escuálido y encorvado, paseaba su agotamiento y apenas hablaba si no era para dar órdenes. El olor a sanies y podredumbre le estragaba el apetito y el carácter se le agriaba por momentos. Los compañeros ya se habían cansado de invitarle a acompañarlos a casa de Madame Calhoun. Su casera, la señora Blunt, se limitaba a dejarle una cena fría en la mesa del comedor, a eso de las nueve, sabiendo que devoraría al paso unos bocados e inmediatamente se dejaría caer en la cama, despojándose  apenas de las botas, para entrar en un sueño profundo y agitado. A la mañana siguiente, un baño templado daría paso a un desayuno copioso, que coincidía con las pocas frases que intercambiaban a lo largo de la jornada. Ella rezongaba:
      -         Se está agotando con  tanto trabajo.
      -         Otros mueren o quedan lisiados para siempre; así que no tengo por qué quejarme.
      -         Pero, al menos, podría trabajar con más calma, o tomarse un permiso.
      -         La guerra no espera, señora Blunt. Cada minuto cuenta. Los del frente no hacen pausas, ni van a visitar a la familia.
           Otra persona, no lejos de allí, participaba de los mismos sentimientos y actitudes. Su madre empezaba a dejarla ya por imposible:
      -         ¡Pero, cómo que mañana a las seis y media! ¿Es que ni siquiera vas a dormir lo suficiente? Enfermarás.
      -         No hay una sola enfermera y uno de los ayudantes sufrió anteayer un corte muy feo con el bisturí.
      -         Seguro que por no descansar. Cualquier día te pasará lo mismo.
      -         No te preocupes. Nunca he estado mejor que ahora, sintiéndome útil y apreciada.
      -         De eso se trata también, hija. ¿No te estarás excediendo con tu entrega a los heridos enemigos? La señora Buchanan…
      -         A su hijo le están cuidando en un hospital del Norte, como a Fred. Yo no puedo ni debo hacer menos.
           Aunque apenas se hablaban, Miles y Lavinia coincidían a lo largo de sus interminables jornadas, generalmente a distancia. El teniente había cumplido su palabra de hacer llegar a los Berry presos el recuerdo y los paquetes de su familia de Dalton. Más aún: había logrado dar con el paradero de Fred, el menor, convaleciente en un hospital para prisioneros de Maryland. Precisamente, el día del diálogo anterior entre Lavinia y su madre, aquella hizo por ver al teniente, para entregarle un hato con ropa y objetos de aseo personal. Hamilton lo recogió y, por una vez, volvió a su afabilidad primitiva:
      -         Debería cuidarse un poco más, Lavinia. La encuentro muy desmejorada.
      -         Tampoco está usted muy boyante, teniente. Empiezo a pensar que la guerra va a resultar demasiado dura para nuestras fuerzas, aun teniéndola lejos.
      -         Lo que yo empiezo a creer, Lavinia, es que no hizo usted un buen negocio viniendo a visitarme. A cambio de un favor que cualquiera le hubiese hecho, ha asumido una tarea agotadora y se ha convertido en lo que nadie debe ser y, menos aún, en guerra: imprescindible.
      -         Se equivoca, Miles. Tal vez, en la guerra militar pueda uno escurrir el bulto, pero en la lucha contra el dolor y el egoísmo es un honor ser, o sentirse, necesario. Usted me señaló sin querer el camino y le estoy muy agradecida. ¿No piensa lo mismo?
           Miles se encogió de hombros y se alejó con el paquete para Fred. Luego, como si de repente hubiese recordado algo, giró bruscamente sobre sí mismo:
      -         ¡Lavinia!, exclamó.
           La joven dio media vuelta y quedó esperando lo que Miles fuera a decirle. Este se la quedó mirando fijamente, como si quisiese grabar en la memoria hasta el menor de sus rasgos, o cual si no tuviese todavía decidido lo que decirle. Por fin:
      -         Nada es más importante que la propia vida. Eso es lo que yo creo. Y eso es lo que tendría que creer usted.
           Y, como si hubiese revelado lo más hondo y culpable de sus pensamientos, agachó la cabeza y fue a perderse entre unos vagones cargados de équidos, rotulados precisamente U.S. Cavalry[12]. Lavinia, por su parte, tomó la ruta de la enfermería, donde el mayor médico empezaba a impacientarse de su tardanza.
      ***
                Como si el poseer algunos de sus secretos les hiciese más solidarios, Miles y Lavinia empezaron a sentir un recíproco interés. Con cierta frecuencia, se esperaban para ir y venir juntos del depósito y compartían su sobrio almuerzo bajo el gran roble, al final de los andenes, con el mayor médico Smallpox[13] como carabina. Agosto iba de caída y la toma de Atlanta parecía inminente. La guerra, sin embargo, tomaba para ellos la imagen de una rutina agobiante, que se quedaba entre los límites de la estación-hospital de sangre y era incapaz de perforar sus cada vez más sólidas defensas morales. Iban a la guerra como quien acude a la oficina o al taller de costura. Conforme iban dejando atrás el depósito y embocaban la  calle Thornton, la contienda y sus enfrentados bandos pasaban a la trastienda de su memoria y el diálogo fluía mientras acortaban el paso y hacían frecuentes paradas, olvidando los cotilleos de las vecinas y la cena que los esperaba. Miles, no obstante, rezongaba:
      -         Azules y grises, rebeldes y yanquis. Pero, a fin de cuentas, ¿sabes tú por qué nos matamos en esta guerra?
      -         Por la libertad de los negros y el derecho de secesión de los Estados, replicaba Lavinia, muy en sus puntos; razones suficientes para que hayamos de mirarnos como enemigos y tú estés aquí de más.
      -         ¡Pamplinas! Salgamos de esta lo mejor que podamos y, dentro de cincuenta años, nadie recordará esta guerra ni sus causas, salvo políticos e historiadores, que viven de ello.
           En todo caso, la guerra, hoy por hoy, estaba en la raíz de su encuentro y de sus limitaciones. Aún con estas, la comunión de afectos y actitudes iba haciendo de ellos una pareja, por muy platónica que fuese. Lavinia le transmitía su entrega altruista, casi religiosa. Miles le inoculaba las ganas de vivir y su lema vitalista, primum vivere[14]. La señora Berry estaba alarmada:
      -         Fíjate,  Helen, el riesgo en que se está metiendo Lavinia. Primero, ayudar a los heridos del Norte y, ahora, tontear con un teniente yanqui. Somos el blanco de todas las críticas. Hasta Beulah, nuestra esclava, esta mañana me decía…
      -         Seamos realistas, querida –le replicó la señora Blunt-. El problema estriba en que, por lo que yo sé, está prometido en Ohio, o poco menos. Y él es formal y prudente, pero no deja de estar aquí de paso.
      -         Eso es lo que yo le digo, pero es como si hablase con una pared. Ella me recuerda los favores que le debemos y lo absurdo de esta guerra. Para mí, que tiene siempre presente el recuerdo de su hermana Mabel y –no voy a escondértelo- el poco éxito que Lavinia tenía con los chicos antes de la guerra.


      3.     La hermana menor

            El día 22 parecía como otro cualquiera de aquel agosto interminable. No obstante, a la hora del almuerzo, Lavinia se mostró tajante:
      -         Vayamos a comer afuera. Tengo algo reservado que decirte.
           Se disculparon con Smallpox y su ayudante y fueron a sentarse en la escalinata de una casa abandonada, al principio de Depot Ride, apenas sombreada por los tilos. Se ve que la chica tenía prisa en sincerarse:
      -         Ha vuelto Mabel.
      -         ¿Qué ha vuelto quién?
      -         Mi hermana; la que estaba por Atlanta.
           La explicación tenía más imprecisiones que certidumbres. Ante el riesgo que podía suponer la entrada del ejército nordista en la capital, la joven había tomado la decisión de escapar del cerco, lo que había conseguido  con la ayuda de algunos militares y traficantes. Su propósito parecía haber sido el de retirarse a Savannah pero, detenida por tropas de la Unión, había hecho valer su procedencia familiar y logrado un salvoconducto hasta Dalton, no sin la ayuda de un collar de amatistas, según decía.
      -         Pero no es eso lo grave, agregó Lavinia. Creo que viene bastante enferma.
      -         Si quieres, podemos decirle al mayor que la reconozca.
      -         No, deja. Prefiero que acuda a nuestro viejo médico de cabecera. Eso, si se digna ir, pues se hace la valiente y dice que se repondrá con solo respirar el aire de Dalton.
           Dos días más tarde, al terminar sus trabajos, una esbelta figura vestida de azul cobalto, con sombrilla a juego, les estaba esperando en las inmediaciones del depósito. Lavinia hizo la presentación. Miles, todavía admirado de aquellos ojos color esmeralda, escuchó por primera vez su voz, jovial y cantarina:
      -         Así que este es el famoso teniente Hamilton, gloria del ejército yanqui y salvación para nuestra familia.
      -         Encantado de conocerla y de verla tan alegre, lo que me hace suponer ha superado los males y peligros de su odisea.
      -         No creas, terció Lavinia. Ella es así, pero la procesión va por dentro.
           Tampoco con él fue muy explícita Mabel; y eso que, bien fuera por lo sabido de antemano, bien porque le resultase simpático, se colgó de su brazo, aduciendo debilidad, y colocó la sombrilla de forma que protegiera a ambos de los últimos rayos del sol poniente. Lavinia sonrió con resignación y se dispuso a escuchar el torrente de conversación fraterna, ocupando el puesto secundario que le correspondía, siempre que su hermana menor entraba en escena. Miles miraba de reojo a ambas, un tanto incómodo, asumiendo sus notables diferencias físicas. Antes de llegar a la casa Berry, ya había extraído una conclusión; más o menos, la misma de todos los chicos de buena familia de Dalton antes de la guerra: de no poder ser con Mabel, le gustaría casarse con alguna tan estilosa y atractiva como ella. Entre tanto, la recién retornada, indiferente a todo lo demás, ponía fin a su monólogo interminable:
      -         Bueno, ya hemos llegado. Seguro que mamá nos acecha tras los visillos. Hay que ver, Lavinia, que chico más callado has pescado. Mañana, caballero, les iré también a esperar y le tocará a usted hacer los honores de una brillante conversación.
      -         Eso será si el teniente no se busca alguna tarea a deshora, para librarse de nosotras, suspiró Lavinia, empleando un plural de mera cortesía.
      -         Haremos algo mejor, improvisó Miles con  dudoso acierto. Os invitaré a tomar un refresco en el porche de la señora Blunt. Aún no hemos celebrado mi ascenso, por no hablar del afortunado retorno de nuestra locuaz Mabel.
      ***
           Como preparado de propósito, Lavinia acompañó a la cocina a la señora Blunt, quien le iba a exhibir muy ufana su mermelada de arándanos. Mabel puso su mano sobre la del teniente y susurró:
      -         Me estoy quedando un poco fría. Demos un paseo.
           Miles se levantó y retiró la silla de su interlocutora. La noche había empezado a caer y una sutil neblina velaba el Rocky Face Ridge. Como acostumbraba, Mabel fue al grano:
      -         Miles, ¿a ti te interesa Lavinia?
      -         En cierto modo…, pero ¿por qué me lo preguntas?
      -         Pues porque está colada por ti, aunque no lo manifieste tanto como debiera. En cambio, tú no pareces muy atraído por ella. ¿Es cierto que tienes novia formal en Ohio?
      -         Pues sí aunque, con lo que puede durar esta guerra y sus peligros, la liberé de la palabra dada, al partir para el frente. Con todo, prometió esperarme y casarse conmigo -según me dijo muy enfadada-, aunque volviese sin cabeza.
      -         No le va a faltar razón porque, de hecho, ahora no sabes donde la tienes.
      -         No te entiendo.
      -         Me explicaré en un momento. Que yo sepa, vives entre la admiración por Lavinia, el afectuoso recuerdo de tu chica de Cleveland y… la atracción que sientes por mí.
           Miles, atónito por la sinceridad de Mabel, calló. Ella prosiguió:
      -         Soy un poco fresca pero no tanto como para hablar por hablar, o no respetar tus inclinaciones y sentimientos. Tampoco yo estoy exenta de vanidad y de anhelos de compañía. Presta atención y prométeme guardar secreto de cuanto te diga.
      -         Cuenta con ello. Ya me conoces.
      -         Pues bien, poco me importan los celos de Lavinia y estoy acostumbrada a levantar  tempestades en corazones generosos, como el tuyo; pero no quiero haceros sufrir ni despertar sentimientos de imposible correspondencia. ¿Sabes a qué me he dedicado en Atlanta desde que marché de casa el otoño pasado?
      -         Sinceramente, Mabel, me lo figuro.
      -         Y aciertas. Estábamos arruinadas y sin apoyo masculino de ningún tipo. Partí en busca de trabajo, digamos, decente, contando con la ayuda de familias conocidas pero, o no me acogieron, o me proporcionaron tareas de mínimo beneficio. En fin, de tumbo en tumbo, acabé en una casa similar a la de Madame Calhoun aquí –de la que, cuando menos, habrás oído hablar-. En apenas dos meses, pude enviar dinero a casa, con noticias mías lo más falsas posible. Luego…, en fin, por bisoñez propia o por malicia ajena, contraje una enfermedad que dio con mis huesos en la calle, tan pronto fue conocida de la vigilante patrona. Así que, ya ves, una vida marcada, o mejor, destrozada por ciento cincuenta dólares y un prurito de autonomía moral.
      -         ¿No has empezado a tratarte?
      -         Sabes que no hay nada que lo cure. Malviví en Atlanta, hasta que pude salir de allí y ahora, en Dalton, no me queda otra que aplicarme remedios caseros y fingir que padezco alguna enfermedad honesta, como la tuberculosis, por ejemplo.
      -         Podrías contar con la discreción del mayor Holden. Es un médico excelente y adora a Lavinia. Por nada del mundo le revelaría algo que pudiera dañarla.
      -         Deja eso ahora, Miles. Lo que quiero de ti es que, sabido lo que me pasa, te olvides de que existo y, si esa es tu intención, vuelques en Lavinia todo tu cariño, que ella, sin duda, merece.
      -         Pero, ¿y tú?
      -         Yo ya no existo, teniente Hamilton. El oficial nordista, mal que bien, rinde tributo a la vida. Mi hermana parece haber encontrado su energía en cuidar a los enfermos y heridos del enemigo. Y yo, la mujer fuerte y deseada, habré de ser la víctima de esta maldita guerra, y me rendiré a la muerte cuando encuentre demasiado insoportable la vida. ¿Primum vivere? No siempre.
           Dieron la vuelta, sin cambiar ni una palabra más. La señora Blunt y Lavinia llevaban un rato esperándolos. Aquella, quitando importancia a la tardanza, dijo no sé qué de la luna y el canto de un sinsonte. La hermana mayor se limitó a ejercer de tal:
      -         ¿Dónde te habías metido? Mamá estará impaciente.
           Y Miles:
               -  Después de todo, hoy es un día histórico. Los confederados han evacuado Atlanta.



      4.     ¿Vivir es lo primero?

           La conquista de Atlanta pareció traer un cierto descanso al improvisado hospital de sangre, en que se había convertido una parte del depósito de Dalton. No así en lo referente a armamento y material, como correspondía a las necesidades del luego famoso avance de las tropas de Sherman hasta el mar[15], que empezó a prepararse acto seguido. Lavinia tenía jornadas reducidas y su maltrecha salud se recuperaba a ojos vistas, como también la rotundidad de sus formas. En cambio, Miles cumplía con horarios de sol a sol, que prolongaba revisando una y otra vez los libros de registro y repasando las existencias de los almacenes. Su inmediato superior, nuestro conocido capitán Davis, llegó a alarmarse por su escualidez y le rogó aminorase la autoexigencia:
      -         A este paso, Hamilton, Sherman se va a arrepentir por haberte trasladado a ferrocarriles. No se puede ser tan riguroso. Si alguien se escaquea con un saco de botas, pues tal día hizo un año. La guerra está casi ganada y nos sobran medios.
      -         Has dado en el clavo, pero de todo lo contrario. Ya que el general ha querido beneficiarme, qué menos que hacerme digno de tal distinción.
      -         Anda, vete ya para casa o, mejor aún, ve a buscar a esas encantadoras damiselas de Secesh, que las tienes muy abandonadas últimamente.
           Incluso Miles hubo de convenir en que Davis tenía razón. Dejó a regañadientes la péñola en el escritorio, echó sobre sus hombros el tabardo para resguardarse del relente otoñal y tomó el camino de casa de las Berry, aunque pudiese estar mal visto presentarse a la puerta sin avisar. Siempre le quedaba la disculpa –cierta, por otra parte- de interesarse por la salud de Mabel.
           Le abrió la inevitable Beulah, que lo condujo, quieras que no, al viejo salón estilo chippendale. Al momento, desde el cuarto de estar sonó la voz argentina de la enferma:
      -         ¡Teniente, pase acá, que está aquí el frente!
            Mientras la señora Berry preparaba en la cocina la magra cena -¿no nos acompaña, señor Hamilton? Tenemos buenas noticias de Fred-, Mabel hacía de tripas corazón, cantando a su visitante las excelencias del otoño para sus dolencias, enconadas sin duda por los pasados calores veraniegos. Miles hacía como si la creyese, guardando para el final la batería de noticias que traía preparada. Al fin:
      -         Eres incorregible, Mabel, no me dejas meter baza. Presta atención, que va siendo hora de que me marche y tengo algo que decirte.
      -         Veamos que es eso tan importante.
      -         Primero: Tienes consulta pasado mañana con el viejo doctor Wayne. Lo he puesto al corriente de tu dolencia y vendrá a visitarte con toda clase de cautelas familiares.
      -         ¡No, si tenías que…! Pero, ¿no te he dicho? En fin, si ya le has hablado…
      -         Segundo: Señorita Berry, tengo el penoso deber de comunicarle que miss Dorothy Wade, de Cleveland (Ohio), ha decidido aceptar inmediatamente mi oferta de liberarla del compromiso y contraerá matrimonio las próximas navidades con mi primo Clement Hamilton, que me lleva catorce años y un par de millones de dólares.
      -         ¡Espléndido, teniente! No hay nada como la libertad, aunque duela.
      -         Y tercero: Tengo en proyecto una boda, para la que voy a precisar de su madrinazgo, ya que usted no desea ocupar en ella un lugar más destacado.
      -         ¿No será con alguien que yo conozco bien?
      -         … Y que, sin embargo, no parece conocernos bien a ninguno de nosotros dos.
           Mabel se echó a reír.
      -         Lavinia me ha tenido celos en ese aspecto desde que dejamos de llevar trenzas. Mejor dicho, no celos, sino la terrible desconfianza de la hermana mayor hacia la pequeña, al parecer, más agraciada. Y, cuanto más le interesaba un chico, más insegura e incordiante se volvía. Así que, con lo que te quiere, pues figúrate.
      -         ¿Entonces?
      -         Entonces, suponiendo que haya algún malentendido entre vosotros, no será otro que ese supuesto vitalismo tuyo, tan frenético como un anciano dormido, pero que ella no comprende y, por ello, teme. Al final, tú eres tan riguroso y comedido como ella, pero ciertas palabras…
      -         Ya, lo de primum vivere y todo eso. Pues lo siento de corazón: una cosa es llegar hasta el sacrificio alegre por los hermanos y otra ponerse estúpidamente ante los cañones enemigos con un sable en la mano y un caballo entre las piernas. Yo no elegí vivir en esta época, ni me alisté voluntario. Así que, si quiere que me gane una medalla degollando sureños, habrá de esperar a que las ranas críen pelo.
           Mabel estuvo riendo largo rato, de forma tan sonora, que su madre asomó por la puerta a ver de qué se trataba. Luego, sin esperar a saber el motivo, exclamó:
      -         ¡Dios le bendiga, teniente, por muy enemigo que sea! No le basta con devolverme a mis hijos, que viene además a alegrar a esta hija… a esta hija…
      -         ¡Pródiga!, completó Mabel con tal jocosidad, que las carcajadas hicieron  casi ininteligible la palabra pronunciada.
           Ya levantado para despedirse, Miles preguntó:
      -         Por cierto, ¿dónde está Lavinia?
      -   Hoy todo es divertido, como en una comedia inteligente. Resulta que tuvo esta tarde la idea de ir a visitar a la señora Blunt, que está ligeramente acatarrada. Para mí que quien verdaderamente le preocupa es uno de los huéspedes de la pensión.
           El teniente estampó un sonoro beso en la mejilla de Mabel y salió precipitadamente, sin  esperar acompañamiento. A lo lejos, por el camino, en sentido contrario, acertó a divisar una figura femenina que se le iba acercando.
      ***
           Pasó tres días sin casi saber dónde estaba, ni lo que hacía. Resultó que la dulce y amorosa Lavinia se había comportado de muy distinta  manera a la esperada por él. Es posible que lo quisiera muchísimo –como aseguraba su hermana-, pero lo cierto es que, si no le había rechazado, había sido poco menos. Luego, rumiando en la cama lo sucedido, o repitiendo sus frases entre las vías, Miles había acabado por convenir en que había sido un poco precipitado y que la joven tenía su parte de razón. Sobre todo, en lo de recibir con una mano la ruptura de compromiso y entregar con la otra las participaciones de boda, como quien dice. Era lógico que Lavinia se hiciese valer y le aconsejase, aunque con excesiva vehemencia, que se lo pensara, que el corazón no era un cuello al que se da la vuelta, ni las lides del amor debían concluir, como el reinado de los grandes de este mundo, con un el rey ha muerto; ¡viva el rey! Hasta ahí, todo aceptable, aunque la guerra tenía sus reglas y una de ellas era la de darse prisa en lo que hubiera de hacerse, pues nadie tenía la vida segura. Y, hablando de guerra, ahí es donde el teniente fruncía el ceño y discrepaba con vehemencia de ella. ¡Pues no le había echado en cara –o poco menos- lo de su recomendación y el resguardo en el ferrocarril! Que si vivir bien no lo era todo, que si tenía que tomarse las cosas más en serio. Claro, no se lo había dicho con esas palabras, pero se le veía el plumero. ¡Hasta ahí podíamos llegar!: meterse en su manera de afrontar la existencia, contradecirse flagrantemente. Lo que pocos o ninguno le habían reprochado, iba a criticarlo quien más lo amaba. ¿Qué quería, un marido vivo o un pretendiente muerto?
             Tal vez estuviese ahí el quid de la cuestión, en que no lo amase o, por mejor decir, le amase a su manera; desde luego, no lo suficiente. Miles se perdía, llegado a este punto, en un mar de dudas, cuya neblina diluía todas las certezas que Mabel le había forjado. ¿Qué había dicho Lavinia? Sí, eso es, que también ella sentía lo mismo, o algo muy parecido. No parecía una chica falaz ni casquivana, desde luego, pero vaya una forma de recibir una proposición de relaciones, de acoger la declaración de un joven como él, serio y de buena posición. Ni que fuese la Venus de Milo. Aunque, a fin de cuentas, él no dejaba de ser un desconocido, enemigo de guerra, y lo habían recibido con los brazos abiertos o, cuando menos, como a cualquier vecino o amigo. Ya, pero también él había hecho mucho por su familia y ellos se habían dejado querer. Ellos…, la madre, los hermanos y Mabel. ¡Qué diferentes serían –habrían sido- las cosas, si Mabel hubiese estado sana! Ella sí que lo entendía bien, como un alma gemela, una chica sin absurdos miramientos, franca e inmediata.
           Mabel. ¿Y si todo hubiese sido urdido por ella, haciendo de hada madrina, de hermana buena? ¿No era Mabel la que le había apartado de ella, la que tenía a Lavinia por poco avispada con los chicos, quien le había pintado la situación de color de rosa, asegurándole el amor de su hermana? ¿Y si todo hubiese sido un camelo, una cesión del pretendiente, ya que ella no podía aprovecharlo?
           Esa ebullición duraba ya tres días. En casos similares, Miles habría resuelto más pronto el problema y tomado una decisión, buena o mala, pero rápida y acomodaticia, como cuadraba con su forma de ser. Esta vez, la cosa debía tenerla por crucial, ya que seguía yendo y viniendo por el dormitorio, desvelado, y cuatro o cinco veces había llegado a las inmediaciones de la casa Berry, para otras tantas virar en redondo. Ya que Mabel había tenido la culpa de que él abordase en falso a Lavinia, ¿no tendría ella la solución? ¿No podría ayudarle o, incluso, tomar por él la decisión correcta? Siempre ven más cuatro ojos que dos y, de equivocarse, no sería únicamente suya la responsabilidad.
           Desde la oficina improvisada, en que se había refugiado ante la fuerte lluvia cuyas ráfagas traía el viento del nordeste, el teniente escudriñaba los andenes. No cabía duda, ningún soldado enfermo, ninguna camilla. Al comenzar la mañana, había hecho por encontrar al mayor Smallpox para sonsacarle con astucia:
      -         ¿Qué hay, Holden? Mal día, ¿eh?
      -         Psch, lo que es de esperar a mediados de octubre.
      -         ¿Tienes tarea?
      -         Nada, Miles: ni enfermos, ni enfermeras.
           Verdaderamente, el mayor había llegado a conocerlo bastante bien.
      ***
            A eso de las nueve y media, se recibió un telegrama desde el depósito de Tilton, poco más al sur. De manera imprevista, las fuerzas unionistas estaban a punto de entrar en lucha con tropas mucho más numerosas de la Confederación. El jefe de la pequeña guarnición, teniente coronel Archer, pedía refuerzos.
           El coronel comandante de Dalton se encontraba en cama con un fuerte ataque de ciática. Fue el mayor Vincent quien dio las órdenes oportunas:
      -         Es de esperar que también nos ataquen en Dalton, pero lo primero es auxiliar a nuestros compañeros. Que salga una locomotora con un par de vagones, para transportar a la compañía C. Es lo más de que podemos permitirnos disponer.
           Hamilton se apresuró a dar las oportunas órdenes para poner inmediatamente a punto el convoy. El capitán de la C le informó brevemente:
      -         Los rebeldes, al abandonar Atlanta, han decidido dirigirse hacia el norte, contra todo pronóstico. Como los manda el loco de Hood[16], vete a saber lo que pretenden. El caso es que, tras unos movimientos confusos, han girado hacia el noroeste y vienen contra nosotros. Seguramente tratarán de destruir la línea férrea todo lo que puedan, antes de presentarse en Chattanooga, o tomar por el valle del Tennessee.
      -         ¿Y de cuántos hombres podemos estar hablando?
      -         De todo un Ejército, unos cuarenta mil en total. No anduvo muy listo Sherman al intentar coparlos.
      -         Pues si son tantos, ya podemos rezar.
      -         Es de suponer que también los nuestros contramarchen, pero parece que no les dará tiempo antes de que seamos atacados.
           Hamilton tomó la decisión de modo fulminante. Cogió sable y capote y corrió hacia la locomotora aprestada. A mitad de camino, paró en seco y siguió corriendo hacia el dispensario del mayor médico:
      -         Holden, me voy a Tilton con la tropa.
      -         ¡Pero qué demonios! Puedes ser más necesario aquí mañana, a más tardar.
      -         Lo tengo decidido. Va a ser un viaje muy duro y hace falta un especialista.
      -         Entonces, ¿le digo algo a Lavinia?
           Era de lo que se trataba pero pareció como si, al oír aquel nombre amado, Miles perdiese el hilo de sus pensamientos. Quedó como alelado, hasta que lo despertó el pitido de aviso de la máquina. Luego:
      -         Dile…, dile… que voy a ganar para ella la Medalla de Honor[17].
           Smallpox lo vio alejarse, saltando vías y charcos. Meneó la cabeza filosóficamente y gruñó:
      -         Los más listos resultan a veces los más torpes.


      5.     Epílogo

          No hubo Medalla de Honor, pero sí ascenso a capitán a título póstumo. Los trescientos de Tilton, incluida la compañía C, resistieron durante varias horas a parte de una división confederada, dotada de artillería, la cual acabó por decidir la lucha. Esas pocas horas del 13 de octubre de 1864 resultaron decisivas para que los rebeldes hubieran de dejar el asalto a Dalton para el día siguiente, permitiendo a las fuerzas de la Unión reforzarse  y resistir con éxito. Otros rebajan las consecuencias de la batalla del blocao de Tilton, entendiendo que de nada le servía a Hood apoderarse de Dalton, cuando lo que pretendía era coger, hacia el oeste, el camino más recto y cómodo para Alabama. Pero eso es ya Historia, con mayúscula, en la que –por descontado- el teniente Hamilton no tuvo la oportunidad de participar. Una carta redactada por el estado mayor de Sherman, pero firmada por el propio Cump, lo acredita:
           …Su hijo asumió por propia decisión y con valentía tareas que excedían el cumplimiento de su deber, encabezando la carga del depósito de Tilton, que finalizó con éxito, al alcanzar los refuerzos el fortín en que ya combatían sus compañeros del 17º de Iowa. La última imagen que de él tuvieron sus hombres fue la de lanzarse, sable en mano, contra una pila de balas de algodón, desde la que estaban eficazmente disparando soldados del Ejército de Tennessee. Lamento profundamente que su cuerpo no haya podido ser encontrado, para darle sepultura con los honores que merece.
           Lo de atacar a un grupo de tiradores selectos y bien atrincherados armado de un sable, es –si se me permite decirlo- impropio de la misma persona que no juzgaba sensato ni digno de ella el hacer la guerra con un caballo entre las piernas; a no ser, desde luego, que tuviese miedo a los equinos. Tampoco está clara la cuestión menor del paradero del cuerpo del teniente. Cuentan que, dos días después del combate de Tilton, una joven cargó un cadáver en una carreta, auxiliada por dos criados negros, y lo trasladó hasta el cementerio de Dalton, ya libre del acoso confederado, donde le dieron tierra, si no con honores, sí con profundo afecto. De común acuerdo, quienes cumplieron con esta obra de misericordia decidieron no colocar sobre la tumba lápida alguna, ya fuese para evitar habladurías de guerreros de alcoba, ya para conservar al muerto eternamente cerca de sí. Aunque no sé si alguna de las hermanas Berry aceptaría la referencia a la eternidad, a juzgar por el breve diálogo que hubo entre ellas la tarde del sepelio:
      -         Yo tuve la culpa de todo. Nunca, jamás, podré perdonármelo.
      -         Querida, siempre y nunca son palabras de ángeles. Los hombres hemos de  conformarnos con menos.
           Quizá sea así, pero hay quienes hacen todo lo posible por cambiarlo. Sin ir más lejos, un lejano pariente de nuestro Miles Hamilton, llamado James Wolverton, que también sirvió a las órdenes de Sherman como teniente, en el 9º de Caballería de Indiana, tuvo una felicísima idea para casi inmortalizar el recuerdo del Carnicero de Georgia. Ello fue que, ejerciendo de naturalista en la vida civil, bautizó como General Sherman al mayor ejemplar de secuoya gigante que encontró en el Giant Forest californiano[18], allá por 1879. El espécimen –felizmente vivo hasta la fecha- está considerado como el ser vivo con mayor biomasa de toda la Tierra –unas 1.250 toneladas- y con una longevidad superior a los dos mil doscientos años.
           Así que el General Sherman, adalid de la muerte, pervivirá siglos después de que nadie se acuerde del Teniente Hamilton, paladín de la vida. Eso, claro, si este modesto y oscuro relato no hace perenne su recuerdo en la memoria de los lectores. Amén.





      [1] Apenas hace falta aclarar que nos hallamos en plena Guerra de Secesión americana (1861-1865), ni que los Grant y Sherman del relato son los personajes históricos Ulysses S. Grant (1822-1885) y William T. Sherman (1820-1891). Haré mayores precisiones en notas sucesivas.
      [2] Apodo con el que era generalmente conocido familiarmente el general Sherman.
      [3]  Mayor General John M. Schofield (1831-1906), jefe del Ejército de Ohio durante la campaña de Atlanta.
      [4] Dalton fue abandonado por los sudistas el 12 de mayo de 1864. Constituía ya en aquel tiempo un nudo importante de comunicaciones por tren, gestionado por la compañía Western & Atlantic Railroad. La hoy ciudad (city) es capital del condado georgiano de Whitfield.
      [5]  Evidente apócope de rebel, expresión corriente de los nordistas para aludir a las gentes del Sur.
      [6]  Antietam (1862), Chattanooga (1863): importantes y sangrientas batallas de la Guerra de Secesión.
      [7]  Braxton Bragg (1917-1876), general en jefe confederado, destituido tras la derrota de Chattanooga.
      [8]  La toma de Marietta y el paso del río Chattahooche, episodios de duros combates en la campaña por la conquista de Atlanta, capital de Georgia.
      [9]  Importante ciudad de Tennessee, fronteriza con Georgia, que jugó en papel estratégico de primer orden en la campaña de Atlanta y la subsiguiente de la Marcha hacia el mar.
      [10]  Conocida variante familiar por Dorothy, es decir, Dorotea.
      [11]  Importante ciudad y puerto de Georgia, en poder aún de la Confederación, hasta la Navidad de 1864.
      [12]  Es decir, Caballería de los Estados Unidos.
      [13]  Indudable apodo, ya que smallpox significa, según el contexto, viruela o varicela.
      [14]  Fácilmente traducible por vivir es lo primero, o algo similar.
      [15] Marcha estratégicamente muy importante, que llevó desde Atlanta a Savannah, en noviembre y diciembre de 1864, a un ejército nordista de unos 70.000 hombres, comandado por Sherman, destruyendo a su paso cuanto encontraban de interés militar para los confederados.
      [16]  John Bell Hood (1831-1879), teniente general de la Confederación. Tras defender Atlanta contra Sherman, hubo de retirarse de ella con su ejército de Tennessee, de unos 40.000 hombres, iniciando una sorprendente maniobra estratégica de contraataque, que concluyó con las completas derrotas de Franklin y Nashville (noviembre-diciembre de 1864), tras las cuales sus tropas, reducidas a unos 10.000 hombres, se retiraron a Mississippi, donde el ejército se deshizo (febrero de 1865).
      [17] Alta condecoración militar estadounidense, que empezó a concederse en la Guerra de Secesión, siendo sus primeros recipiendarios los héroes unionistas del famoso episodio de la caza de la locomotora General, inmortalizado a su modo por el genial Buster Keaton (The General, 1926).
      [18]  El lugar está situado dentro del Sequoia National Park, condado de Tulare (California).