sábado, 25 de febrero de 2012

EL ANIVERSARIO


El aniversario
Por Federico Bello Landrove
     Esta es una historia de amor en tiempo pasado, hecha de casualidades y de recuerdos. El hilo conductor es la cháchara impertinente de un camarero y su leit-motiv, la conocida canción de Mecano, El siete de septiembre. Con tales mimbres, he confeccionado este cesto, que espero lean sus involuntarios protagonistas, Luisa y Santi, sacando de ello la pertinente, y prudente, lección.

     La música ambiental nos traía las notas y palabras de la grata canción de Mecano. En aquel tiempo, el famosísimo grupo de los años ochenta había pasado a la historia, pero los allí presentes recordábamos aún con nitidez sus más famosas canciones. De hecho, Paco, el camarero, mientras me servía el chocolate a la francesa de la tarde, pronunció estas cuatro palabras:
-         El dieciséis de abril.
-         Querrás decir El siete de septiembre [1].
-         Quiero decir lo que he dicho. Para mí, es el dieciséis de abril y lo será siempre.

     Me picó la curiosidad y quise tirarle de la lengua, pero Paco era inflexible cuando había parroquianos a quienes atender:

-         ¡Marchando!... Lo siento, don Felipe, si quiere que le dé tema para otro cuento, venga mañana a eso de las diez y le atenderé con mucho gusto.

     Ni que decir tiene que hice un hueco en mi agenda y acudí a la cita. La cafetería estaba prácticamente vacía y los camareros holgaban a modo. Paco me sugirió una mesa al fondo del local, medio oculta por un machón, y dio comienzo a su relato, mientras yo daba cuenta de café y cruasán.

***

-         Ya sabe usted que soy camarero de toda la vida. Quiere decirse que, antes de ejercer aquí, he pasado por otros cuatro negocios, si no me falla la memoria. En el que más tiempo estuve fue en la cafetería Salanova, en los soportales, con fachada en chaflán al lateral del Ayuntamiento. La recordará, sin duda: era grande, luminosa, con dos plantas, muy concurrida…
-         Lo siento, Paco, no creo haberla conocido. Sólo hace seis años que vivo en Castellar.
-         Claro, siendo así, no pudo. Cerró hace cosa de diez años. Luego pusieron una sucursal bancaria y ahora…
-         Quedábamos en que habías trabajado durante muchos años en esa empresa.
-         Cierto. Era muy frecuentada por los estudiantes, en especial, por las tardes. Allí fue donde los conocí. Claro, al principio no me fijé, y eso que soy buen fisonomista, pero luego, al convertirse en parroquianos…
-         O sea, que eran un par de universitarios.
-         No me interrumpa, don Felipe, por favor, que pierdo el hilo. En efecto, era una parejita muy apañada. Él, estudiante de Medicina, vasco, algo rubio, espigado, muy serio. Ella, poquita cosa, pero muy guapa, de Filosofía y Letras, como casi todas en aquella época. No sé si decirle los nombres auténticos…
-         Como quieras, Paco. En cualquier caso, cuenta con mi discreción. Yo no los haré constar en mi historia.
-         Vale. Pues Santi y Luisa venían por aquí, vamos, por Salanova todas las tardes, no siendo en época de vacaciones y los fines de semana. Ella era, o es, castellarense, pero el chico viajaba con frecuencia a las Vascongadas –como entonces se las llamaba- para visitar a su familia y acopiar provisiones. Debía sentir nostalgia de su tierra, del verde, como él decía. Se les veía muy enamorados, pero muy serios. Ya sabe, un cafetito corto, haciendo manitas por debajo de la mesa, y poco más. Muy educados. Con decirle que me trataban de usted y me dejaban propina, cosa insólita en los estudiantes…
-         Abreviando, Paco, que tengo una visita a las once. Y perdona que yo no sea tan mirado como Santi y Luisa.
-         Pero me deja buenas propinas, así que no me voy a disgustar con usted. Bien, a lo que iba. Un buen día, al empezar el curso, apareció por aquí Santi solo; y así, otro día, y otro… Luego, vino con chicos. La tarde que apareció con una moza, desconocida para mí, no pude más y le abordé cuando ella se levantó al servicio: Pero, Santi, ¿qué ha sido de Luisa?  Las cosas del querer –me contestó, así como suena-. Lo hemos dejado pero estate tranquilo: de forma muy correcta y hemos quedado a bien. No necesité más para darme cuenta de que había sido ella quien había cortado y que Santi todavía no se había percatado de lo grave de la situación…
-         ¡Caramba, Paco! Eso sí que es tener pesquis. Ni que fueras psicólogo.
-         Ya verá, ya. El caso es que me atreví a decirle: No te precipites, Santi. Volvedlo a hablar. Se os veía muy unidos. Iba a contestarme, cuando regresó su acompañante y, como es lógico, me retiré acto seguido. No debió sentarle bien mi observación porque no volvió por la cafetería.
-         Elemental, Paco; aunque tal vez lo hiciese, no por tu entremetimiento, sino porque le recordabais, el lugar y tú, su amor perdido.
-         Va a resultar que el psicólogo es usted, don Felipe. El caso es que Santi estaba en su último curso. Así que lo acabó, desapareció de Castellar. A Luisa la vi por la calle en alguna ocasión, pero hizo como si no me conociera. Da igual. El hecho es que ella sí ha seguido viviendo en Castellar todo el tiempo, o casi.
-         ¿Y es eso todo? Pues vaya birria de cuento que me va a salir con semejante argumento.
-         Pero si apenas estamos empezando –replicó con una sonrisa maliciosa-. Claro que, si tiene que marcharse…
-         Son las once menos veinte. Te daré de margen hasta las once y que Dios me ampare contra la bronca de mi jefe.
-         Espero que le merezca la pena.

***

-         Pasaron ocho o nueve años y, una tarde de primavera, ¿quién dirá usted que reapareció?
-         Santi el vasco. Y hasta estoy por asegurar que era el 16 de abril.
-         ¡Corcho, don Felipe! Es usted un lince. Efectivamente, Santi y en 16 de abril. Solo que yo entonces no paré mientes en la fecha, sino en la persona. Como sería, que hasta nos dimos un abrazo. Estaba bastante más grueso y empezaba a ralearle el cabello. Por lo demás, tal cual, como de estudiante. Me contó que ejercía de pediatra en Baracaldo, que se había casado y tenía dos niños. Sin que yo le preguntase nada al respecto, me dijo que había vuelto a Castellar para saludar a algunos profesores y condiscípulos, aprovechando para visitar algunos lugares de su predilección. Ya sabes, el Campo, la calle Santiago y, por supuesto, el Salanova y a mi buen amigo Paco. Eran poco menos de las cinco; así que la cafetería estaba prácticamente llena. Procuré acomodarle en una mesa cerca de la de antaño y tuve que dejarlo, pues la clientela urgía. Estaría cosa de una hora, leyendo y releyendo un ABC que traía. Cuando le pareció, se levantó y vino hacia mí; me pidió el número de teléfono de la cafetería, que anotó en el periódico, me dio otro abrazo y con un hasta más ver, salió a la calle y desapareció durante un tiempo.
-         ¿Hasta el siguiente dieciséis de abril?
-         Justamente. ¿Fácil, no? Lo que seguro no adivina es que, un par de días antes, me telefoneó para que le reservase la mesa suya de estudiante para las cinco de la tarde, más o menos. Caprichoso –pensé-.
-         Sí, un verdadero sentimental  -apostillé, fingiendo un bostezo-.
-         Ese día estaba el negocio menos movido que el año anterior y decidí observar a Santi a mi sabor. Para empezar, me percaté de que lo del periódico era una manera de fingir. A cada momento, bajaba el ABC y escrutaba todo el primer piso de la cafetería, mirando finalmente hacia la puerta de entrada. Y, para esto último, la mesa estaba perfectamente situada.
-         Concluyendo, Santi era un sentimental práctico y el ABC su diario de camuflaje, no por ideología, sino por facilidad de manejo.
-         ¡Cómo es usted, don Felipe! Lo ha resumido en dos palabras.
-         Lo que tú no eres capaz de hacer, ni aunque te maten. En fin, estoy dispuesto a llegar hasta el fin, cueste lo que cueste. Con tal que hagan lo mismo los futuros lectores de tu historia interminable…

***

-         Lo del 16 de abril se convirtió en una rutina. El año en que se puso de moda la canción de Mecano que oímos ayer, me dio pie para atreverme a lo que no había intentado hasta entonces, por respeto a Santi, ya todo un don Santiago, y porque él no me había dado ninguna oportunidad. Me acerqué con un café no solicitado y se lo puse sobre la mesa, a la vez que retiraba la taza vacía. Invita la casa, le dije. Y luego: Don Santiago, tal vez tendría usted más éxito si, en vez de venir por aquí el dieciséis de abril, se pasase el siete de septiembre. Me miró con cara de bobo, como si no entendiese. Sí, hombre, sí, el siete de septiembre, como en la canción de Mecano. Entonces pareció comprender, sonrió y me replicó, literalmente: Hay llamas que ni con el mar [2]. Pero se ve que el río de Castellar es más poderoso que el Cantábrico.
-         Muy metafórico, Paco. ¿Y cuántos años estuvo viniendo por Castellar el frustrado apagafuegos eróticos?
-         Yo calculo, así a ojo, que unos dieciocho o veinte. No recuerdo cuál fue el primero. El último fue cuando lo de Vicentín.
-         ¿Vicentín? ¿Qué pinta ese tipo en nuestra inacabable historia?
-         Vicentín era un camarero de la cafetería; bueno, en realidad, un estudiante amigo de uno de los hijos del jefe que, en momentos de apuro, ayudaba y se sacaba unos buenos duros. Supongo que sería, más por darse caprichos, que por necesidad. El hecho es que, ese último año, el 16 de abril cayó en Viernes Santo y se puede figurar el follón que teníamos, de turistas y amigos de las procesiones. Vicentín vino a echarnos una mano y se me ocurrió comentar con un compañero veterano lo de don Santiago y el día de marras. Vicente debió de cogerlo al vuelo y así quedó la cosa. Así, hasta el día siguiente, cuando recibí una llamada en la cafetería, de parte de la madre del muchacho. ¿Quién dirías que resultó ser?
-         Tengo una ligera sospecha.
-         Exacto: Luisa, la antigua novia de Santi. Según ella, se trataba de darme las gracias por lo bien que me portaba con su hijo pero, en el fondo, lo segundo era lo primero: sonsacarme acerca del caballero del 16 de abril. Yo le dije: Luego tú también te acuerdas de la fecha. Y ella: Ese también me basta. No necesitas aclararme más. ¿Qué le parece?
-         Me parece que la cosa, por fin, se está poniendo muy bien para el año siguiente.
-         Lo que pasa es que no hubo año siguiente.
-         ¿Cómo?
-         Bueno, haberlo lo hubo. Pero ya no estaba la cafetería Salanova.

***

     A estas alturas, las once habían pasado, pero no era cosa de dejar a Paco con el desenlace en la boca. Hice, pues, acopio de paciencia y le dejé proseguir.

-         … Pero, antes, he de informarle de lo que sonsaqué a Vicentín, como quien no quiere la cosa. Resultó que su madre, Luisa, después de quince años de matrimonio y tres hijos, se divorció de su marido, un mal bicho que la tenía con la pierna quebrada y en casa; literalmente, pues la pegaba con frecuencia. La pobre mujer, en cuanto los hijos fueron un poco mayores, se divorció y sacó a la familia adelante, dando clases particulares y cuidando ancianos. Luego, aprobó las oposiciones de maestra y se empeñó en dar carrera a los hijos. A juzgar por Vicente, le salieron buenos y responsables.
-         Ahí tienes la razón de su empleo eventual en la cafetería.
-         Por poco tiempo pues, de la noche a la mañana, los Salanova recibieron una millonaria oferta del Banco Leonés y cerraron el negocio, poniéndonos a los empleados en la calle con una modesta indemnización.
-         ¡Vaya por Dios! Entonces, Santiago y Luisa…
-         Todo lo que sé es que él me llamó en abril, como todos los años, y hube de decirle que la cafetería había cerrado y andaban de obras para convertirla en una oficina bancaria. Colgó en el acto y hasta ahora.
-         Pero, alma de cántaro, ¿no le dijiste nada de lo de Luisa? Estoy por asegurar que ella se apostó en la acera de enfrente el 16 de abril a las cuatro y media, y estuvo soñando y suspirando por él hasta las tantas.
-         Puede darlo por hecho, porque, al estar aún en paro, yo me pasé por los soportales y la vi. Bastante estropeada, pero era ella, sin duda ninguna.
-         Desde luego, Paco, tienes la sangre de horchata.
-         ¿Y quién me manda a mí meterme a redentor en la vida de nadie? Yo ya conocía la situación de Luisa, pero no la de Santi. Lo más probable es que siguiese casado y con una familia que dirigir.
-         Eso no es inconveniente. Ya has oído a Mecano: los lazos están rotos y la relación se acabó, no obstante lo cual, se siente ilusión ante el aniversario y algo sigue vivo en el amor. Eso es lo civilizado, mi carpetovetónico camarero.
-         Ay, don Felipe, que me quiere usted liar. Eso que cantan no es otra cosa que vivir con los recuerdos. Eso podemos hacerlo todos sin vivir de los recuerdos, que es algo muy distinto y, a mi parecer, muy peligroso.
-         ¿Y si yo descubro el pastel, en el improbable caso de que Santi y Luisa  lean mi cuento?

     Paco se levantó, guiñó un ojo y, ¡al fin!, concluyó, con estas palabras:

-         Eso es problema suyo. Yo ya he cumplido con mi parte.





[1]  Título de una de las más conocidas creaciones de Mecano, aparecida en 1991, poco antes de la casi definitiva disgregación del trío (1992). Su autoría precisa se asigna a Nacho Cano, uno de los dos hermanos compositores del conjunto.
[2]  Verso de la canción aludida, más comprensible si lo unimos a toda la estrofa: Y, aunque la historia se acabó,/hay algo vivo en ese amor;/que, aunque empeñados en soplar,/hay llamas que ni con el mar.

sábado, 18 de febrero de 2012

NOVELA DE UNA VIDA


Novela de una vida
Por Federico Bello Landrove
     En la línea de la literatura dentro de la literatura (tan querida de Borges) y en la más personal de extraer de las canciones ejemplos y comparanzas, planteo este relato de amores antiguos y desamores trágicos, al son de dos canciones de siempre y al ritmo de las olas del mar del exilio espiritual. Espero que no les resulte triste en demasía.

     La cena de gala en el Ocean Club International  en honor de la escritora Violeta Cifuentes había llegado a los postres. Quiere decirse que faltaba por tomar el plato más indigesto, a saber, el de los discursos protocolarios en lecho de champán con un toque de cayena. Esta vez le había tocado a ella ser el centro de atención, en la medida en que el premio Tauro, ofrecido por la importante editorial del mismo nombre, había recaído sobre su novela El fuego del atardecer, publicada el otoño anterior con tal éxito, que iba ya por la tercera edición. Digamos, para quienes lo desconozcan, que era un 21 de abril, fecha señalada para la entrega anual de dichos premios, por cuanto que el signo zodiacal  de Tauro dicen que entra en tal día.
     Le había tocado asistir a muchas cenas parecidas a esta, solo que en honor de otros escritores o colegas; por tanto, siendo ella quien flotase en el lecho espumoso y pusiera el toque de pimienta sobre los lauros ajenos. Pero hoy, por más que tuviera la boca seca y sintiese la llamada del Pacífico desde los ventanales a su espalda, no tenía más remedio que mantenerse completamente sobria y prepararse para contestar a los ditirambos con su radicalidad proverbial.
     Y no es que fuese su primer premio, ni que la abrumase el lujoso vestido rozagante de seda cruda color terracota, con generoso escote palabra de honor y llamativa falda pantalón acampanada. Pero la profesora famosa, la inmigrante de fonética mestiza, la escritora de muchos libros de tirada corta, comprendía que había llegado a la meta, en más de un sentido: por no referirse a la edad –que siempre trae mala suerte-, aludamos al éxito de crítica y público en todo el ámbito centroamericano. Y no era más que el principio. Con la aquiescencia de la editorial panameña, ya había gestionado la publicación, a cargo de otras firmas, en Argentina y España, donde esperaba alcanzar una acogida igualmente halagüeña. Tan contenta estaba –y tan jugoso era el premio en lo económico: diez mil balboas-, que había tenido el arranque de mandar a sus padres los billetes de avión; y ahí los tenía, en la primera mesa a mano derecha, justo entre su amiga Bernardina y el profesor Agero, su segundo en la cátedra. Los años no pasaban en balde, pero aún se los veía lozanos y elegantes, orgullosos de… Un momento, dispensen, que está a punto de concluir su perorata el rector de la Universidad, presidente del jurado del premio y factótum de la editora convocante:
-          … Y así, la doctora Cifuentes, mi ilustre colega y amiga, nos ha dado, una vez más, una brillante lección de la forma más sencilla y personal de hacer literatura: escribir la novela de su vida.
     Los aplausos, entusiastas, acompañan el final del tópico discurso, enardeciéndose cuando el orador ha recibido de una azafata los símbolos del premio, incluido el talón bancario, que entrega al pie del atril de los oradores a Violeta, quien apenas ha tenido tiempo de llegar hasta ahí, víctima del nerviosismo y de los tacones. Acoge con agrado la medalla, el diploma y el cheque y, bastante menos efusiva, los besos rectorales. Luego, posa los dones en el lugar que hubiese correspondido a las cuartillas de la improvisada alocución y, según costumbre, inicia sin guión sus palabras, tomando pie en las finales de su predecesor:
-          Dice el profesor Rivarola que mi obra es el reflejo de mi vida y, por supuesto, tiene razón, salvo en un caso: el volumen de relatos eróticos que publiqué allá por 1987, el cual resultó fruto de la ensoñación y las lecturas ajenas, más que de la propia experiencia. Por lo demás, mi existencia ha sido tan dramática e intensa, que no he tenido que fantasear o exagerar mucho para convertirla en novelas. En cualquier caso, el libro que la editorial Tauro tan generosamente me ha premiado, y el público panameño –y de otros países- acogido, es algo más que una vida hecha argumento literario. He pretendido que resultase una reflexión dialogada sobre algunas cuestiones intemporales, en particular, la perennidad e irreversibilidad del amor…
     La escritora premiada prosiguió durante pocos minutos más. Su conclusión no dejó de llamar la atención, tanto del auditorio, como de los reporteros que cubrían el acto:
-          No soy quien para decir si el premio ha sido, o no, merecido pues nadie es buen juez de sí mismo. Pero lo que nadie negará es que resulta justo por un concepto: Tauro es mi signo zodiacal. Según una de tantas páginas web dedicadas a la astrología, el hombre que quiera a una mujer tauro la tiene que adorar y tratar como a una reina, ya que le gusta tener esa sensación. Yo la tengo en este momento por la gentileza de la editorial, por la acogida de los lectores, por la presencia cálida de ustedes. Así que –concluyo- soy una mujer escritora plenamente realizada, con arreglo a mi carta astral. Y ¿quién soy yo para llevar la contraria a los planetas?
     Concluido el sofocón, Violeta estuvo tentada de salir corriendo a la terraza buscando soledad y frescor, y a ver rielar entre las olas el ascua de luz que formaba la silueta del Tower Hotel. La tarea habría resultado imposible pues se le echaron encima amigos y periodistas. Así que, haciendo de la necesidad virtud, repartió por igual codazos y disculpas, se arrimó a duras penas hasta la mesa de sus padres y, con el razonable pretexto de su cansancio, tomaron los tres el camino de la salida, con la ayuda de algunos íntimos y de un par de policías francos de servicio, antiguos alumnos de la profesora Cifuentes. En la ostentosa limusina puesta a su servicio por la editorial, su madre, emocionada, le comentó:
-          Hija, esta es la noche de tu consagración. ¡Cuántos sinsabores y cuánta lucha para llegar hasta aquí! Tu padre y yo estamos emocionados y orgullosos.
-          Gracias, mamá, sí que ha merecido la pena; al menos, para teneros a mi lado. Pero siento que esta velada y el premio no son solo míos. Falta alguien y estoy en deuda con él.
***
     Apenas durmió aquella noche. El implacable y madrugador sol tropical se insinuó por entre las rendijas de la persiana con tal luminosidad, que saltó de la cama y, así como estaba, abrió de par en par los postigos, se protegió apenas con las gafas de sol y salió a la amplia terraza de su dormitorio, desde la que se avistaba el mar en la lejanía. Aspiró con deleite el aire matinal, aún fresco, y se acodó en la barandilla durante unos instantes. Luego sintió un escalofrío, entró en su cámara, cubrióse con una bata y se encaminó al salón, para hacer tiempo de preparar el desayuno familiar. Sobre la mesa baja que cerraba el tresillo aún permanecía el ejemplar de su premiada novela, plagado de señales y subrayados, presto a servir de material de trabajo para la edición corregida y prologada, que preparaba para el público de su nativa España.
     Se sentó con el libro entre las manos y le vino inmediatamente a la cabeza la afirmación del rector: la novela de su vida. Era cierto. Por más que hubiese utilizado la técnica de narrarla en primera persona, con un hombre como confidente de los lectores, aquel texto estaba amasado con las vivencias, los dolores y los combates de ella. Incluso, no acertaba a precisar la razón última por la que, colocando su personaje en un segundo plano hasta el final de la novela, había contado esta a través de su constante enamorado... Pero creo que es llegado el momento de dejar a Violeta con sus pensamientos y resumirles a ustedes el tema de El fuego del atardecer, entre otras cosas, por si quieren una introducción a ella antes de comprarla o de leerla.
     El libro trata de un tema muy trillado: Un amor juvenil contrariado y fallido que, por la fórmula de un clavo saca otro clavo, se convierte en una insensata carrera por salir del vacío y la tristeza con otras personas, en el fondo, meros sucedáneos de las iniciales. De ahí, en un conseguido giro narrativo, nos colocamos cuarenta años después, de la mano del doncel –ahora talludito médico de familia-, quien, por razones que no vienen al caso, decide aprovechar un congreso profesional en tierras americanas, para reencontrarse con su antiguo amor en términos de amistad. A fin de que tal encuentro sea posible y fructífero, el doctor pone en marcha los mecanismos oportunos para acopiar información  de la vida y milagros de su ex –llamada Margarita en la novela, en clara transposición de la Violeta de la realidad- y se le viene el mundo encima. Nuevo giro narrativo, en forma de sucesivos saltos atrás, para poner de manifiesto los episodios más dramáticos en la vida de la protagonista, todos ellos nacidos de la primitiva ruptura sentimental y de la alternativa amorosa elegida por ella. Como en el aleteo de la mariposa, de tan nimia causa, perdida ya en el tiempo, se van deduciendo efectos terribles, junto a otros afortunados, que la víctima parece haber superado con éxito, aunque a costa de su felicidad personal y familiar, así como de la acrimonia de su carácter. El narrador va contrayendo un pesado sentimiento de culpabilidad, tanto mayor, cuanto que su vida –por el contrario- ha sido francamente placentera en todos los sentidos, incluso el sentimental. De la culpabilidad, pasa al arrepentimiento y, de este, a una especie de compromiso moral de recuperar en lo posible el tiempo perdido y apoyar cuanto esté en su mano a la mujer ahora casi desconocida a la que, por error y cobardía, dejó marchar en su primera juventud.
     La novela –como si sugiriese una improbable continuación- concluye subiendo el médico al avión para el vuelo transoceánico, que puede cambiar, para bien o para mal, esas vidas en su ocaso (de aquí, lo del fuego del atardecer), mientras en perfecta sincronía, Margarita, ya convertida en una señora profesora y literata, monta en la limusina que ha de llevarla a Ciudad de Panamá para recibir el premio que la consagra como escritora grande y famosa. Su sangre se ha hecho tinta y su vida, novela. Es obvio que no habría pasado lo uno sin lo otro. La cuestión es –y así concluye la novela- ¿ha merecido la pena?   
     Hasta aquí, mi digresión, seguramente inoportuna. Sigamos ahora, por unos momentos, con las lucubraciones de la Cifuentes, que, por concentración o soledad, van convirtiéndose en soliloquio:
-          No sé hasta qué punto tiene sentido que retoque la edición española, a fin de que él no se sienta aludido, ni nos identifiquen los conocidos. Nada creo reflejar en la novela que lo perjudique o censure, aunque pueda estar felizmente casado. Y, de otra parte, ¿quién me conoce ya a mí por aquellas tierras, hasta el punto de atar cabos? Con todo, algo he de hacer. No me parece de recibo que sepa de mí por la novela, ni que pueda entender esta como un mensaje de socorro o una llamada a mi lado. ¿Qué hacer? Sí, decididamente, dejaré el libro como está; lo contrario llamaría aún más la atención. Lo mejor va a ser escribirle unas letras, en plan amistoso y distendido, anunciándole la aparición de la novela en España y recomendándole que la tome como una ficción fantasiosa o, cuando menos exagerada... Sí, sí, exagerada; todavía me he dejado en el tintero un montón de cosas y eso que tiene 438 páginas... En fin, está decidido: carta simpática y, si acaso, una cita para cuando vaya a España a presentar la novela; claro, solo lo dejaré caer, no vaya a sentirse obligado él, que antes era tan tímido...
-          ¿Decías algo, hija? –apareció su padre en la puerta, sobresaltándola-.
-          Nada, papá, pensaba en voz alta en todo lo de anoche. ¿Qué tal habéis dormido?
-          A ratos. Fueron muchas emociones... y demasiado cansancio.
     Al dúo se incorporó en unos minutos la madre. Violeta no perdió el tiempo.
-          Mamá, ¿sabes algo de Guillermo? Creo que os habéis seguido carteando.
-          Apenas en Navidades y eso hasta hace un par de años, que ya no recibimos su felicitación. No tengo aquí sus señas pero, si te urge, puedes dirigirte al Centro de Salud San Carlos de Villafranca.
-          Bah, no tiene importancia. Había pensado en mandarle un ejemplar de la novela.
     La madre sonrió:
-          Haces bien, hija. Muy merecido tiene el que se la dediques.
     Dicho y hecho. Al día siguiente, tomó de su despacho universitario uno de los ejemplares de autor, lo dedicó y lo puso en el correo, con la dirección conocida. Estuvo pensando mucho la dedicatoria. Finalmente, le vino a la cabeza el DVD con música de Amadeo Vives, que estuvieron escuchando sus padres y ella la noche anterior. Recordó que a él le gustaba mucho la música de siempre. Tomó su arcaica pluma estilográfica y escribió:
De la infantesa qui s’enfila,
de la vellura qui se’n va,
la Balanguera fila, fila,
la Balanguera filarà.[1]
     De Violeta la Balanguera a Guillermo Céspedes, como testimonio de amistad imperecedera. Ciudad de Panamá, 23-IV-2009.
***
     Le extrañó no recibir respuesta en un par de meses. A punto de acabar el curso y tomar vacaciones, recibió al fin carta de España, en sobre tamaño folio, acompañada de un folleto meramente impreso en forma casera. La misiva, escrita a mano, decía así:
     Apreciada Violeta: Tengo que ser yo, la hija de Guillermo Céspedes, quien responda agradecida a tu envío, por la triste razón de que él falleció, va para tres años, víctima de una enfermedad cardiaca. Estoy segura de que para él, como para mí, habría sido una gran alegría sentirse recordado por alguien a quien él amó entrañablemente. Esto último me ha quedado claro cuando tu novela ha completado el puzle que con otras muchas piezas había ido conformando para mí el cuadro de sus primeros años. Es algo que quedará entre tú y yo, pues amores y desdichas son para vivirlos en la intimidad.
     En la dedicatoria del libro, aludes a una hermosa canción ilustrativa de tus sentimientos y tu propósito. Permíteme que yo haga lo propio con otra, que sin duda conoces, la cual para mi padre simbolizó a no dudar el recuerdo del tiempo pasado y de un cariño que no pasó jamás. Estoy segura de que él, de vivir y haberse atrevido, la hubiese puesto en tus manos.
     Te ruego me cuentes, en adelante, como la más devota de tus amigas en España. A fin de cuentas, bien pudiste haber llegado a ser mi madre.
     Con todo cariño,
     Violeta Céspedes.
     Con las gafas levemente empañadas, Violeta Cifuentes extrajo del sobre el folleto, obra de Guillermo y símbolo de su callada entrega. La carátula llevaba el siguiente texto:
Glosa y experiencia de
El amor de mi vida
(Camilo Sesto, 1971)
     Aún antes de leer el contenido, la escritora comprendió que no tendría más remedio que escribir la segunda parte de El fuego del atardecer, aunque solo fuera porque él ya no podría hacerlo. Iba a tener razón el pelmazo del rector: vivía para novelar. ¿O, más bien, novelaba para vivir? [2]
    
     



[1]  La traducción castellana podría ser, más o menos: De la infancia que crece / de la vejez que se va / la Balanguera hila que te hila / la Balanguera hilará.
[2]  Parte del sentido del relato se halla en el texto de las dos bellísimas canciones citadas en él, por lo que su audición tiene el valor doble de precisar las ideas y cultivar la sensibilidad. El amor de mi vida es obligado escucharlo al propio Camilo Sesto. La Balanguera, sugiero que al Orfeó Català o a María del Mar Bonet. Por cierto, que, desde 1996, La Balanguera es el himno oficial de la isla de Mallorca.

sábado, 11 de febrero de 2012

LA UTILIDAD DEL QUIJOTE


La utilidad del Quijote
Por Federico Bello Landrove
     Anécdota real, convertida en breve cuento, sin otra pretensión que la de retratar a dos hombres buenos y grandes artistas, que se encontraron en momentos bien difíciles de sus vidas. Y, si les anima a escuchar L’emigrant, mejor que mejor.

     Ya les he manifestado a ustedes en otras ocasiones mi afición por los libros antiguos. Se trata de un vicio menor del que no creo tenga que pedir perdón a nadie, dado que lo ejercito de tarde en tarde y pongo límite razonable a mi dispendio. Pero, sobre el vicio, se añade una manía: no adquirir ningún Quijote por el mero hecho de lo arcaico de su edición. Un psicoanalista hispanohablante podría encontrar la causa en la veneración por la obra cervantina: un libro tal jamás puede valer por su edad o encuadernación, sino por su maravilloso contenido. Yo, menos perspicaz, lo achaco al temor de convertirme en coleccionista de Quijotes, una cofradía de locos egregios, bastante más numerosa y extendida de lo que se cree.
     Quiere decirse que, pese a lo nutrido de mi biblioteca, casi puedo decir aquello del crítico de la quixotofilia: “No, si tenerlo ya lo tengo. Ahora lo que me falta es leerlo”.
     En tales circunstancias, extrañó a quienes me conocen que adquiriese por correo, de una importante librería egarense, un Quijote in-quarto, con cierto alarde de grabados y buena encuadernación, editado en Barcelona el año 1881. El precio anduvo por los doscientos euros, aunque lo curioso es el valor que tuvo para mí: valor sentimental, nacido de una curiosa anécdota, de la que asimismo supe por una biografía ya agotada[1]; valor hipotético, suficiente para despojarme, por una vez, de mi aversión al coleccionismo quijotesco. He aquí el origen y raíz de la compra.
***
     Sucedió en Barcelona, allá por 1894. Un joven, bohemio y en la miseria, se decidió a visitar a una figura consagrada de las letras que, ya en el ocaso de su no larga existencia, pasaba sus días enfermo, en la penuria y el descrédito, apenas atendido por sus antiguos mecenas. La visita no era ociosa ni mendicante. El veinteañero iba a presentar ante el vate el fruto de su ingenio, que había brotado al calor de los versos inspirados y doloridos del mestre en gay saber. El anfitrión lo recibió muy amablemente y procedió a leer, tranquilo y –al punto- emocionado, la obra juvenil que, a no dudar, enriquecía y podría hacer aún más popular su poema. El cuarto de estar, sombrío y destartalado, pareció iluminarse con la comunicación armoniosa entre los dos artistas, bajo la común dedicación a la palabra y la predilección por el divino Juan de Yepes.
     La conversación languideció, pues atardecía y el escritor famoso se distraía pensando de qué manera premiar el esfuerzo y la visita de aquel joven, cuya apariencia dejaba bien a las claras su miserable condición. Disimuladamente, rebuscaba en los profundos bolsos de su vestidura talar, aunque bien sabía que unas tres pesetas eran todo su capital por el momento. Levantó la vista hacia la librería de junto a la puerta y, al fin, sonrió aliviado. Había hallado algo de lo que podía despojarse sin ofender al joven ni atentar contra su propio sustento. Se levantó, esbozando una despedida, y encaminóse hacia la estantería. Su departidor también se puso en pie y recogió su mugriento bombín de la silla inmediata, aguardando.
-          Poco valgo y tengo menos aún, pero no quiero que se vaya sin una muestra por mi parte de la alegría que me ha proporcionado con su visita.
-          De ninguna manera, mosén. No puedo permitir que…
-          No me hará usted el feo de rehusarlo, impidiéndome corresponder a su gentileza para con mi poema.
     El visitante tomó el voluminoso y pesado don, sin apenas enterarse de su naturaleza, se despidió con todo respeto y embocó la estrecha escalera de aquella casa de la calle Aragò, en casi absoluta oscuridad. Al salir a la calle, examinó lo recibido. Se trataba de un Quijote, de lujosa edición, con sentida y respetuosa dedicación al famoso y gentil literato. El joven no lo dudó: su hambre y numerosas deudas no le permitían ser sensible hasta extremos conservadores. Dirigió sus pasos a la librería de lance en que era más conocido y cambió la excelsa obra por unos duros, no menos excelsos para su baja clase social. Por unos momentos, el bolsillo de la chaqueta pareció reventar con el peso y arder en la opulencia. El sonriente artista no dejó de imaginar:
-          Anda que si el buen poeta se entera de lo que acabo de hacer con su obsequio…
     Y el poeta, que en aquel momento acababa de bendecir su paupérrima mesa, presto a cenar, fijaba los ojos en el hueco dejado en el anaquel por el Quijote ausente y murmuraba:
-          … y bendice también los alimentos que la largueza del señor marqués haya proveído a mi joven orquestador[2].
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     Y yo, que soy bastante imaginativo y tengo el estómago más saciado que el hoy día admirado orquestador, he adquirido este Quijote con la esperanza de que pueda haber sido el que materializó ese rasgo de pudorosa caridad.



[1]  No hablo a humo de pajas. El Quijote aludido salió de las prensas de Salvador Ribes, en dos tomos (mi ejemplar lo está en un solo volumen), con ilustraciones de Ramón Puiggarí. De la biografía trataré en nota al final de este relato, para mantener por ahora, para quien lo desee, el relativo interés del mismo.
[2]  Diáfana alusión a don Antonio, segundo Marqués de Comillas, y a la musicalización del poema L’Emigrant; diafanidad, si se sabe que el cuento envuelve a Jacinto Verdaguer (1845-1902) y a Amadeo Vives (1871-1932). La anécdota está tomada de la biografía de este último por Florentino Hernández Girbal, Amadeo Vives, el músico y el hombre, edit. Lira, Madrid, 1971, pág. 85.