sábado, 7 de enero de 2012

LA JAM SESSION


La jam session


Por Federico Bello Landrove



      Poca gente da mucho a cambio de poco. No obstante, hay quien entrega todo por nada. Este cuento, hecho de turismo y un poco de misterio, trata de ilustrar ambas posibilidades, con la apariencia de relato de  viajes y alma de policiaco.



    1.  Las guitarras de la suerte

            Me costará trabajo olvidar la última semana de marzo de 2010. Para un periodista cualquiera, especializado en reportajes cinematográficos, el tercer festival internacional de cine de estudiantes (a la letra, Third International Student Film Festival), fue una ocasión como otra cualquiera de pasar unos días en la atractiva ciudad marroquí de Casablanca, bebiendo y alternando como en tales eventos suele ser habitual. Yo, que me las prometía muy felices, tuve, por el contrario, una desagradable experiencia, que no acabó en tragedia gracias a Amina. Y eso que el principio fue prometedor, dada la insólita opulencia… Pero procuraré explicarme ordenadamente y, para ello, nada mejor que empezar por el principio.

            Mi nombre es Alfredo Reinoso y era profesor de una asignatura cualquiera de Derecho en la Universidad compostelana. Como en su día cursé también la carrera de periodismo, dirigía la Gaceta Universitaria; y, por mi ardiente afición al cine, fungía de cronista fílmico de dicho periódico gratuito, cuya tirada es de diez mil ejemplares nada menos.

           La situación económica de la Gaceta apenas da para pagar los gastos y retribuir con unos euros a sus redactores. Seguramente nos habría ido mejor, si la Junta de Gobierno universitaria no nos hubiera limitado la inserción de anuncios, excluyendo los contactos y bares de copas, como si ello pudiese contribuir a mejorar los usos y costumbres de nuestros estudiantes. Naturalmente, como profesor y hombre de moral acrisolada, apoyé de manera vehemente tal exclusión, aunque para demostrar coherencia tuviese que renunciar a mi pequeño sueldo como director. Por buenas componendas, logré mantener las dietas precisas para ir a los estrenos un par de veces por semana, así como una ayuda para cubrir los festivales que se celebrasen en Galicia. El resto corría de mi exclusiva cuenta; eso sí, con licencia para ausentarme de las obligaciones académicas. Algo es algo; sobre todo, desde que rompí con Purita, una atractiva divorciada con dos hijos, a quien me presentó tres años antes Manoliño, un adjunto de Laboral, con un sugestivo, e impracticable, programa descomprometido:

      -          Siempre es preferible caer en manos de una treintañera  situada y de buen ver, que en las de alguna alumna peligrosa e insaciable.

          Sin duda que mi colega, de  tanto explicar los accidentes de trabajo, veía rondar el peligro entre los bancos del aula.

           Así las cosas, me extrañó mucho recibir, en febrero de 2010, la llamada del catedrático de Historia y Estética de la Cinematografía (así, como suena), para decirme:

      -          Fredo, ¿qué te parecería cubrir el festival internacional de cine estudiantil? Este año no es muy lejos y alumnos de acá presentan un par de proyectos.

      -          Por mí, encantado, pero ya sabes cuál es nuestro problema.

      -          Olvídate del tema económico. Una fábrica conservera de Vilanova de Arousa financia el viaje de los estudiantes y el de un profesor que haga de cronista del evento. Naturalmente, había pensado en ti.

      -          ¿Y en dónde es el evento, si puede saberse?

      -          En Casablanca… Sí, hombre, en la Casablanca de la película. A un par de horas en avión, desde Madrid.

      -          Lo siento, Carlos, pero no me apetece. ¿No podría mandar a un chico de los de la redacción?

      -          ¿Un estudiante? Ni hablar. Los patrocinadores quieren a alguien serio. Me lo han requerido explícitamente y confiado los motivos de su exigencia. No me digas ahora que no. Esta tarde nos vemos en el Café Casino y te cuento con más detalle.  



      ***



            Como Carlos fue bastante prolijo, prefiero ser yo quien les resuma su explicación y alegato de aquella tarde, que ya adelanto me convenció para hacer el viaje. Resulta que el festival en cuestión es un amplio programa, no solo de cine, sino de medios y espectáculos visuales, incluidas representaciones o perfomances. Por supuesto, también simultanean ciclos de cine joven, o de atractivo juvenil. En ese año, conmemorando no sé qué cincuentenario de los Beatles, había una integral de sus películas: ahí es donde empezaba a entrar el conservero arosano. Entre los recuerdos del famoso grupo musical que ornarían el vestíbulo de la sala, el señor Dobarro había ofrecido una espléndida guitarra eléctrica Rickenbacker (Rick o sartén, para los amigos) modelo 360/12, igual a la usada por George Harrison durante su actividad musical. El instrumento estaba valorado, según me comentó, en unos tres mil euros y, como su dueño no había querido asegurarla, estaba muy interesado en que hiciese el viaje bajo la vigilancia de una persona de seso, vamos, de un servidor.

          

            Pero todavía había más. Carlos me lo presentó, de forma muy expresiva:



      -          Y ya, de Rick a Rick’s, imagínate lo que has de ver en Casablanca.

      -          Déjame adivinarlo: Rick’s, café americain, contesté con desgana.



           Justamente, de eso se trataba. Unos años atrás, una exdiplomática americana en Marruecos, negociante y romántica, había capitaneado a un grupo de socios de su país, invirtiendo un millón de dólares en la resurrección del famoso café de película, restaurando a tal fin una antigua mansión con gran patio central, situada entre los muros de la ciudad vieja y el océano. Todos los domingos por la noche se programa en el nuevo Rick’s una jam session, es decir, una velada en que aficionados o profesionales se unen al pianista titular para improvisar. Ahora entraba en escena la segunda guitarra eléctrica; esta vez, una Washburn Custom X-16 Skull (o algo así), una joya para el jazz y el blues, americana de verdad, no de las montadas en Indonesia con materiales chinos…



      -          ¿Y es también para exponer en el cine, en honor de los Beatles?, pregunté.

      -          No, no. Esa es para que se dé el gustazo de tocar en Rick’s un sobrino del conservero, a quien tendrías que entregarla a tiempo para que actuase en el café, la noche del domingo, 28 de marzo.

      -          Vamos, que tengo que viajar con dos guitarras, las que, con sus fundas duras respectivas, lo mismo pesan doce kilos o más.

      -          Anda, no te quejes antes de escuchar las condiciones del caprichoso arosano.



           A grandes rasgos, esas condiciones eran espléndidas, para un pobre cronista de revista universitaria: billetes de avión en business class; cinco días de pensión completa en hotel de lujo y trescientos euros al día por dietas. No era mala oferta por llevar dos guitarras y traer de vuelta una. Todavía dudé:



      -          ¿Qué pasará si alguno de los instrumentos se deteriora o me lo pierden?

      -          También puede desplomarse el cielo sobre tu cabeza, bromeó Carlos. Anda, no seas gafe y coge la ocasión por los pelos…, aunque Dobarro, el conservero, lleve el cabello rasurado.







      2.      El embrujo de Casablanca



            Realicé el viaje de ida sin contratiempo alguno, provisto de mis credenciales de asistente oficial al festival y de un documento de la cátedra de Cinematografía, explicando oficialmente el porqué de las dos guitarras. Llegué a la capital económica de Marruecos dos días antes del comienzo del programa, de acuerdo con los billetes facilitados, y me alojé en el hotel Volubilis, una joya del art déco, a escasa distancia de los centros de turísticos y de la sede principal del artístico encuentro. Con todo, mi primer encuentro no fue precisamente artístico, aunque la chica fuese una monada.



           Tan pronto di con mi equipaje y huesos en la habitación, recibí una llamada de recepción; una voz femenina, en casi perfecto castellano, se presentó como la azafata que me había sido asignada por la organización y manifestó que me esperaba en el vestíbulo del hotel, para acompañarme en un primer garbeo por la ciudad. No dudé que se trataba de una iniciativa más del magnate Dobarro, pues yo tenía sobrada experiencia de festivales, como para creerme un trato tan preferente. En cualquier caso, a nadie le amarga un dulce y más, si es tan exquisito como el que se me deparaba.



           Mi joven guía se presentó como Amina Lagrich, empleada en el Departamento de Turismo del Ayuntamiento de la ciudad y, por ello, encargada de funciones de ayuda y asesoramiento de los críticos y cronistas destacados en el festival. Hablaba con tal lujo de detalles, que empecé a asumir el que pudiese ser, en efecto, una azafata oficial. De hecho, su elegancia en el vestir y su belleza podían hacerlo verosímil. Me hizo una buena tanda de preguntas, a fin –según ella- de captar lo que podía interesarme más de su pintoresca capital. Mirando de hito en hito sus ojos color miel, le resumí:



      -          Verá, señorita, mi financiador ha decidido –no sé por qué- hacerme venir dos días antes del comienzo del festival. Me gustaría aprovechar estas jornadas visitando en detalle Casablanca, sin demasiada prisa pues ya no soy ningún niño. Luego, en empezando los actos programados, es mi propósito zambullirme cuanto pueda en vídeos y películas, pues procuro tomarme muy en serio los deberes de mi oficio.

      -          Claro, claro. ¿Y no tiene que ver usted a alguna persona, o hacer alguna visita en particular?

      -          ¡Ah, sí!, las dichosas  guitarras. Le voy a contar, porque la cosa tiene su intríngulis.



           Amina abrió ligeramente la boca y fijó en mí la mirada, entre interesada y perpleja. Yo le expliqué de pe a pa cuanto me había contado Carlos y concluí:



      -          De modo que vamos cuanto antes al cine ABC para llevar la guitarra estilo Beatles, a fin de que la expongan a tiempo. En cuanto a la otra, se trata de esperar a que venga alguien a buscarla o, si no, intentar el contacto en Rick’s el domingo por la noche.

      -          ¿Cómo podrá usted reconocer a la persona a quien deba entregársela?

      -          Pues la verdad es que no me han dado ninguna contraseña. Simplemente, se me presentará un joven, alegando que es sobrino del señor Dobarro.

      -          ¿Dobarro?

      -          Sí, mujer, el enlatador de sardinas y mejillones. Acabo de contárselo.



           Por fin, mademoiselle Lagrich esbozó una franca sonrisa y repuso, al tiempo que se levantaba del diván:



      -          Vamos, pues, a su habitación, a ver esas interesantes guitarras.



           De no ser por su aire profesional y nada afectado, yo habría pensado que su compañía en la habitación era grata, pero inconveniente. En cualquier caso, soy bastante tímido y ella, con pantalón de satén y calzado de poco tacón, me llevaba la delantera, como si tuviera prisa y conociese precisamente la ubicación de mi cámara. Al menos, tuvo la gentileza de esperar a que abriese. Luego me preguntó por el paradero de los instrumentos, que yo medio había guardado tras las maletas en un armario. Puso la primera de las guitarras sobre la mesa de la antecámara y, sin ningún rebozo, me pidió la llave para la cerradura de su funda metálica:



      -          Es para comprobar que cogemos la correcta, ¿sabe usted?

      -          Yo lo tengo perfectamente claro. Esta es la Rickenbacker, la que hay que llevar al cine.



           No se quedó a gusto hasta que abrí, permitiendo que la sacase y sobase por todos lados. Parecía una fan de los chicos de Liverpool. La reintegró a su acomodo y dijo:



      -          Vamos ahora con la otra.

      -          ¿A ton de qué? Ya sabemos que será la del sobrino.

      -          Claro, pero supongo que querrá comprobar que ha llegado sin desperfectos y tener una testigo de ello, no vaya a ser que el sobrino la dañe y pretenda luego echarle las culpas.



           No era mala idea. Le entregué la llave y, un poco mosqueado, me senté en un sillón, hasta que Amina saciase su curiosidad. ¡Y qué curiosidad! Hasta agitó la guitarra, como si fuese un frasco de jarabe. Diría que empleó en el examen todos sus sentidos, olfato inclusive.



           Concluido el análisis de los instrumentos, Amina sonrió y me dijo con dulzura:



      -          Espero que no le haya parecido mal que me preocupe tanto por sus intereses.

      -          ¡Oh, de ninguna manera!, ironicé. Siempre me ha gustado que cuiden de mis cosas. Y, a propósito, si vamos a estar juntos varios días, sería mejor que apeásemos el tratamiento.

      -          ¿Lo qué?

      -          Que nos tuteemos. A fin de cuentas, no hay tanta diferencia de edad entre nosotros.

      -          Claro. Así que Alfredo, ¿eh? ¿Qué significa?

      -          Ni idea. Creo que tiene que ver algo con la paz. Pacífico, o algo así. ¿Es que los nombres árabes tienen todos significado?

      -          Desde luego, aunque algunos no muy claro ni determinado. Por ejemplo, el mío, Amina, significa que soy persona fiel y de confianza.

      -          Pues menos mal. Ya había imaginado que, en un descuido, me robabas una de las guitarras que te han interesado tanto.

      -          Sobre todo, la Washburn.

      -          Por mí, como si formas un dúo con el sobrino de Dobarro.

      -          No lo dudes. Vamos, pues, al ABC. Ya verás que cine más coqueto.



           Y, mientras cerraba yo la puerta, Amina arrambló con la sartén y no la soltó hasta dejarla en la plaza libre junto al taxista que esperaba a la puerta del hotel. De camino, me pareció que cruzaba unas palabras con un individuo corpulento que estaba junto al mostrador de la recepción. No lo puedo asegurar: yo soy poco observador y bastante tenía con contemplar las caderas y el cabello de la señorita Lagrich.



      ***



           El cine ABC  resultó ser, en efecto, una bombonera, con su tapicería y cortinajes en rojo carmesí, y el techo de la sala, bajo y azul oscuro, como un zafiro medianoche. Aún no habían terminado de instalar los anuncios y piezas de museo, pese a que ya para la tarde siguiente figuraba anunciada la primera película, ¡Qué noche la de aquel día! El señor Benjeloun, gerente de la exposición, me indicó la vitrina en que se expondría la guitarra Rickenbacker y me aseguró su devolución a tiempo de retornar con ella a Compostela. La señorita Lagrich cruzó con él unas palabras en árabe y su interlocutor se deshizo en protestas, en francés, de proteger con su vida la integridad del instrumento, que me sería entregado en mi propio hotel, desde donde me conduciría al aeropuerto, a la mañana siguiente, el Mercedes oficial de la empresa. A la salida, la ponderé:



      -          ¡Caramba, Amina! Cuando quieres, saber ser autoritaria. Falta hará, porque ese señor Benjeloun parece muy tranquilo. ¡Mira que estar las cosas tan atrasadas, empezando el ciclo mañana!

      -          Eso no es nada, mon ami. Aquí en Casablanca somos el colmo de la eficacia magrebí. Tendrías que ver, por ejemplo, en Rabat…, o en Orán.

      -          Sí, claro, ya se sabe. Los argelinos…

      -          Anda, anda, no me embromes. Tenemos el tiempo justo de visitar la mezquita de Hassan II.



           De la fastuosa Mezquita, nos trasladamos a la Catedral, donde Amina se las arregló para que prolongasen un poco el horario de visita e iluminasen completamente el neogótico interior. Paseo por La Corniche a la preciosa luz del atardecer, siempre con el arrullo de la charla culta y variada de la joven. Yo no sabía cómo manifestarle mi agrado:



      -          No te fatigues hablando tanto –se me ocurrió-. Si te es más cómodo, puedes hacerlo en francés; lo entiendo perfectamente.

      -          No hay problema. Practico diariamente con vuestra televisión. Y, si te refieres a cansancio físico, estoy bien entrenada por mi profesión.

      -          Pues, ¿no es un poco sedentario eso de la oficina de turismo?

      -          Si fuese un destino burocrático, desde luego; pero yo me dedico, más bien, a inspeccionar monumentos y guiar visitas.

      -          Perfecto. Me gustaría invitarte a cenar. No sé si…

      -          ¡Desde luego! Hasta te dejaré que me invites con los generosos emolumentos del señor Dobarro. Vamos a Rick’s. Está bastante cerca y la cocina es excelente.



           Me había imaginado el Café americain tan idéntico al de la película, que me defraudó un poco. Claro que el inmueble era precioso; la decoración, muy cuidada, y el cangrejo Louis y la tarta de queso se salían del mundo. Nuestra mesa estaba muy cerca de donde el ahora famoso Issam Chabaa hacía las veces de Dooley Wilson –Sam-, tocando Blue Moon o la archifamosa As the time goes by. Cuando se arrancó, como era habitual, con The lady is a tramp, me sentí con el suficiente atrevimiento como para invitarla a bailar. Amina sonrió pero se excusó gentilmente:



      -          Aquí es costumbre escuchar la música, más que bailar con ella. Y, de todas formas, ¿no crees que es un poco fuerte el titulito de esta canción?



           No quiso alargar mucho la velada, con el motivo de madrugar al día siguiente. Yo convine en ello, pues estaba muerto de cansancio. Inquirí:



      -          ¿Qué programa me tienes preparado para mañana?

      -          Habrá de todo un poco, aunque un poco más despacio que hoy.

      -          De acuerdo. Soy todo tuyo –concluí al aire del par de dry martinis-. Un besito de despedida.



           En el ascensor subí tarareando Summertime. En la misma puerta, casi me doy de bruces con un fortachón de rostro familiar. Recuerdo que pensé, tras esbozar un saludo:



      -          Qué raro, encontrarme por segunda vez el mismo día con este tipo. Se ve que, en vez de ser un conocido de Amina, ha resultado ser un huésped del hotel.







      3.      La Washburn desaparece




      -           Te voy a llevar por algunos sitios que merecen la pena, pero que no te recomiendo que visites solo. De hecho, he pedido a mi amigo Bâhir que nos acompañe, para mayor seguridad. ¿No te importará?

      -          Claro que no, respondí haciendo de tripas corazón. Si lo consideras necesario por razones de seguridad…

      -          Prometo dedicarte la tarde en soledad, concluyó Amina, quien se había dado perfecta cuenta de mi decepción.



            Bâhir Benkirane, en principio, resultó ser un tipo estupendo: simpático, con un francés pausado  de excelente acento y extraordinariamente servicial. Falta hacía pues, tras hora y media por los más increíbles vericuetos de la Medina, Amina decidió que ya era hora de parar un ratito y dedicar el resto de la mañana a hacer compras. Aparcamos nuestras cansadas anatomías en una terraza de la plaza de Mohammed V, en torno a un plato de higos y unos deliciosos tés. Aquél debía ser el momento de Bâhir porque, de forma poco disimulada, me sometió a un tercer grado que me desagradó, participando en él solo por no desairar a Amina que, un tanto corrida por el exceso, no hacía más que mirarme como rogando paciencia. Se me vino a la cabeza que aquel interrogador con gafas Rayban podría ser un familiar de la chica, que tratara de aclarar si era yo un tipo digno de confianza, como para dejar que pasara varios días con su parienta. Ello podría explicar la súplica muda de la joven, que en presencia de Bâhir parecía haber perdido todo su aplomo. En fin, creí hallarme dentro de un cuadro costumbrista, al modo de aquellos de la joven virgen, su hermano mayor y el pretendiente forastero, tan del gusto de Estébanez Calderón y otros tales.



           Debía de ser mediodía y el sol, pese a la época primaveral, calentaba de firme el toldo que nos cubría. Amina insinuó algo acerca de la importancia del tiempo para regatear el precio de las compras. Su hermanito consintió, insistió en pagar las consumiciones y nos pusimos en marcha, camino del mercado central. Bâhir, condescendiente, me pasó el brazo por los hombros y comentó sonriendo:



      -          Vaya, vaya, profesor. Así que a Casablanca para tocar en Rick´s.

      -          ¿Yo? Si apenas rasgueo la guitarra acústica… Es para el sobrino de un conservero que conoce a un colega mío, que… En fin, una historia.

      -          Y que lo diga, Monsieur. Espero que con final feliz.



           Yo, en la inopia, repliqué:



      -          La verdad es que Amina es un encanto, pero no tenía usted por qué desconfiar de mí.

      -          ¡Huy, ya lo creo! No lo sabe usted bien.



           Amina, sofocando apenas la risa, cambió de conversación:



      -          Se nos ha hecho un poco tarde. Creo que vale más que vayamos directamente a Derb Ghallef. ¿Sabes? Es un mercado al aire libre, lo más parecido a las cuevas de Alí Babá.

      -          Sí, con los cuarenta ladrones y todo, apostilló Bâhir, con seriedad engañosa.



      ***



           Un par de horas más tarde, molido y con el billetero bastante más plano que al principio, llegaba al hotel, en unión de Amina, Bâhir, un juego de té, un narguile de artesanía, un tablero de ajedrez de preciosa taracea, un ejemplar iluminado del Corán del año de la hégira equivalente a nuestro 1916, un fez con borla, del ejército colonial, y media docena de preciosos fulares de seda decorados a mano, amén de una espectacular rosa del desierto, como es sabido, utilísima como pisapapeles de despacho. La inestimable ayuda de Amina en los regateos y de Bâhir como porteador me había hecho la tarea, si no fácil, cuando menos posible. Su disponibilidad subió de tono a la puerta de mi hotel, cuando, desde detrás del muro de paquetes, salió la voz del hombretón, que decía:



      -          Se ha hecho ya muy tarde. Andad, id a comer, que ya me encargo yo de llevar los paquetes arriba.

      -          Pero ¿sabes el número de la habitación?; ¿tienes llave? –pregunté-.

      -          Ya me las arreglaré con los recepcionistas, replicó la voz desde la caverna.

      -          Anda, déjalo hacer –susurró Amina-. Si nos quedamos con él, no lo vamos a poder soltar en toda la tarde.

      -          Ah, eso sí que no, gruñí. Bueno, Bâhir, gracias y hasta más ver.

      -          Sí, seguramente nos volveremos a encontrar, respondió sibilinamente.





           Fuimos a comer en uno de esos restaurantes refitoleros de La Corniche, cerca del faro de El Hank. Amina estaba mucho menos locuaz que la noche anterior, como cortada o pensativa. Fuimos luego paseando hasta el mausoleo de Sidi Abderrahman, disfrutando de la brisa marina y del paisaje. En un momento dado, recibió una llamada al móvil, se apartó de mí bruscamente y, al regresar, pareció, a la vez, con prisa y aliviada.



      -          Lo siento, pero tenemos que regresar. Tengo una cosa urgente que hacer.



           Apareció un taxi como por ensalmo. Habría jurado que era el mismo de la mañana.



           Al dejarme a la puerta del hotel Volubilis, Amina me dio un beso de despedida. Agregó:



      -          Bien está lo que bien acaba. Y, pase lo que pase, cree que he sido completamente sincera contigo… Eres estupendo.



           El taxi arrancó velozmente, dejándome pasmado. No me dio tiempo ni de responder al gesto de adiós de Amina.



           Casi no pude alcanzar el ascensor: un numeroso grupo de turistas, generosamente pertrechados de equipaje, acababan de llegar y colapsaban la recepción. Opté por alcanzar mi planta por la escalera, cuyo último tiro daba directamente a la puerta de mi habitación. Entré, vi y casi me desmayo. Aunque parecía haber habido intentos de colocar correctamente el mobiliario y mis cosas, era evidente que alguien había estado allí, revolviéndolo todo. Lívido, sin decidirme a llamar a los empleados, hice un rápido balance de las existencias y me llevé un sofocón de campeonato: ¡Faltaba la guitarra Washburn para el sobrino de Dobarro!



           Me disponía a comunicar con recepción, cuando llamaron a la puerta. Con cierta aprensión abrí, para encontrarme con el famoso caballero del rostro familiar. Sin aguardar mi pregunta, se presentó como policía, exhibiendo la placa, y agregó:



      -          No se asuste. Soy compañero de Amina. Tiene que venir conmigo a la comisaría del distrito. No está lejos.



           Con el cerote que es de suponer, acompañé al fornido agente hasta la calle, donde aguardaba un coche camuflado. Me abrió la portezuela trasera y… del lado de la calzada estaba sentado Bâhir, es decir, el inspector Benkirane.



      ***



           Una hora más tarde, el miedo inicial se había disipado, para convertirse en una inquietud casi peor. Y todo por obra y gracia de la detallada explicación de lo sucedido, a cargo del comisario Fadel Kintawi, superior, entre otros, de Bâhir, de Amina y del hombre del rostro familiar. La cosa había sucedido, en sus rasgos esenciales, de la siguiente forma:



           El tal conservero Dobarro era un importante traficante de drogas quien, a petición de un grupo mafioso de Casablanca, quería suministrarles una buena partida de excelente cocaína, al menos en parte, para satisfacer la demanda de mis queridos y cultivados estudiantes de artes visuales de veinticuatro países de todo el mundo. Y, sabiendo unos y otros que estaban bajo vigilancia policiaca, no se les había ocurrido mejor cosa que utilizar un correo ajeno a sus manejos y que no despertase ninguna sospecha.



      -          Pero la cosa no podía salirles bien –adujo Kintawi- porque lo de las guitarras era un tanto burdo y llamativo… y porque usted no estaba libre de sospechas.

      -          ¿Cómo es posible? En mi vida…

      -          Cálmese. El sospechoso era su colega universitario, buen amigo de Dobarro y que cometió la indiscreción de reclutarle  en un lugar público.

      -          En el Café del Casino.

      -          Allí sería. el caso es que un agente de paisano se colocó estratégicamente y escuchó lo suficiente de su conversación.



           Seguidamente, el comisario se explayó con el tema de la guitarra Washburn.



      -          Ese tipo de instrumento es de los llamados hollow, o huecos; es decir, aún no teniendo aberturas, ni auténtica caja de resonancia, tienen un importante vacío entre las dos tapas del cuerpo de la guitarra, donde bien pueden caber un par de kilos de coca.

      -          ¿Tánto?

      -          Figúrese. La cocaína en polvo, bien prensada, tiene una densidad de 2,35. Ello quiere decir que…

      -          Que en donde cabría un litro de agua, caben dos kilos y un tercio de droga. Lo entiendo.

      -          Y ya supondrá usted el dineral que valen dos kilos largos de cocaína con el ochenta y cinco por ciento de pureza…

      -          Lo suficiente para pagar a un tonto el avión, el hotel y unas buenas dietas.

      -          Exacto. Teníamos muchas dudas acerca de usted. De hecho, le pusimos a la inspectora Lagrich a su vera, para confirmar la existencia de la droga y sonsacarle acerca de la forma y destinatario de la entrega. Y ahí es donde la cosa se complicó.

      -          Porque yo no tenía ni idea, fuera de una mínima reseña.

      -          Claro. Amina es una chica lista y le caló en seguida. En cambio, Bâhir, más rutinario, no podía creer que fuese usted un pardillo. Tuvo que convencerse por sí mismo, interrogándole con cierta sutileza. Solo así, y con la ayuda del agente Anfa…

      -          El tipo que husmeaba por el hotel.

      -          … pudimos montar la oportuna vigilancia, en la sospecha de que los traficantes se llevaran la guitarra de la habitación, sin presentársele siquiera.

      -          ¿Y fue eso lo que pasó?

      -          En efecto, mientras Amina y usted estaban comiendo, se produjo el intento de recogida que, tras la consiguiente resistencia, dio con los dos tipos en el calabozo.

      -          El sobrino de Dobarro y otro…

      -          Por supuesto que no. Dos marroquíes, miembros de un conocido clan de Derb Talian, un barrio de Casablanca. Lo del sobrino y la jam session era  un cuento chino, si me permite la expresión.

      -          Se la permito, claro, aunque el chino haya resultado ser un gallego.

      -          A todos puede pasarnos y, cuanto más inocentes, peor. Pero eso es ya agua pasada; ahora présteme mucha atención.



           Y, de forma enfática y detallada, me puso en antecedentes del riesgo que podía yo correr, si alguno de los detenidos o chasqueados imaginase que me hubiera ido de la lengua o hecho traición. Su consejo –por no llamarlo orden- era el siguiente:



      -          Coja usted el primer avión de mañana, rumbo a Madrid, y, una vez en Barajas, póngase en contacto con el comisario Encinas, de la Unidad antidroga. Él le aconsejará lo más indicado para desenvolverse en España. Aquí ya no tiene usted nada que hacer. Y conste que se lo digo afectuosamente y por su bien.



           Estreché la mano del comisario y salí de su despacho. Afuera me esperaba Bâhir:



      -          Te acompaño hasta el hotel. Me has caído simpático y hay que cuidarte como a un niño. En el hotel, ya hemos avisado a los detectives. Mañana te llevará Anfa al aeropuerto.

      -          ¿No podría despedirme de Amina?

      -          Libra las próximas veinticuatro horas, pero me ha encargado que te dé esto.



           Y deslizó entre mis dedos un recorte de papel, con su nombre y dirección.



      -          Es una chica magnífica. Estudió en la Universidad de Rabat. A lo mejor por eso, os habéis caído tan bien… ¡Románticos!   






      4.      Epílogo




           Escribo esta historia desde un lugar de España muy alejado de mi Compostela del alma, en donde permanezco de incógnito, a partir del momento en que regresé a la Península. Como en este país crecen las facultades de Derecho como las setas en primavera, resulta que aquí hay una, donde me llovió de las alturas un encargo de curso, con esperanza de suceder al catedrático actual. Tengo una discreta vigilancia policial, que se ha endurecido últimamente, debido a que tendré que ir dentro de un par de meses a testificar contra Dobarro y el canalla de Carlos, el profesor de Cinematografía. Cada vez que lo pienso, se me vuelven las tripas del revés y corro camino del retrete. Y, por si fuese poco recordatorio la citación de la Audiencia Nacional, ahí tengo colgada la Rickenbacker, que me llevó al aeropuerto el agente Anfa, no fuera a ser que Benjeloun no supiera a donde devolverla.



      -          Es igual, repliqué, no es mía y me traerá malos recuerdos.

      -          Hombre, no todos serán malos. Casablanca se le mete a uno en el alma. Además, la guitarra dicen que vale una pasta.



           Así que, por si sí o por si no, decidí anteayer hacer algo que deseaba desde hacía meses. Compré el CD de Andrés do Barro, Todas sus grabaciones en RCA (1969-1972),  y se lo envíe a Amina, con una nota que recogía estos dos versos de su más famosa canción:



      Teño saudade de ti, meu ben,

      teño saudade de ti.



           Me respondió casi a vuelta de correo:



           Me alegro de que el señor Dobarro, además de vender coca, se dedique a escribir hermosas canciones. ¿O el cantante era su sobrino, el de la guitarra Washburn? Bueno, ¡qué más da! Yo también tengo ganas de verte. Así que, como me deben diez días de vacaciones, vete preparando la habitación de huéspedes, que me voy a pasarlas contigo. Creo que, en tu situación, precisas de compañía y yo… yo necesito que me necesites. Saludos de Bâhir y muchos, muchos besos de Amina.



           Lo leí y pensé: Tenía razón Anfa. Casablanca se le mete a uno en el alma.






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