viernes, 27 de enero de 2012

GÉNESIS DE UN CUENTO DE AMOR

Génesis de un cuento de amor

Por Federico Bello Landrove

Para Teresa, por soportar animosamente la génesis

     ¿De dónde vienen los cuentos, por ejemplo, los de amor? ¿Hay que esforzarse para engendrarlos o los trae la cigüeña de París? Lo mejor es que, con algunas sugerencias del autor, se dispongan los lectores a sacar acerca de ello sus propias conclusiones; seguramente tantas, cuantos sean quienes se animen a recoger el guante.



      Nadie nace enseñado, salvo en los instintos. Creo que escribir no es uno de ellos. Conclusión silogística: el escritor no nace, se hace. Y, en mi modesta opinión, hay algunos aprendizajes necesarios: la lectura de los buenos literatos (aunque sin abusar, por aquello de la originalidad); el manejo del diccionario; aguzar las dotes de observación, y, por descontado, regar la imaginación con la Historia y la experiencia propia. Con todos esos mimbres, es inevitable tener un cesto. Si es bueno o malo, los lectores, a la postre, lo dirán.

     Claro que todos esos apriorismos, que algunos calificarían de deducciones de Perogrullo, pueden no ser, ni necesarios, ni suficientes. La insuficiencia, a la vista está: basta con leer algunos de mis relatos. Pero yo me encastillaba en la necesidad, hasta que fui encontrando argumentos literarios al azar. Y sabido es que, del tema a su desarrollo, en el cuento media un paso. Voy a poner dos ejemplos, extraídos de la vida real. En ustedes descansa la posibilidad de completar los esbozos, sin temor a que yo les demande por plagio. Si la Sociedad General de Autores de España les exige tasas por aprovechar materiales sonoros sujetos a derechos de autor, es algo que no estoy en condiciones de excluir.

***

     Primer ejemplo: una coincidencia completamente involuntaria. En un CD de música zarzuelera, están colocadas, una a continuación de otra, la canción del Arlequín, de La Generala, y la romanza de Leonello, de La canción del olvido [1]. Para quienes no estén al tanto de la materia, es necesario consignar que, probablemente, son dos de las canciones más despectivas del sexo opuesto que la zarzuela ha generado. Diría que son arquetipos del conquistador machista y de la mujer mendaz y manipuladora de los hombres (manejados como muñecos de Arlequín). Por si fuera poco, la romanza de la obra del maestro Serrano nos proporciona sugerencias muy concretas para ambientar espacialmente las escenas: desde el puente de la Peña que da nombre vulgar a la romanza, hasta el palacio en que, aparentemente se consumará la burla de la enamorada.

      Y digo aparentemente, porque siempre es posible que la mujer conozca de antemano cosas que su olvidadizo galán querría ocultarle y, gracias a esa ciencia, lo maneje y conduzca al enamoramiento real, que él solo pretendía fingir. Pero… ¡vaya por Dios! Esa idea ya se les ocurrió a los autores de libreto (Romero Sarachaga y Fernández Shaw). Ahora sí que, con toda justicia, nos jugamos el desdén y el reproche de los amantes de la propiedad intelectual. Está bien, tomemos la idea, pero cambiemos el desarrollo. Veamos.

     Una jovencita, para dar achares a un compañero de clase que no hace mucho caso de sus insinuaciones, finge enamorarse de otro condiscípulo, mucho menos apuesto y decidido que el anterior. Sucede, no obstante, que el deseado galán, en vez de crecerse ante el castigo, desprecia a la joven por casquivana y falta de criterio. La chica habrá de sufrir la penitencia de aceptar durante un tiempo las atenciones del poco atractivo señuelo que, por si fuera poco, es un celoso y un posesivo de tomo y lomo, como suele acontecer con quienes se sienten inferiores respecto de sus parejas. Como no conviene cargar la mano con los jóvenes, podemos vislumbrar un final nada trágico: la que pretendía manejar los hilos de Arlequín habrá aprendido, a no mucha costa, que el baile del muñeco la ha arrastrado a ella en su torbellino, cual si hubiese calzado las zapatillas rojas del cuento de Andersen que, cuando era pequeña, le contaba su abuela.

     Bueno, ese es un final propio de mi idiosincrasia. Hay otros muchos donde elegir, si deciden aceptar mi invitación interactiva.

***

     Segundo ejemplo: de cómo las canciones de amor aprovechan de manera intercambiable los meteoros y las estaciones. Veamos dos modelos, que pasan por ser clásicos: Las hojas muertas [2] y El ritmo de la lluvia [3].

     La primera de dichas canciones compara los amores perdidos con las hojas que el otoño hace morir y que, una vez caídas, son barridas y amontonadas a pala, si es que el viento norte no las dispersa en la fría noche del olvido. Se nota que el letrista es un buen poeta: todavía tiene tiempo de establecer otra hermosa comparación, a saber, la de las vidas separadas de los otrora enamorados con la acción de las olas que, al morir en la playa, borran suavemente las huellas de los amantes que pasearon juntos por la orilla.

     Pues bien, he aquí el guión para un cuento que dé la vuelta al tópico del viento otoñal y la labor de los basureros, como modelo para la llevanza de las penas y los recuerdos a la noche del olvido:

     Louis de la Pelle es un miembro de la Resistencia que huye de Francia, al ser puesto precio a su cabeza por el Gobierno de Vichy. Temeroso de que el régimen franquista lo detecte en España y devuelva a sus amigos nazis o filo-fascistas, se refugia en la olvidada tierra almeriense y no encuentra otra ocupación para sobrevivir que la de barrendero por las calles. En el otoño de 1943, recibe carta de su madre quien, para quitarle de la cabeza su obsesión por Clarice y que no retorne al peligro francés, le cuenta que ella le ha olvidado y que se la ve confraternizando con los cachorros de Laval. Una tarde, Louis barre y barre las hojas que caen de los numerosos árboles del Parque junto al puerto; cada hoja tiene para él forma, agonía, sentido; ve en ellas la imagen de un día pasado junto a su amada, de un compañero caído en manos de los alemanes, de un colaboracionista que retoza con una muchacha agobiada por la miseria y el temor. Insensiblemente, va llevando su carrito hacia la playa, oscura y solitaria, donde cree ver las huellas de unos pies menudos, que se pierden en el mar. Él abandona sus trebejos humildes, donde se amontonan las hojas muertas, y toma el camino de la mar que le separa de Clarice. Deja su calzado y sus ropas en la orilla, echa a andar; un paso, y otro más, y otro…

     Ustedes me perdonarán. En este caso me ha podido el romanticismo con su fuerza irreversible. Procuren un final más feliz: después de todo, tal vez no sea necesario morir para olvidar un verdadero amor perdido.

***

     Al ritmo de la lluvia, en esa misma línea del amor meteorológico, nos presenta un nostálgico cuadro inicial: una chica viendo llover tras los cristales, en tanto sus ojos llueven lágrimas porque su amor partió y aún no ha decidido regresar. Cree la joven que, cuando escampe y salga el sol, el chico se acordará de ella y, con el corazón más caliente, volverá para secar sus ojos. Pues bien, pensemos en alguna modificación de tan acuoso relato.

     Primera variante, a desarrollar por quien lo desee. La sufrida expectante aguarda hasta que el sol hace un arco iris de cada gota en su ventana y ve llegar a lo lejos a su amado. Mas, conforme este va acercándose, lo examina con mayor precisión, hasta lo más recóndito de sus entretelas, y constata que aquel joven que había visto partir, borroso bajo la lluvia, y que ella había elevado a los altares, resulta a plena luz solar tan difuminado y tibio como cuando se fue. Vamos, que la culpa, querido Bruto, no es de la lluvia, sino nuestra. La joven se desengaña de golpe y, cuando el ahora amoroso galán lanza una piedrecita a su ventana, ella la abre con una tierna sonrisa y deja caer sobre él el contenido del cubo de fregar la cocina. De agua a agua y la tiro porque me viene en gana.

     Segunda variante, con final abierto, para mayor interactuación. En pleno aguacero, la niña se cansa de esperar y recela del retorno espontáneo de su adorado. Por su parte este, de camino hacia su casa, calándose hasta los huesos, percibe que ha cometido un terrible error y que no ha sabido comprender que solo él contaba para ella. Resultado: Silvia –démosle ese nombre- coge un paraguas y corre en busca de su amado por el camino que este habitualmente recorre. Johnny –por ejemplo- da la vuelta y regresa, aún reflexivo y cabizbajo. Tanto corre la una y tan encorvado va el otro, que se cruzan sin verse, rumbo a destinos de soledad. ¿Definitivos? ¿Se encontrarán, al fin, en el camino de retorno? Ustedes tienen las respuestas.

***

     Así concluyó su conferencia la doctora Canales, profesora de Preceptiva Literaria en la Universidad de Villafranca. Al menos, esas fueron las últimas palabras que de sus labios escuchó el público. Para su camisa –es decir, su blusa azul turquesa con volantes discretos-, todavía añadió una frase  que alguien de la primera fila captó al vuelo:

-          Fácil es enseñar amor en los cuentos; imposible en la vida.





[1]  Es completamente cierto y les doy la referencia, por si quieren comprobarlo: Los 24 grandes éxitos de la zarzuela, Columbia Records, Madrid, 1991, CD número 2, cortes 2 y 3.  Para los puristas: La Generala, más que una zarzuela, es una opereta.
[2]  Canción francesa aparecida en disco en 1946, de la que son autores Jacques Prévert (letra) y Joseph Kosma (música), que hizo inicialmente famosa el intérprete Yves Montand.
[3]   Letra y música de John Claude Gummoe, integrante del grupo The Cascades, quienes la grabaron a finales de 1962. En España, antes de hacerse famosa en nuestro idioma, arrasó la versión francesa de Sylvie Vartan (1963).

No hay comentarios:

Publicar un comentario