viernes, 27 de enero de 2012

GÉNESIS DE UN CUENTO DE AMOR

Génesis de un cuento de amor

Por Federico Bello Landrove

Para Teresa, por soportar animosamente la génesis

     ¿De dónde vienen los cuentos, por ejemplo, los de amor? ¿Hay que esforzarse para engendrarlos o los trae la cigüeña de París? Lo mejor es que, con algunas sugerencias del autor, se dispongan los lectores a sacar acerca de ello sus propias conclusiones; seguramente tantas, cuantos sean quienes se animen a recoger el guante.



      Nadie nace enseñado, salvo en los instintos. Creo que escribir no es uno de ellos. Conclusión silogística: el escritor no nace, se hace. Y, en mi modesta opinión, hay algunos aprendizajes necesarios: la lectura de los buenos literatos (aunque sin abusar, por aquello de la originalidad); el manejo del diccionario; aguzar las dotes de observación, y, por descontado, regar la imaginación con la Historia y la experiencia propia. Con todos esos mimbres, es inevitable tener un cesto. Si es bueno o malo, los lectores, a la postre, lo dirán.

     Claro que todos esos apriorismos, que algunos calificarían de deducciones de Perogrullo, pueden no ser, ni necesarios, ni suficientes. La insuficiencia, a la vista está: basta con leer algunos de mis relatos. Pero yo me encastillaba en la necesidad, hasta que fui encontrando argumentos literarios al azar. Y sabido es que, del tema a su desarrollo, en el cuento media un paso. Voy a poner dos ejemplos, extraídos de la vida real. En ustedes descansa la posibilidad de completar los esbozos, sin temor a que yo les demande por plagio. Si la Sociedad General de Autores de España les exige tasas por aprovechar materiales sonoros sujetos a derechos de autor, es algo que no estoy en condiciones de excluir.

***

     Primer ejemplo: una coincidencia completamente involuntaria. En un CD de música zarzuelera, están colocadas, una a continuación de otra, la canción del Arlequín, de La Generala, y la romanza de Leonello, de La canción del olvido [1]. Para quienes no estén al tanto de la materia, es necesario consignar que, probablemente, son dos de las canciones más despectivas del sexo opuesto que la zarzuela ha generado. Diría que son arquetipos del conquistador machista y de la mujer mendaz y manipuladora de los hombres (manejados como muñecos de Arlequín). Por si fuera poco, la romanza de la obra del maestro Serrano nos proporciona sugerencias muy concretas para ambientar espacialmente las escenas: desde el puente de la Peña que da nombre vulgar a la romanza, hasta el palacio en que, aparentemente se consumará la burla de la enamorada.

      Y digo aparentemente, porque siempre es posible que la mujer conozca de antemano cosas que su olvidadizo galán querría ocultarle y, gracias a esa ciencia, lo maneje y conduzca al enamoramiento real, que él solo pretendía fingir. Pero… ¡vaya por Dios! Esa idea ya se les ocurrió a los autores de libreto (Romero Sarachaga y Fernández Shaw). Ahora sí que, con toda justicia, nos jugamos el desdén y el reproche de los amantes de la propiedad intelectual. Está bien, tomemos la idea, pero cambiemos el desarrollo. Veamos.

     Una jovencita, para dar achares a un compañero de clase que no hace mucho caso de sus insinuaciones, finge enamorarse de otro condiscípulo, mucho menos apuesto y decidido que el anterior. Sucede, no obstante, que el deseado galán, en vez de crecerse ante el castigo, desprecia a la joven por casquivana y falta de criterio. La chica habrá de sufrir la penitencia de aceptar durante un tiempo las atenciones del poco atractivo señuelo que, por si fuera poco, es un celoso y un posesivo de tomo y lomo, como suele acontecer con quienes se sienten inferiores respecto de sus parejas. Como no conviene cargar la mano con los jóvenes, podemos vislumbrar un final nada trágico: la que pretendía manejar los hilos de Arlequín habrá aprendido, a no mucha costa, que el baile del muñeco la ha arrastrado a ella en su torbellino, cual si hubiese calzado las zapatillas rojas del cuento de Andersen que, cuando era pequeña, le contaba su abuela.

     Bueno, ese es un final propio de mi idiosincrasia. Hay otros muchos donde elegir, si deciden aceptar mi invitación interactiva.

***

     Segundo ejemplo: de cómo las canciones de amor aprovechan de manera intercambiable los meteoros y las estaciones. Veamos dos modelos, que pasan por ser clásicos: Las hojas muertas [2] y El ritmo de la lluvia [3].

     La primera de dichas canciones compara los amores perdidos con las hojas que el otoño hace morir y que, una vez caídas, son barridas y amontonadas a pala, si es que el viento norte no las dispersa en la fría noche del olvido. Se nota que el letrista es un buen poeta: todavía tiene tiempo de establecer otra hermosa comparación, a saber, la de las vidas separadas de los otrora enamorados con la acción de las olas que, al morir en la playa, borran suavemente las huellas de los amantes que pasearon juntos por la orilla.

     Pues bien, he aquí el guión para un cuento que dé la vuelta al tópico del viento otoñal y la labor de los basureros, como modelo para la llevanza de las penas y los recuerdos a la noche del olvido:

     Louis de la Pelle es un miembro de la Resistencia que huye de Francia, al ser puesto precio a su cabeza por el Gobierno de Vichy. Temeroso de que el régimen franquista lo detecte en España y devuelva a sus amigos nazis o filo-fascistas, se refugia en la olvidada tierra almeriense y no encuentra otra ocupación para sobrevivir que la de barrendero por las calles. En el otoño de 1943, recibe carta de su madre quien, para quitarle de la cabeza su obsesión por Clarice y que no retorne al peligro francés, le cuenta que ella le ha olvidado y que se la ve confraternizando con los cachorros de Laval. Una tarde, Louis barre y barre las hojas que caen de los numerosos árboles del Parque junto al puerto; cada hoja tiene para él forma, agonía, sentido; ve en ellas la imagen de un día pasado junto a su amada, de un compañero caído en manos de los alemanes, de un colaboracionista que retoza con una muchacha agobiada por la miseria y el temor. Insensiblemente, va llevando su carrito hacia la playa, oscura y solitaria, donde cree ver las huellas de unos pies menudos, que se pierden en el mar. Él abandona sus trebejos humildes, donde se amontonan las hojas muertas, y toma el camino de la mar que le separa de Clarice. Deja su calzado y sus ropas en la orilla, echa a andar; un paso, y otro más, y otro…

     Ustedes me perdonarán. En este caso me ha podido el romanticismo con su fuerza irreversible. Procuren un final más feliz: después de todo, tal vez no sea necesario morir para olvidar un verdadero amor perdido.

***

     Al ritmo de la lluvia, en esa misma línea del amor meteorológico, nos presenta un nostálgico cuadro inicial: una chica viendo llover tras los cristales, en tanto sus ojos llueven lágrimas porque su amor partió y aún no ha decidido regresar. Cree la joven que, cuando escampe y salga el sol, el chico se acordará de ella y, con el corazón más caliente, volverá para secar sus ojos. Pues bien, pensemos en alguna modificación de tan acuoso relato.

     Primera variante, a desarrollar por quien lo desee. La sufrida expectante aguarda hasta que el sol hace un arco iris de cada gota en su ventana y ve llegar a lo lejos a su amado. Mas, conforme este va acercándose, lo examina con mayor precisión, hasta lo más recóndito de sus entretelas, y constata que aquel joven que había visto partir, borroso bajo la lluvia, y que ella había elevado a los altares, resulta a plena luz solar tan difuminado y tibio como cuando se fue. Vamos, que la culpa, querido Bruto, no es de la lluvia, sino nuestra. La joven se desengaña de golpe y, cuando el ahora amoroso galán lanza una piedrecita a su ventana, ella la abre con una tierna sonrisa y deja caer sobre él el contenido del cubo de fregar la cocina. De agua a agua y la tiro porque me viene en gana.

     Segunda variante, con final abierto, para mayor interactuación. En pleno aguacero, la niña se cansa de esperar y recela del retorno espontáneo de su adorado. Por su parte este, de camino hacia su casa, calándose hasta los huesos, percibe que ha cometido un terrible error y que no ha sabido comprender que solo él contaba para ella. Resultado: Silvia –démosle ese nombre- coge un paraguas y corre en busca de su amado por el camino que este habitualmente recorre. Johnny –por ejemplo- da la vuelta y regresa, aún reflexivo y cabizbajo. Tanto corre la una y tan encorvado va el otro, que se cruzan sin verse, rumbo a destinos de soledad. ¿Definitivos? ¿Se encontrarán, al fin, en el camino de retorno? Ustedes tienen las respuestas.

***

     Así concluyó su conferencia la doctora Canales, profesora de Preceptiva Literaria en la Universidad de Villafranca. Al menos, esas fueron las últimas palabras que de sus labios escuchó el público. Para su camisa –es decir, su blusa azul turquesa con volantes discretos-, todavía añadió una frase  que alguien de la primera fila captó al vuelo:

-          Fácil es enseñar amor en los cuentos; imposible en la vida.





[1]  Es completamente cierto y les doy la referencia, por si quieren comprobarlo: Los 24 grandes éxitos de la zarzuela, Columbia Records, Madrid, 1991, CD número 2, cortes 2 y 3.  Para los puristas: La Generala, más que una zarzuela, es una opereta.
[2]  Canción francesa aparecida en disco en 1946, de la que son autores Jacques Prévert (letra) y Joseph Kosma (música), que hizo inicialmente famosa el intérprete Yves Montand.
[3]   Letra y música de John Claude Gummoe, integrante del grupo The Cascades, quienes la grabaron a finales de 1962. En España, antes de hacerse famosa en nuestro idioma, arrasó la versión francesa de Sylvie Vartan (1963).

sábado, 21 de enero de 2012

LA LECCIÓN DE PSICOLOGÍA


La lección de Psicología

Por Federico Bello Landrove

     ¿Tienen una causa predominante los males del amor? Asistamos a la clase del profesor Ratti quien, con la ayuda de una hermosa canción, nos pondrá al corriente del tema, aunque –como dice el refrán- haz lo que te digo, no lo que yo hago.



     El conocido profesor Battista Ratti, titular de Psicología Clínica en la Facultad de Génova,  impartía aquella tarde la primera clase magistral de la materia, Trastornos del comportamiento en la adolescencia y la juventud: el impulso amoroso. Incluida en el ciclo de especialización al concluir la carrera, los estudiantes constituían un grupo selecto y bastante reducido, todos por encima de los veinte años, a quienes el afamado maestro decidió –según su costumbre- epatar, con la inestimable ayuda de su inseparable cronómetro Roskopf de bolsillo, que dejó caer ostensiblemente sobre la carpeta de sobremesa, momentos antes de iniciar la lección.

-          Mis queridos discípulos –comenzó-, no puede entenderse la patología amorosa, si no empezamos por reconocer que la misma tiene como causa más frecuente el desfase cronológico. En consecuencia, nada mejor y más necesario para medirla que este adminículo.

     Y, de manera ostentosa, levantó en alto el reloj, describiendo un arco aproximado al que formaban, con él como centro, los alumnos más alejados.

-          Es evidente, prosiguió, que la disparidad temporal será tanto más probable en la relación de pareja, cuanto que resulta muy difícil sincronizar los ritmos del impulso amoroso de dos o más personas; pero no crean que resulta fácil ajustar el nacimiento y evolución del amor a las demás circunstancias y necesidades de un solo sujeto. Pongamos un ejemplo, tomado de la casuística recogida en la literatura.

Un joven de unos veinte años de edad se enamora de una chica sin saber muy bien por qué –lo que no deja de ser lo más habitual-. Pero el chico hace introspección, quizá con la ayuda de su consultor psicológico, y llega a la conclusión de que el amor le ha venido por no tener nada mejor que hacer o en que pensar. Se halla pasando una etapa de ensoñación, en la que siente la necesidad de compartir sus sueños, de hablar de ellos, elaborarlos con la ayuda de una mujer. No se siente capaz de estar solo, ni de día, ni de noche: tiene que hablar; hablar de todo, incluso de amor. Observen ustedes, el amor nace en un momento onírico y va consolidándose a medida que esa fase, tan propia de la adolescencia y primera juventud, cristaliza en planes ciertos, objetivos reales, un futuro próximo.



     El profesor Ratti dirige una mirada de complicidad a la doctora Pinello, que lo acompaña en estrados, tomando notas ocasionalmente, y prosigue:



-          Pues bien, ese joven apenas veinteañero alcanza, tiempo después, la madurez personal y social que le permite, o mejor dicho, le impone superar la etapa de los sueños y pasar a ocuparse y realizar las mil cosas de que se siente capaz, a tenor de la formación académica adquirida y de la experiencia y dotes artísticas incubadas. Mas entonces se encuentra con que el amor lo ata, lo absorbe, le impide prácticamente pensar en otra cosa que en la persona amada. ¿Y por qué, señoras y señores laureandos, por qué?



     Los interpelados se miran unos a otros y parecen sentir ganas de intervenir, pero se retraen, seguramente, al ser su primera clase con el imponente catedrático Ratti. Este, aliviado por no haber tenido que escuchar obviedades ni simplezas, prosigue tras unos segundos de expectación:



-          No lo duden, el joven del caso –como ustedes- no se atrevió a reconocerlo, pero probablemente lo intuía. La muchacha no era adecuada para inspirar y participar en esa nueva fase de su vida. Ya sea por insuficiencia del criterio selectivo, ya por adaptación del mismo a la etapa onírica anterior, el joven –llamémosle, desde ahora, Luigi- no había buscado y escogido pareja en función de su personalidad y deseo actuales. En suma –enfatizó-, había menospreciado el papel del tiempo.



     Volvió a enarbolar el Roskopf, con tal vehemencia, que la cadena estuvo a punto de impactar en la punta de la nariz de la profesora auxiliar, quien permaneció impertérrita. Ratti le hizo un gesto de disculpa, posó de nuevo el reloj y avanzó en el argumento:



-          Bien, ahora viene el momento culminante, desde el punto de vista clínico. ¿Cuál será, según ustedes, la consecuencia en Luigi de este desfase vital?



     Esta vez, el maestro apenas esperó por la respuesta, pues estaba convencido de la perplejidad del auditorio. Se contestó a sí mismo:



-          En este caso, Luigi era un joven responsable y efectivamente enamorado. Por tanto, la anacronía generó un síndrome de confusión o desdoblamiento benigno de la personalidad. El paciente lo describió de una manera tan poética, que no les privaré de escuchar sus propias palabras, aunque les dispensaré de ponerles música con mi pésima voz.



     Sonrió al unísono con algunos de los alumnos y recitó pausadamente:



Il giorno

mi pento d’averti incontrato.

La notte

Ti vengo a cercare [1].



-          Con lo que ya habrán deducido ustedes quién era el famoso enfermo imaginario



     Los alumnos se miraban unos a otros con total desconocimiento del tema. El profesor esperaba y esperaba, jugando con el reloj:



-          Vamos, señores, que estamos en Génova y se supone que algo habrán oído de la Escuela musical del mismo nombre…



     Silencio sepulcral. Ratti se atusaba los ralos cabellos, con ganas de mesárselos:



-          Por Dios, caballeros, señoritas… He dicho que se llamaba Luigi… La canción del caso era Mi sono innamorato di te. Luigi… Luigi…

-          Boccherini, completó una voz ingenua y escasamente audible de mujer[2].



     El profesor recogió lentamente sus apuntes, sujetó la cadena del reloj al botón idóneo del chaleco, sepultó el veterano Roskopf de 1901 en el bolsillo y tan solo acertó a decir:



-          Está visto que no es solo el amor lo que aquí está radicalmente desfasado. Hasta pasado mañana.



     El profesor siguió a su escultural colega auxiliar, camino de la salida por la puerta que daba a la Sala de Profesores. Apenas la había rebasado, oyó la melodiosa voz de la señorita Pinello, que le preguntaba:



-          ¿A qué te referías en el aula, amore, como desfasado?



     Ratti contestó con ternura:



-          Cara, por una rara y maravillosa excepción, nuestro amor es ácrono.



    





[1]  La traducción es, más o menos, esta: De día / me arrepiento de haberte encontrado./ De noche /vengo a buscarte.
[2]  Luigi Boccherini (1743-1805), famoso músico italiano, de feliz recuerdo en España. El Luigi cuya identidad pedía el profesor Ratti era, por supuesto, el distinguido cantautor ligur Luigi Tenco (1938-1967).

sábado, 14 de enero de 2012

EL NUEVO RUMBO



El nuevo rumbo

Por Federico Bello Landrove

     Nadie entre aquí sin haber escuchado Volver a los diecisiete, el bellísimo poema de Violeta Parra hecho canción. Luego, tal vez pueda disfrutar con las andanzas de un policía demasiado oficioso y de una viuda amorosa en demasía, con el fondo de un negocio de amor que, como todos los de su género, resulta atrayente y peligroso a la vez.



1.  Un viejo policía, apodado el Rumbero


     Cuando lo conocí, hará ya sus buenos cinco años, acababa de jubilarse, con esa edad aún fuerte y vigorosa, en que militares y policías han de abandonar armas y uniformes, porque sus energías físicas declinan. Todos convenimos en que es una injusticia. Si solo contase lo material, tendríamos que irnos a casa hacia los veinticinco años, culmen del cuerpo humano. Lo cierto es que Sebastián, el Rumbero, lo llevaba estupendamente. Entre sus paseos, su pesca y sus partidas de dominó, gastaba la mitad del tiempo libre. En cuanto al resto, muy reservado él, limitábase a decir que estaba escribiendo sus memorias.

     De ser ello cierto, no me cabe duda de que tendría mucho que contar. Para empezar, aclarar lo de su apodo, a fin de evitar tremendos chascos, como el que yo me llevé cuando, a poco de presentármelo, lo oí llamar por el alias a un colega del casino.

-          ¿El rumbero?, inquirí. ¿Es que es aficionado a la música tropical o aflamencada?

     Muerto de risa, el interpelado se dirigió al mismo Sebastián y le dijo con voz potente:

-          Sebas, aquí hay uno que quiere saber por qué te llamamos el Rumbero.

     Sebastián enrojeció ostensiblemente, pero se salió por la tangente:

-          Anda, déjate de cuentos y echa ficha, que te voy a ahorcar el cinco doble.

***

     Yo soy tímido y Sebastián, reservado. Hubieron de pasar varios años, antes de que él me relatase con detalle el caso que dio lugar al sobrenombre. Hasta ese momento, lo más que había llegado yo a saber era que Rumbero no venía de rumba, sino de rumbo y que tenía que ver con un asunto en el que había intervenido profesionalmente en Castellar, poco antes de su traslado a la comisaría de nuestra ciudad. Y no se trató de una confesión gratuita, sino consecuencia de uno de mis trabajos académicos.

     Me encargaba a la sazón de las clases de Ética de bachillerato, que daban entonces sus primeros pasos. Uno de los temas elegidos para desarrollar con detenimiento era el del suicidio y decidí centrarme en algunos casos modernos de confusa motivación. Uno de los escogidos fue el de la cantante chilena, Violeta Parra, que se había matado en 1967, a los cuarenta y nueve años de su edad, tras alguna tentativa anterior. Sebas tuvo los oídos atentos y, al acabar la partida, hizo un aparte conmigo:

-          No tenía ni idea de que esa señora hubiera acabado de forma tan trágica.

-          Ni yo de que te interesara la figura de la gran cantautora.

-          La verdad es que, en lo que a mí respecta, sólo me afectó una canción pero, ¡chico!, de qué forma.

-          ¿Gracias a la vida?

-          No: Amor a los diecisiete.

     Debió de percibir mi ignorancia al respecto, o pasaría por allí un querubín. El hecho es que se paró junto al gran portón que daba a la calle Zamora y me dijo con sigilo:

-          Los amigos están para las ocasiones. Tú me cuentas todo lo que sepas o averigües sobre Violeta y yo te referiré las razones por las que Los diecisiete (como yo la llamo) ha tenido tanta importancia en mi vida. Y, de paso –dijo, guiñando el ojo-, podrás satisfacer tu curiosidad sobre el origen de mi mote.

     Pasó una quincena hasta que yo tuve preparada mi disertación sobre la muerte de la artista. Se lo comuniqué al Rumbero y me sugirió:

-          Quedemos el próximo viernes, después de la partida, y déjame a mí inventar alguna excusa para que no se nos unan los demás contertulios.

     Así sucedió. Perdidos en el gran patio cubierto del casino, del lado opuesto al zaguán, nos arrellanamos en sendos sillones, con la sola compañía de unas tónicas con ginebra. Abrí yo el diálogo y transmití a Sebastián la información que ustedes bien pueden conocer de antemano o accediendo sencillamente a Internet. Al concluir, saqué con cierto misterio una bolsa con rótulo de droguería y la deposité sobre la mesa, en ademán de obsequio: Se trataba de 21 son los dolores. Antología amorosa de Violeta Parra, edición de 1976, que había conseguido penosamente en una librería de lance. El donatario comprobó el contenido del regalo y, sonriendo, echó mano al bolsillo, de donde sacó un CD titulado Las últimas composiciones, de la Viola chilensis, y dijo:

-          También es casualidad. Ambos hemos tratado de sorprender al contrario, pero no lo hemos logrado. Sin embargo, no pierdo la esperanza de dejarte con la boca abierta con algo de lo que voy a contarte. Eso sí, por extraño que resulte, te aseguro que todo será la pura verdad.

     Carraspeó un par de veces, como reclamando cómicamente mi atención, y comenzó su historia.



    2.  El poder del sentimiento
 

     Voy a hablarte de hechos acaecidos en uno de los últimos años del pasado siglo, cuando los centros de rejuvenecimiento y belleza ya proliferaban y, en sus diversas modalidades y técnicas, vendían a buen precio el humo de la perfección estética y la eterna juventud. No digo que no los hubiese serios y sensatos pero, por modo general, lo más que podía pedirse de ellos era no salir peor de lo que se había entrado.

     Moviéndose en este terreno, tan próximo a la estafa y a los delitos contra la salud, no dejó de llamar la atención la querella que presentó uno de los centros más afamados, de cuyo nombre no quiero acordarme, contra otro, recientemente instalado en Castellar, llamado El nuevo rumbo. Los abogados que estuviesen detrás de aquella reclamación habían exprimido bien el Código Penal, pues recuerdo que imputaban nada menos que seis delitos, entre ellos, los de estafa, lesiones, intrusismo y maquinaciones para alterar el precio de las cosas. Presentada la querella en el Juzgado de Guardia, el magistrado la admitió y, acto seguido, cursó a la policía judicial la pertinente orden de investigar la verdad de los hechos. Y ahí es donde tuve que entrar yo, para perturbación de mi tranquilidad y adquisición del apodo por el que los compañeros empezaron a motejarme jocosamente. Ya sabes, por tanto, de donde me viene: Rumbero, por encargarme de las averiguaciones sobre El nuevo rumbo.

     El encargo y consignas que recibí de mi superior, el comisario Encinas, no eran nada exigentes. Parecía un típico caso de los de ¡mira quién fue a hablar! Unos charlatanes se ofendían porque otros hacían lo que ellos, solo que a más bajo precio. Pero, a la querella inicial, se fueron sumando todos los directores de institutos de belleza y clínicas de dermoestética de la ciudad, con lo que la cosa adquirió un vigor inusitado. Tanto así, que el juez nos llamó a capítulo –cosa excepcional- y se manifestó de este modo:

-          Los abogados me están bombardeando con escritos de solicitud de pruebas y medidas cautelares, en los que no falta más que pedirme que crucifique a los querellados. Quiero que me centren las diligencias en sus justos términos y que lo hagan aprisa, pues yo tendré luego que ratificar casi todo lo que resulte de interés.

     En consecuencia, Encinas me relevó de cualquier otro servicio y exigió:

-          Esto se ha puesto caliente. Investiga a fondo, las veinticuatro horas del día, a ver si en un par de semanas tenemos listo el informe. Y no te andes con requilorios: utiliza el camino más recto.

***

     Debes saber que no he sido, precisamente, un policía acomodaticio. Con todo respeto para mi superior y para el magistrado, entendí que me hallaba ante una investigación compleja, en que lo principal era llegar a la verdad sin precipitarse en las conclusiones. Acertado o no, concebí la idea de averiguar las cosas desde dentro: vamos, fingirme posible cliente de El nuevo rumbo y constatar de primera mano sus técnicas y sus resultados.

     Dicho y hecho. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, me personé en la recepción de la empresa. Contra lo habitual en este tipo de instituciones, no había allí ostentación de cristaleras, uniformes blancos ni plantas tropicales. Ello no significa que reinasen la suciedad o la pobreza, pero sí que escatimaban los gastos. Me hicieron rellenar un formulario, donde me inscribí como funcionario y, en unos momentos, me pasaron con una señora de mediana edad, que se me presentó como N.N., psicóloga. La conversación entre nosotros, escueta y sin circunloquios, se desarrolló, más o menos, de esta forma:

-          ¿Le han hablado ya de nosotros o quiere que le haga una presentación general de nuestros métodos?

-          Algo creo saber de ustedes y por eso vengo. No obstante, preferiría que me diera algunos detalles.

-          Muy natural. Si ha leído u hojeado nuestra publicidad, verá que prometemos un nuevo rumbo en sus vidas, en todos los aspectos, incluidos los que integran la preocupación exclusiva de otras entidades: ya sabe, bienestar, belleza, juventud y todo eso. Pero nosotros somos más ambiciosos: intentamos lograrlo desde su interior, integrando cuerpo y espíritu.

-          Algo así como el yoga, apostillé ambiguamente.

-          En cierto modo, pero nosotros buscamos la armonía y la belleza a través del amor.

     Involuntariamente, di un respingo. Mal empezábamos. El asunto me olía a milonga, tipo la de los hippies en nuestra época. La señora debió percibir mi repugnancia porque, de inmediato, cambió de enfoque:

-          Comprendo que, dicho así, le parezca demasiado abstracto y parecido a la manera de embaucar de las sectas y similares. Verá, voy a ser más precisa, pero para ello necesito saber qué es lo que espera usted de nuestra terapia y cuánto amor está dispuesto a dar.

-          Hum, no sé qué decirle. Estoy pasando la crisis de los cincuenta; ya sabe, calvicie, barriga, cansancio, poco apetito sexual –se trataba de inventar, pero me estaba saliendo muy real-… Y, en cuanto a lo que estoy dispuesto a dar, pues tengo mujer y dos hijos, que se llevan el noventa por ciento de mi corazón. Eso si, al hablar de amor, no está usted refiriéndose también al dinero, porque la verdad es que los funcionarios andamos muy achuchados.

-          No se preocupe, nuestras tarifas son tan módicas, que estamos en el punto de mira de la competencia. Preocúpese, más bien, del amor, ya que con solo un diez por ciento de corazón disponible, no creo que podamos hacer mucho por superar su crisis. En fin, ¿en qué estaría dispuesto a invertir ese amor que le queda por dar: familia, ambiente profesional, caridad, entrega de sí mismo?

-          Pues no lo había pensado. Tal vez, en lo profesional, repuse con lo primero que me vino a la cabeza.

-          Perfecto; ¿a qué se dedica usted? Lo de funcionario es muy vago, en el mejor sentido de la palabra.

-          Soy guardia de prisiones, dije aproximándome a la verdad cuanto pude.

-          ¡Magnífico! ¡Qué gran campo de acción! Drogadictos, jóvenes, madres reclusas… Talleres, grupos artísticos, permisos penitenciarios. ¿Qué terreno juzga usted más deficitario en su Centro? ¿Tal vez el de motivar y ayudar a los drogodependientes?

-          No, señora –repliqué vivamente, como si, en efecto, ya me viese en un mundo claustrofóbico de papelinas, jeringuillas y ajustes de cuentas-. Creo que ayudar en la enfermería o, mejor aún, en el economato. Sí, en el economato.

-          Me decepciona usted, caballero. Un hombre tan responsable y experimentado… Necesita un empujoncito y vamos a dárselo; no yo, sino la responsable del programa Amor y salud. Voy a llamarla.

-          ¡Un momento! ¿Qué puedo obtener a cambio en mi vida? ¿Bajaré de peso, me crecerá el pelo por la coronilla, tendré una vida sexual más activa?

-          Eso dependerá de usted y de su fidelidad y entrega al programa -concluyó, al tiempo que entraba en comunicación telefónica con su compañera-.

***

      Tras unos minutos de espera, me hicieron pasar al despacho, pequeño y repleto de archivadores, de la presunta responsable del programa Amor y salud. Bastante más joven que su compañera, menuda y nerviosa, estaba ya avisada de mi caso y pretensiones, porque inmediatamente, sin preguntarme nada, entró en materia:

-          Siento mucho informarle, señor Reinares, de que no tenemos ninguna oferta de actuación en la cárcel de V. Naturalmente, si trabaja usted en dicho Centro, podría abrirse camino bajo nuestra orientación, pero preferimos controlar y dirigir su acción a través de programas ya analizados y aprobados por El nuevo rumbo. He estado examinando lo que tenemos en el apartado de salud y hay algo verdaderamente maravilloso por sus resultados en otros clientes. Me refiero a la tarea de visitador de enfermos. Precisamente, en el sanatorio de la Cruz Roja, hay un caso que…

     A estas alturas, empezaba yo a pensar que tal vez no había sido una buena idea la de presentarme como posible cliente de aquella benemérita institución. La verdad, no me apetecía dedicar mi poco tiempo libre a hacer un paripé con algún pobre enfermo, ni veía la utilidad de profundizar hasta tal extremo en la dinámica de los rumberos. Así que decidí mantenerme en el terreno de la información:

-          Y dice usted que han obtenido resultados maravillosos… ¿Cuáles? Póngame algún ejemplo.

-          No puedo entrar en detalles personales pues ofendería la confidencialidad. Sí puedo decirle que varios de nuestros clientes han salido del paso tan rejuvenecidos, que alcanzaron el objetivo número uno del programa.

-          ¿Y cuál es ese objetivo, si puede saberse sin ofender a nadie?

-          ¿Cómo? ¿No le ha hablado mi compañera de…? En fin, abreviando, se trata de volver a los diecisiete.

     Observarás, amigo Arsenio, que había llegado, por fin, al tema de la canción de Violeta Parra. Nada menos que sentirse tan juvenil, como para creerse un adolescente. Al parecer, quienes eran capaces de superar los rencores y violencias por medio del amor o, al menos, el cariño, experimentaban una transformación interior que los llenaba de serenidad e inocencia, hasta el punto de retornar a su primera juventud. Pero aquella señora era un modelo de modestia:

-          Bueno, hemos puesto la meta en los diecisiete, pero ello no significa que sea un objetivo insuperable. De hecho, algunos de nuestros clientes han llegado a sentirse como niños, algo mágico pero que no siempre resulta recomendable.

-          Claro, así de pronto, y sin contar ya con los padres para que los mantengan y lleven al colegio…

-          ¡Oh, no, de pronto no! No negaré que ha habido casos de tal rapidez, que podría pensarse que los hubiese tocado un querubín. No obstante, lo usual es que la acción del amor vaya siendo lenta y secreta. Ya sabe, enredando, enredando… brotando, brotando...

-          Pero, ¿realmente se creen los escogidos que son unos mozos o unas nenas?

-          Por supuesto que no, en el sentido literal, mas la transformación es tan intensa y profunda, que cambia radicalmente su vida y son capaces de pensar, obrar y sentir como los más vivaces y puros de los jóvenes.

     Una cosa me rascaba en el cerebro. Traté de aclararla:

-          Señora, todo eso está muy bien pero, tal y como yo lo veo, es pura terapia psicológica o filosófica. ¿Dónde está el aspecto estético de la cuestión, que es lo que les tiene enfrentados con lo que su compañera llamaba la competencia?

-          Bien, es algo muy natural. La bondad y el amor saltan a la cara y se encarnan en todas las facetas de nuestro cuerpo. Los poderes curativos y la satisfacción con la propia fisonomía y apariencia son espectaculares, aún sin intervenir para nada nuestra división de Belleza externa. Muchos de nuestros clientes deciden cuidarse y acicalarse mucho más que antes. Ofrecemos servicios de cosmética y regeneración, como complementarios y derivados de nuestra superación por el amor. Pero, en todo caso, son tratamientos naturales y económicos, sin connotaciones médicas: indumentaria, peluquería y maquillaje, perfumería y cosas así. Otras materias de relación menos directa, como gimnasia, baile o elocuencia, las derivamos a especialistas externos.

-          O sea –traté de resumir-, que El nuevo rumbo viene a estar en la línea de los movimientos psicológicos y filosóficos del tipo más Platón y menos Prozac. Para decirlo un poco drásticamente, el hombre nuevo de San Pablo, vestido de Prada.

-          Llámelo como quiera. También tiene algo de religión, en efecto…

-          ¿Y las tarifas?

-          Aquí tiene un listado de ellas. Verá que dependen del programa y de su duración. Los servicios complementarios de tipo estético no figuran incluidos aquí. En recepción pueden informarle. Comprobará que los precios son módicos. El personal de nuestra institución está constituido por titulados universitarios de cada especialidad. Si decide usted matricularse en algún programa, le facilitaremos un listado de los profesores, con referencia expresa a sus credenciales académicas.

     Estaba seguramente abusando de la paciencia de aquella señora, como de la tuya ahora, amigo Arsenio. No obstante, tuve una idea brillante –como casi todas las mías- que no quise echar en saco roto:

-          Estoy muy interesado, pero no acabo de decidirme. ¿Podría presentarme a algún alumno de su institución, que pudiera estimularme con sus experiencias?

-          ¿Por qué no? Es lo mejor y precisamente ahora acaba de empezar una reunión de puesta en común del programa Amor y tiempo que, aunque está muy lejos de su elección, puede serle ilustrativo. Espere aquí que voy a pedir permiso.

     Salió y regresó en seguida, con la venia concedida. Me condujo por los pasillos hasta un cubículo, en que apenas cabían tres o cuatro sillas y una mesita auxiliar. Una de sus paredes estaba rasgada por el típico cristal de espejo, que permite ver solo desde uno de los lados. Micrófono y altavoces permitían la comunicación auditiva. Vamos, un recinto similar al de mis archiconocidos reconocimientos en rueda.

-          ¿Está segura de que los asistentes consienten?, dije con aprensión, al percatarme de que nueve personas estaban sentadas en círculo en una sala contigua, charlando con total inhibición.

-          Por supuesto –me replicó muy seria mi introductora-: todos lo saben, pero prefieren que no les entretenga su presencia.

     Eso dijo y me dejó solo, con esta despedida:

-          Va a ver usted el poder del sentimiento. Cuando termine la reunión, o antes si le parece, puede marcharse, sin más. Ya conoce el camino.





3.  El amor es torbellino

     Lo que escuché en el tabuco acabó por convencerme de la licitud y buena voluntad de aquel proyecto empresarial. También ejerció cierta influencia en mi forma de juzgar las capacidades y reacciones de las personas. No merece la pena que te detalle cuanto escuché durante la media hora que permanecí allí, tomando notas y aprendiendo sobre la naturaleza de los seres humanos. Una dama, como de sesenta y cinco años, contaba los progresos con su terrible nieta de dieciséis, a quien sus padres habían dejado por imposible. Un caballero de mediana edad, atildado como un figurín, se deshacía en elogios y ternezas hacia una emigrante de vida dudosa que había conocido en la estación de autobuses. La joven de rosa relataba los avances con un antiguo novio, que había pasado de las drogas legales a las otras. La señora de gafas oscuras y cola de caballo estaba a punto –según decía- de contraer matrimonio con un vecino viudo, despreciando el qué dirán de su familia. Y así, sucesivamente. La monitora, o como se llamase, cortaba la narración en cuanto se volvía premiosa e insistía constantemente con preguntas:

-          ¿En qué te sientes mejor ahora? ¿De qué eres capaz, que antes no pudieses? ¿Es definitivo o tiene marcha atrás? A ver, a ver, detállame los resultados positivos que hayas notado en tu pareja. ¿Qué crees que está fallando, o teniendo un éxito mayor?

     A cada respuesta, sugería, apostillaba, daba consejos, invitaba a la reflexión. Excepcionalmente, intervenía algún compañero del hablante, cuando sus casos tenían puntos en común. Y, de forma invariable, la profesora concluía, antes de pasar al alumno siguiente:

-          ¿Cuántos años te has quitado de encima?

     Las respuestas eran diversas, pero asombrosas. Quien más, quien menos, se sentía diez, quince, veinte años más joven. Desde luego, nadie consideró que hubiese vuelto a los diecisiete, no siendo la joven antes aludida, quien dijo:

-          Cada vez que me enseña una analítica favorable o que voy a recogerlo al trabajo, vuelvo a los catorce, justo al día antes de conocerlo.

     Y la señora de la nieta rebelde, tras echarse treinta y cinco, añadió:

-          No voy a empezar, como tenía previsto, el programa de Maquillaje y teñido capilar. El jueves estaba en casa, peinándome para salir con Celia y me dijo: Abuela, cada día estás mejor. Y lo curioso es que yo me miraba y me miraba al espejo… y opinaba lo mismo.

***

     Teniendo ya casi todo lo que necesitaba para formar la opinión sobre el caso y centrar las investigaciones ulteriores, guardé libreta y bolígrafo y tomé el camino de salida. Me acordé de que tenía que pedir un folleto con los precios de los servicios estéticos adicionales que prestaba El nuevo rumbo, desanduve unos pasos y me puse a la cola de la recepción. Dudo que fuese una buena idea pues, entre las cuatro o cinco personas que esperaban a ser atendidas, una señora de buen ver, más o menos de mi edad y vestida de oscuro, se fijó en mí con tal descaro e insistencia, que no pude por menos de devolverle la mirada. Su rostro se volvió sonriente y se decidió a hablarme:

-          Sebas…, porque eres Sebas, ¿no es cierto?

-          Sí, así me llamo. Pero no tengo el gusto.

-          ¿No te acuerdas de mí? ¡Pero si soy Benita!

     La tal Benita, Beni para sus amigos, había sido una mozuela vecina mía cuando yo moraba en casa de mis padres, hacía una eternidad. Creo que ambos nos gustábamos en aquel entonces, pero no teníamos edad ni salero para declararlo y actuar en consecuencia. Luego mi familia se mudó a otro barrio y allí se quedó Beni, con lo que pudo haber sido y no fue. No te diré que no volviéramos a vernos dos o tres veces. Luego, yo saqué las oposiciones a la Secreta y anduve media España, hasta que volví de inspector de primera a Castellar, cuarentón, casado y con dos hijos. Sería casualidad, pues esa ciudad no es muy grande, pero lo cierto es que no había vuelto a verla, hasta el punto de que no fui capaz de reconocerla, así de pronto.

     Yo tenía prisa y pretendí salir del paso con un hola y adiós, pero había olvidado un pequeño detalle:

-          ¿Y qué? ¿Sigues de policía o has cambiado de trabajo?

     Aquello podía fastidiar mi incógnito antes de tiempo. Cogí simultáneamente y con vehemencia el folleto de marras y el brazo de Beni y nos lanzamos a la salida, con el primer pretexto que se me ocurrió:

-          Vamos a tomar un café y te cuento.

-          ¡Chico, que vehemencia! Casi me resbalo con estos tacones.

     Beni resultó ser tan buena conversadora, como yo escuchador. Y decidí dejarla hablar porque resultó que era una aventajada clienta de El nuevo rumbo. Vamos, lo que se dice una rumbera veterana:

-          Y yo que creí que eras una novata, como yo, al verte en la recepción.

-          Iba a pedir hora para la sesión siguiente, pero lo que es, llevo yendo un año.

-          ¿Y qué tal te va?

-          Fenomenal. Soy una diecisiete.

     Y, con buen lujo de detalles, sin apenas sonsacarla, Beni me contó su maravillosa experiencia, que la había sacado de la miseria espiritual de una viudez repentina y solitaria, hasta el vigor y la esperanza de una colegiala ardorosa. Agregó:

-          Ahora, estoy perfeccionando mi estilo y modo de ser. Ya sabes, cuidar el físico, cultura general y todo eso. En su momento, yo no pude estudiar y estoy poniéndome al día. En cuanto al palmito, a la vista está, ¿no te parece?

-          Me parece. Claro, teniendo diecisiete…

-          Los que tenía cuando os mudasteis del barrio, ¿te acuerdas?

-          Más o menos. Yo andaba por los mismos.

     Noté como si Beni se encontrase incómoda contrastando su edad con quien no había logrado un retroceso análogo al suyo. Cambió de conversación:

-          Y a ti, ¿qué te ha traído a El nuevo rumbo? ¿Algún problema sentimental?

-          Nada de eso. Estoy casado desde hace más de veinte años. Es una cuestión… de la edad.

     No era cosa de contarle las razones profesionales de mi actuación; así que volví a narrar la historia de la crisis de los cincuenta aunque, claro, obviando lo de la falta de apetito sexual. Ella, como experta rumbera, me dio su opinión y ofreció su ayuda:

-          Esas crisis no tienen nada que ver con la edad, sino con la falta de alicientes en la vida. Ya sabes, la rutina del trabajo, el hastío matrimonial, los hijos que levantan el vuelo…

     Parecía estar repitiendo la página dos del tríptico Bienvenida y presentación de El nuevo rumbo, pero se la veía muy convencida y le fui dando cuerda, lo que ella pudo interpretar como interés por su persona, o petición de ayuda por mi parte. Me dio toda clase de opiniones y sugerencias acerca de mi caso, desde tomarme menos en serio la profesión, hasta encasquetarme un peluquín en la coronilla. En fin, la conversación iba volviéndoseme cada vez más incómoda, máxime sabiendo ya cuanto podía interesarme. Me levanté incontinenti, aduciendo con toda verdad tener prisa y, en parte por cortesía, en parte por devolverle malévolamente el consejo, la despedí con estas o parecidas palabras:

-          Encantado de haberte vuelto a ver. Y, si quieres un consejo, puedes ir cambiando lo oscuro por algún estampado: tienes un tipo que lo permite.

     Me agradaría decir, con Cervantes, aquello de miró al soslayo, fuese y no hubo nada. Pero en este caso lo hubo, ¡vaya si lo hubo!



4.  La ventana se abrió como por encanto

     Querido Arsenio, te veo tan atento, a pesar de lo avanzado de la hora, que he de pensar, bien que me estás dando cuerda (como yo a Benita), o bien que imaginas que estamos llegando a la parte escabrosa de la narración. Y no te diré que no. Así que voy a resumir mucho pues sabes que soy persona reservada y pudorosa. Anda, vamos a pedir una última tónica con gotas y termino de contarte.

     Plugo al cielo que Beni se sintiese llamada por el Mesías para sacarme del hastío matrimonial y salvarme de la terrible crisis de los cincuenta. Y, como todos los iluminados, vino a perder el sentido de la realidad y de la pertinencia. Con oportunidad y sin ella, mi salvadora estableció sobre mí un cerco cada vez más estrecho. Llamadas telefónicas, mensajes, encuentros casuales, alguna carta que otra, esperas a la hora de salida del trabajo –pobre Beni, ¡esperar a un policía!-. En fin, un agobio… y un riesgo, pues empezaron las habladurías y las malas caras. Intenté todas las salidas y tretas usuales, pero era en vano: mi sitiadora era inasequible al desaliento, por la sencilla razón de que no creía en la verdad de mis rechazos, ni comprendía que su buen fin o intención no justificase los medios empleados. Llegó a confesarme que prefería morir de frío a mi puerta, que abandonarme a mi suerte. Me recitó casi todos los poemas sobre espinas clavadas, de Amado Nervo a don Antonio Machado, que en gloria estén. Por último, y como razón suprema de su veneración, me expuso lo siguiente:

-          No hay duda, querido Sebas, de que estamos hechos el uno para el otro, de que eres el hombre de mi vida, de que nuestro amor está escrito desde el principio de los tiempos.

-          Pero, vamos a ver, Benita, ¿por qué crees que tengo que aceptar esta opinión tuya y convenir en que seas tú la mujer de mi vida, y no mi santa esposa?

-          Sencillísimo. Recuerda que yo he vuelto a los diecisiete, precisamente a los diecisiete… ¿No te dice nada esta cifra?

-          Claro, el texto de la dichosa canción de Violeta Parra, que en El nuevo rumbo se tiene como emblema.

-          Y algo trascendental, querido. A los diecisiete años nos separaron, cortaron nuestros lazos, desgarraron nuestras vidas. He vuelto a los diecisiete para encontrarte y, si tú intentas hacer lo mismo, nos uniremos al fin. Si, ya veo que eres débil, que vacilas, que dudas… No te importe, cielo, apóyate en mí y volaremos hasta las estrellas en alas de querubín.

     Desesperado, tras tocar todas las teclas favorables, decidí solicitar ayuda a los rumberos, a ver si lograban cambiar la trayectoria de Benita que, al fin y al cabo, había iniciado su singladura con el viento propicio de la institución. A estas alturas –como luego te contaré- estaban al cabo de la calle de mi profesión y, de hecho, se mostraban muy agradecidos por el informe que de ellos elevé a mis superiores. El director escuchó atentamente mi relato y cuitas, pero respondió de forma bastante conformista:

-          Amigo mío, una institución como la nuestra ha de correr con el riesgo de que ciertas personas se tomen su retroceso cronológico más en serio de lo debido. Hemos tenido de todo: ancianitas que se vestían como peponas y se dedicaban a jugar a la rayuela; clientes que creían ver al serafín de la canción poniendo aretes al cielo; auxiliares de clínica que se sentían capaces de operar del corazón a mendigos y, por supuesto, amadores que no se han privado de intentar romper matrimonios, so pretexto de que los cónyuges eran indudablemente desgraciados. Aunque me esté mal el decirlo, lo considero una consecuencia inevitable de nuestra benéfica labor, el efecto negativo de una causa que salva vidas y da sentido a la existencia. Tratamos de paliar ciertos excesos y, en los casos más graves, pasamos del psicólogo al psiquiatra, si el cliente nos autoriza. Lo que no haremos bajo ningún concepto es ponernos en contra de nuestros discípulos, aplastar sus iniciativas, defraudar su confianza en ellos mismos.

-          Pero entienda el sufrimiento de las víctimas, como yo. ¿No tienen ustedes ninguna responsabilidad hacia nosotros? ¿Van a permanecer de brazos cruzados, mientras el amor, torbellino de pureza original, en vez de hacer al animal feroz trinar dulcemente, convierte en desatentada a la paloma y en malo al que antes era puro y sincero?

-          Ya veo que conoce usted la letra de nuestro himno –replicó un poco mohíno mi interlocutor-. Sí, en supuestos extremos, hemos de asumir responsabilidades e, incluso, poner en antecedentes a la Policía. Pero este caso no me parece que se salga de lo común, de lo que un profesional como usted no pueda poner remedio.

-          Como no le pegue un tiro, no sé qué amparo o solución me va a brindar el ser un profesional, como usted dice. En fin, miren de suavizar sus ímpetus. Tal vez, si le presentan a un señor maduro que se parezca a Robert Redford, o si le aseguran que no ha vuelto a los diecisiete, sino a los veinticuatro…

-          Es inútil, señor Reinares, doña Benita hace meses que no ha vuelto por El nuevo rumbo. Vino a despedirse y, tras darnos las gracias, afirmó que no necesitaba de nuestros servicios, dado que ya había descifrado con total seguridad los signos que la han de llevar a entregarle a usted todo su amor y para siempre.

***

     Bien, sufrido Anselmo, voy a poner fin telegráficamente al relato, pues son las nueve y media y llevamos aquí sentados más de tres horas. Te diré que, con más o menos reticencias y matizaciones, el magistrado aceptó mi opinión de que los rumberos podrían ser demasiado cándidos, pero en modo alguno eran unos delincuentes. Tal vez, de formularse un poco más tarde, el dictamen hubiese sido por mi parte mucho menos favorable, porque no habría delito de lesión, pero ¡anda que de peligro! Pero lo escrito escrito está y no iba a desdecirme por el hecho de que demasiado amor, como demasiado rejuvenecimiento o demasiado de casi todo, no sea nada bueno.

     Opté por pedir ayuda al Comisario Jefe y, teniendo en cuenta mi edad y situación, me logró una comisión de servicio en esta ciudad de Villafranca, que acepté encantado, aunque perdiese dinero y no confiara mucho en que Benita me dejase tranquilo, por el nimio motivo de marcharme a doscientos kilómetros de su casa. Cogí a mi mujer e hijos y acá que me vine. De eso hace ya unos cuantos años. El resto ya lo sabes o te lo figuras.

***

-          ¡Cómo que lo sé o me lo figuro! No pretenderás dejarme con la miel en los labios y no contarme nada de cuanto haya pasado con Benita. ¿Te localizó? ¿Volvió a importunarte? ¿Sabes que ha sido de ella?

     Impertérrito, Sebastián se levantó, llegó hasta el camarero para pagarle las consumiciones y, mientras yo recogía el CD con las canciones de Violeta Parra y me ponía el abrigo, observé que mi amigo hacía una llamada desde su móvil. Les juro que no me acerqué a él por espiar. De hecho, si no hubiera sido por el oído agudísimo que Dios me dio… Pero, en fin, el caso es que oí que decía:

-          Sí querida, una conferencia sobre Violeta Parra… Sí, la de Volver a los diecisiete… Claro, ya voy camino de casa… Hasta ahora, Beni… Un besito.

     Apenas me despedí de Sebas. En el camino hacia casa, tiré el CD regalado a la basura, aun sabiendo que, al día siguiente, volvería a jugar al dominó de compañero con su donante y que, más tarde o más temprano, la voz de Viola, agua y trueno, habría de sonar para mi corazón.