jueves, 27 de diciembre de 2012

CANDELARIA, LA BIBLIOTECARIA




Candelaria, la bibliotecaria



Por Federico Bello Landrove


     En su visita sentimental a la ciudad de sus orígenes, una bibliotecaria afectada por el mal de nuestro tiempo (la desaparición del libro clásico) y los nuevos enfoques de su profesión, hallará imprevistamente el modelo para el futuro en una persona de poca cultura, pero de alta sensibilidad y valor: su propia abuela.


1.  De sueños...



-          Entre el cambio de cama y el cambio de hora, me voy a pasar la noche de turbio en turbio.


     Por segunda vez, se levantó y dirigiose al cuarto de baño para tomar una ducha templada. De camino, en la penumbrosa claridad que proyectaba la lámpara de pie, se vio reflejada en el espejo de medio cuerpo, con ostentosa moldura de purpurina y escayola. El pijama azul satinado, como el cielo abrileño que había dejado al partir, moteaba con sus mínimos estampados de hortensias la silueta menuda y frágil de aquella chica, con la treintena ya cumplida, por aquello de que lo aseveraba el calendario. Facciones regulares, óvalo rematado por un cabello corto y rebelde que -¡no se entere nadie!- se había teñido de castaño claro para venir. Aretes de oro con chispas de brillantes...


-          ¡Rayos! A ver si va a ser eso lo que me incomoda. Por más que la almohada se hunde como flan de huevo y todo lo absorbe.


     Deja los pendientes sobre el cristal de la cómoda, sonríe dulcemente a la imagen de sí misma y reanuda pausadamente el viaje al baño, desabotonando torpemente la chaqueta de noche, mientras le llega de la habitación contigua el inequívoco hervor de los ronquidos de un durmiente. ¡Quién pudiera!, susurra, pero le brotan los símiles:


-          La viva imagen de dos mundos: esta tierra, que no acaba de despertar, y la mía, que apenas descansar le dejan.


     Hace correr, con prudente suavidad, el agua, hasta mediar la tina y se concede el insólito regalo de un baño tibio. Cierra los ojos y queda traspuesta, acunada con el ronroneo de su propia voz, cada vez más baja y lenta:


-          ... Y eso que no he notado tanta diferencia. Claro, esta es una ciudad bastante grande y se vive más el progreso. Por otra parte, la Dictadura acabó y ahora andan construyendo la tan traída y llevada democracia. Eso que no sé si estarán sufriendo un sarampión de libertades mal entendidas, pues la falta de educación campa por sus respetos: ruidosos, prepotentes, groseros. Para muestra, el camarero de la cafetería: me tuve que dirigir yo a él, no contestó a mi saludo y casi me tira el café por la rebeca. ¡Y todavía se quedó el tipo gruñendo, porque le recogí hasta el último centavo de las vueltas! Ya lo decía mamá...


     En su imaginario, cada vez más revuelto, se funden la chaquetilla del mesero y el rostro de la madre, tal y como ella lucía de hermosa cuando la bañista era niña. Le parece escuchar su voz: Tierra seca y dura, con la gente más adusta que imaginarse pueda. ¡Si hasta los comerciantes parecen hacer un favor cuando te atienden! La saca del acúfeno el sabor untuoso del agua con jabón. ¡Pues no se ha ido relajando hasta sufrir una involuntaria aguadilla!


     Se alza, tosiendo, y seca su cuerpo con una toalla rasposa, que hace honor a la villa que la ha visto enjugar. Decide aprovechar el sopor y corre hacia el lecho, como Dios la trajo al mundo, y se envuelve en la ropa de cama, como una croqueta de húmedos cabellos. La recorre un grato escalofrío. Nueve meses de invierno y tres de infierno. Otra vez la voz de su madre, con el fondo ronroneante y ondulatorio de los ronquidos del huésped anejo.


***


     Un recepcionista de cara borrosa lee y relee su pasaporte estrellado, repitiendo con retintín, una y otra vez, palabras que parecen no tener sentido para él: bibliotecología, senadora académica, profesora del área de... Ella, más joven que ahora, agarra el documento y forcejea terne con el hostelero, quizá porque tiene la impresión de que esté ridiculizándola, y acaban por deshojarlo a tirones. Las páginas caen y caen a un suelo sin fondo, mientras trata infructuosamente de recogerlas. Su mamá intenta ayudarla, pero es en vano. De pronto, la recepción del hotel se ha transformado en la gran sala de lectura de la Fundación Enrique Lapaix. Los anaqueles se vuelven blandos, como los relojes dalinianos, y los libros adoptan las posiciones más absurdas, en equilibrio inestable. Wellington, su auxiliar, intenta a toda prisa digitalizar los ejemplares más valiosos, gritando ¡preservación, preservación!  El Presidente Villares asoma su cara amarillenta por una puerta, con rictus de disgusto, como si le echase en cara el tremendo desaguisado.


     Se abre por completo el techo de la estancia, cual si de una inmensa claraboya se tratara, y penetran por ella las ramas de las ceibas, desde las que polícromas psitácidas extienden picos y garras, devorando glotonas los tejuelos. En la rama más alta, un tribunal de sesudos catedráticos, con rostros familiares que es incapaz de identificar, la convocan para pasar examen, con un fondo de encerado en que está escrito: Evolucionar para no extinguirse. Ella se encarama hasta las alturas con risa incontenible. ¡Pues menuda evolución! ¡Transformación desde los cimientos!


     Se despierta entre jadeos, pero no de hilaridad, sino medio asfixiada con la manta. Desde la oscuridad le siguen llegando imágenes oníricas, que trata de ordenar y entender racionalmente. Pero no quiere despertar: ¡dormir, dormir!, a ser posible con un sueño menos agotador. La fosforescencia del reloj en la mesilla parece hipnotizarla. Aguza el oído: lo último que le llega es el tiro de una cisterna en plena noche. ¡Este país de ruido!


     La breve catarata se convierte en un río, con barcas entre la corriente y arbustos punzantes en sus orillas. En la barca, su mamá cía sofocada, procurando evitar el ser engullida por la pesquera, aquella artificial cascada de la que le hablaba, cuando niña. Un nadador se agarra a los remos y empuja el esquife a favor de corriente. ¡El nadador lleva bata blanca y tiene la cara de papá! Desde las sombras, ella ayuda a su madre, que avanza ineluctablemente hacia el salto de agua, cada vez más ominoso y profundo. La barca se vuelve un pequeño yate, desde cuya encristalada ventana, mamá grita sin voz, rehén del miedo. En su torno, revolotean coleópteros, moteados y brillantes, que se posan sobre su vestido, convirtiéndose en gotitas de sangre. El ruido del vórtice espanta los escarabajos, hasta convertirlos en flores de lis sobre el papel pintado del dormitorio. Sudorosa y angustiada, llega trastabillando hasta las cortinas y alza la persiana:


-          ¡La terrible cascada era el camión de la basura! 


     Oprime la frente contra el cristal, para absorber el frescor de la noche. La cabeza le sigue naufragando en el río junto al que su madre adolescente paseaba al atardecer o se dejaba llevar de brazos varoniles, que bogaban inexpertos. Por mucha impericia, ¡cuánto mejor que los que la transportaron al Nuevo Mundo, a aquel lujuriante solar de mi tristeza, como ella ha escrito para todas las mujeres, de ese Mundo y de todos!


     Se da cuenta de que está desnuda y se tapa con el terciopelo verde del cortinón. Menos mal que su ámbito permanece a oscuras, pues un trío de noctámbulos se recorta frente a la frontera fachada de Correos. ¡Qué más da! Sigue sintiéndose desnuda: frente a los hombres y ante sí misma. Un simple sueño está a punto de hacerle llorar; un rasgo la ha traído de vuelta al pasado. Dicen de ella que es dulce y débil. ¡Y un cuerno! En sus manos y en sus labios habitan las almas de muchas personas a las que no puede fallar, pues en ese frágil vaso de su pecho radican la memoria y la palabra.


     Retorna al lecho, iluminada por la luz ictérica de las farolas al amanecer. Suenan seis campanadas en un reloj de torre. ¡Sí, señor!, la memoria y la palabra, aunque –sonríe- tal vez suene un poco rimbombante la doble aposición, escritora y poeta, que le han endosado en el directorio de antiguas alumnas de su colegio.


-          Si mamá levantara la cabeza…


     Lo que es ella, la reclina dulcemente en el flan de huevo y, por fin, duerme en paz.



2.  …Y de realidades




     Carmen, su amiga del alma, se lo había encarecido: Saluda de mi parte al Ayuntamiento y a mi casa en la calle del Jabón.


     El encargo, si es un perro, la come. Era salir del hotel y darse de narices con un lateral del Consistorio. Sin aún desayunar, se plantó en la Plaza Mayor, destartalada y fría, y se quedó mirando de hito en hito aquel atildado edificio de ladrillo y caliza, en cuya única torre empingorotada moraba el reloj que había atormentado su insomnio. Despreció la solemne entrada principal, custodiada por los municipales, y lo contorneó por una calle lateral, parcialmente asoportalada, sin decidirse entre conceder prioridad a su amiga, o a los olorosos tejeringos. Finalmente, triunfó el estómago y, con este bien fornido, se coló por el portón frontero de la Casa del Cabildo, con la pretensión de alcanzar la solemne escalera principal y aquel imponente salón de sesiones, que tantas cosas nefandas había albergado. De pronto, diose de manos a boca con un rótulo familiar:


Biblioteca Pública Municipal


     Entró, por deformación profesional. Mejor dicho, entreabrió la puerta, para recibir el sofión que se estilaba en aquella laureada ciudad:


-          ¡Está cerrado hasta las diez!


     Se armó de valor:


-          Perdón, no se trata una lectora. Solo soy una colega.


     Avanzó con decisión hasta la gran mesa, de madera sin desbastar, de la que debía haber brotado el cronométrico exabrupto. Una empleada de uniforme la miraba expectante.


-          ¿Qué tal? Soy una bibliotecaria de Panamá que está de paso y quería saludar…

-          ¡Don Matías!, aquí esta señora, que viene a verlo.


     Don Matías bajó a tierra, desde cuarto peldaño de una escalera de mano, con un libro azul, que posó en la mesa de lectura más próxima. Tras las gafas de montura metálica, sus ojillos azules y cansados parecían amistosos. Con todo, la forastera tiró de carné profesional. El anfitrión ojeó el documento y la miró, curioso:


-          Candelaria Pérez. ¡Qué casualidad! ¿No será usted oriunda de Castellar?

-          Tengo…, he tenido familia por acá, pero no sé…

-          Me refiero a una señora, que falleció hace unos meses. ¿Se acuerda, Visi?

-          Claro, Candelaria la Bibliotecaria.


     Cande negó con el gesto y apoyó verbalmente:


-          No, no. Que yo sepa, soy la primera en la familia dedicada a los libros…, o a lo que las modernas técnicas están dejando de ellos.


     Don Matías sonrió. La invitó a tomar asiento. La tal Visi bufó ostensiblemente, como quien dice: ya está el abuelo con sus batallitas.


-          Sucedió hace muchos años, poco después de nuestra guerra civil; ya sabe, la de los años treinta. Los alcaldes socialistas de aquel entonces habían dotado y ampliado a modo esta biblioteca municipal. Con los desórdenes del Alzamiento, mucho se perdió, un poco a lo loco y sin fundamento. Pero en el cuarenta y dos, o el cuarenta y tres, nombraron bibliotecario a un sujeto de Falange, muy leído y escribido, del que decían que había estudiado en Italia. Yo era entonces un chiquillo, hijo de viuda de guerra de las buenas –es decir, del bando ganador-. El caso es que nos pasamos tres días expurgando la biblioteca y colocando en montones los libros a eliminar. Acabada la innoble tarea, el jefe nos encargó: id metiendo todo eso en sacos, que vendrán por ello los de Auxilio Social para calentarse. ¡Yo qué sé la de fardos que de aquí saldrían! Lo que sí me consta fue el número de los que se libraron: treinta y dos. ¿Sabe usted cómo?

-         

-          Pues gracias a Candelaria. Ella, por supuesto, no era bibliotecaria, sino una de las limpiadoras de esta casa, que se ocupaba precisamente de la librería. Me vería espabilado, o reservado. El caso es que me hizo quedar unas cuantas tardes y, entre ella y yo, pasamos esos treinta y dos sacos al sótano de los muebles arrumbados. Con mi hermosa letra inglesa los rotulé Discursos del Caudillo y los coloqué en lo más recóndito de la dependencia, rogando a Dios que no los vieran los hombres y los perdonasen los ratones. Parecerá una pillería, pero pudo costarnos el cuello: no sabe usted cómo las gastaban entonces.

-          Algo he oído, sí señor. Pero, ¿por qué cree que la limpiadora se la jugó tan limpiamente?, si me permite el juego de palabras.

-          No me lo dijo, hasta que se jubiló. Matías, hijo, acuérdate de lo que tú ya sabes. Es lo menos que podemos hacer por los libros que educaron a mi hija y a tantos otros hijos de los pobres. ¿Qué le parece? Hasta entonces yo no sabía que tuviera hijos. Claro, hablábamos muy poco, como si el secreto compartido nos distanciase. Creo que la chica marchó para América y no volvió…


     Don Matías pareció convertirse en estatua de sal, de tanto volver la vista atrás. Cande se levantó, le apretó suavemente el antebrazo por toda despedida y salió. Al pasar junto al libro azul trató de leer al descuido su título, en letras doradas, pero no le fue posible por exceso de fluencia acuosa de procedencia glandular. No hay como ser hija de médico para disimular ciertas cosas.


***

 


-          Vaya, vaya, abuelita, qué callado te lo tenías. Yo, pontificando sobre la insoportable levedad del libro y tú con treinta y dos sacos a costillas. Ahora que lo pienso, como mis años. No, si es que, a este paso, a fuerza de coincidencias, acabaré encontrando acá el sentido y la medida de mi vida.


     Se echa a reír, jocunda y acuosa. Una señora, hasta entonces oculta tras un ciprés, le muestra una cara larga y ceñuda.  Cande se besa los dedos y los posa en la lápida. Camina decidida y ligera, buscando la salida, que se le aparece cada vez más evidente y cercana.


jueves, 20 de diciembre de 2012

PÁGINAS DEL DIARIO DE UN ESCÉPTICO




Páginas del diario de un escéptico

 

Por Federico Bello Landrove

 

     Muchos pensarán que no hacen falta tantas páginas para ejemplificar lo poco y malo que significan la guerra y el nacionalismo. Yo también lo creo así, aunque no todos los escritores opinan igual[1]. Y, desde luego, para los amantes de la violencia y de la raza, no habrá palabras bastantes para apearlos de sus creencias: esos necesitarán vivir el infierno para retractarse –y no todos-. Lo malo es que no lo vivan solamente ellos…

 

 

1.  En la Ciudad del León

 

     Me llamo Stepán Yavornitsky y nací en una hermosa ciudad, entonces austro-húngara, llamada Lemberg, aunque mi familia, de honda raigambre rutena, dijese que era Lviv[2]. Todo eso, a mis dieciocho años, a mí me traía sin cuidado. Solo dos cosas me apasionaban por aquel entonces: una mocita quinceañera, Olena Roth, y mi pierna izquierda.

     ¿La pierna izquierda?, habrán repetido ustedes, releyendo lo arriba escrito, por si hubiesen sufrido algún error. En efecto, fue una gracia del destino, que me tocó con su varita a los tres años, provocándome la parálisis infantil, que luego he llegado a conocer se denomina poliomielitis aguda. Vivir para saber.

     Si, antes de 1914, alguien se hubiera referido a mi mal como una gracia del destino, habría obtenido de mí una réplica mordaz. ¡Demasiado poco! –se dirán-, pero es que he tenido mucho tiempo para comprobar que, con mi limitación y escasa fuerza física, no tenía otra defensa contra la burla ajena que el desprecio. Bueno, el desprecio y el uso prematuro de pantalón largo, así como de un zapato especial, fruto de la imaginación y  la experiencia de Simón Roth.

     Simón era uno de esos artesanos comerciantes instalados junto al portalón de una gran casa, con ínfulas palaciegas, próxima a la plaza del Mercado. Si aludo al zapatero, no es con el ánimo de perderme por los vericuetos de las digresiones, como quienes tienen poco que decir y mucho que llenar, sino porque era el tío de mi amada Olena, para quien fungía de padre, mientras los suyos de sangre malvivían en alguna aldea próxima a Yekaterinoslav, tras los horribles pogromos de 1905. Los Roth de las orillas del Dniéper eran fecundos y pobres, en tanto sus familiares del Bug[3] tenían un mediano pasar y eran estériles. No me pregunten cómo, pero la dulce y cetrina Olena, con sólo cinco años, cruzó tierras y frontera, para aparecer en la Ciudad del León y pasar a los ojos de casi todos por la hija de Simón y de Noemí, bibliotecaria ayudante de la Universidad.

     Algo he dicho de la familia de Olena, pero nada de la mía. Resumamos. Mi padre, ferroviario en la línea Cracovia-Lemberg, apenas pasaba en casa un par de días a la semana, aunque eran suficientes –dada su energía- para marcar las directrices a sus cuatro hijos para el resto del tiempo. Mi madre, costurera de escasa cultura, bastante tenía con su trabajo profesional y mantener en relativo orden aquel hogar un tanto descabezado, totalmente masculino, excepto ella misma y mi abuela paterna, siempre encamada. Más de una vez achaqué en mis desvelos a aquella pobre vieja la herencia morbosa de mi infelicidad.

     A quien Dios no le da fuerza, el diablo le da maña. No era yo mal estudiante pero, sobre todo, tenía una gran habilidad en la práctica de la caligrafía. La mezcolanza de alfabetos usados por los habitantes de Lemberg[4] –latino, cirílico, yiddish- hacía útil y gratificante, a la vez, la labor del amanuense, en especial, si era conocedor de las lenguas en que transcribía. Mi lengua materna era ucraniana y había de dominar el alemán, como idioma oficial del Imperio. Siéndome ajena la lengua yidis, pedí ayuda al zapatero, ya conocido de antes por mí como ortopédico, y por medio de él, su mujer me hizo llegar una edición moderna del Shemot Devarim y la antología de Sholem Aleijem[5]. Esta última me resultó tan entretenida que llegué a aprender casi de memoria algunas historias y hasta intenté traducirlas al alemán usual. Para darle las gracias, acudí a conocer personalmente a Noemí Roth, la esposa de Simón. Me atendió muy amablemente en la antesala de su biblioteca y, tras hacerme varias preguntas sobre temas culturales, me indicó:

-          Espera aquí, por favor, un momento, que quiero que te conozca una persona.

     A los pocos momentos, salió acompañada de una adolescente casi niña, en cuya cinta roja del cabello me había fijado yo, momentos antes, al acceder hasta la mesa de la bibliotecaria. La muchachita no bajaba los ojos del suelo y sus mejillas hacían buena pareja con la cinta. Era, por supuesto, Olena, un par de años atrás, un tanto intimidada por la introducción que debía de haberle hecho su madre, quien nos presentó así:

-          Señor Yavornitsky, esta es mi hija –omitió el adoptiva- Olena, estudiante en el Gimnasio, y bastante buena por cierto, aunque muy lejos de la excelencia que muestra usted en sus conocimientos.

      Sería porque no tomó muy en serio tal encomio, o porque en el chocolate del jueves siguiente en su casa me mostré como un invitado modesto y afable. El hecho es que, pese a tan poco prometedor inicio, Olena no tardó en enamorarse de mí, aunque me esté mal el decirlo.

***

     Mi histórica ciudad tiene el orgulloso e increíble lema de Semper fidelis. Yo a veces me preguntaba a qué y para qué esa sempiterna fidelidad. Como mucho, y dentro de los límites de la adolescencia, yo procuraba ser fiel a mí mismo, es decir, a mis estudios, a mis amigos y, en particular, a mi pequeña novia. ¡Con qué fuerza, no exenta de cierta inquietud, me refería a Olena con ese apelativo!

     Para mi madre, obviamente, la fidelidad lo era para con su familia. Mi padre, empero, tenía otros compromisos con el pasado. Aunque su madre –mi impedida abuela- era una Szczerbinska, polaca de Lodz, él se sentía íntimamente ligado a su progenie rutena y, por ende, ucraniana, tal y como él simplificaba las cosas. Los Yavornitsky se contaban entre los socios fundadores de la organización Prosvita[6], que llevaba casi treinta años aunando e instruyendo a los ucranios de Galitzia. Al cumplir mis catorce, se empeñó en llevarme hasta la solemne sede central de la institución, en el palacio Lubomirski. De camino, se explayó, más o menos, de esta forma, sin duda un tanto pomposa para un modesto revisor de ferrocarriles y su hijo, casi un niño:

-          No olvides que tu tío Dmytro fue uno de los miembros más destacados de Prosvita, la cual es el alma y la conciencia de la nación ucraniana en el Imperio. Tal vez un día no lejano sea también, el motor económico y el nexo de unión entre todos nosotros, por encima de fronteras artificiales…

     Todo aquel exordio acabó para mí en poner a disposición de la biblioteca pública de la Institución dos tardes a la semana. Fue un tiempo bien aprovechado. Además de robustecer mi cultura libresca, me supuso cincuenta coronas a la semana –procedentes de subvenciones- y el apoyo de algunos distinguidos profesores, para aspirar con éxito al ingreso en la Universidad. Por si fuera poco, Olena solía esperarme a la salida los jueves y me permitía acompañarla hasta su casa, dando un rodeo por el monumento a Jan Sobieski. Si tal día lo era de la primera semana del mes, tenía el placer de invitarla de mi peculio a un café vienés en el Strauss del Rynek[7].

     En el aciago año de 1914, Prosvita se puso de tiros largos para conmemorar el centenario de Shevchenko[8]. Olena tuvo la gentileza de acompañarme, valorando más su estirpe ucrania, que no su condición de judía askenazí. En aquellos actos, se me concedió, por mis altas calificaciones académicas y la entrega entusiasta a la Organización, un diploma y una ayuda de quinientas coronas, como beca universitaria de la fundación Tyshkevych. Dos días más tarde, paseando al sol del atardecer de junio, Olena me cogió de la mano y preguntó:

-          Querido Stenka[9], ¿qué es lo que te llevó a fijarte en mí?

     La verdad es que yo era bastante reflexivo entonces y tenía ya la respuesta sin necesidad de pensarla:

-          Lo dulce y firme que eres y lo poco que te importa mi pierna.

     Olena sonrió, insistiendo:

-          Pero la religión, tus ideas socialistas, tu amplia cultura…

     Me eché a reír de temas tan excelsos, por primera vez en mi vida:

-          En cuanto te miro a los ojos, todo eso se anonada y se olvida.

     Ahora que lo pienso, seguro que también fue la primera vez que empleé el verbo anonadarse. Por lo que respecta a sus ojos, era la verdad, aunque no toda: Olena tenía otras muchas cosas por debajo de sus ojos que me encantaban. Ustedes me habrán comprendido, sin necesidad de mayores precisiones.

 

 

2.  El amigo de todos

 

     26 de junio de 1919. En una suspensión de la sesión de la Rada[10], me recibe –en traje militar sin apenas insignias- un hombre como de unos cuarenta años, de estatura mediana, fornido, cuyo rostro ancho y de pómulos marcados respira energía y tranquilidad. Me llama la atención su poblado flequillo, que embosca la parte derecha de su ancha frente, dándole un aspecto informal y hasta juvenil. Sin duda, me encuentro ante el famoso Symon Petlyura[11], Atamán en Jefe de la República Popular de Ucrania, Presidente del Directorio que rige, desde Kiev –o desde donde pueda: ahora, en Kharkiv-, el embrión político y militar del que debería ser mi Estado de elección.

     Precisamente se refiere a ello, mientras hojea mis credenciales, seguramente ya conocidas de él, por su presentación, cinco días atrás, en su Secretaría:

-          Así que Yavornitsky, de Lviv y corresponsal acreditado de las publicaciones de Prosvita. Todo eso me encaja sin dificultad. Pero lo de viajar con salvoconducto polaco, firmado por el mismísimo Pilsudski[12]...

 

-          Sería largo de contar, excelencia. Baste decir que los polacos han ocupado la práctica totalidad de Galitzia y cercan estrechamente Lemberg; bueno, Lviv. Para llegar aquí me ha resultado indispensable su tolerancia.

 

-          Pero, precisamente, Pilsusdki...

 

-          Mi abuela es pariente de una íntima colaboradora del Presidente polaco. Tuve ocasión de saludarlo en Varsovia a finales del año pasado, muy poco antes de la restauración de la República de Polonia.

 

-          Ya veo que ustedes, los periodistas, circulan y actúan con gran libertad.

 

-          Perdón, atamán, pero no se trata solo de escribir por escribir, sino de informar al pueblo y poner claridad en todo este pandemonio que el final de la Guerra europea ha desatado y del que podría emerger una Ucrania independiente.

 

-          Para lograr eso, joven, cuentan más las espadas que las plumas.

 

-          Me extrañan esas palabras en el promotor de Slovo y de Rada[13]. Por otra parte...

 

     Levanté la pernera izquierda del pantalón, dejando a la vista mi pantorrilla, seca y soportada. Al punto, Simón Vasylyovych esbozó una disculpa, me mandó sentar y entró en materia, dando por zanjadas sus reticencias anteriores:

-          ¿Qué desea saber?

 

-          Le va a sorprender, señor, pero no pretendo distraer su atención con una entrevista, más o menos extensa. Quien más, quien menos, los ucranios para quienes escribo conocen su personalidad y los grandes esfuerzos por unir y consolidar un Estado libre, frente a rusos y polacos. Mi objetivo es llegar al Dniéper y analizar sobre el terreno esta dolorosa cuestión: ¿Por qué los ucranianos del este están divididos, luchan entre sí, se alían con unos y con otros y, en resumen, parecen cambiar de fidelidad como de camisa? Y quiero conocerlo de propia mano porque temo que, de otra forma –por exacta que fuese-, yo no lo entendería y, en consecuencia, no podría explicarlo a nuestros compatriotas.

 

     Petlyura se revolvió incómodo en el sillón. Vaciló durante unos momentos. Luego, contestó:

-          Ha hablado usted de compatriotas. Ese es el meollo de la cuestión: que muchos ponen a nuestra patria detrás de sus ambiciones, de sus ideologías, de sus necesidades militares.

 

-          ¿Y eso le resulta al Atamán en Jefe raro o pernicioso? Yo diría que es inevitable en un mundo convulso, del que nuestra Nación está apenas emergiendo. Para mí, lo extraño no es sentir y tener diversas prioridades y comprensiones, sino carecer de constancia y de solidez, cambiar a cada poco, sin rumbo y sin sentido.

 

     Petlyura pudo creerse aludido por mis palabras: al releer estas notas mucho tiempo después, me doy cuenta de ello. Con todo, su mente viajó muy lejos de aquellas paredes, para concluir:

-          Además de ucranio, me siento cosaco, socialista, hombre de letras, respetuoso con la religión y, por supuesto, militar y político. Pero, en estos momentos, unir a la nación y lograr su independencia es el compromiso, la idea, el único objetivo. Vaya, vaya y cuente lo que vea. Poco puedo hacer por ayudarlo y nada intentaré para impedirlo. Solo le pido una cosa: si culmina con éxito su viaje, procure regresar por aquí o, cuando menos, hacerme llegar sus conclusiones sobre la situación.

 

     Así se lo prometo, no sin recordar el episodio bíblico de Herodes y los Reyes Magos. En su momento, dejaré constancia de si volví, o no, a mi tierra por otro camino.

 

***

 

     18 de julio de 1919.  El campamento del atamán Grigóriev[14], no lejos de Olexandria –como he dejado dicho- bulle de rumores y desengaños. Después de los brillantes hechos de armas de comienzos de año cuando, aliado a los bolcheviques, tomó Odessa, Kherson y Mikolaiv, y golpeó con dureza a las fuerzas greco-francesas de intervención, en mayo desertó –una vez más- del bando rojo y pareció volverse hacia los blancos de Denikin[15]. Un oficial, que oculta su nombre, me resume las explicaciones apuntadas a este nuevo giro del independiente atamán:

-          Perece ser que Rakovsky[16] quiso quitárselo de en medio, mandándonos a apoyar a los revolucionarios húngaros, atacando a Rumania. Otros dicen que Denikin tiene dinero fresco, procedente de los ingleses y los franceses, pudiendo haberlo convencido de la robustez de su posición financiera.

 

-          ¿Me está insinuando un soborno?

 

-          En absoluto. Juzgo a nuestro atamán intachable a esos efectos. Se trata de que estamos exhaustos y sin armas. Los rojos nos han ido arrastrando lejos del mar, hacia las tierras dominadas por Denikin y ese diablo de Makhnó[17]. Yo también pienso que no tenemos alternativa: irnos con unos o con otros, aprovechando el encuadramiento y experiencia de nuestros hombres.

 

-          Con unos o con otros... No parece una postura sólida. ¿Con quiénes, según usted?

 

-          Amigo, apurado te veas. Quemamos las naves cuando desobedecimos a Petlyura y vapuleamos a sus tropas. Ahora hay que elegir entre lo malo y lo peor. Allá el atamán pero, en lo que a mí respecta, la preferencia la tengo por los blancos: el verdadero enemigo de los hombres de orden es el socialismo, sea él rojo o negro.

 

     El capitán tiene pocas ganas de seguir hablando. Le solicito interceda por mí ante Grigóriev –donde quiera que se encuentre- para que me reciba unos minutos y le lanzo un reto peligroso:

 

-          Pilsudski y Petlyura ya ha tenido conmigo esa gentileza. Espero que el atamán no se considere superior a ellos, ni esté más ocupado...

 

***

   

      20 de julio de 1919. Si, en su día, el Atamán en Jefe me impresionó favorablemente por su físico, Grigóriev tiene una apariencia anodina, más de hombre de teatro que de jefe de armas. Delgado, de mediana estatura, mirada entre irónica y huidiza, bigotito un tanto ridículo, cabello crespo y desordenado. Dada la hora nocturna a la que me recibe, se encuentra bebido, como me cuentan es habitual en él. Me atiende de forma amistosa, en uniforme basto y que le queda grande, en todos los sentidos físicos de la medida. Como haciendo una gracia para sus ayudantes y colegas presentes, me suelta una facecia:

     - ¿Cómo no dijiste antes, valiente galitziano, que querías verme? Pero, claro, manifestaste que deseabas entrevistar a un tal Grigóriev, y yo me llamo Servétnyk, Nychypir Alexándrovitch Servétnyk.

      Me encuentro cansado y con pocas ganas de bromas:

-          Perdone el señor, pero creí que, entre sus tropas, aludir al Atamán era inconfundible. Claro que hay otros atamanes...

-          Touché, pequeño periodista. Me han dicho que andas por ahí haciendo preguntas sobre nuestra táctica, seguramente, para ir con el cuento a ese burgués de Petlyura, un vende-patrias que no tiene de militar más que las botas que calza.

-          Empecemos por ahí, atamán, si le parece. Usted y Petlyura no se soportan. Hace unos meses, usted se declaró en rebeldía y, victoria tras victoria, expulsó al las tropas fieles al Hetmanato[18] de toda la Ucrania central. ¿No hay otra forma más patriótica de dirimir las diferencias políticas y sociales entre unos y otros?

-          Poco a poco, joven. Aquí se están librando muchas guerras y es preciso fijar una prioridad entre ellas. Yo no desprecio a Petlyura por lo que es, sino por lo que representa. Si, para lograr la independencia de la patria, hay que negociar con los polacos y los intervencionistas, recibir el dinero de los potentados y desplumar a los campesinos, entonces yo no pertenezco a esa patria y me uniré a cualquiera que piense lo mismo.

-          No dudo, atamán, de su patriotismo, pero me llama la atención la curiosa forma que tiene usted de hacer amigos para su causa, cualquiera que ella sea. Ha roto, hasta la rebeldía y la guerra civil, con el Directorio, con los verdes para entendernos. Deshizo, con una masacre, el intento greco-francés de ayudar a los blancos desde los puertos del Mar Negro. Ha esquilmado a algunos granjeros, hasta el punto de dejar pequeños a los bolcheviques. Después de aliarse con estos, ahora los abandona y combate. Y, por si todo ello fuera poco, se le relaciona con numerosos y graves pogromos en la zona de Odessa y de Kherson...

     Según iba hablando, he notado una fuerte tensión en Grigóriev y en algunos de los oficiales presentes. Aquel hace a estos una seña apaciguadora y me replica con la condescendencia del maestro a un alumno ignorante:

-          Se ve que la realidad de las guerras que aquí libramos es desconocida y deben considerarnos unos salvajes caprichosos. ¿Sabes lo que es tener que armar y alimentar a un pequeño ejército, sin la ayuda de extranjeros y capitalistas? ¿Tienes idea de la extensión casi infinita de estos escenarios bélicos? ¿Y de combatir en varios frentes y de no tener la seguridad de si los paisanos son amigos o enemigos? Joven, estamos en un momento crucial de la guerra. Sabemos que los blancos de Denikin preparan una ofensiva para golpear a los bolcheviques en su propio terreno: hasta llegar a Moscú, si es posible. Los rojos se acercan a los anarquistas de Makhnó, buscando aliados, aunque sea en el infierno. ¿Qué hemos de hacer nosotros? Pues escoger entre dos males, dar largas, engañar a unos y a otros. Pero ahora ha llegado la hora del patriotismo, como a ti parece gustarte.

-          Le agradezco, atamán, sus explicaciones. De todos modos, si ha llegado la hora de la verdad, me gustaría estar lo más cerca posible de esta. No por mí, ignorante e inválido, sino por mis lectores y corresponsales, que dan sentido y algo de dinero para realizar mi misión.

     Grigóriev guiña ostensiblemente el ojo a un individuo corpulento y rubicundo, con insignias de coronel. Contesta:

-          Lamento no poder dar detalles, pero mantente alerta. A fin de cuentas, un periodista de raza debe olfatear la noticia y correr en pos de ella.

     Da por terminada la entrevista y me estrecha la mano. Todavía con ella en la suya, me espeta:

-          ¿A qué viene tu interés por los judíos? Sabes que han sido el cáncer de este país y, por si fuera poco, ahora están todos a favor de los bolcheviques.

-          ¿No será porque son los únicos que los tratan de igual a igual?, replico, sin darle detalles de mi afición judaica.

     Al salir al aire libre, me invade la nostalgia. Una canción de amor a la balalaika se mezcló con la inmediata alusión a los judíos y ensoñé con Olena, perdida entre los pliegues del tiempo y de la guerra. El cáncer de este país, repetí en voz alta: más bien el exutorio para todos los males. Este atamán, a quien el título viene grande, es en eso como los demás. Solo hay un sitio en que un ucranio se sienta el amigo de todos: en las puertas de una judería, con una tea en las manos.

 

 

3. La muerte del atamán y otras historias

 

     29 de julio de 1919. Desgraciadamente, he llegado tarde a mi cita con el destino. Dos días antes podría haber sido testigo del momento más dramático de esta funesta guerra civil que se vive en las orillas del Dniéper. En esta misma aldea de Sentove en que me hallo, el fogoso atamán Grigóriev ha sido eliminado a tiros por el propio Makhnó, o por alguno de sus hombres. Nadie quiere hablar y, cuando por ventura lo hacen, sus expresiones son confusas y contradictorias. Lo cierto es que me muestran la tumba del atamán en las afueras del pueblo y aseguran que sus hombres están pasándose en masa a los negros. Tras mucho insistir, me dan unos nombres clave:

     -     Hable con Chubenko o, mejor aún, con Karetnik. Ellos estaban presentes.

     El primero resulta que ha salido de patrulla hacia Olexandria. El segundo, al que otros llaman Cherednik, tesorero de los makhnovistas, me hace de mala gana algunas aclaraciones:

-          Grigóriev había pedido reunirse con Makhnó, para conseguir una absurda e imposible alianza, contra los blancos y contra los rojos –decía-. Pero bien sabíamos nosotros que secretamente negociaba con Denikin y que recibía armas y financiación  de los zaristas. Acordamos en el Comité, no obstante, escuchar al falso atamán, siempre que viniera a nuestro territorio, sin escolta. Eran unas condiciones que no habría aceptado, de no encontrarse a punto de una derrota total. El caso es que vino...

-          Disculpe, ¿por quién sabían que Grigóriev era un peón de los blancos? Yo estuve con él hace unos días y no me dio esa impresión..., aunque ya se sabe que era muy voluble.

-          No debería dar nombres pero, si los omito, podrían pensar tus lectores que fabulo. Pues bien, nada menos que Kámenev y Ovseenko[19] nos lo confirmaron por distintas vías: Grigóriev había sido comprado por los blancos, con el dinero de la coalición extranjera, y pretendía conseguir de nosotros lo mismo.

     Ha debido observar la incredulidad en mi cara, pues no es lógico conceder crédito a personas tan interesadas en mentir, por muy ilustres que sean. Por ello, prosigue:

-          El propio Grigóriev se delató anteayer en la reunión. Es cierto que siguió con su cantinela de ucranios, uníos, contra blancos y contra rojos; pero lo cierto es que su propuesta fue la de atacar primero a los bolcheviques, cuando todos sabemos que Denikin prepara una invasión de Rusia en gran escala. Chubenko se lo echó en cara y sacó a colación lo que todo el mundo aquí sabía: que había saqueado el banco de Mariupol y estaba a sueldo de los blancos. El golpe fue tan certero que no pudo seguir hablando y echó mano de la pistola. Fue entonces, y solo entonces, cuando lo sujetamos, lo sacamos fuera de la sala y Chubenko, en nombre de todos, le disparó.

-          Pues la verdad es que, aunque el difunto atamán fuera un tipo interesado, yo no vi indicio alguno de riqueza en su campamento ni entre su gente.

-          ¡Yo no vi, yo no vi! ¿Qué clase de periodista eres, que pretendes descubrir la verdad en cuatro días, y de los mismos interesados en ocultarla? ¡Entérate, galitziano, Chubenko está a estas horas camino de Olexandria, donde sabemos que Grigóriev guardaba el oro en un tren blindado! ¡Quédate y verás!

-          Lo haré y revelaré a todos el complot, siempre que me consiga un encuentro con Babko. Él es la figura que mis lectores ansían conocer mejor.

-          Haré lo que pueda, pero nada te prometo. Entre tanto, entrevista a quien quieras, pero sin alejarte de la aldea, ni partir sin nuestro permiso.

     Le agradezco su sinceridad y buena disposición y procuro no perder el tiempo mientras espero el momento de ver a Makhnó. Esta gente anarquista es en verdad interesante, pero se apartan de mí en cuanto me acerco para hablar con ellos: han debido darles una orden en tal sentido.

 

***

 

     2 de agosto de 1919. Apenas me he levantado, un soldado me trae una invitación irresistible: Voline te espera para desayunar. El propio permanece a la puerta hasta que me encuentro listo y me acompaña hasta mi anfitrión.

     El tal Voline –de quien ya he oído hablar- resulta ser un judío, por nombre Vsévolod Mikháilovich Eichenbáum, que controla o dirige la llamada Comisión Cultural y Educativa, la cual edita algunas publicaciones y los manifiestos de los anarquistas[20]. Se me presenta muy ceremonioso y, por los preámbulos, intuyo que se ha informado sobre mí y mi indiferencia racial:

-          Le va a resultar chocante, colega Yavornitsky –permita que lo juzgue tal, pues ambos escribimos e informamos-. Sé quién es usted, a través de algunas personas de mi raza de Yekaterinoslav.

-          Pues lo cierto es que nunca he estado allí…

-          Hay otras formas de conocer a la gente –aduce sibilinamente-. En fin, el caso es que me consta que está usted interesado por el trato que los distintos bandos en liza dispensan a los judíos, así como sobre la responsabilidad por los pogromos.

-          Desde luego. Es una de mis prioridades. No creo que un Estado de base nacional deba asentarse en una previa limpieza étnica, aunque solo sea para exorcizar la violencia o encontrar chivos expiatorios.

-          Como comprenderá, mi buen amigo, nosotros los anarquistas no estamos nada interesados en crear un Estado, ni nacional ni de clase alguna. Pero sí queremos rechazar las falsas imputaciones de que solo los bolcheviques respetan a los judíos.

-          Sin embargo, se dice que Makhnó ha consentido ciertos excesos al respecto; incluso, que su sangre cosaca le inclina al antisemitismo.

-          ¡Bobadas y rumores interesados! No se le ocurra sugerir siquiera a nuestro atamán esas sospechas. Le ofendería gravemente. Bástele saber que Babko no diferencia entre judíos y cristianos, sino entre burgueses y trabajadores, entre buenas y malas personas. En esa línea van sus proclamas y manifiestos, como voy a demostrarle.

     Sin apenas levantarse, toma de un aparador adyacente un rimero de papeles y documentos. Resoplo y le pregunto si voy a tener que leer tan indigesta literatura mientras desayunamos. Se echa a reír:

-          No, evidentemente. Repáselos con calma en su alojamiento y tome las notas que quiera. ¡Ah!, se me olvidaba. Makhnó estará aquí mañana. Seguro que aceptará de buen grado entrevistarse con usted: después de todo, también él fue, y es, escritor y periodista.

-          Va a resultar que todos somos colegas. Será que a los ucranianos nos da por escribir.

     Voline vuelve a reír. Según me despido y salgo, deja caer:

-          En cuanto a lo de Yekaterinoslav, tal vez le diga algo el apellido Roth.

 

***

 

     4 de agosto de 1919. A mediodía, con un calor abrasador, se levanta una tormenta de polvo, que nos obliga a refugiarnos entre los carros y las pacas del forraje. Intento, pese al aullido del viento, descabezar una siestecita. Es en vano. Me pasan, con una sacudida del brazo, el reclamo perentorio: Arriba, Batko te llama.

     Lo encuentro sentado bajo un toldo, rodeado de una escuadra de su guardia personal. Su vestimenta lo mismo podría valer para una oficina militar, que para un falansterio: sobria, neutra, suelta, sin insignias. El cuello camisero cerrado –pese al bochorno- y el color gris le dan un leve toque marcial. Ya me lo habían comentado:

-          Makhnó detesta parecer el jefe de un ejército pues, para él, somos hombres libres civiles, que defendemos nuestras ideas y nuestras tierras. Con todo, no hay atamán mejor que él: da ciento y raya a los militares profesionales.

     Me impresiona su gesto ceñudo, de ojos sombríos; el cabello y el bigote esmeradamente cuidados; el rostro juvenil, redondo, con barbilla prominente. Parece menudo y fibroso; de hecho, se yergue para darme la mano y constato su pequeña estatura. Le digo lo primero que se me ocurre:

-          Le suponía mucho mayor...

     Babko sonríe:

-          Pues ya tengo los treinta cumplidos..., si puedo contar como de vida los siete que estuve encerrado en la Butyrskaya[21].

-          ... Episodio que, según dicen, formó su personalidad como anarquista.

-          En efecto: en algo había que ocupar el tiempo y yo tuve la suerte de toparme allí con buenos maestros. Pero supongo que mi pasado no será de ningún interés periodístico. En cambio, me han dicho que está usted especialmente interesado por los judíos.

-           Sobre ese particular, creo tener ya una versión oficial de persona autorizada, que no dudo coincidirá con la suya. Sin embargo, en mi viaje para llegar hasta aquí, he visto y oído cosas terribles respecto de los menonitas[22].

-          Esas gentes –puede creerme- no habrían tenido nada que temer de nosotros, ni por su etnia, ni por su religión, ni siquiera –me lo recalca- por el trato que han dado a sus jornaleros, yo mismo entre ellos. Mas, desde que llegaron aquí los austriacos durante la guerra, se unieron a ellos, olvidando sus compromisos de no violencia; saquearon y destruyeron nuestras aldeas; se empeñaron en mantener la propiedad de sus tierras, como con el zar. Eso no puede consentirse y, menos aún, en periodos de guerra. ¡Ojo por ojo! Y expropiación de sus granjas. ¿No sabe que esos santos, que no tomaron las armas contra los prusianos, ahora han formado un pequeño ejército para atacarnos?

-          O para defenderse ellos. Creo que lo llaman la Selbstschutz[23] y que se les enfrentan más y más abiertamente.

-          Claro, apoyados por Denikin y los suyos. Una razón más para ir contra ellos, por si fuera poca la defensa que hacen de los terratenientes y del Estado centralizado.

-          ¿Es que es usted nacionalista, atamán?

-          En absoluto. Me traen al fresco las grescas de ucranianos y rusos, polacos y ucranios y, hasta si me apura, entre blancos y bolcheviques. Yo nací cosaco y me hice anarquista. Solo tengo un programa: tierra y libertad. Gracias a esta guerra civil, tenemos un territorio y una organización autogestionaria; un ejército eficaz de hombres libres y voluntarios; unas bases culturales para la nueva sociedad. Por eso luchamos. Nos aliaremos tácticamente con quien nos ayude. Nos enfrentaremos a quien se nos oponga, y por el orden de su respectiva peligrosidad. No tengo ningún inconveniente en confesárselo: hoy, contra los blancos; mañana, si no respetan nuestra libertad, contra los bolcheviques.

     Los planteamientos del atamán me parecen muy discutibles. ¿Son los blancos más peligrosos que los rojos? ¿No serán estos invencibles mañana, cuando los hombres de Denikin hayan sido derrotados? ¿No es la gran Rusia soviética incompatible con las colonias anarquistas? Me atrevo con un punto conflictivo:

-          Babko, los bolcheviques los temen y detestan: no hay peor cuña, que la de la misma, o parecida, madera. He leído cosas sobre ustedes de Lenin, de Trotski, de Kámenev... Ustedes se están quejando constantemente de que no les llegan los subsidios prometidos. Creo que los están azuzando contra los blancos para que se destrocen unos a otros y recoger luego sus despojos. ¿No lo ve así?

-          Los rojos y nosotros luchamos por principios; ideales diversos, cierto, pero afines. Esos objetivos han de marcar nuestra estrategia, más allá de consideraciones personales y de hipótesis de victoria o derrota. Comprendo su punto de vista: los valores son abstractos; no generan certezas; propenden con la práctica al escepticismo. Pero esos valores están alumbrando cosas bien tangibles, libertad y riqueza, que nuestro pueblo no tenía y ahora posee. Eso sí que da seguridad en la lucha. Estamos defendiendo lo nuestro y consiguiendo recuperar mucho de lo que nos han privado. Por eso, nuestra gente nos sigue voluntaria y espontáneamente, con un valor y una disciplina que a todos asombra.

     No cabe duda de que Makhnó no es solo un jefe militar encomiable, sino que tiene una cabeza privilegiada para el discurso y la argumentación. La mía, con tantas palabras, empieza a marearse. Voy concluyendo:

-          ¿Qué lugar ocupa, en este ideario, la muerte de Grigóriev?

     El atamán parece tener respuestas para todo:

-          Grigóriev no dejaba de ser un oficial zarista, oportunista y vicioso. Nuestro tiempo está lleno de gentes como él –usted habrá conocido, sin duda, a muchos-: indisciplinados, tornadizos, violentos hasta el absurdo. Yo los comprendo. Se han visto arrastradas a una guerra que no han provocado ni desean, pero en la que no pueden mantenerse neutrales o al margen. Es lógico que tales sujetos, sin formación ni motivos para luchar, sean indiferentes sobre quién gane o pierda. Tan solo les preocupa la supervivencia. Muy bien. Yo los entiendo..., siempre que sean gentes pobres, incultas, sin medios ni mando. Pero no puedo aceptar a esas gentes cuando, como Grigóriev, alcanzan poder, fuerza, gloria. Él entró en nuestra tierra; trató de mediatizarnos con arteras palabras, de corromper con su dinero...

-          ¿Estaba premeditada su ejecución?

     Por una vez, el interpelado duda en responder. Uno de los suyos toma la palabra:

-          Nos insultó y sacó su arma. Yo lo maté. No consiento tal provocación en nuestra propia casa.

     Por sus palabras, ha de tratarse de Chubenko. Me encaro con él y –no sé por qué- le replico:

-          Espero que mis preguntas no le hayan parecido una provocación. En cualquier caso, yo no llevo armas.

     Chubenko y Makhnó intercambian una mirada. Decido suavizar mi actitud, en lo posible:

-          Gracias por su atención y por su tiempo, Néstor Ivánovych. Daré cuenta puntual de esta entrevista a los lectores, si es que la información y yo mismo podemos salir de este avispero.

-          Entonces, ¿no quiere quedarse con nosotros?, me pregunta irónicamente.

-          En paz, no le diría que no, pero declino cortesmente su invitación mientras dure la Makhnovtchina[24].

 

 

4.  ¡Por nuestra libertad y la vuestra!

 

     Varsovia, 25 de abril de 1920. Querida señora Roth: Haber recibido su carta del pasado día 23, me confirma la normalización del servicio postal, tras tantos meses de desorden. Lviv se consolida como Lwow: nuestro querido león ahora ruge en polaco, pero la correspondencia circula con agilidad. No hay mal que por bien no venga, como diría un optimista.

     Tiene usted razón, estimada Noemí. También las personas capaces y cultas se deben, ante todo, a su familia, cuando esta las necesita. El problema surge cuando esa presunta capacidad y cultura que poseo me son exigidas por quienes mandan y, más aún, si también son de la familia. Me explicaré.

     Creo conoce que mi difunta abuela Malgorzata (descanse en paz la pobre) era polaca, de apellido Szczerbinska, y ¿quién dirá que ha resultado próxima pariente suya? Pues doña Aleksandra[25], íntima colaboradora, secretaria de confianza y amante del mariscal Pilsudski. Ya durante la Guerra Europea tuve la oportunidad de gozar de su ayuda y favor cuando –como con dureza me reprocha mi padre- escapé de Lviv cual conejo asustado. De aquellos duros tiempos, bajo la bota rusa, conservamos un buen recuerdo y una grata amistad (no vaya a pensar mal, que me saca más de quince años). Pues bien, mis reportajes del frente del este han tenido también acá tanto éxito, que la Gazeta me ha contratado de modo estable. Claro que aún tengo algunas imprecisiones con el idioma, pero la recomendación del Jefe del Estado ha sido –como supondrá- irresistible.

     Leyendo su misiva entre líneas, creo encontrar algún reproche, no solo a mi abandono familiar, sino de los ideales ucranios. Voy a darle respuesta (espero que cumplida) a lo uno y a lo otro.

     No ofendo mi deber de confidencialidad, pues los diarios de Varsovia se hacen eco de ello, aunque de forma ambigua. Ayer se cerraron con éxito las conversaciones entre mis respetados P&P –es decir, Pilsudski y Petlyura-, para unir sus fuerzas militares contra los bolcheviques en Ucrania central. No me pregunte qué pondrán unos y otros, aunque lógico es suponer que los sufridos ucranios pondrán los soldaditos y los invencibles polacos suministrarán armas y transportes..., aunque no gratis, naturalmente. Por tanto, admirada bibliotecaria, ya no tendrá que tenerme por sospechoso de antipatriotismo: Polacos y ucranios ya somos unos. ¿Recuerda el lema del siglo pasado? Por nuestra libertad y la vuestra. Pues eso. Así que todos contentos.

     ¿En qué lugar quedamos los galitzianos, dirá usted?  Lamento desilusionarla. Mi presencia en las conversaciones fue a título de intérprete de confianza, no como representante de la ZUNR[26]. Me temo que el león volverá a ser semper fidelis, pero ahora, a los polacos que lo vieron nacer. Las consecuencias de ello no tardarán en hacerse notar y espero que no afecten a la existencia de su querida Universidad, que no llegó a ser la mía, por los avatares de la Gran Guerra.

     Ahora, cuando esté usted leyendo esta carta interminable, su culto alumno de yiddish estará siguiendo (a la mayor distancia posible) la campaña conjunta contra los rojos, de la que tal vez pueda nacer esa Ucrania, respetada e independiente, que tanto anhela mi padre. Respetada, independiente... y amputada, por supuesto, de las tierras y los pueblos al oeste del río Zbruch[27].

     Antes de terminar, no puedo menos de manifestarle la tristeza que me han producido las noticias que me hace llegar sobre Olena. Nada tengo que reprochar a su decisión de tomar estado, dadas las circunstancias. De la misma manera, espero que no me guarde resentimiento por haberme dejado arrastrar lejos de Lviv por el viento de la guerra y la busca de una vida mejor. Todo se daría por bien empleado, ante un matrimonio feliz. Por lo que me cuenta, no ha tenido suerte en ese sentido. Lo lamento infinito y, si lo juzga oportuno, hágale llegar mi cariñoso recuerdo y mi solidaridad. No creo lejano el día en que, acabada la guerra, pueda ser dueño de mi destino y volver a los míos, entre quienes, con todo cariño y justicia, las cuento.

 

***

 

     8 de mayo de 1920. A primera hora, se confirman los rumores de la tarde anterior. Nuestras fuerzas han entrado en Kiev, la sagrada Capital, sin encontrar resistencia. Al parecer, las tropas rojas habían abandonado la ciudad el día anterior, afortunadamente para todos, en especial, los civiles. Desayuno cualquier cosa y, de pronto, me llega un clamor, sordo y creciente, que acaba convirtiéndose en un griterío agudo y definido:

-          ¡Ha llegado Pilsudski! ¡A Kiev, a Kiev!

     A duras penas percibo que las voces han empezado por la estación. Echo a correr lo poco que mi pierna permite, pero tengo suerte:

-          ¡Eh, periodista, suba!

     Es la voz de un teniente de Poznan, que me conoce, al ser de la guardia del mariscal. Entre dos fusileros, me alzan a la caja, donde toda una sección bien uniformada está sentada en las bancadas laterales. El oficial al mando me susurra:

-          Ha parado aquí el tren blindado para tomar agua y recogernos. Creo que viene también Petlyura.

     Al tratar de subir al convoy, un sargento trata de impedírmelo, pistola en mano. Una voz femenina le ordena franquearme el paso: es Karolina Koplewskich, una de las secretarias de Pilsudski. De su mano, llego hasta el vagón del Presidente polaco. La voz inconfundible del atamán Petlyura me saluda jovialmente:

-          ¡Llegó el momento, galitziano! ¡Kiev es nuestro!

     Sonrío, pero me quedo con ganas de preguntar: nuestro, ¿de quién? Me acomodo en un rincón: estamos a unos cuarenta kilómetros de la Ciudad Santa del Dniéper, que voy por fin a conocer.  

***

     A la llegada a la estación de Kiev, nos espera un recibimiento que tiene mucho de extraño, entre lo improvisado y lo absurdo. Ferroviarios y curiosos asaltan los vagones secundarios, al salir de ellos la guardia. Decenas de jefes y oficiales, que acaban de ocupar la ciudad y han sido avisados a tiempo de nuestra llegada, se mezclan con los que acaban de bajar del tren y se apelotonan y estrujan a Petlyura y Pilsudski, sin que la guardia se atreva a hacer nada por impedirlo. De pronto, cesan los gritos como por ensalmo; giran los cuerpos y se descubren las cabezas. Aquel mar encrespado de olas grises y verdes vuélvese calmo. Los rostros se inclinan, las manos se cruzan y el gesto se apacigua. Unos sacerdotes –o popes, tal vez: yo los tengo demasiado lejos para diferenciarlo-, revestidos de vistosos ornamentos, llevan algo –Sacramento, reliquias- en las manos, en ademán de bendición. Se me humedecen los ojos y un escalofrío me sacude los hombros. Es de los momentos mágicos en que el hombre se siente en paz con el Universo y en comunión con sus semejantes. Momentos, tal vez, inútiles, falsos y hasta ridículos, si se miran con la perspectiva del tiempo, pero de aquellos que, para quienes han tomado parte, los emocionan, enorgullecen y ayudan a sobrevivir.

     Poco a poco, la atmósfera se quiebra y el grupo se altera. Pilsudski, más alto, con su gorra ya encasquetada, es rodeado por la guardia y, trabajosamente, se forma una comitiva que ingresa en el enorme y destartalado vestíbulo de la estación. Tratando de superar la ventaja que me llevan, intento alcanzar al Atamán o, al menos, a Karolina. Es en vano. Me llegan gritos incoherentes: ¡Al Ayuntamiento!, ¡A la Rada! ¡A la Catedral! Nadie sabe a dónde se dirigen los dirigentes, para dar solemnidad al momento y tomar posesión de la Capital. Me resigno y, dolorido, me siento en un bordillo de la plaza de la Estación. Una señora de negro, que lleva de la mano a quien puede ser su nieta, se me acerca:

-          ¿Venía usted con el Atamán? ¿Se encuentra mal?

     Me ha hablado en ruso. La respondo en ucranio:

-          Estoy bien, gracias. ¿Puede indicarme el camino para el centro de la ciudad?

     Se nos ha acercado un grupo. Uno de sus miembros se me ofrece jovialmente:

-          Nosotros vamos para allá. Acompáñanos si quieres.

     Claro que quiero. Tengo que querer. Soy periodista. Soy ucraniano. Admiro a Pilsudski y me cae bien Petlyura. Pero, por encima de todo, estoy cansado y hambriento. Pasamos junto a un hotel y me rezago para introducirme en él sin ser visto de mis jubilosos acompañantes. Me da vergüenza desairar a la Historia.

     El establecimiento no tiene mal aspecto. La recepción es limpia y me atiende una oronda matrona con un vestido estampado de grandes flores.

-          Buenos días, señor. Bienvenido al hotel Tryzub[28]. ¿Desea habitación?

     Es obvio que le han cambiado el nombre en las pasadas veinticuatro horas. Un modelo de eficacia y, tal vez, de patriotismo. Firmo en el libro de admisiones y, aunque estoy algo preocupado por la forma y moneda en que vaya a pagar, no puedo menos de preguntar a la encargada del hotel:

-          Los hombres, claro, habrán ido a recibir a Petlyura…

-          Por supuesto. Tendrá usted que arreglárselas solo hasta la tarde.

-          Estoy acostumbrado. Y dígame, ¿cuántas veces han tenido que cambiar de nombre al hotel en los últimos dos años?

     La señora se echa a reír y responde:

-          ¡Huy, no llevo la cuenta! Creo que  la ciudad ha cambiado de mano diecisiete veces.

     Replico, con voz que pretendo inaudible para ella:

-          A ver si tarda en llegar la dieciocho.

     Ya en la habitación, me baño con delectación. ¿Qué pensaría de mí el director de la Gazeta si supiera que todo mi patriotismo y mi interés por las grandes noticias cabe de sobra en una bañera? Me inquieto un poco; luego, hago ejercicios de relajación. A lo lejos, voltean las campanas. Ya tengo título para el reportaje: Campanas de gloria en Kiev.

 

***

 

     12 de junio de 1920. Hasta Rivne llega un ejemplar de la Gazeta, fechado el pasado día 9. Al fin se reconoce la pérdida de Kiev y el retroceso general del frente hasta una línea adecuada a los intereses polacos, dejando prácticamente desguarnecida la Ucrania central. Según mis colegas del diario, se trata de una retirada estratégica, en previsión de una ofensiva roja en Bielorrusia. Me consta que es así, como también me consta que Petlyura y sus verdes han tenido que plegarse a las órdenes de Pilsudski. Dicen que ha prometido regresar, pero lo cierto es que los ucranios ya no tienen tierras propias, habiendo de ser polacos o rusos. Me acuerdo de la anfitriona del hotel Tryzub. ¿Lo llamará ahora Budenny o Krasnaya Zvezda[29]?

     Voy a solicitar formalmente la documentación como ciudadano polaco. Aunque no tengo más que veintidós años, he vivido lo bastante como para aprender que tal vez un león pueda ser Semper fidelis, pero para un hombre, eso es imposible, o no merece la pena.

 

 

5.   À l’impossible nul n’est tenu[30]

 

     2 se septiembre de 1920. Me hallo en la redacción de la Gazeta, a punto de salir a comer, cuando me pasan una llamada telefónica: el Atamán en Jefe al aparato. La voz inconfundible de Petlyura me sorprende:

-          ¿Qué tal, galitziano? Estoy en Varsovia. No te invito a comer porque habrá presencias indeseables, pero sí a tomar un buen café en el hotel Bristol, a eso de las tres. Preséntate en el vestíbulo a alguno de mi guardia.

     Viste de paisano. Lo encuentro desmejorado, con semblante adusto. No obstante, sonríe al verme y dice en voz baja: Vamos arriba: que nos sirvan en la habitación. Subimos hasta la segunda planta, pero no llegamos a entrar en su cámara. Se nos franquea un saloncito en que quedamos a solas, con un par de vigilantes a la puerta.

-          No he olvidado –me dice- la completa información que sobre Grigóriev y Makhnó me hiciste llegar con mil dificultades. Vi que, no solo eras un reportero de primera, sino un patriota sincero y avispado. Te debía una y te la voy a pagar. Deja pasar un par de días y, luego, haz de esta conversación el uso que quieras.

     Esquematiza unos preliminares que me son conocidos: la nota Curzon[31]; la exigencia bolchevique para la paz, de desarmar a las tropas ucranias; las dificultades de Pilsudski para mantener la dureza militar y política, después de la terrible batalla de Varsovia; el dolor y cansancio polacos para proseguir la guerra… Concluye:

-          Nuestros aliados polacos se han negado a aceptar las cláusulas más duras para nosotros, reconociendo que hemos luchado junto a ellos, leal y bravamente. Pero no pueden enfrentarse a las Potencias occidentales y al cada vez más preparado ejército rojo, todo a la vez. Así que…

-          … Adiós, querida República Popular de Ucrania. Fue bonito mientras duró.

-          Algo así, Stepán. Una vez que los polacos han recuperado tu Galitzia y la Volinia occidental, han decidido no tirar más de la cuerda. Pilsudski ha tenido la gentileza de llamarme a Varsovia para que dé el visto bueno y firmar el final de nuestra alianza en las operaciones militares contra los rusos.

-          Pero, atamán, siendo así, la antigua Ucrania zarista está irremisiblemente perdida.

-          No tan pronto, jovencito. Digamos que nuestro destino queda exclusivamente en mis manos y las de mis hombres. En nosotros está aliarnos con los blancos de Wrangel[32] y aprovechar el daño que a los bolcheviques pueda hacer tu amigo Makhnó.

-          ¿Y todo eso es definitivo? Piense que todavía no hay tratado de paz.

-          Lo sé. Los polacos nos ayudarán cuanto puedan –de esto no puedo darte detalles-, pero ya no lucharemos codo con codo, como antes. En fin, un político tiene que saber cuándo ha llegado al límite de lo posible, pero un soldado seguirá luchando mientras tenga un arma. De eso, serás testigo.

     Se levanta, dando por terminada la entrevista, que ha durado una media hora. Ni siquiera hemos tomado el café prometido. Le tiendo la mano, pero Petlyura me atrae con fuerza a sus brazos. Me despide con estas palabras, muestra de su interés personal por mí:

-          Al menos, cuando te canses de Varsovia, siempre te quedará Lviv.

 

***

 

     Varsovia, 2 de abril de 1921. Querido padre: Como sabrás, por fin se ha hecho la paz[33]. Nuestra tierra queda definitivamente asignada a una Polonia engrandecida, mientras las botas de los bolcheviques sustituirán a las zaristas en las estepas a un lado y otro del Dniéper. Por lo que yo sé, el anarquista Makhnó sigue resistiendo como guerrillero, en tanto Petlyura (al que no hace mucho los socialistas auténticos denostabais) ha de pasar al exilio, no sabiéndose aún el lugar que constituirá su jaula dorada[34]. En todo caso, no hace falta ser tan pesimista como yo, para comprender que Ucrania ha perdido, una vez más, el tren de la Historia.

     La razón principal de esta carta no es –como comprenderás- componer una crónica política, sino comunicarte que en el periódico me han concedido unas bien ganadas vacaciones, después de casi dos años, las cuales deseo pasar junto a vosotros. No hagáis ningún preparativo ni me esperéis, pues aún desconozco en qué día y tren llegaré. Pienso que lo mejor sería que me hospedase en alguna pensión próxima a casa –por ejemplo, la de la señora Lavrivsky-, para no dar trabajo a mamá, cuyo delicado estado de salud me preocupa. De todos modos, de eso ya hablaremos cuando yo esté ahí, cosa que estoy deseando, después de tanto tiempo sin veros.

     Saluda en mi nombre a los amigos de Prosvita, a quienes siento no poderles llevar el regalo de la reapertura oficial de sus instalaciones y actividades, con el beneplácito de las nuevas Autoridades polacas. He hablado de la cuestión con Pilsudski, pero me dice que ha caído en desgracia política o, por mejor decir, en el ostracismo, pues la nueva Constitución casi no le concede poderes[35]. En estas circunstancias, me parece que no se atreve a tomar iniciativas que puedan ofender a los nacionalistas polacos. Ya hablaremos con mayor detalle sobre todas estas cosas, que parecen ensombrecer el futuro de los ucranios en la nueva Polonia.

 

***

 

      Varsovia, 9 de noviembre de 1921. Queridísima Olena: Como dijo el gran César, alea iacta est. Acabo de recibir del consulado francés el visado para trasladarme a París como residente indefinido, mientras desarrolle el trabajo de corresponsal de la Gazeta en la capital gala. Inmediatamente, me he puesto a las gestiones para conseguir algunas otras corresponsalías de menos pelo, que permitan redondear la economía familiar. Y digo familiar porque doy por hecho, cariño, que me acompañarás en esta mi nueva etapa viajera. Sabes que por ti me habría quedado en Lviv, o en el purgatorio si fuese preciso, pero, dada tu imposible situación matrimonial y la postura intemperante de tu padre, lo mejor para ambos es poner mucha tierra por medio. Es gracioso, aunque tradicional: el judío supuestamente discriminado no tolera que su hija conviva con un gentil, aunque sea tan descreído como yo. Menos mal que tienes en tu madre un apoyo sólido y una consejera razonable. Son los buenos efectos de la cultura. He conocido a bastantes canallas cultos y a muchos analfabetos bondadosos pero, por lo común, nada abre más la mente que la lectura y el recorrer mundo. Dale las gracias de mi parte por lo que está haciendo por nosotros.

     Tan pronto concluya mis diligencias acá, viajaré hasta Lviv para redondear los contratos y ayudarte con los últimos preparativos. Es curioso que tengamos que ocultar nuestros propósitos, como si fuéramos criminales. ¡Bah!, hemos perdido ya muchos años y hora es de recobrarlos. Así que nos cogeremos de las manos y emprenderemos el camino, sin volver ni por un momento la vista atrás. ¡Qué felicidad, querida! El director del periódico –buen  conocedor de la Ville Lumière- se ha ofrecido a buscarme algún modesto apartamento en la zona de Montmartre. Como sea y donde sea, habrá de ser para los dos el nido de amor más hermoso que podamos imaginar. Ya ves que, aunque me echaste en cara ser frío y reconcentrado, también puedo ser en ocasiones –contigo- efusivo y sentimental.

     A propósito de sentimientos, el pasado día 25 de octubre se casaron, al fin, Pilsudski y la prima Aleksandra (ella se empeña en que la llame así). Su primera esposa murió a comienzos de este mismo año y, con buen criterio, no han querido esperar más. Ya sabes que tienen dos niñas, de tres y un año. Yo asistí a la ceremonia, como pariente próximo de la novia, que lucía muy hermosa, a pesar de sus casi cuarenta años. Claro que el mariscal tiene cincuenta y tres; de modo que lo mejor que puede decirse de él en lo físico es que resulta muy marcial y bizarro. Los detalles te los contaré personalmente, dentro de unos días. En cualquier caso, creo de buen augurio para nosotros este matrimonio. De hecho, Aleksandra me embromó por mi soltería y yo, muy misterioso, le dije: si me obsequias una flor de tu ramo, se la haré llegar a mi elegida. En fin, que sean tan felices como merecen..., pero mucho menos que lo seremos nosotros.

 

 

6. Encuentros con el pasado

 

     16 de abril de 1924.  Cada vez estoy más desconectado de los círculos ucranios. Entre eso y lo grande que es esta ciudad, me pilla por sorpresa la noticia: Petlyura está en París. Muestro una cierta incredulidad a mi informador y este me responde tirando encima de la mesa el ejemplar de una revista, el número uno. Leo su cabecera: Tryzub. Me viene al punto a la memoria la oronda imagen de Olga, la hostelera de Kiev. ¡Qué título tan poco original! Y me río del recuerdo, ante la sorpresa de mi interlocutor. Le pido más información y me facilita una dirección imprecisa del bulevar Saint Michel. Iré lo antes posible, pues, sobre el interés de la noticia, prima el hombre. Creo haber dejado ya escrito que Petlyura me cae bien, y viceversa.

 

     15 de mayo de 1924. Petlyura llega tarde a nuestra cita. Así pues, me da tiempo de pasear, arriba y abajo, las dependencias de la República Nacional de Ucrania en el exilio. En total, una oficina amplia, una biblioteca que cumple como salón de reuniones y el despacho del Atamán, con la bandera y fotografías de rigor. Al frente, una joven mecanógrafa francesa y un individuo con aspecto fiero, que me pregunta en ucranio:

-          ¿Es usted amigo de Petlyura?

-          Más bien, estoy aquí como periodista –disimulo-.

     La simulación resulta vana, al llegar el Presidente y darme un abrazo de los llamados de oso. Está más delgado y los años no pasan en vano. Su mirada es triste y se ayuda de un bastón para caminar. Las heridas de la guerra, me dice, aunque sin precisar si son físicas o espirituales.

     Tras la consabida introducción de temas personales y familiares, se desahoga con tono muy crítico, aunque cariñoso:

-          Así que te has convertido en un perfecto polaco. A mí no me engañas con que te has ido de Lviv porque tu mujer es judía y su marido no quería concederle el divorcio. París es muy atractivo y aquí las noticias proliferan como las pulgas. ¡Pobre Ucrania, a qué has quedado reducida!

     Luego, diserta sobre su asendereado exilio:

-          Polonia es muy otra desde que han ninguneado a Pilsudski. Tienen miedo a los comunistas y, claro, ya no hay sitio para nosotros en aquella tierra. Al menos, se dice que ha mejorado la situación de los nuestros en Galitzia; ya sabes, la apertura de los locales de Prosvita y todo eso. ¿Qué noticias tienes de allá?

     Le confirmo sus impresiones, según lo que me escriben mi suegra y mi padre. Reflexiona:

-          Stepán, hemos perdido el tren. Los rojos están cada día más fuertes y consolidados. No hay más que ver a los emigrados rusos. Afortunadamente, yo he sido escritor y periodista antes que político o soldado. ¡La cultura! ¡La lengua! He ahí las llaves del futuro. El problema es cómo introducir las publicaciones en nuestro país.

     Le muestro mi conocimiento de la revista Tryzub. Estalla de contento y me asegura que aparecerá semanalmente. Prometo suscribirme, tan pronto termine nuestro encuentro. Se  pierde en alusiones a sus colaboraciones en periódicos y revistas, con diversos seudónimos, así como las referencias a los artistas ucranios que pululan por Europa y los Estados Unidos. Me ruega:

-          Escribe en la Gazeta sobre nosotros y el apoyo que dimos a las tropas polacas en la guerra contra los bolcheviques. En Polonia no está todo perdido, mientras tengamos a Pilsudski en la recámara.

     Nos despedimos cordialmente. A la puerta de su despacho, insiste:

-          No olvides suscribirte. Y, si tienes tiempo, escribe algo para nosotros. No pagamos las colaboraciones, pero no solo de pan vive el hombre…

     En casa, comento la entrevista con Olena. Me escucha unos momentos por cortesía. En seguida me corta:

-          No quiero saber nada de Petlyura. Cincuenta mil judíos lo maldicen en sus tumbas.

 

***

 

     13 de septiembre de 1925. Cubro la actuación del grande y veterano cantante Didur[36] en La fanciulla del West pucciniana. Se trata de entrevistarlo pero, sobre todo, de dar una satisfacción a Olena, aunque sea en localidades de gran altura. Buscando el camerino del artista, me doy de manos a boca con un pequeño tramoyista. Aunque atónito, exclamo y pregunto a la vez:

-          ¿Makhnó?

     Hay poca luz, pero la respuesta resulta inequívoca, en cortante ucraniano:

-          ¡Coño! ¡El periodista cojo! ¿Pero qué diablos haces tú aquí?

     Tengo que cumplir con el deber, pero antes lo emplazo para que volvamos a encontrarnos:

-          No te va a ser difícil dar conmigo, bromea. Trabajo en la Ópera de carpintero y subiendo y bajando telones. ¡Hay que vivir, továrich!

     Dos días después, antes de que él entre a trabajar por la tarde, quedamos en el café del Teatro. Frente a frente, lo encuentro muy cambiado, pese a no haber transcurrido más de cinco años. Él se da cuenta de mi apreciación:

-          No lo he pasado muy bien. Ya sabes, derrota y exilio: Rumanía, Polonia, Dantzig, Berlín y, al fin, París, el centro del mundo. Mis compañeros anarquistas me han hecho un hueco, aunque les resulto incómodo. ¿No has leído mi manifiesto?

     Tengo que reconocer mi ignorancia. Parece que ha reflejado sus experiencias bélicas y sociales en una especie de memorias, de las que ha sacado unas conclusiones demasiado rígidas y jerárquicas –encampana la voz al decirlo-. Desde entonces, lo dan un poco de lado, pese a su ejecutoria y valía.

-          ¿Sabes quién es mi más feroz crítico? Pues Voline. ¿Te acuerdas de él? Claro, hombre, el judío sabihondo, que te quiso ganar para la causa en nuestro campamento de Sentove. ¡El gran intelectual Eichenbaum!

     Y se echa a reír con una viveza, que me recuerda al Babko de tiempos pretéritos. Le sigo la corriente:

-          Entonces, ¿se acabó la Makhnovtchina o estás aquí para que te la representen?

-          ¡Claro!, va a ponerle música Stravinsky. Te invitaré al estreno.

    Le cuento a grandes rasgos mi vida parisina. Hacemos proyectos vagos para vernos, incluso con nuestras respectivas esposas e hijas. Intento pagar, pero lo impide y me dice muy serio:

-          Caballero, está usted en mi casa y, en consecuencia, es mi invitado.

 

***

 

     13 de mayo de 1926.  Se confirman las noticias dadas por radio la tarde anterior. Pilsudski ha encabezado un exitoso golpe de Estado que, según el punto de vista de la prensa parisina, ha acabado con la democracia en Polonia. Acudo a la Embajada en busca de mayor información, pero aquello se ha convertido en una batahola. Como es lógico, la mayor parte de los diplomáticos y del alto personal ha de temer por sus puestos y tratará de destruir documentos comprometedores. Pero es tal el respeto y la admiración que despierta el Mariscal, que todos parecen conformes y hasta aliviados. En verdad, la situación política era difícilmente sostenible. El Agregado cultural, que sabe de mi afinidad con Pilsudski y su esposa, me guiña un ojo y augura:

-          Vaya, vaya, Stepán, dentro de una semana le tocará ocupar mi puesto.

-          ¿Cuál es el sueldo?, replico con sorna.

     Olena, entre tanto, ha intentado telefonear a sus padres en Lviv, infructuosamente. Trato de tranquilizarla:

-          Querida, esos líos solo pasan en Varsovia. Lviv está para eso en el fin del mundo.

     Sigue muy preocupada. Decido aparentar tranquilidad:

-          Anda, viste a la niña y vámonos a dar un paseo. Volveremos a intentarlo por la noche, cuando haya menor flujo de llamadas.

***

     26 de mayo de 1926. Es noticia de primera página en todos los diarios de París, terrible y curiosamente detallada, como si fuese el texto de un pequeño drama. He aquí como lo recogen coincidentemente los periódicos:

     Sobre las dos y cuarto de la tarde de ayer, en las inmediaciones de la librería Gilbert de la calle Racine, un individuo como de cuarenta años de edad se acercó a Symon Petlyura –Jefe del Gobierno de la República Popular de Ucrania en el exilio-, quien se hallaba paseando después de comer en un restaurante próximo. Le preguntó en idioma ucranio si era el señor Petlyura y, comprobado tal extremo, sacó una pistola y disparó contra él cinco veces, estando la víctima de pie, y otras dos, ya en el suelo, ocasionándole la muerte en el acto. El criminal permaneció en el lugar, dando grandes muestras de alegría, hasta ser desarmado sin resistencia por un gendarme. Al ser detenido, exclamó: He matado a un gran asesino. Ello hace sospechar que podría tratarse de un judío, que quisiera vengarse de los pogromos habidos en Ucrania durante la Presidencia del señor Petlyura. Lo cierto es que, al tiempo de cerrar esta edición, se desconoce la identidad del homicida, que continúa siendo interrogado en dependencias policiales.

 

 

7.  De culpables y de víctimas

 

     18 de octubre de 1926. A las nueve en punto de la mañana, me constituyo en la cárcel de La Santé. Por fin, tras innúmeras gestiones y trámites, me han autorizado a entrevistarme durante media hora con el recluso más odiado por los ucranios, el cobarde asesino de nuestro Atamán, Sholem Schwarzbard, encarcelado en la división 5 de esta famosa prisión parisina. A las nueve y media aparece en el locutorio mi objetivo. Quizá trata de impresionarme de modo favorable, pues sonríe francamente y no aparta de mí la mirada de unos ojos, grandes y negros, que inspiran confianza. Sus facciones regulares le dotan de cierta belleza. Pese a su edad reconocida de cuarenta años, su cabello es abundante y totalmente oscuro, como el recortado bigote que apenas ensombrece su labio superior. Es él quien rompe el hielo:

     -   Aunque pueda parecerle extraño, hay que ver las cosas que tenemos en común: la raza de su esposa, el amor al periodismo, la amistad de Voline, haber combatido con Makhnó...

     -     En esto último se equivoca, señor Schwarzbard...

     -      Llámeme Sholem o, mejor aún, Samuel.

     -     Bien. En eso se confunde, Samuel. Yo solo estuve de visita en el campamento   de los anarquistas. Si usted, como afirma, luchó con ellos, debería saberlo.

     La corrección parece ponerlo en guardia. Protesta:

-          Un error lo tiene cualquiera. Creí haber entendido a Voline que usted... En fin, ya veo que acabará por reprocharme que he matado a Petlyura por orden de los bolcheviques, no en venganza por los miles de asesinados de mi raza por su culpa.

-          Bien pudiera darse la coincidencia de ambos motivos. Lo que es más discutible es la responsabilidad del Atamán por los pogromos, en los que, por cierto, mi esposa también tuvo parientes sacrificados, sin que por ello llevara sus sentimientos hasta extremos de desear o consentir una sangrienta venganza.

-          Pues tendrá un corazón blando y generoso. Por lo que yo he podido constatar, la mayoría de los de mi raza apoyan esta ejecución.

-          ¿Ha hecho usted alguna encuesta en tal sentido?, ironizo.

-          A las pruebas me remito. En última instancia, la decisión ha sido solo mía, pero como portavoz y ejecutor en nombre de mi pueblo.

     Veo que es inútil insistir, pues no estoy para que me den discursos. No obstante, la imagen amistosa de Petlyura surge en mi mente y retomo el argumento:

-          Ha hablado usted de venganza. Nada más cierto: todo estaba ya consumado y el Atamán arrinconado en el exilio. ¿Tiene sentido su muerte? ¿Dónde estaban usted y sus partidarios cuando Petlyura mandaba y podía hacer algo más por evitar el genocidio? Su acción me huele a oportunismo y cobardía.

-          Yo estaba luchando contra esos criminales en las filas anarquistas y... –titubea- de los rojos. Luego, Petlyura cambiaba de residencia como un vagabundo. Finalmente –aunque es casi increíble-, yo no lo conocía y tuve que esperar hasta encontrar una fotografía suya reconocible. La hallé en la enciclopedia Larousse: una en que estaba junto a Pilsudski...

-          ¿En una estación, rodeados de militares?

-          En efecto. Creo que fue durante la toma de Kiev. ¿La conoce?

-          Estuve allí.

     La solemnidad de estas dos palabras, dichas con voz velada, parece impresionarle. Vuelve a su inquina hacia la víctima:

-          Antes de sacar el arma, le pregunté si era él. ¿Y sabe cómo reaccionó? Levantando contra mí el bastón, tratando de apalearme como a un perro. Un perro judío. Entonces me decidí.

-          ¡No me diga que no iba decidido a matarlo! ¡Si usted mismo lo confesó desde el primer momento!

-          Nunca se sabe. Una mirada compasiva, unas palabras de perdón, pueden mucho.

-          No le creo en absoluto. Se da por seguro que ya había apalabrado con los bolcheviques la operación. Algunos sostienen que recibió de ellos dinero, al menos, para prepararla.

-          ¡Rotundamente falso! ¿Quién lo dice? ¿Qué pruebas tienen?

-          Las pruebas se presentarán en el juicio. Yo solo soy un periodista, que busca indicios y le basta con informaciones contrastadas. Lo demás, déjelo para su abogado quien, por cierto, lo es también del consulado de los rojos en París.

-          ¡El señor Torres[37] es un abogado honesto, que ha defendido a cientos de personas, entre ellas, a famosos anarquistas! Por eso le pedí que me representara y el accedió. Si tiene simpatías comunistas, eso no me concierne.

     Lo noto alterado y, por otra parte, está a punto de cumplirse el tiempo concedido. Me levanto para llamar al carcelero y dar por terminada la entrevista. Me reconviene:

-          Ya veo que el matrimonio con una judía no le ha liberado de prejuicios.

Ahora soy yo quien se altera:

-          Señor Schwarzbard, entre mi esposa y usted no hay más parecido que el de su pertenencia a la especie humana, y aún de eso no estoy muy seguro.

 

***

 

     30 de octubre de 1926.  Los intentos reiterados de que Makhnó me corroborara o desmintiera las alegaciones del homicida Sholem han dado, por fin, hoy su fruto. El pequeño Babko ha decidido sincerarse, para dejar las cosas en su sitio –me dice textualmente-. Charlo con él en un cafetucho del Barrio Latino, pues no ha querido que nos vean, o espíen, en la Ópera.

-          Lo del anarquismo de ese tipo –me manifiesta- es una mera cortina de humo, para desconectarse de sus antiguos contactos con los comunistas. Es posible que el tal Sholem combatiese algún tiempo con nosotros, pero sin ninguna relevancia. Voline tampoco recuerda que lo ayudase en tareas de propaganda. Lo que sí está claro es que, durante la guerra civil, estuvo con los bolcheviques, tanto en la Guardia Roja, como en la Brigada Internacional. De hecho, fue de los que salieron zumbando de Kiev cuando entrasteis vosotros, en mayo del año veinte.

-          Sin embargo, él dice que Voline lo apoya.

-          Lo ayuda por ser judío y porque ha hecho algo que, de no ser él, tal vez lo habríamos consumado nosotros.

     Decido ni interrumpirlo, pese a su silencio, pues lo veo con ganas de sincerarse:

-          De hecho, Stepán, tú sabes de mi odio a Petlyura, por sus violencias y traiciones al pueblo. Al saberlo instalado en París y dirigiendo una pantomima nacionalista, hablamos de quitarlo de en medio. Así que, cuando me enteré de que el judío andaba por ahí diciendo que quería cometer un atentado contra Petlyura, me pareció que alardeaba y decidí pararle los pies.

-          ¿Cuándo fue eso?

-          Él quería aprovechar la fiesta popular montada por el cumpleaños del Atamán, para llegar fácilmente hasta su víctima y eliminarla. Eso iba a ser a principios de mayo[38]. Nuestra conversación, en presencia de Voline, sería como un mes antes.

-          Se ve que no lo disuadiste.

-          Pues dio a entender lo contrario. Me figuro que los bolcheviques le apretarían luego las clavijas. Ya sabes cómo son, cuando deciden liquidar a alguien. Llevaban cinco años tratando de cazarlo. Y no te lo digo a humo de pajas. En esos días llegó a París un tal Galip, con órdenes para Schwarzbard, de parte de Moscú o de Kiev. Lo sé de buena tinta.

-          ¿Y antes? ¿Había contactado con él algún rojo de peso?

-          El propio judío me dijo que Mikhail Volodin, un agente secreto de importancia. Entre bambalinas, estaba el propio Rakovsky[39].

-          En consecuencia, Néstor, tú eres decidido partidario de la inducción bolchevique del atentado.

-          Sin duda ninguna. Ese sujeto nunca me refirió la tesis de la venganza, sino la de acabar con Petlyura por razones políticas. Más o menos, como nosotros. Eso sí, alegó para justificar su iniciativa que estaba afectado de una enfermedad incurable de pronto desenlace y que quería llevarse por delante a Petlyura, ya que le daría igual la pena que le impusieran[40].

-          Siendo así, dime, ¿qué es lo que la muerte puede salvar o la sangre limpiar?

     Le pilla de sorpresa la pregunta pero es un orador nato e improvisa bien:

-          Tú eres periodista y un buen hombre. Petlyura y nosotros somos políticos y hombres de acción. Si hubiese podido, él habría acabado con nosotros. Ha sido a la inversa: ¡qué le vamos a hacer! Pero, eso sí, sin motivos personales. Por eso no me encaja la teoría de la venganza y del ejecutor que lleva sobre sus hombros el dolor de todo un pueblo. Claro que, tratándose de un judío…

     Me guiña un ojo, sonríe y se levanta bruscamente:

-          Hoy te toca pagar a ti, periodista, que esto, evidentemente, no es el Café de la Ópera.

 

***

 

     21 de diciembre de 1926.  Recibimos la carta de felicitación navideña de los padres de Olena, es decir, de su madre. Está desolada por la política de polonización que ha emprendido el Gobierno, apenas Pilsudski volvió al poder. Desde luego, ha quedado cancelada cualquier iniciativa para crear una Universidad ucraniana, o que se den clases en ucranio en la enseñanza superior. En lo referente a las escuelas, han iniciado el cierre de las que imparten docencia en nuestra lengua nativa. Mi padre le ha comentado que han suprimido casi totalmente las subvenciones oficiales a Prosvita. En resumen, parecen estar sembrando la simiente que, dentro de unos años, pueda desembocar en imponer una Galitzia totalmente polaca –quién sabe si con trasvases de población-. Al final, añoraremos el Imperio de Francisco José que, cuando menos, era menos eficaz y, si imponía algo, era la cultura germánica, incomparablemente superior a la polonesa, digan lo de dijeren. En resumen –concluye Noemí-, tendremos que entonar un réquiem por el Imperio difunto[41].

 

     París, 30 de octubre de 1927.  Querido padre: Te escribo aún bajo la indignación y la sorpresa que me ha producido el desenlace del juicio por la muerte del Atamán Petlyura, que se ha desarrollado en siete sesiones, desde el pasado día 18. En realidad, lo que sigue es, a grandes rasgos, un resumen de las crónicas que he estado enviando a mi periódico de Varsovia y que acabo de saber que no se han publicado, porque no querían crean controversia con la Unión Soviética, ni desairar a la República Francesa, criticando duramente su Justicia. Será cierto, como lo es que mi otrora admirado Pilsudski ha olvidado a los ucranios que, dirigidos por Petlyura, lucharon leal y bravamente, por su libertad y por la nuestra. Allá el Mariscal y el director de la Gazeta con su conciencia.

     Pues bien, todo comenzó por el interrogatorio del tal Schwarzbard, quien se deshizo en un mar de mentiras e imprecisiones, desde las relativas al lugar y tiempo de su nacimiento, hasta las residencias que había tenido, gentes con las que había luchado y relaciones con los bolcheviques en Francia. Todo lo que pudo sacársele en limpio –y con reiteración molesta- es que había luchado en la Guerra Europea bajo las banderas francesas, con honor y valentía, mereciendo por ello la concesión de la nacionalidad gala, así como la pérdida de casi toda su familia en los pogromos de 1919, supuestamente conocidos y consentidos –cuando no ordenados- por Petlyura.

     Siguió el desfile de lo más granado de la vieja guardia ucraniana, encabezada por sus militares más ilustres. Resultó un poco pesado escuchar a unos cincuenta testigos que el Atamán en Jefe era un celoso defensor de la integridad de sus judíos; que incluso tenía íntimos colaboradores que lo eran, y que la situación era tan anárquica, que nadie podría haber hecho más para impedir las masacres. En esto, concedo gustoso la palabra a tu nuera Olena, cuando dice: No es extraño que no lo supiera, o no pudiera evitarlo: se mata tan rápido a cincuenta mil personas… Quizá no sean tantas, pero dicen los estudiosos que de cuarenta mil no baja la cifra de asesinados.

     El golpe de efecto vino cuando había de practicarse la prueba de la defensa. Había ochenta testigos convocados, algunos tan ilustres como Gorki o Einstein. La primera era una joven enfermera, llamada Haia Grinberg, que sobrevivió al pogrom de Proskuriv. Su declaración fue verdaderamente emocionante y de primera mano. Según ella, los verdugos decían actuar cumpliendo órdenes del Atamán en Jefe y obraron con absoluta impunidad. El testimonio fue muy extenso, llevó toda una sesión. Y, cuando iba a iniciarse en la siguiente el inacabable desfile de testigos, el defensor Torres sorprendió a todos: Tenía bastante; no necesitaba molestar más a las personalidades que esperaban para declarar, ni al jurado que había de decidir (formado, todo él, por ciudadanos ordinarios, no profesionales).

     Acabada la prueba de forma tan abrupta, el fiscal y la acusación de la esposa y el hermano de Petlyura pidieron pena de muerte, por asesinato con premeditación y alevosía. Y, cuando se esperaba que el acusado reconociera su culpabilidad, con las atenuantes de apasionamiento, confesión y entrega voluntaria, he aquí que se destapó declarándose inocente, cosa que su defensor explicó: Schwarzbard mató, pero no es culpable. El culpable es Petlyura, genocida y responsable de haber colocado a su cliente en la necesidad y obligación moral de tomar las armas y hacer, en nombre de todo su pueblo, lo que cualquier persona de conciencia debería haber hecho desde un principio.

     ¿No te parece un disparate semejante legitimación absoluta de la venganza? Pues para el jurado no debía de serlo, y te explico. Los acusadores hicieron extensos y profusos informes para convencer de que el acusado era, más que nada, un esbirro de los bolcheviques y que, en cualquier caso, no se podía dar a un ciudadano particular los derechos de juez y verdugo, aplicando la venganza como si fuera la ejecución de un convicto. Y, otra vez, el tal Torres sorprendió a todos con un alegato de menos de cinco minutos, basado en que no puede condenarse a un hombre que lleva sobre sus hombros la carga de hacer justicia en nombre del dolor de todo un pueblo; cosa –según él- que debía conocer mejor que nadie un jurado de franceses de París, curtido en los ideales de la Revolución de 1789. ¡Francia no sería Francia, ni París sería Paris, si consideraran culpable al acusado y no a su víctima!

    Hecho. Media hora de deliberación y el jurado declaró inocente a Schwarzbard de los cargos criminales. Fenomenal algarabía en la sala; gritos y aplausos, casi todos a favor del homicida. Faltaba aún la bofetada final a la Justicia, más dolorosa aún, por serle dada en el rostro de la viuda y del hermano de Petlyura, a quienes se reconocía el derecho a ser indemnizados… en un franco, cada uno.

     ¿Habrá apelación, manifestaciones, rechiflas, al menos? ¿Desaparecerá el jurado puro de la faz de este país? ¿Quitarán al insigne Torres el derecho a vestir toga en sede penal? Nada de eso, por supuesto. No hay que echar leña al fuego de las tensas relaciones de Francia con la Unión Soviética. Es preferible sufrir el ludibrio de los periodistas y enviados extranjeros, que se han despachado a gusto pero que, a fin de cuentas, forman parte de naciones pacíficas y democráticas que, hasta ahora, no mandan a sus peones a Francia, a matar a políticos asilados, con el pretexto de que fueron unos criminales notorios.

     En cuanto a los diarios franceses, me dan náuseas. Unos lo cuentan todo según sus intereses políticos; otros, informan escuetamente y sin opinión, para no apartarse de las consignas del Gobierno. Verdaderamente, si en eso consiste el periodismo libre, prefiero lo que ha hecho conmigo la Gazeta, censurando aquello que no puede consentir. Al menos así no ha aparecido mi firma al pie de un papel, apto –si acaso- para su uso en el retrete o en la pescadería.

     Como ves, papá, aún tengo cierta capacidad de indignación. Para el entusiasmo me queda mucha menos. Con todo, es posible que, aun habiendo llegado tan joven a la condición de escéptico –como me llamas-, tenga todavía ciertas posibilidades de redimirme de ella. A ver si mis semejantes me echan una mano para ello.

 
 

 



[1]  En ocasiones, felizmente para el lector. Es el caso de las alrededor de dos mil páginas de la novela El Don apacible, de Mikhail Aleksándrovich Shólojov (1905-1984), ambientada en parte en los mismos lugar y tiempo que mi relato. La gran novela de Shólojov fue publicada en España por editorial Planeta en 1965, el mismo año en que su autor recibió el Premio Nobel.
[2]  Lemberg, Leópolis, Lviv, Lvov o Lwow son nombres de una misma ciudad, hoy ucraniana, de 800.000 habitantes en la actualidad, cuyo centro histórico fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, en 1998. Su nombre original, Ciudad de León, no alude en realidad al gran felino, sino al hijo del fundador, llamado Lev (León).
[3]  El Bug Occidental fluye hacía el Vístula por la provincia (óblast) de Lviv. Esta ciudad está situada, propiamente, a orillas del Poltva, a su vez, afluente del citado río Bug.
[4]   Mezcolanza, fruto de la confluencia racial en la ciudad. El discutible censo polaco de 1931, atribuye a la etnia polaca el 63,5% de la población; a los judíos, un 24,1%; a rutenos y ucranios, un total del 11,3%. Un censo más veraz, hecho hacia 1914, seguramente habría aminorado la proporción de  polacos, en beneficio de otras nacionalidades.
[5]  Shemot Devarim: primer diccionario impreso de yiddish (o yidis) que se conoce, cuya edición princeps data de 1542. Sholem Aleijem: nombre literario de Sholem Yakob Rabinóvich (1859-1916), notable novelista y dramaturgo en lengua yidis, cuyos cuentos y sátiras han alcanzado gran fama. Su novela Las hijas de Tevye dio lugar a la conocida película El violinista en el tejado (Norman Jewison, 1971).
[6]  Del texto del relato, se infieren la relevancia y los objetivos de esta importantísima institución para la preservación de la cultura ucrania, la cual fue fundada precisamente en Lemberg, en el año 1868. Prosvita puede traducirse como Ilustración.
[7]  Rynek es el nombre con que es conocida la Plaza del Mercado de Lviv.
[8]  Tarás Grigórovitch Shevchenko (1814-1861), poeta y pintor ucraniano, considerado el fundador de la literatura moderna en dicha lengua.
[9]  Diminutivo o forma coloquial del nombre Stepán, es decir, Esteban.
[10]  La Rada es para Ucrania y para Bielorrusia lo que la Duma, para Rusia, es decir, la Asamblea Nacional o Cámara de los Diputados.
[11]  Symon Vasylyovych Petlyura (1879-1926), político ucraniano que, de modo efectivo o en el exilio, dirigió y/o presidió la República de Ucrania independiente desde febrero de 1919, hasta su muerte.
[12]  Jósef Pilsudski (1867-1935),  militar y político polaco, que ostentó la Jefatura del Estado entre 1918 y 1922, la condición de Dictador de Polonia entre 1926 y su muerte, y la de mariscal en jefe del ejército polaco de 1920 en adelante.
[13]  Nombres de dos de las publicaciones dirigidas por Petlyura en Kiev, entre 1905 y 1909, con propósitos nacionalistas. Fueron finalmente cerradas por las Autoridades zaristas.
[14]  Nychypir Aleksándrovich Servétnyk (1885-1919), conocido como el atamán Grigóriev, capitán en el ejército zarista y, posteriormente, oficial del ejército ucraniano y jefe de una fracción rebelde del mismo. Del texto del relato se inferirán otras muchas precisiones.
[15] Antón Ivánovich Denikin (1872-1947), teniente general del ejército ruso, jefe del ejército blanco antibolchevique en el sur de Rusia hasta abril de 1920 cuando, derrotado y exhausto, resignó el mando en el general Wrangel.
[16]  Christian Rakovsky (1873-1941), político revolucionario búlgaro al servicio de los bolcheviques rusos. Fue presidente del soviet de Ucrania entre 1918 y 1923. Por sus críticas ideológicas, perdió el favor de Stalin hacia 1928, siendo finalmente fusilado por orden de este en 1941.
[17] Néstor Ivánovych Makhnó (1888-1934), apodado Batko (Padrecito), relevante figura del Anarquismo que, entre 1918 y 1921, llevó a cabo una importante labor militar en el territorio del Dniéper, al frente de eficaces fuerzas semi-regulares, llamadas Ejército negro, por el color de sus banderas.
[18]  Hetman significa atamán, es decir, jefe de cosacos y, por extensión, de las tropas ucranianas. El Hetmanato era sinónimo de la jefatura de la República independiente de Ucrania, cuyo titular ostentaba el título de Atamán en Jefe.
[19]  Kámenev y Antónov-Ovseeenko fueron relevantes figuras políticas bolcheviques de la época, con incidencia directa en la guerra librada en el sur de Rusia.
[20]  Por cierto: el modelo escolar de los anarquistas de Makhnó fue el proporcionado por el tristemente famoso pedagogo español, Francisco Ferrer Guardia (1859-1909).
[21] Prisión de Moscú en la que, tras habérsele conmutado la pena de muerte por la de cadena perpetua, Makhnó estuvo encarcelado entre 1910 y 1917, siendo liberado gracias a la Revolución de Octubre.
[22]  Población de esta secta religiosa, de procedencia alemana, autorizada por los zares a asentarse en determinadas zonas de Rusia. En Ucrania y las estepas del Don llegaron a constituir comunidades prósperas y granjas muy productivas. En principio, sus ideas religiosas les impedían tomar las armas para hacer la guerra, motivo por el que, en la Primera Guerra Mundial, solo prestaron servicios sanitarios y auxiliares.
[23]  Denominación de las fuerzas menonitas de defensa. Literalmente, selbstschutz viene a significar, en alemán, autoprotección.
[24]  Expresión de tono peyorativo, que trataba de presentar la lucha de los anarquistas negros, como una especie de espectáculo o función teatral, a cargo de Makhnó. Con el tiempo, la expresión ha perdido ese sentido de ridículo, para aludir simplemente a las campañas militares del jefe o atamán aludido.
[25]  Aleksandra Szczerbinska (1882-1963), segunda esposa del mariscal Pilsudski, desde 1921 hasta la muerte de este (1935). Fue una notable activista, política y escritora, autora de un interesante libro, ampliamente traducido y editado: Pilsudski. Una biografía (1941).
[26]  Siglas por las que era conocida la efímera República Popular Ucraniana Occidental, que trató de defender Galitzia de los bolcheviques en 1919, hasta que toda la región fue ocupada por el ejército polaco y posteriormente integrada en el territorio de Polonia, hasta la Segunda Guerra Mundial.
[27]  Es decir, de la región de Galitzia, en la que se encuentra Lviv.
[28]  El Tryzub, o Tridente, es un símbolo tradicional de la nacionalidad ucraniana, de origen y significado inciertos. Está representado gráficamente en la ilustración que encabeza el presente relato.
[29] Semyón Mijáilovich Budenny (1883-1973), militar ruso, que dirigió la caballería bolchevique durante las campañas de Ucrania y Polonia, en 1919 y 1920. Krasnaya Zvezda, o Estrella Roja, símbolo socialista y comunista, adoptado por los bolcheviques rusos y la posterior U.R.S.S.
[30]  Aforismo francés, común a otras lenguas, cuyo significado viene a ser: nadie viene obligado a lo imposible. Dícese que lo empleó Petlyura para aceptar comprensivamente la defección parcial de Polonia en la campaña por la independencia de Ucrania, como el texto refleja.
[31]  Documento diplomático británico enviado por el Foreign Office (entonces dirigido por Lord Curzon) a los bolcheviques el 11 de julio de 1920, el cual contenía una demarcación fronteriza entre Rusia y Polonia desfavorable para los intereses de esta y el statu quo existente a la sazón en la zona.
[32] Piotr Nicoláievich Wrangel (1878-1928), general del ejército blanco, que combatió contra los bolcheviques en el sur de Rusia entre 1918 y 1920, sucediendo a Denikin en el mando supremo de las operaciones, hasta la derrota final.
[33]  Por medio del Tratado de Riga, firmado el 18 de marzo de 1921.
[34]  Finalmente, fue en la ciudad polaca de Tarnow, hasta que las presiones rusas y el temor a un atentado movieron a Petlyura a abandonar Polonia y, tras un recorrido por Budapest, Viena y Ginebra, fijó su residencia en París, a comienzos de 1924.
[35]  Constitución polaca de 17 de marzo de 1921, que los diputados de derechas lograron conformar como marcadamente parlamentarista, entre otras cosas, para limitar al máximo los poderes de Pilsudski como Jefe del Estado.
[36]  Adam Didur (1873-1946), famoso bajo operístico polaco, que cantó en los principales teatros de Europa y América, singularmente en el Metropolitan de Nueva York, de cuyo elenco titular formó parte durante unos veinticinco años.
[37]  Henri Torrès (1891-1966), abogado, periodista, dramaturgo y político francés. Fue el defensor de Schwarzbard y, antes de él, de los anarquistas Buenaventura  Durruti y Ernesto Bonomini.
[38]  Petlyura había nacido el 10 de mayo de 1879.
[39]  Véase la nota 14.
[40]  De ser cierto lo puesto por Makhnó en boca de Schwarzbard, era mentira, pues este falleció repentinamente (¿ataque cardiaco?) en Ciudad del Cabo, doce años después (el 3 de marzo de 1938).
[41]  Noemí coincide con el título del sentido y polémico libro de François Fejtö, Requiem par un Empire défunt (1988), traducido y publicado en España por la editorial Mondadori en 1990, con el subtítulo de Historia de la destrucción de Austria-Hungría.