viernes, 16 de diciembre de 2011

MEMORIAS DE UN RELOJ


Memorias de un reloj



Por Federico Bello Landrove



     Ninguna máquina es más viva ni más humana que un reloj. ¿Qué pasa por su corazón cuando les cumple la relevante tarea de dar la hora para las citas de los enamorados? Vean la respuesta de un viejo Eterna, que recibió la inspiración de una hermosísima canción de mi admirado (y ya recordado en otro relato) Luigi Tenco.




 

     Siempre he creído que la aristocracia de los relojes no viene determinada por la marca que ostentan ni, menos aún, por el oro o los rubíes que los enriquecen, sino por su exactitud y funcionalidad. Desde este punto de vista, creo que puedo enorgullecerme de mi prosapia y del destino que me ha cabido en suerte. He sido un reloj afortunado.



     Empleo el pasado, no sólo porque mi vida útil concluyó hace mucho tiempo, sino también porque cualquier día de estos iré a parar a un basurero o a algún desguace. Y es que los relojes, máquinas de medir el tiempo, no tenemos privilegio alguno a la hora de que aquel pase por nosotros. Aquí me tienen a mí que, tras veinte años de puntualidad en la era de los automáticos, hube de dejar mi puesto a un descendiente de mi propia familia, cuyo corazón batía a impulsos electrónicos. Sucedió, sin embargo, que entonces aún regentaban el comercio los hermanos Cofiño, quienes llevaban el negocio en la sangre:



-          Desmontadlo cuidadosamente y llevadlo al almacén –ordenó don Alonso-. Se merece una buena jubilación y, andando el tiempo, una plaza en el museo.



     Pero ha llegado mi hora. Se ha cumplido el conocido vaticinio de que los negocios familiares los crea la primera generación, los mantiene o engrandece la segunda y los arruina la tercera. Después de mucho jugar con el objeto de sus ventas (de las joyas de cuatro o cinco cifras en euros, a las ridículas bisuterías de marca) y de vivir opíparamente de las rentas, los descendientes arruinaron el negocio. Hoy han venido por el almacén sus nuevos dueños –creo que chinos en vías de instalar un enésimo bazar- y han urgido a los anteriores propietarios para que desalojen cuanto antes las instalaciones. De modo que, aunque mis agujas carecen de su antiguo vigor, he decidido escribir a toda prisa mis memorias, para que sirvan de recuerdo a quienes no me hayan conocido. Para los amigos de antaño –todos los que alguna vez miraron la hora en mi doble cara luminosa-, seguro que, aun no necesitando recordación, les harán suspirar y mirar al infinito, que es lo que hacerse suele por aquellos que tienen bastante más pasado que futuro.



     Desconozco el tiempo del que voy a disponer. En consecuencia, escribiré un prólogo o presentación y narraré una anécdota que compendie de algún modo mi manera de ser y de sentir. Luego, si los chinos no empujan –que empujarán-, tiempo habrá de seguir contando mi vida y la de los demás a través de mí. Así que no perdamos más tiempo.



***



     Encabezo estas páginas reconociéndome un reloj callejero; uno de tantos como, en una época menos abundante en buenos relojes individuales, salpicaban las aceras céntricas de las ciudades, dando la hora y llamando la atención de los transeúntes hacia los escaparates inferiores. Me cupo en suerte la situación más conspicua de toda la población, en la esquina de la Plaza del León con la calle de San Diego. De día, era constante la afluencia de ciudadanos que se afanaban a sus trabajos, compras o gestiones. De noche, grupos y parejas de jóvenes paseaban o se citaban al pie de mi caja. Me conocían por el nombre:



     - Quedamos en el Eterna.



     En efecto, soy un Eterna Matic o, al menos, así vine anunciando esos históricos relojes de pulsera, primos carnales míos, que nacieron en 1948 y fueron pasando a peor vida a partir de 1970, cuando los desbancaron los electrónicos. Mi vida pública fue bastante más corta pues, si la memoria no me falla, vine al mundo de la calle allá por el año sesenta y estuve marcando la hora durante veinte años, hasta que me desbancó un descendiente de cuarzo de nuestra familia. Conste que no me pareció mal: siempre he creído en el relevo generacional, en cuanto conlleve una mayor precisión, vale decir, perfección. Un día de mayo me apearon de la fachada y fui sustituido, sin que casi nadie se diese cuenta. El nuevo se me parecía muchísimo por fuera pero, en cuanto al corazón, ¡dónde iba a parar!



     Hablemos del corazón. ¡Qué manía la de los enamorados de citarse al pie de un reloj! Mira que hay jardines, estatuas de poetas y fuentes, donde el tiempo se hace aroma, metáfora, canción. ¡Pues no! Tiene que ser en consonancia con nuestras manecillas y, si somos sonoros, mejor que mejor. Las consecuencias no se hacen esperar, a diferencia del enamorado impuntual: los ojos se fijan en la esfera; la mente, en los minutos de retraso; el corazón palpita con fuerza a cada silueta que se parece a la amada, o por las voces que resultan familiares. Pasan los años y los protagonistas, pero la costumbre permanece: poner en brazos del tiempo la criatura menos dada a mecerse con el tictac de los segundos. ¿No sería mejor contar los latidos de nuestro corazón y sentarse, relajado y soñador, a imaginar placeres y mitigar angustias?



     Los relojes podemos hacer filosofía, pero también tenemos sentimientos. ¿Qué se nos da de que el marido abronque a su esposa en demora, o de que una amiga no espere más a otra, que parece darle plantón? Cosa distinta son los amores que nacen, las primeras citas, los fuegos –tantas veces fatuos- del primer amor. Ahí, una dilación indeseada, el enfado por el retraso, la negativa a esperar un poco más, pueden torcer una vida, hundir un sueño, romper un destino. No me pregunten cómo llegué a discernir a unos de otros. La edad, el ser la primera espera, el nivel de angustia o la mirada de soslayo, como queriendo disimular la ocasión y el sentimiento: he ahí algunos de los motivos de mi sabiduría y, por ende, de mi ferviente deseo, en esos casos, de apagar la luz de mi rostro o de detener mi movimiento inexorable. Pero, evidentemente, ello no era posible: ¿qué reloj iba a ser yo, y Eterna, además? No me ha quedado sino sufrir y darme el dudoso consuelo de pensar que, cuando el tiempo vencía al amor, este era mendaz e indigno de tal nombre.  



***



     Unos años después de instalarme, abrieron junto a mi joyería-relojería una tienda de discos y otras fuentes o reproductores de sonido. El gerente era hombre de iniciativa y buen amigo de los Cofiño. De algún modo consiguió el plácet de estos a fin de contar con respaldo cronométrico para encender y apagar la iluminación de sus escaparates. En un segundo intento, logró lo nunca visto hasta entonces en la ciudad: a cada cuarto de hora que pasaba, se disparaba el dispositivo eléctrico que lanzaba al aire los acordes de una canción de éxito. Y, aunque nadie me pidió permiso para ello, fueron mis agujas las que daban la entrada al disco, como si de de una batuta se tratara.



     Yo me sentía feliz, no tanto por el espectáculo, cuanto por la distracción que podía suponer para los enamorados impacientes a la espera de su pareja. No era poca cosa que cada cuarto de hora durase solo doce minutos, o menos, si la canción era de las que hacía soñar. Con todo, la clave es que el programa cambiaba a cada quincena, alternándose media docena de canciones, al compás del reloj o, como diríamos con un tema famoso, según pasaba el tiempo.



     En aquellos meses de 1965, recuerdo un poco confusamente algunas de las canciones que se repetían al ritmo de mis manecillas: Satisfaction, de los Rolling Stones; Like a rolling stone, de Bob Dylan; In my life, de los Beatles; la movida Yenka, por los hermanos Kurt; tal vez, Borracho, de los Brincos, y, naturalmente, He sabido que te amaba, traducción de Ho capito che ti amo, tal vez en la versión española de los Mustang. No era una mala selección, aunque seguramente no todas sonasen precisamente en las mismas fechas. Estoy ya tan viejo…



***



     Llegó una tarde de mediados de septiembre, unos minutos antes de las siete. Yo no creía haberlo visto nunca y, desde luego, en ciertos signos evidenciaba lo primerizo de la cita o, cuando menos, su timidez: escrutaba los expositores de la relojería, como el más afanoso comprador; recorría con la vista los anaqueles de la tienda de discos parsimoniosamente, pero de reojo su atención se iba, soportales adelante, en la dirección de su esperada. Las siete: suena la Yenka. Pasea arriba y abajo, agotado el interés por los escaparates, lentamente, acortando deliberadamente los pasos. Confronta su reloj de pulsera con la hora que yo marco. Se ajusta el nudo de la corbata, utilizando como espejo el cristal de un anuncio de película –yo diría que Doctor Zhivago-; estira los puños de su camisa, que no se ajusta a la elevada temperatura ambiente. Las siete y cuarto: los Brincos pregonan a los cuatro vientos que quieren estar borrachos otra vez. El mohín de disgusto del mozalbete no sé si se debe a que sea abstemio o a que su mocita se está pasando de la raya. Empiezo a estar nervioso y trato de ir más despacio, aprovechando los cortos márgenes que me da la teoría relativista. Al chico parece molestarle el pelo sobre la frente; da un repaso a los cordones de los zapatos. Vuelve a indagar el precio de los anillos –quién sabe si de pedida-, el hit parade musical. Alarga el recorrido de su vaivén y se asoma incipientemente a la calle perpendicular, por si las moscas. Las siete y media: He sabido que te amaba, ¡al fin! El jovencito debe de ser romántico, a juzgar por el tarareo que adivino en sus labios, por el interés con que sigue el vuelo de las palomas que juegan a perseguirse. La canción acaba, las palomas picotean entre los veladores de la terraza contigua, pero el esperador (¿se dice así?) cumple con su deber: manos en los bolsillos; repaso del dinero en su monedero; paseos fuera de las columnas, a fin de aumentar su campo visual. Las ocho menos cuarto: ¡qué más da la canción! El muchacho suspira, sonríe, avanza resuelto hacia alguien que yo no puedo ver. ¡Tendré mal fario! ¡Pues no ha ido a su encuentro, sin dejar que ella llegue a mis pies!



     Tuve suerte. Cosa de cuarenta y siete segundos después, la parejita pasó por mi vertical. Sin duda, novatos pero enamorados. Hombro con hombro, mirada con mirada, palabra con palabra. Apenas pude oír lo que decían, inconcreto, fragmentado:



-          Mi madre no abrió el buzón del correo hasta esta tarde…

-          … no importa. Merece la pena esperarte.



     Y se perdieron en aquel atardecer, que amanecía solo para ellos.



     No los volví a ver. ¿O sí? Total, yo soy un viejo reloj romántico y, desde entonces he dado la hora para todos los enamorados con el mismo sentimiento:



He sabido que te amaba

Cuando he visto que tardabas en llegar…




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