sábado, 10 de diciembre de 2011

LA CUARTA LEY DE MENDEL

La cuarta ley de Mendel



Por Federico Bello Landrove



     Dicen que la realidad supera la fantasía. Como cuando el gran compositor Janácek[1], todavía niño de coro, encontró en Gregorio Mendel reconocimiento y ayuda para su formación musical. ¿Halló en su relación con el famoso fraile agustino algo más relevante y duradero para su vida? Es una de las cosas que podrá llegar a saber quien lea la siguiente historia.







    1.  En un balneario moravo


           Como el buen soldado Svejk[2], fui llamado a las armas en la Gran Guerra, bajo las banderas del Imperio Austro-Húngaro; sólo que yo sí que llegué al frente y combatí fieramente durante casi tres años, hasta ser herido de gravedad en Caporetto, donde quedé cojo de por vida. Del hospital de campaña, retorné a mi ciudad natal de Písek y allí viví con gran emoción la independencia de mi patria y la constitución, un tanto forzada, del Estado checo-eslovaco. Dicen que los duelos, con pan, lo son menos: según eso, las alegrías tendrán que serlo más. Quiero decir que tener la carrera de maestro y el apoyo económico de mis padres –poseedores de una acreditada tienda de comestibles, junto al Puente de Piedra- me permitió superar aquella época de grandes mutaciones, con la seguridad que da tener un empleo fijo y la ayuda de una familia solvente y unida.



           Pero estaba la pierna, esa extremidad rígida y acortada por las heridas y la torpe cirugía militar; mi pierna derecha, fuente de constantes dolores, entre los que uno, y no menor, fue la ruptura con Jana. Bueno, ella no se atrevió a confesarlo -¡hasta ahí podíamos llegar, en una señorita educada y patriota!-, pero tengo para mí que sus fútiles y variadas disculpas para acabar con nuestro noviazgo, que venía desde la infancia, se resumían en un epíteto, que no escatimaban mis alumnos, con la impiadosa sinceridad  de los niños: el cojo.



           A estas alturas, ya saben ustedes tanto de mí, que había dado por cierto que no se necesitaban presentaciones. En cualquier caso, me llamo Vladislav Mládek y, cuando escribo estas líneas, tengo muchos más años de los que me agradaría confesar. Pero, en el verano de 1925, apenas rebasaba la treintena y, cuando iba a tomar las aguas a Luhacovice, todavía me ilusionaba tanto conseguir amistades femeninas, como encontrar alivio para mis dolores físicos.



            No les voy a hacer –ni sabría- la descripción del balneario, ni de su movido y abigarrado ambiente por aquella época. De hecho, mis repetidas estancias en él, año tras año, lo han convertido en mi memoria en una sucesión, neblinosa y entremezclada, de rostros desdibujados, habitaciones revestidas de papeles satinados, bañeras coronadas de vaho y espuma, platos indigestos e interminables partidas de billar. En suma, de multitudinaria soledad, soportada de buena gana por el relativo alivio de mis dolores y -¿por qué no decirlo?-, por no tener mejor alternativa para pasar un mes de verano lejos de mis alumnos y de mi pequeña ciudad, sin hacer excesivos dispendios.



           Con todo, me acuerdo muy especialmente del verano del 25, porque confluyeron en él diversos motivos que lo hicieron para mí muy especial. El arranque de todo fue coincidir, en la sala de música, con una señora joven, baja y algo regordeta, cuyo rostro me resultó familiar. Después de pensar durante un rato, di con su identidad: era la señora Stösslova, la mujer del anticuario de Písek al que, un par de años antes, había comprado un ejemplar de la edición princeps del Jiidische Stamm de Jellinek[3], tras arduo regateo. Dejé pasar ese momento, pues la dama, acompañada de un caballero, ya longevo, de hirsuta cabellera blanca, parecía muy interesada en el cuarteto que estaban tocando. Recuerdo que, al retirarme anticipadamente del concierto, eché un vistazo al programa situado en un atril de la entrada: Cuarteto nº 1, “Sonata a Kreutzer”, de Leós Janácek. El nombre del autor me resultaba familiar pero la obra, en absoluto. Incluso pensé para mí:



      -          Sonata a Kreutzer… Pero, ¿no era una obra para violín de Beethoven?



           …Lo que les pone a ustedes sobre la pista de mi ignorancia musical [4].



      ***



           Era evidente que, en aquella estación, la señora Stösslova no estaba acompañada de su marido, sino del señor de la blanca melena, de un niño de unos ocho años de edad y de una niñera o empleada suya, que pronto fue el blanco de mis miradas. A decir verdad, la mayor parte del tiempo el grupo se descomponía en dos parejas: la de la anticuaria y su añoso acompañante, que vivían plenamente la vida acuática y social del balneario, y, por otra parte, la criadita con el niño, que distraían el tiempo entre paseos, juegos infantiles y algún que otro rato de lectura. Sólo se reunían todos a la hora del almuerzo y a la caída de la tarde, momento en que se encaminaban a la capilla de la institución, en la que el caballero tocaba el armonio durante una media hora. No soy quien para juzgar, pero diría que lo hacía francamente bien y que sus acompañantes no formaban parte del público más interesado y atento a la ejecución.




           La soledad de Marie –que ése era el nombre de la niñera- y mis dotes profesionales para captar la atención de los niños fueron suficientes para que ella y yo trabásemos conocimiento. Por otra parte, nuestra común vecindad en Písek facilitó aún más las cosas, aunque yo decidí aparentar desconocimiento absoluto de su señora. Tampoco Marie era muy locuaz en lo referente a la familia para la que trabajaba, fuera ello efecto de la fidelidad o del deseo de aparecer ante mí como una persona con identidad propia, no como una asalariada al servicio de otros. El pequeño Otto, como cumple a su edad, era más propicio a las confidencias, incluso embarazosas. Yo entretenía su insaciable curiosidad con una paciencia que admiraba a su gentil cuidadora, tal vez temerosa de que tan absorbente carabina le acabase espantando mi compañía. Yo quitaba importancia a mi sacrificio:



      -          No se preocupe, Marenka, que estoy acostumbrado. Figúrese, con cuarenta muchachitos en mi clase…

      -          Ya, pero ahora está usted de vacaciones y Otto se pone muy cargante a veces.

      -          Bueno, ya sabe el dicho aquel de que quien algo quiere



           Marie se puso colorada como una amapola y replicó:



      -          ¿Dónde va a ir un señor maestro con una pobre sirvienta como yo?

      -          Desde luego, no muy lejos, le repliqué con la mayor dulzura, palpando ostensiblemente mi lastimada pierna derecha.



      ***



           Mi asiduidad a Marie y a Otto terminó por hacerse notable a la señora Stösslova. No tuve, pues, más remedio que preparar mi presentación a ella y a su inseparable compañero. Para que la ocasión resultase lo mejor posible, pedí información a la chica sobre la pareja. Ella torció el gesto pero, ante lo razonable del motivo, me facilitó algunas claves, no siempre seguras ni totalmente comprensibles.



           Resultaba, según Marie, que el señor Leós Janácek –nombre del caballero de la rutilante cabellera blanca- era un famoso compositor que, años atrás, había hecho gran amistad con David Stössl, el anticuario, y su esposa Kamila. Siempre que podían (especialmente, en verano), se encontraban y pasaban amplios periodos juntos. Bueno, en particular, don Leós y Kamila, ya que el señor Stössl era una persona muy atareada y que no parecía disfrutar con los ambientes bucólicos o musicales de los encuentros. Otto completaba el grupo, al que era frecuente la incorporación de alguna niñera o señora de compañía. De esto último, Marie no podía aportar referencias añejas, dado que su vinculación con los Stössl databa apenas del otoño anterior. En fin, el balneario de Luhacovice era el lugar de predilección de la pareja: en él eran conocidos y agasajados, siendo tradición que allí se habían conocido bastantes años atrás.



           Pertrechado con este modesto arsenal de datos, hice mi presentación al día siguiente, aprovechando la hora del té. Fui muy bien recibido, tanto por mi procedencia, como porque –como ya había supuesto- la señora se había percatado de la atención que dedicaba a su hijo.



      -          Fíjate, Leós, qué suerte. Un maestro, y bueno además. Otto no hace más que hablar de usted, de su conocimiento de los animales y de los cuentos tan amenos que le relata.

      -          Pero, querida amiga -replicó el músico-, supongo que el señor Mládek no estará aquí para servir de preceptor a Otto quien, por cierto, es un diablillo de mucha consideración.

      -          Si me guardan el secreto –añadí-, compartiré con ustedes una confidencia. Tal vez, no me hubiera interesado por el pequeño, si no hubiese estado acompañado de una niñera tan encantadora.



           Mis interlocutores rieron de buena gana durante unos segundos y mi sinceridad pareció ganarles de manera instantánea. Me hicieron compartir su té y su conversación, hasta el momento en que Otto y Marie aparecieron con la exactitud de un reloj, anunciando el final de la merienda a tres. Kamila era poco habladora, pero Leós llevó la dirección de nuestra charla por los caminos más variados, con gracejo y soltura. Nunca le agradeceré bastante la gentileza –él, una gran figura de la cultura checa- para con un modesto profesor de primaria, cuando, al levantar el campo, camino de la capilla, dijo maliciosamente:



      -          Creo, Kamila, que, por hoy, podríamos pasarnos sin Marenka, hasta la hora de la cena.





        2.  Del patriotismo y sus formas



               Pronto pude constatar que la simpatía de Janácek hacia mí no era flor de un día. Desde luego, no sería por mi conocimiento de la música y de su obra, a pesar de mis indagaciones en la biblioteca del balneario y del vago recuerdo de su ópera Janufa, que una vez vi anunciada en el teatro de la Reduta de Brno. Sí podía jugar a mi favor el hecho de ser de Písek y el haberle dado de pasada algunas informaciones bursátiles que él ponderó, aunque eran poco más que los ecos de los buenos conocimientos económicos de mi padre. Pero, sobre todo, llegué a percatarme de que la llave para el corazón de Leós era el patriotismo.



               En ese punto yo tenía ganado un amplio trecho, aunque a muy corta velocidad. Me refiero, naturalmente a mi invalidez de guerra. Poco importaba que sufriese mis heridas  luchando por el Imperio subyugador de los checos durante tantísimo tiempo. El compositor era en este extremo de una objetividad sorprendente:



          -          En aquel entonces –decía- los checos habíamos de luchar bajo las banderas de Austria. Y no me vale lo que muchos hicieron, desertar o escurrir el bulto, con el pretexto de que aquella guerra les era extraña. Cumplió usted con su deber, teniente, y ello le honra. Además, su lucha no fue contra nuestros hermanos eslavos, sino contra los italianos y ya se sabe que…



               Y aquí se perdía en unos recovecos histórico-musicales que yo bien creo que hacían más referencia a la ópera, sus motivos y sus formas, que a que Janácek fuera un decidido paneslavista.



               El patriotismo del que iba convirtiéndose rápidamente en mi amigo tenía razones más vidriosas e inconfesables. Me di cuenta de ellas una tarde, cuando esperó la momentánea ausencia de la señora Stösslova, para decirme:



          -          Mládek, nos va a ser difícil a los checos, aunque seamos el corazón de Europa, alcanzar el grado de unidad preciso a toda gran nación.

          -          Se refiere usted a los eslovacos y demás minorías que se dicen irredentas, sugerí yo dubitativamente.

          -          ¡Quia, no señor! Aludo a esta plaga de germanos y judíos que corroe el alma checa hasta los tuétanos. Pero, ¿no se ha dado cuenta? Sin ir más lejos, ahí tiene usted a Kamila, Neumannova por nacimiento y Stösslova por matrimonio. Y ella, por lo menos, no se mete para nada en política. Pero la familia de mi esposa Zdenka eran, y son, una especie de prusianos venidos a menos, que nunca me han tenido en ninguna consideración. ¿Sabe cuál era su apellido de soltera? Schulz.



               Kamila reapareció y Leós concluyó precipitadamente:



          -          ¡Fuera complejos, Mládek! Los checos hemos sido la industria, la minería y hasta el pensamiento del Imperio austriaco. Un día llegamos a conquistar espiritualmente Viena: no nos dejemos ahora arrebatar Praga.



               Sonreí enigmáticamente y pensé para mí:



          -          ¡Anda que si se llega a enterar de que me apellido Engel por parte de madre!



          ***



               Con harta generosidad, Janácek me consideraba un poco colega suyo, dado que en su juventud había estudiado para maestro y, desde siempre –solía decir- había ejercido la docencia musical, a título particular o en conservatorios públicos. Disfrutaba oyéndome relatar anécdotas de mi todavía corta experiencia profesoral, en la medida en que intuía por ellas el afecto que sentía hacia mis alumnos. También eso era para él motivo patriótico. Los maestros y, en particular, los que enseñaban en lengua checa tenían en sus manos el destino de las nuevas generaciones y, por ende, el futuro del país. Al menos, así lo veía el ilustre compositor.



          -          … Y no sólo yo. Hablando un día con Masáryk…



               Aunque me sintiese reconfortado por la supuesta grandeza de mi misión docente y hasta moderadamente inclinado a estudiar la antigua lengua eslavónica, veía yo con aprensión que mi mes de vacaciones tocaba a su fin y la dedicación a Janácek me impedía hacer nuevos avances con Marie. El hombre no parecía ser consciente de que lo uno excluía lo otro. De su buena intención daban fe los elogios que dispensaba a Marenka:



          -          Es una chica estupenda, bohemia de pura cepa y con buena formación. Pero ya sabe, la guerra y la depresión económica ulterior –que usted explica tan bien- dejaron a su familia en la ruina y la forzaron a colocarse como sirvienta. El interés que siente por ella evidencia su talento y buen corazón.



               Me sentí halagado y con argumentos para replicarle:



          -          Amigo Leós, apenas queda una semana para que expire mi estancia en el balneario. ¿Sería mucho pedir que se las arreglase para que Marenka y yo nos viésemos a solas todo el tiempo posible?

          -          Pero, ¿no se van a reencontrar en Písek?, arguyó Janácek con afectada seriedad.

          -          Ya sabe usted, por experiencia propia, que las aguas de este balneario, o tal vez su aire, son muy propicias para el amor.



               El músico se echó a reír y, utilizando mi nombre por primera vez, prometió:



          -          Descuide, Vladislav. Si es preciso, yo mismo meteré en la cama al chiquillo y lo arroparé.





            3.  Las enseñanzas de un fraile agustino


                   Janácek cumplió su palabra. Marie disfrutó aquella semana de una inusitada libertad, cuya causa desconocía. Kamila, aunque me echaba algunas miradas preocupantes, no se atrevió a desautorizar al león de la melena blanca [5].  Yo llegué a sentirme tan eufórico –vale decir, tan enamorado-, que hasta me atreví a alquilar dos bicicletas para hacer una excursión con Marenka hasta Vizovice. Innecesario es decir que la cosa no fue a mayores. La joven deshizo el conato con un dulcísimo argumento:



              -          Te acepto encantada tal y como eres, pero no estoy segura de mis sentimientos si te empeñas en empeorar.



                    Sin necesidad de emplear bicicletas, dos días antes de mi partida, Janácek insistió en que diéramos un paseo hasta las colinas. Aunque ya rebasaba los setenta años y tenía una corpulencia notable, me dejaba atrás con facilidad y ascendía sin aparente esfuerzo. Si no pretendía ponerme en ridículo –lo que no creo en absoluto-, es que estaba deseoso de entablar conversación pausada conmigo lo antes posible.



                   Tras haber caminado alrededor de una hora, nos sentamos, por fin, a la vera de unos abedules próximos al camino. De su pequeña mochila, sacó Leós unos sándwiches; comimos un par de ellos con buen apetito y sin ayuda de líquido alguno. Me interpeló:



              -          Luego nos llegaremos a una fuente que queda muy cerca de aquí. Pero ahora, antes de seguir, quiero que me responda, por favor, a una pregunta. ¿Qué tal van las cosas con Marie?



                   Aunque no poco molesto por la intromisión –que, por otra parte, no pretendía sino la confirmación de lo evidente-, respondí de forma educada:



              -          Perfectamente. Por cierto que he de darle las gracias por su cooperación de los últimos días.

              -          Tonterías. Ha sido un placer. Pero permítame que insista. ¿Marcha todo bien? ¿No se ha encontrado con dificultades, con vacilaciones?

              -          En absoluto. ¿Acaso tendría que tropezar con dudas o problemas? En fin, más adelante, seguro que así será, pero ahora lo veo todo claro y hermoso ante nosotros.



                   Janácek sonrió y decidió explicarse:



              -          Amigo Mládek, no me considere un meticón ni me juzgue un aguafiestas. Es sólo que…, en fin, que hace muchos años…

              -          ¿Sí?

              -          ¡Qué demonios! Tenemos tiempo y quizás a usted no le venga mal una cura de inseguridad. Me parece que le veo muy firme, demasiado para mi gusto.



                   Se levantó y estuvo tanteando el terreno, hasta encontrar asiento no demasiado incómodo. Luego, puso su chaqueta en el suelo, sentóse encima, se atusó el bigote y comenzó su historia.



              ***



                   Fui el noveno hijo de una modesta familia de trece, establecida en una aldea, en los confines con Polonia. Amantes de la enseñanza y deseosos de que no se perdieran mis apenas apuntadas cualidades, mis padres me enviaron a estudiar con los Agustinos de Brno, cuando yo tenía once años de edad. En aquel mundo recoleto, de música y estudio científico, viví hasta que, a los diecinueve años, pasé a estudiar órgano al Conservatorio de Praga.



                   Entre las personas que más influyeron en mí en aquella lejana etapa de mi vida, se me aparece con frecuencia la imagen, baja y  rechoncha, de un fraile de aquella abadía de Santo Tomás, profesor también en el Instituto de la ciudad. Aún de buena edad, aunque maltratado en su salud, nada parecía destacar en él hasta que te fijabas en su cara, o él posaba en ti la mirada. Entonces captabas su ancho rostro de facciones pronunciadas y firmes; la amplia frente, sobre la que raleaban sus ondulados cabellos pardos; los ojos serenos y profundos, que apenas perdían viveza tras las gafas de miope, montadas, a su vez, en el caballete de una nariz ancha y recta; la boca, amplia y levemente oblicua, cuyas comisuras dibujaban permanentemente una levísima sonrisa; el mentón pronunciado, como centro de una mandíbula poderosa. Era la viva imagen de la firmeza de carácter y de la agudeza intelectual. Era el padre Gregorio, era… el gran Johann Mendel.



                   Es posible que, en tan elogioso retrato –que no sé hasta qué punto radica desde entonces en mi memoria, o es el fruto de la contemplación de innúmeras imágenes posteriores-, en tal retrato, digo, mis condiscípulos más maliciosos encontrasen algo a faltar. Me refiero a un cigarro entre sus dedos o pendiente de sus labios. Y no es que exhibiese ese hábito en sus clases, que escrupulosamente mantenía libres de humo. Pero todos sabíamos de qué pie cojeaba nuestro profesor de física e historia natural, quien por ello se había ganado el mote de la locomotora.



                   Seguramente, estoy empezando a aburrirle con mi premiosidad. Ahorraré detalles. Sólo diré del padre Gregorio y de mí, que me animó en todo momento a seguir estudios musicales y que, mientras fui niño del coro, nunca me faltó su apoyo y recomendación con el fraile director. En fin, curioso sino el suyo, convertido en genio reconocido de la ciencia tantos años después de su muerte. Hace quince, cuando por fin le levantaron un monumento junto al huerto de sus guisantes, tuve el honor de contarme entre los asistentes y ¿sabe una cosa? Yo tenía entonces cincuenta y cinco años y era como él a esa edad: un profesor respetado en Brno y perfectamente desconocido fuera de Moravia. Él hubo de esperar a los homenajes post mortem. Cuando menos, yo he alcanzado la fama en vida, aunque seguro que menos merecida que la suya.



                   Pues bien, vamos ya con la enseñanza que a usted, querido Vladislav, le imparte el padre Gregorio por mi boca. Cuando yo fui alumno suyo en el liceo, había ya concluido los experimentos que luego lo hicieron famoso y publicado sus resultados, entonces tan poco conocidos y aceptados. Como profesor suplente que era, el titular le confiaba impartir ciertas lecciones de sus asignaturas, que él desarrollaba ágil y comprensiblemente, de manera que siempre le sobraban un par de clases, que dedicaba a presentarnos sus experiencias con los guisantes. Con precisión matemática, iba desgranando las fases de su estudio empírico; las conclusiones a que había ido llegando; las razones numéricas simples establecidas entre las diversas clases de semillas obtenidas; finalmente, las leyes que parecían inferirse de todo el trabajo. Ya se sabe, el principio de uniformidad de la primera generación, el de segregación en la segunda, el de la combinación independiente de los caracteres. Todavía me acuerdo como si fuera la primera vez que lo vi, tan gracioso, con su delantal blanco sobre el hábito negro, resaltando su abultado vientre de hidrópico, y un sombrero de paja para resguardarse del sol, con esa naturalidad que sólo se adquiere por lo vivido en la familia.



                   Perdone, volvamos al aula. Expuestas las tres leyes que le digo, el padre Gregorio fingía un gesto prolongado de compunción. Luego pasaba a resumirnos en un vuelo sus frustrantes experiencias con las abejas y, más o menos, concluía su exposición del siguiente modo:



                   De donde se deduce un principio que ningún científico querría tener que admitir, pero que a mí, como sacerdote, no me resulta difícil de aceptar: Mis leyes sobre la herencia de los caracteres no son aplicables al sexo, ni a las variaciones ligadas al sexo. En resumen, queridos alumnos, que el sexo me ha resultado demasiado complejo para explicarlo de acuerdo a proporciones matemáticas.





              ***



                   Janácek quedó callado durante unos momentos, mirándome fijamente, como si esperase por mi parte alguna reacción o comentario.  Al ver que era en vano su silencio, pareció algo decepcionado y concluyó con sorprendente brevedad:



              -          En fin, joven, ésta ha sido para mí la mayor y más certera enseñanza del padre Gregorio. Nunca he sido capaz de entender ni ordenar mi vida con las mujeres, pero lo he considerado algo completamente natural. No me he sujetado a modelos sociales de comportamiento, ni me ha preocupado el qué dirán. Si en gustos musicales nada hay escrito, menos aún en temas, digamos, de sexo. Es algo científico, es… es… la cuarta ley de Mendel.



                   En un momento, me percaté de que habíamos ido hasta allí, no para que Janácek, o Mendel, me contase una historia o me comunicase una enseñanza sino, en el fondo, para que el buen anciano quedase ante mí científicamente impoluto, libre por naturaleza de críticas o habladurías. En suma, yo le importaba, en la medida en que pudiera juzgarle un viejo verde, o alguna cosa peor. Sentí ternura por él. Me incorporé más ágilmente que de costumbre y ayudé al compositor a alzarse del suelo, mientras le sugería:



              -          Y ahora, querido Leós, vamos a buscar la fuente que me ha prometido.



              ***



                   Por mutuo acuerdo, Marie y yo evitamos volver a coincidir en el balneario en años ulteriores. Quiere decirse que no volví a encontrarme con Janácek y, sólo ocasionalmente, con su amada Kamila, cuya casa abandonó dos años después Marenka, para casarnos y fijar nuestra residencia en Kolín, donde me habían ofrecido una plaza de profesor ayudante en el Gimnasio de la ciudad. Desde ella escribo, precisamente, este relato, que iba a intentar publicar por considerarlo no irrelevante para la Historia, dada la calidad de sus personajes. Pero, después de leérselo a mi esposa y recibir su opinión, tengo un motivo aún más poderoso. Ella me ha dicho:



              -          Querido, ¿estás seguro de que ese Mendel tenía razón en cuanto al sexo? A mí siempre me ha parecido algo sencillo, siempre que aceptes sus propias reglas.



                   ¡Pues no es nadie mi Marie! Sin saber una palabra de genética, había superado a Mendel y estaba aproximándose a Morgan[6].



                      







              [1]  Con todo respeto para el público y la ortografía checos, manifiesto desde ahora mi propósito de usar en  el cuento la grafía y signos hispánicos más habituales para trasladar los nombres checos a nuestra lengua.
              [2]  Alusión a la obra de Jaroslav Hásek, resumidamente titulada en español El buen soldado Svejk, publicada en los años 1921 y 1922. Habiendo quedado incompleta por muerte de su autor, el protagonista no tuvo ocasión en el relato de llegar al frente y luchar en la Gran Guerra. ¡Afortunado él!
              [3]  Der jidiische Stamm, de Adolph Jellinek, es una destacada y relevante obra de pensamiento acerca del mundo y la forma de ser judíos, cuya primera edición data de 1869.
              [4]  Ignorancia, por demás, obvia. La Sonata a Kreutzer beethoveniana es una composición para violín y piano.
              [5]  Apelativo dado a Janácek por obvios motivos físicos y por no tan evidentes atributos de su carácter.
              [6] Thomas Hunt Morgan (1866-1945), pionero y gran figura en el estudio de la herencia ligada al sexo.

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