viernes, 2 de diciembre de 2011

CUATRO PIEZAS MUSICALES

Cuatro piezas musicales

Por Federico Bello Landrove



     Una mujer y un hombre cualesquiera, sucesivamente unidos y separados por la vida y el amor, repasan su existencia con el fondo de cuatro obras musicales señeras. Y es que la música es una de las mayores y más hondas experiencias vitales, así como el camino más seguro para llegar al fondo de los sentimientos y expresarlos.





1.      Invitación al baile

     El paraninfo del Instituto registra una modesta entrada para el experimento. Me refiero al denodado intento de que unos adolescentes imaginen y escriban lo que les sugiera una audición musical, en concreto, la Sinfonía Fantástica de Berlioz. Ya gira el disco de vinilo en el sobrio pick-up estereofónico, cuyos dos altavoces cableados parecen abrazar el micrófono instalado entre ellos. Los alumnos del Conservatorio –que dirigen el conato, en unión de un par de beneméritos profesores del liceo- parecen ignorar que la vocación literaria de muchos no despertará ni aunque le toquen diana a los potentes e inspirados acordes del compositor francés.    

     Al menos, eso parece pensar el muchacho sentado en la quinta fila de la izquierda, que ha acudido a la llamada porque le gusta la buena música y es lo que se dice un alumno participativo. No le llama Dios a la vocación poética –el joven, de dieciséis años, ni se imagina escribiendo novelas y cuentos-; de modo que, con cierta timidez y a falta de alguien en torno con quien conversar, posa los ojos en tres muchachas, que reconoce como de cursos inferiores al suyo, muy armadas de bloc y bolígrafo, quienes toman notas al compás de las ensoñaciones opiáceas del artista. La que está en medio de las tres le resulta de grata contemplación. De forma más o menos elevada, se ve sucesivamente bailando con ella el vals en un salón palaciego y compartiendo merienda de tortilla y bocadillo de chorizo a la orilla del río. Más complicado le resulta matarla para protagonizar el camino del cadalso y no digamos, convertirla en una bruja y gozar con ella de las delicias de un aquelarre; entre otras cosas, porque su personita le está pareciendo cada vez más atrayente y ya ha tenido que desviar la mirada un par de veces, al cruzarse con la de sus amigas, menos absortas que ella en la música.  

     La audición sinfónica concluye y nadie responde a la invitación de sus organizadores para leer o recitar lo que aquella haya engendrado en su numen. De hecho, tardan más en hacer por dos veces esa sugestión, que la treintena de asistentes en desalojar la sala. Ya afuera, por los amplios pasillos en penumbra, los individuos se agrupan y conversan, valorando el acto de la manera radical y desenfadada que suelen los jóvenes. El chico se deja llevar del deseo y retiene su marcha hasta quedar por detrás de las muchachas, a corta mas prudencial distancia. Ellas todavía comentan sobre la música que acaban de escuchar:

-          A mí lo que más me ha gustado ha sido el vals, dice una.

-          Yo prefiero el de la Bella Durmiente, asevera la de en medio.

-          La Invitación al Vals es mi preferido, osa interferir el chico, avanzando hasta ponerse casi a su par.

    Ha sido un atrevimiento, lo sabe. Hace un ademán de saludo, sonríe y alarga el paso. Ha de detenerse, pues le llega la pregunta de los labios que ha estado contemplando todo el concierto:

-          ¿Qué le encuentras para que te guste tanto?

    No le ha pillado en falso de milagro. Responde:

-          La historia que va contando mientras ellos bailan. Yo la tengo en piano, por Yvonne Lefébure.

    El nombre de la intérprete, pronunciado en el correcto francés de otros tiempos docentes, es bastante para tranquilizar a la niña y desinteresar a sus compañeras, que los dejan ir delante, no sin cuchichear.

    Los pasillos y escaleras concluyen antes que su silencio. ¡Tímidos! El atardecer, oscuro y ventoso, se abre a un escenario de verja de hierro con gran palacio al fondo. Ambos se paran sin saber qué decirse. Las amigas pasan adelante y esperan, respetuosas, al pie de la escalinata de entrada.

-          ¿Has escrito algo inspirada por la música?

-          Poca cosa, unas notas que procuraré pasar a limpio en casa esta noche. ¿Y tú?

-          Nada. Me pasé toda la sinfonía mirándote.

     Le había salido sin pensar. Estaba a punto de morir de vergüenza. Ella, rojo sobre fondo negro, respondió, deliberadamente quedo:

-          Los estudiantes de la academia de ballet Giselle nos juntamos todos los sábados para bailar a lo moderno. Podrías venir…



    2.  Música para una fiesta acuática

           A las consabidas  protestas por la frialdad del agua, responden los fisios con el humor negro acostumbrado:

      -          Pues, si tanto frío tenéis, salid corriendo.

           No es una piscina como todas; eso se ve a la legua. Sus usuarios no se sueltan de la barra, o se dejan sostener y llevar por sólidos enfermeros. Salvo algunos afortunados, ni pensar en nadar: con chapotear y sostenerse hay de sobra. Las sillas de ruedas han quedado en la orilla; las muletas, adosadas a las paredes azulejadas en blanco, o apoyadas en las sillas de plástico verdoso, que menudean por el recinto.

           No sabe si sentirse víctima o una mujer afortunada. Ha sufrido de esa ambivalencia desde el primer día que aceptó el ofrecimiento de completar la terapia con ejercicios en el agua. Al salir a la pileta, con su traje de baño a rayas albicelestes y el bastón de puño nacarado, tiene la misma sensación que antaño al levantarse el telón o hacer su entrada en escena: opresión del pecho y una tenue nube en los ojos. Luego, deja bastón y toalla siempre en la misma silla, se sienta al borde de la alberca y deja que el agua engulla su cuerpo, menudo y fibroso, hasta tocar el fondo con los pies.

           Mientras Lucía trabaja con brazos de acero todos los músculos de su cuerpo, se deja estar, con esa relajación profunda que dan muchos años de experiencia; solo que hoy no es capaz de poner la mente en blanco. Es su último día de piscina y no puede abstraerse de la verborrea de la enfermera, que tan pronto canta las excelencias de un cosmético, como la poca afición de sus hijos por el estudio. Yo no los he tenido –piensa- y mira ahora para qué. Una de las ventajas de estar en el agua es la de no saber si la que te corre por la cara brota de tus ojos o, cuando menos, que lo ignoren los demás. La perorata sigue: Has mejorado mucho… Ahora, a seguir trabajando por tu cuenta… En cuanto puedas, fuera ese bastón. ¿Será cierto que tanto dolor y tanta renuncia servirán para algo?

           Sí, es una privilegiada. Como fin de fiesta, unos largos a braza, como en las tardes del Instituto, cuando levantaron aquél pabellón con piscina de veinticinco metros. Era la chica de mejor estilo, aunque siempre había preferido Esther Williams a Dawn Fraser, como lamentaba su profesor de natación. ¡Qué lejos iban quedando aquellos tiempos y aquella inhóspita ciudad mesetaria, vista ahora desde la capital del Principado! Pues va a tener razón Lucía, apenas me duele al flexionar la rodilla.

            Termina, como siempre, con los cien metros libres, a su máxima velocidad. ¿Qué haces, loca? Ahora hay que relajar los músculos. Lucía le dice lo mismo que el entrenador de antaño, pero ella es terca y no cede: Ya relajaré en el vestuario. Y, mientras bate el agua con los brazos y la golpea frenéticamente con su pie bueno, siente que se le viene encima aquel coche azul marino, que el fantoche de su marido (más estúpido que nunca, después de una fiesta) da un volantazo hacia la izquierda, que su costado derecho queda franco para la embestida. El recuerdo la ahoga y se libera volando sobre el líquido, ignorando el peso muerto de la pierna. Y así, hasta el ritual final, hoy, más que nunca, definitivo.

           De un pomposo radio-casete niquelado, brotan los acordes broncíneos de la obtertura de la Música Acuática. Es el regalo para ella de Severo, el musculoso dueño y señor de la piscina probática del Hospital General, desde que se enteró que ella era…, bueno, que había sido bailarina de ballet y le encantaban las fanfarrias de entrada en escena. Pero basta, que ya las cuerdas cantan el adagio. La mujer hace mutis con una cadencia solemne, como corresponde a Haendel. Cuando llega al vestuario, aún con la música en sus oídos, se percata de que ha olvidado el bastón. Se viste; duda si volver para recuperarlo. Afuera, la primavera la llama desde el verde tierno de las ramas de los árboles, en que anidan hogaño pájaros, aunque obviamente no son los de antaño.



        3.  La muerte del cisne

               Siempre le ha desagradado dejar casa y familia para asistir a cursillos o congresos, que celebran en los lugares más rebuscados, con el pretexto de que son turísticos. Los hijos, ya mayores, no son el obstáculo, pero su esposa trabaja y no puede acompañarlo. Sí, desde luego, el hotel es soberbio; su empresa se ha excedido. La habitación es lo de menos: todas son iguales, impersonales y solitarias. Pero esos patios conventuales cubiertos, convertidos en vestíbulos y salones para el descanso o el coloquio; el gran claustro, pavimentado de pizarra, con sus zapatas de roble, rústicas y bruñidas por la lluvia; la armoniosa capilla, de sala de reuniones; los pasillos, llenos de objetos artísticos, sin agobio ni ostentación…

               Es lo habitual en él, recoger la documentación en recepción e ir a repasarla junto al piano, usualmente tan inútil, del salón principal de cada hotel. Hay gente, pero apenas se aprecia en espacio tan amplio, casi sepultada en los sofás de respaldo capitoné. Pide una tónica y comienza la lectura, solo por un momento. El hilo musical transmite las notas, conmovedoras y pasionales, de La Muerte del Cisne. Eso no es música ambiental, es un suspiro del pasado, piensa, levantando con lánguido enfado la vista de los folios. Y entonces la ve.

               O cree verla. Tantos años desfiguran. Y sus ojos, cansados y con incipientes cataratas. Pero, sí…, o no. Tal vez haya sido la sinestesia con la música de Tchaikovsky. Haré como si… y me acercaré…esperaré un poco…creo que también ella me está mirando…

          -          ¿Academia Giselle?

          -          ¿Promoción del sesenta y cuatro?

               Tras los saludos, él hace intención de regresar a su mesa, para recoger los documentos. Ella se disculpa, con ironía de apócrifo Groucho Marx:

          -          Perdone, señor, que no me levante.     

          -          Lo sé, recalca él, queriendo abarcarlo todo con esas dos palabras.

          -          ¿Todo?, replica ella cuando el caballero del pelo blanco, cargado de hombros, ha dado unos pasos.

               Él regresa, reanudando la conversación en el mismo punto.

          -          Te he seguido la pista cuanto he podido. Supe de tu accidente, como antes, de tus éxitos y de tu matrimonio.

          -          Pon el matrimonio junto al accidente, no entre los éxitos. En cambio yo, de ti, no sé nada. Así que ya puedes ir empezando.

          -          Está bien –sonríe-. Ya que la música nos ha dado pie, me remontaré a la muerte del cisne.

          -          Eso ya lo conozco. Entonces estábamos juntos, ¿recuerdas? Aunque no por mucho tiempo.

               Hablan de recuerdos, de fechas y datos, de sentimientos. A ella se le hace insoportable el dolor de la pierna. Se levantan y caminan del brazo. Como en otro tiempo, abandona el bastón, ahora, a sabiendas. Duele, pero no se ahoga; sufre, pero no en el corazón; ya no. Será solo un instante y luego volverá a hundirse, mas ahora toma fuerzas, respira hondo, se deja llevar.

          -          Hace una semana que mi marido se fue de casa.

          -          Lo siento. No sabía…

          -          ¡Qué más da! Si acaso, sentir físicamente la soledad, la casa vacía…

          -          De soledad, nada, prenda. ¿Para qué estamos los amigos?

          -          Para que quienes lo seamos de verdad no los carguemos con nuestros propios problemas.

          -          Siempre fuiste muy sufrida. A lo que se ve, con el tiempo te has vuelto dura.

          -          No has cambiado: eres todo candidez y psicoanálisis.

               Él titubea y ella le aprieta el brazo con firmeza. No sabe si busca recibir su fuerza  o transmitírsela. Regresan al sofá de partida, pero ella recoge el bastón y se encamina al piano. No es una profesional mas algo ha tenido que aprender para acompañar la danza de sus alumnos. Tampoco el piano está muy afinado, que digamos, pero es lo suficiente para emocionarlo.

          -          Caballero, solo para usted, la Invitación al vals, por Giselle Boiteuse.

               Cenan juntos. Luego, ella se pierde en la neblina, hacia el Campo de San Francisco. Él se sorprende a sí mismo pensando qué hubiera pasado si… Pero a qué reescribir la historia. El presente es lo que importa. Aunque él no lo sepa, ella ha encontrado ánimos para dejar la habitación del hotel y regresar a su casa vacía. Por si acaso, ha dejado el equipaje en recepción. No se ha llevado nada, ni siquiera el somnífero. En la intimidad del parque, se atreve a hacer planes, en voz alta, para romper el silencio:

          -          Tendré que levantarme temprano. He de avisar a todos los alumnos de que reanudo las clases y, si me llama él –que me llamará-, enseñarle la ciudad. ¡Señor, que agobio de vida!



            4.  El finale de Giselle

                   La residencia de ancianos yace en las afueras de la ciudad, junto a una carretera que lleva a ninguna parte. Macizo edificio rectangular de tres plantas, que van acercando al cielo según se asciende en ellas. Él, ya viudo y deseando no molestar, se recluyó allí hace cinco años y todavía no ha pasado del primer piso en esa ascensión en vida. De hecho, aún baja para hacer las comidas y pasear con el andador por el cemento salpicado de árboles, llamado pomposamente zona verde o, simplemente, jardín.

                   Lee, aunque apenas recuerde lo qué. Come y duerme, por cuanto está vivo. Saluda con cordialidad a las extranjeras que lo cuidan y le llaman cariño. Huye, por lo general, del salón de televisión, que constituye el núcleo de ese ámbito, decrépito y autista, al que de vez en cuando se asoma el mundo exterior, en forma de parientes y artistas aficionados. El deporte más practicado, no siendo la brisca, es contar los días que faltan para la Navidad, o el santo patrón del hogar, o para el próximo cumpleaños. La mayor emoción, la muerte del vecino de mesa, o el cambio de gobernanta de la institución.

                   Él ha mantenido el ánimo y la fe. Ciertamente, a ello ayuda la habitación individual y el teléfono móvil, por no hablar del ordenador portátil que se trajo al deshacer la casa. Pero bien sabe que su sostén en todo este tiempo ha sido ella. Sus llamadas, sus cartas, sus mensajes. No voy a verte, ni quiero que tú vengas. Ya no estamos para esos trotes. Es, por así decir, una amiga virtual, como él lo fue en otro tiempo. No ha hecho falta más. Después de todo, ¿quién ha visto a un ángel o puede afirmar su existencia?

                   Hojea sus misivas y sus e-mails. Breves, asiduos, tajantes. Consejos, chismes, recuerdos. Sobre achaques, poco, casi nada: estoy como siempre; nada de particular; revisión rutinaria. Él bromea: algo tendrás, no vas a ser eterna. Pero, en el fondo, quiere creerlo así, porque lo desea.

                   De casualidad ha llegado a un mensaje del verano de 2008. O sea, hace…, hace…; sí el verano en que se casó mi nieto Fernando. Está inusualmente impreso, con la ayuda del pen drive y de Liliana, su cuidadora de noche. Nunca creí poder volver a bailar Giselle, pero me ha tocado hacerlo, coja y todo, contigo como duque Albrecht. Te he ayudado en el camino de la noche y dado fuerzas hasta el amanecer. ¿De dónde las tomé? Sí, amigo mío, tienes razón, de ti. Luego es justo que te devuelva el favor o, por así decir, el cariño. Pero no confíes en exceso: ya sabes en qué acaba la obra.

                   La obra ha concluido. Ha bajado el telón. Giselle desciende lentamente al sepulcro y Albrecht queda, arrodillado y hundido, en el centro del proscenio. Un antiguo alumno de ella le ha traído algunas cosas, por su encargo póstumo. Hay un DVD de su ballet, con Alessandra Ferri en el papel estelar. Y más cosas. Ni una nota de despedida. No hace falta. Él ya sabe lo que quiere, lo que ambos han anhelado tanto tiempo. Sabe dónde encontrarla. Pero todavía no corre prisa.

                   Y, penosamente, viste su traje marengo, con la corbata de aquellos días en la capital del Principado –última vez que la viera en persona-, se sienta al ordenador y escribe un título, sin duda, provisional y emprestado:

              Memorias de un ochentón

                   Luego, inicia su vida por donde primero le viene a la mente: El paraninfo del Instituto registra una modesta entrada para el experimento…

                   Se siente desfallecer pero Giselle sigue estando allí para sostenerlo.


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