sábado, 10 de diciembre de 2011

CELESTINA CON PLACA DE POLICÍA


Celestina con placa de policía

Por Federico Bello Landrove

     Con el fondo de eternas cuestiones –maestra y discípula, vida y literatura-, se desarrolla una historia de amores truncados, que plantea un interrogante difícil de contestar de manera absoluta: ¿debemos intervenir en las vidas de los demás, por muy buenas que sean nuestras intenciones?





    1.  Una profesora memorable



           Sostenían los clásicos que las letras no embotan la espada. Tal vez por eso yo, inspectora de policía en una de las comisarías de la Costa del Este de Ciudad de Panamá, me había formado en la Universidad Católica, hasta licenciarme en Humanidades. Y, ciertamente, ello no me descalibró la pistola: de hecho fui una de las mejores tiradoras de mi promoción.

           Hace, más o menos, quince años las hornadas policiacas en mi país eran masculinas, por abrumadora mayoría. Felizmente, a alguien se le ocurrió establecer una cuota de mujeres, comprendiendo que los déficits de fuerza y de talla podían compensarse por otras cualidades genuinamente femeninas. Eso me dio la oportunidad de ejercer mi insólita vocación, escándalo para mis padres y motivo de burla y distanciamiento de mis amigos. Pero no es de mí de quien quiero hablar –escribir- ahora, sino de la doctora Ana Cristina Valladares, mi admirada profesora de Literatura, auténtico hueso entre los docentes de la Facultad, pero, para mí, un verdadero modelo.

           Al volver la vista atrás, reconozco lo poco que sabía de ella cuando asistía a sus clases e, incluso, al conseguir que fuese la tutora de mi memoria de licenciatura. Era evidente, por su acento apenas afectado por la dulzura del Caribe, que procedía de España. Algunos estaban enterados de su tormentoso matrimonio con un abogado con cierto prestigio de David de Chiriquí, con el que había tenido dos hijos que, en mi época de universitaria, estudiaban en los Estados Unidos. De lo que sí estábamos casi todos al tanto era de su fama como profesora y publicista, que a duras penas igualaba la de las querellas con las autoridades académicas, que le granjeaba la firmeza de su carácter.

           Tuve la suerte de que la doctora Valladares aceptase dirigirme la tesis de licenciatura, que versó sobre el trabajo periodístico de Joaquín Beleño. Durante todo un curso me hizo compartir generosamente su modesto despacho, pulcro, ordenadísimo y abierto al luminoso rincón de un jardín de bromelias y lenguas de fuego a través de un ventanal, cuya luz constantemente tamizaba con unos estores color café. Cual estrellas dobles, ambas orbitábamos en torno a la gran mesa de despacho, asociadas por la fuerza de un mismo espíritu, sin colapsar nunca por la confidencia, el café de la tarde ni, mucho menos, la amistad. Solo los miércoles a mediodía, recibía noticia de mis avances y me entregaba fichas y consejos, con la precisión y puntualidad de un reloj de cuarzo, aunque su cronómetro Cyma, de medidas masculinas, no pasaba de ser un automático que tal vez viajara ya desde Europa en su equipaje de joven esposa enamorada.

      ***

           Debí ser más explícita, de eso no me cabe duda, pero sentía hacia ella algo parecido al temor y, en mi interior, frustración y vergüenza. El hecho es que no le di la noticia hasta que me insinuó sus planes:

      -          Elvira, ahora que se ha recibido eventualmente de profesora, ¿qué planes tiene? Seguramente podríamos conseguir una beca para…

      -          Lo siento, doctora, pero no me llama Dios a la enseñanza o, por mejor decir, no me siento con fuerzas para asumir un camino tan largo.

      -          ¿Entonces, toda su formación, su trabajo aquí?

      -          Eso es algo que  irá siempre conmigo. Le estaré agradecida mientras viva.

      -          La perpetuidad, querida amiga, no es mucho tiempo. Es algo que suele prometerse en el matrimonio y ya ve.

           Quise despedirme con un beso, pero ella me tendió la mano con firmeza. Luego, como si recordase algo de repente, o tratara de suavizar su frialdad, espigó entre los volúmenes de la estantería y me entregó un ejemplar de la edición princeps de Curundú, en que garrapateó una dedicatoria, que culminó mi tristeza del momento:

      En memoria de una ilusión perdida

           Cuando salí del despacho, me eché a llorar.

           Tres años después, una flamante subinspectora de policía entraba en la comisaría de Colón Noroeste para iniciar su vida profesional. Recuerdo que pensé en lo poco racional de mis decisiones: no había querido ser profesora por lo áspero y largo del camino, como si el de policía fuera una senda de rosas. Iba a entregar mi vida a una tarea elegida casi por azar, en el fondo, por temores hipotéticos: la pobreza, los pueblos perdidos, los alumnos indisciplinados… Ahora tendría motivos bien reales para dudar de mi acierto: desapego cívico, machismo de los colegas, delincuentes peligrosos… Era una estúpida, que había perseverado en mis errores por terquedad y desafío. Pero entré, saludé y, mientras hacía antesala para presentar mis credenciales al comisario, tomé un periódico –tal vez el Diario del Istmo- y lo hojeé. En la página cultural venía una gacetilla, con los siguientes titulares: La novelista Ana Cristina Valladares disertará esta tarde en el Ateneo Colonense. ¡También era casualidad! Apreté los dientes y pensé para mí:

      -          Ya la veré otro día. Hoy voy a estar muy ocupada.





        2.  Todo sea por una amiga



               Pasaron los años, lentamente al principio, velozmente después. Llegué a tomarle gusto a eso de ejercer como una auténtica policía, sin subterfugios de trabajos de oficina o especialidades de laboratorio, como llegaron a ofrecerme con espíritu protector. Ascendí a subcomisaria –o teniente, si ustedes quieren- y me destinaron forzosa a la Costa del Este de Ciudad de Panamá. No era una mala comisaría, en una plaza erizada de palmeras, rodeada de urbanizaciones de relativo lujo y con el mar al frente. Allí cumplí los cuarenta y, al poco, volví a encontrar a la profesora Valladares.

               Aunque dicen que no hay mal que por bien no venga, el reencuentro no resultó desde luego grato, dadas sus circunstancias. No lejos de nuestra oficina, se había producido una violenta colisión entre dos carros que circulaban en sentidos contrarios. Un compañero que pasaba casualmente por allí salvó la vida de la conductora de uno de ellos, a base de usar el extintor y sacarla del habitáculo antes de que la máquina se incendiara. Una ambulancia trasladó a la herida, en condiciones de gravedad, y su salvador llevó su documentación a la comisaría para iniciar el atestado. Cogí el nombre al vuelo:

          -          Ana Cristina Valladares… ¿No será una profesora de mediana edad, que trabaja en la Universidad Católica?, pregunté.

          -          Vea la fotografía del carné, me respondieron.

               En efecto, se trataba de la misma persona. Bastante más ajada –por supuesto- de lo que yo la recordaba y ahora con gafas, pero la misma melena corta, ojos penetrantes y barbilla prominente, señas que yo especialmente recordaba. Tomé nota de su dirección y dejé el encargo de que me localizaran el sanatorio u hospital adonde la hubiesen trasladado. Sentía que era de razón hacerle una visita en unos días.

          ***

               Naturalmente, tras pasar por el servicio de urgencias y la unidad de cuidados intensivos más próxima al lugar del accidente, la doctora fue trasladada a la clínica concertada por su seguro médico. Lejos de esos colosos hospitalarios que lo empequeñecen todo, menos el dolor, el Sanatorio de Santa María la Antigua me recordó viejas imágenes de la Bauhaus: construcción sobre pilotes; módulos de modesta altura cortándose a escuadra; grandes ventanales rasgados hasta el suelo; entorno deliciosamente verde (aquí, potenciado por el clima tropical); edificio central conectado con las salas para enfermos, pero con total autonomía constructiva y funcional. Como tributo al presente, el aparcamiento ahogaba los paseos peatonales que iban a perderse entre panamás, cuipos y guayacanes, hasta tropezar con la cerca electrificada que circundaba todo el recinto.

               Rodeada de goteros, poleas y cachivaches electrónicos, mi antigua tutora presentaba aún los restos conspicuos de su accidente, aunque producido tres semanas atrás. Vendaje en torno al cráneo, hematomas y erosiones por toda la cara, un ojo apenas entreabierto y ambos miembros izquierdos sostenidos por cables, roldanas y pies derechos de un cromado impoluto. La habitación era individual, lo que permitía cierta amplitud de espacios, con su sofá naranja de evidente conversión en cama, mesita velador con revistas atrasadas y una silla de ruedas haciendo guardia junto a la puerta de la terraza. Cuando yo entré por primera vez, nadie acompañaba a la profesora, no siendo un pequeño receptor de radio, colocado sobre la colcha, al alcance de su mano derecha.

          -          Como tengo las orejas bajo el vendaje, no puedo usar aparatos de auriculares, me dijo por toda salutación, al tiempo que cerraba el transistor.

          -          ¿Qué tal va, doctora? Supongo que se acuerda de mí –no las tenía todas conmigo, ante tan poco efusivo recibimiento-.

          -          Desde luego que sí: Elvira Espinoza, licenciada en Humanidades, a quien imagino, a juzgar por el tiempo transcurrido, en las altas esferas de la Policía.

          -          Casi acierta, repliqué conteniendo la risa. Diez años más y me veo de comisaria, al frente de un centenar de hombres fornidos y armados.

          -          Más o menos, como lo estamos las profesoras, en estos tiempos que corren –trató de sonreír, superando la rigidez y el dolor-.

               Como me había anticipado la foto de carné, doña Ana Cristina había envejecido ostensiblemente. Además de lo apreciado ya por la imagen, el desaliño propio del lugar y el momento hacía de notar las canas que apuntaban bajo el tinte y las arrugas, no enmascaradas por el maquillaje. ¿Qué edad tendría? Más o menos, una década más que yo. Recordé la fecha natal del documento y eché la cuenta: exactamente, cincuenta y uno.

               El cuerpo podría flaquear, pero el espíritu seguía fuerte. Lejos del estereotipo del enfermo visitado, la profesora era escueta en el relato de sus desgracias. Algunas eran ya irreversibles, como la pérdida del bazo o un coágulo de sangre en el cerebro, que no hacía temer una evolución desfavorable. El brazo se recuperaría, con alguna operación más y la consiguiente rehabilitación. Era más ominoso el pronóstico de la pierna: partida por varios sitios y con problemas de calcificación, se contaba con una importante cojera residual y ayuda permanente de un bastón para caminar. La sequedad del relato me hacía aún más difícil la réplica reconfortante. Cambié de tema:

          -          Tendrá muchas visitas, sobre todo, de alumnos…

          -          Los primeros días, sí, aunque no diré que esto fuera un desfile. Ahora, la cosa se ha normalizado y es lógico. Van pasando las semanas y la gente tiene sus propios problemas que atender.

               Algo me hizo captar que lo que Ana Cristina quería presentar como normalidad inevitable lo sentía en forma de desapego y soledad. No insistí más y prometí:

          -          Yo me enteré de pura casualidad, pero no dejaré de pasarme por aquí con frecuencia. Y, por supuesto, si necesita algo…

          -          Gracias, pero ¿no te echarán de menos en casa?

          -          ¡Huy, nada en absoluto! No me he casado y vivo sola. Vamos, con un schnauzer gigante, pero tiene mucha paciencia. Apuesto que, dejándole comida y agua, le daría lo mismo que desapareciese de su vida.

          -          Siendo así, agradeceré tu visita, sobre todo, si tienes carné para silla de ruedas. Está ahí desde hace unos días, pendiente de que la estrene.

          ***

               Ajusté mis guardias y mi agenda al compromiso personal de visitarla un par de veces por semana. Aunque sin fijeza, la acompañaba cuando las horas de la tarde se le hacían interminables, por no realizarse actividades médicas, y el corazón se le encogía, ante la afluencia de visitas para otros pacientes y la proximidad de la noche, tan angustiosa para casi todos los enfermos. La silla de ruedas era el lazo que trenzaba nuestra convivencia por el inacabable pasillo o, al ponerse el sol, en la luminosa galería perfumada por la brisa. Eran más los silencios que las confidencias, fuerza me es reconocerlo, pero gozaba con la sensación inexplicable de sentirla, sin contacto y sin palabras, con el entendimiento del afecto y el esfuerzo en común, como en los viejos tiempos del despacho compartido.

               Por más que ella nada dijera, se hacía ostensible la ausencia de sus hijos, de su amante, de sus colegas. Se sinceró hasta cierto punto, una noche en que me ofrecí a pernoctar a su lado, estando recién operada del brazo:

          -          No eres tú quien tendría que estar ahí velando, pero ya sabes lo que son las cosas. Unos por estar lejos y otros por estar alejados…

          -          Si no me importa. Voy a estar más tranquila quedándome. Ya tendrán ellos tiempo de colaborar, que la cosa va para largo.

          -          Para que vamos a engañarnos, Elvira. Estoy más sola que la una. Quitándote a ti y a mi vecina Alicia…

          -          Pues con su pan se lo coman. Yo ya pagué la cuota de indiferencia e ingratitud hacia mi maestra; ahora me siento orgullosa haciendo lo poco que hago.

          -          Tal vez tengo lo que merezco y cosecho lo que he sembrado. Con demasiada frecuencia he confundido fortaleza con suficiencia y seriedad con rigorismo. Es ley de vida: lo que antaño necesité ahora, que me empece, no soy a echarlo afuera. Anda, vete a casa con el schnauzer y descansa, que buen trabajo tienes. Si me veo mal, te llamaré por el móvil.

          ***

               El presente relato sería una versión panameña del buen samaritano si lo dejase ir por los derroteros de este interminable capítulo, hasta dar con mi profesora en su chalecito de la urbanización Las gaviotas, seis meses después. Abreviaré, pues, y les situaré en el día que Ana Cristina me pidió:

          -          Elvira, mi vecina Alicia marcha a pasar unas vacaciones a Miami y me deja la casa sin control. ¿Te importaría echar un vistazo de vez en cuando? A lo mejor, el schnauzer te vendría bien.

          -          Carbón no sería una buena idea, que en casa extraña lo mismo se desmadra, pero haré la vigilancia encantada y, donde no, encargaré a los patrulleros de la vereda que se den una vuelta todos los días.

          -          Espléndido. Puedes coger de casa para leer lo que quieras. Y tráeme, sin hacer mucha ostentación, el ordenador pequeño, por si me animo a seguir escribiendo.

          -          No me digas que tenías un libro entre manos cuando el accidente.

          -          Pues sí, unos cuentos de amor muy particulares. Por cierto, me olvidaba de algo esencial –dijo entre risueña y misteriosa-. Trae también una carpeta que está en el cuarto de estar del primer piso, rotulada Correspondencia unilateral.




            3.  El montaje



                   La urbanización Las gaviotas era un extenso conjunto de chalets exentos, de muy diversa configuración y superficie, construidos unos treinta años atrás en un magnífico emplazamiento, que descendía en terrazas hasta los cantiles batidos por el mar. A la derecha, una amplia playa de arena blanca; al frente, las instalaciones del club náutico y un fondo de rascacielos. Allí vivía la profesora desde que se separó de su marido y se vino para Panama City con sus hijos pequeños, con poco más que su inteligencia y anhelos de libertad. En mi época de licenciatura había estado en la casa un par de veces, para recoger material de trabajo. Me parecía ahora que la modesta construcción de planta y piso se había remozado o, cuando menos, restaurado su apariencia frente a los estragos del tiempo y de los elementos. El pequeño jardín, en talud descendente hacia la entrada, seguía igual que siempre, con sus tres árboles sombreando la fachada principal, los macizos de hortensias, las buganvillas poniendo color en los muros… y la vieja hamaca azul, en que la profesora echaba la siesta cuando podía y, cuando no, mecía sus dolores y sus pensamientos.

                   No me costó trabajo encontrar, bajo el sol naciente que traspasaba de lado a lado las habitaciones del bajo, el ordenador portátil que me había requerido. Por la escalera interior subí hasta la salita del principal, donde había de hallar la carpeta asimismo solicitada. Me entretuve un momento, ojeando los libros de la estantería de pared a pared, sin duda mucho más numerosos y amontonados que en mis anteriores visitas. Extraje de un anaquel los conocidos –y escandalosos- cuentos del volumen El sendero del ruiseñor, la conocida colección de relatos eróticos de la doctora Valladares, que yo no había llegado a leer por desprecio al género y, también, por llevar la contraria a la mayoría de los panameños que frecuentan la las librerías o gustan de estar al día. Iba ya por la tercera edición, según la solapa de la cubierta, que recogía las publicaciones de la profesora en el ámbito literario. ¡Qué lejos me quedaban la mayoría de los títulos, apenas entrevistos, como mucho, en las reseñas de los suplementos periodísticos!

                   Eché al bolso el librito en cuestión, haciendo uso de la venia de su autora, y metí en una bolsa de plástico la carpeta y ordenador susodichos. Recorrí apresuradamente la casa para cerciorarme de su correcta conservación, cerré cuidadosamente con llave el portón y conduje mi veterano Mustang Veracruz hasta la comisaría. La mañana se presentaba desusadamente tranquila; así que abrí la carpeta de la Correspondencia unilateral e inicié su lectura curiosa. Después de todo, no pensé que se tratara de otra cosa que de materiales heterogéneos para inspirar unos cuentos de amor muy particulares. Y en cualquier caso, aunque hubiese sabido desde un principio su contenido, no habría sido otra mi reprobable conducta.

              ***

                   Si no hubiese tomado la rúbrica a beneficio de inventario, no me habría llevado ninguna sorpresa, dado que correspondencia unilateral no daba a entender otra cosa que cartas sin respuesta. Y eso eran, hasta cierto punto. Conforme a la moda de los últimos años, no se trataba de epístolas manuscritas, o escritas a máquina con firma y rúbrica para autenticarlas. Se trataba de mensajes de correo electrónico, que la destinataria había impreso para mejor conservación o lectura; e-mails procedentes de la misma persona y datados en los dos años inmediatos anteriores.

                   A ojo de buen cubero, diría que su número era de unos cincuenta, de los que escasamente media docena habían requerido de grapa, por alcanzar los dos folios. Las fechas indicaban bien a las claras que habían menudeado las misivas en un principio –a veces, en días sucesivos-, para luego espaciarse, incluso por más de un mes. En todo caso, si ustedes están duchos en cálculo, constatarán que el promedio de frecuencia era de alrededor de la quincena.

                   No juzgo preciso –dado que esto no es una novela- entrar en detalles sobre la forma y el contenido. Sí he de confesar que, como persona con buen paladar, el conjunto de las cartas me resultó sabroso, así por su corrección estilística, como por la variedad de los registros, del romanticismo más ridículo –deliberadamente, tal vez-, hasta el humor o la ligereza. Verdaderamente, se me hacía cuesta arriba imaginar a alguien hablando con la doctora Valladares de manera tan desenfada, por más que estuviese muy lejos. Salvo casos particulares, no era, en cambio, muy amena la lectura, por su inevitable y como forzado retorno al mismo tema: la gracia que Ana Cristina había alcanzado ante el corazón del remitente, bastante para admirarla y entusiasmarle, por más que no hubiera la más mínima correspondencia afectiva, ni contestación ninguna a tal diluvio de mensajes.

                   Mi mente, profesionalmente conformada, hizo que decidiese prestar la mayor atención a los datos concretos que arrojaban los mensajes, para entender cuál había sido el origen y evolución del conocimiento entre mi profesora y su irreductible corresponsal. No había problema: no pensaba visitar a la enferma hasta pasado mañana. Así que volví a guardar cuidadosamente el contenido de la carpeta, prometiéndome una o dos veladas caseras de lo más interesante. Era ya tiempo: un patrullero entró a comunicarme que había aparecido un cadáver con signos de violencia en territorio de nuestra demarcación.

              ***

                   Provista de lápiz bien tajado y de un par de folios de encasillado rudimentario, me puse manos a la obra después de la cena. Dos horas y media más tarde, había concluido lo sustancial de mi labor. La tarde siguiente la dediqué a poner en limpio dicho bosquejo, lleno de abreviaturas. Ahora que lo tengo a la vista y me dispongo a trasladarlo para ustedes, me doy cuenta de que, desprovisto de alharacas sentimentales y de detalles que ahorraré por respeto al autor, no lleva más de un folio, ni tiene mayor interés que cualquier guión de los de chico encuentra a chica; solo que la chica era la escritora Ana Cristina Valladares y que el encuentro, como verán, no resultó especialmente fructífero.

                   En el verano austral de dos mil nueve, la recién creada Universidad privada Pedro de Valdivia organizó en el conocido balneario Termas de Chillán un congreso de escritores y profesores latinoamericanos, al que fue invitada –o, en cualquier caso, asistió- la profesora Valladares. No debieron ocupar en exclusiva las instalaciones termales, pues es el hecho que mi maestra vino a coincidir y conocer al doctor Anselmo del Solar, físico empleado en el importante observatorio sismológico de tan temblorosa ciudad chilena. El caballero se encontraba en la estación chillaneja tomando las aguas y haciendo excursiones por los preciosos parajes circundantes, que seguramente conocía bien. Me consta que doña Ana Cristina, hasta entonces, era buena caminante y aficionada al excursionismo; así que ese debió de ser el motivo de frecuentarse y alcanzar un grado de intimidad aparentemente alto, aunque los mensajes no entraban en detalles, ni aludían a relaciones más allá de lo puramente afectuoso. Se me hace duro de creer que la profesora –aún con su indudable veta apasionada- y el en apariencia prudente sismólogo pudieran vivir una pasión en tres o cuatro días…, sobre todo, por lo que sucedió después.

                   Lo que sucedió después fue que don Anselmo –cuyo estado civil o sentimental parecía dotarle de libertad a este respecto- inició un asedio epistolar de nuestra panameña de adopción, que en un principio se encaminaba a formalizar relaciones estables, vaya usted a saber dónde y cómo. Luego, al encontrarse con un muro de silencio, mudó en apariencia sus pretensiones al terreno de la amistad íntima e incondicional. Finalmente –y tal vez racionalizo con exceso-, el galán vino a convertirse en rendido corresponsal, que alegraba la soledad y transmitía cariño a la destinataria, sin esperar nada a cambio. Todo ello, sin acritud ni recriminaciones, como quien –como él decía- encontraba placer en conversar con una amiga en el alma, sabiendo que el corazón alberga sentimientos que el teclado no expresa. Vamos que, entre excesos y cursilerías, el ingeniero del Solar ejercitaba un psicoanálisis de la escritora, que yo reputaba no muy lejos de la verdad; sobre todo, tras el grave desengaño amoroso, con patinazo académico incluido, que Ana Cristina había sufrido un par de años antes y del que les haré gracia, aunque solo sea por no alargar en exceso la narración.

              ***

                   Todo habría quedado aquí, de no ser por un rosario de coincidencias, que fueron llevando mi espíritu –según parece, no curtido del todo por la profesión- al resbaladizo terreno de la interferencia en las vidas ajenas. Claro que Ana Cristina ya no era para mí alguien ajeno, sino un ser cercano y sensible, que caminaba entre terribles dolores y estaba –y se sentía- en casi completa soledad. Muchas veces estuve tentada de sacarle la conversación del chillanense y, otras tantas, mis perífrasis se perdían entre la perplejidad –o la perspicacia- de la escritora:

              -          Despreocúpate, Elvira, que ya has hecho bastante, y hasta demasiado. Ahora me toca a mí. Contrataré una criada fija y procuraré reducir las clases al máximo, hasta que concluya lo más duro de la rehabilitación. Ya verás cómo, de hoy en un año, te dejo atrás en el paseo hasta la capilla.

                   Mi interlocutora se refería al recorrido que, todas las tardes, hacían las señoras de su urbanización, desde la plaza principal hasta la iglesita que coronaba el cerro. Ana Cristina presumía infantilmente de que se integraba, con buen puesto, en el grupo de las jóvenes, aunque ya rebasara la cincuentena.

                   Por fin, un día de fiesta en que nos habíamos regalado la sobremesa con un par de cafés con ron, la profesora bromeó y yo lo aproveché ipso facto:

              -          ¡Jesús! -exclamó la doctora-, nos hemos pasado con el ron. Parece como si la habitación fuese un paquebote.

              -          O hubiese un seísmo. ¿No has estado alguna vez en uno de ellos?

              -          No, por fortuna, pero no le anduve muy lejos. Hace un par de años estuve en Chile y, dos meses después, la zona fue sacudida por un terremoto de 8,8. Así que figúrate.

              -          Pobre gente. ¿Le pillaría a alguno que tú conocieses?

                   Ana Cristina quedó pensativa por un instante. Luego, se delató:

              -          No, claro que no. Me ha seguido escribiendo y ¿sabes una cosa? Ahora que lo pienso, no me ha dicho ni una palabra de la catástrofe. Y eso que era lo suyo.

                   No aclaró más, ni falta que me hacía. Creo que esa misma noche tomé la decisión que les contaré, si ustedes me lo permiten, aunque no la implementé hasta algún tiempo después, cuando Ana Cristina hubo sido dada de alta y me pareció que estaba pasando una mala racha.

              ***

                   Naturalmente, he conservado copia del correo electrónico que envié a don Anselmo del Solar, a la dirección que figuraba al pie de aquellas cartas que leí en su momento. Desprovisto de algunas expresiones o frases que no vienen al caso, este es su texto:

                   Sabiéndole interesado por la persona de doña Ana Cristina Valladares, por razones que no creo oportuno revelar, me permito informarle que dicha señora sufrió, unos meses ha, un grave accidente de tránsito, que obligó a su hospitalización durante largo tiempo. En el momento presente, dicha señora se encuentra muy mejorada, en fase de convalecencia en su domicilio. Desde el punto de vista psicológico, entiendo que su visita podría ser para ella de gran valor, pues me consta que lo recuerda con afecto, habiéndomelo manifestado así en alguna ocasión.

                   Conociendo su entereza y carácter, no hará falta le encarezca la máxima reserva acerca de este mensaje –nacido de la amistad y el deseo de lo mejor para la enferma-, así como la inconveniencia de anunciar su visita si, finalmente, decidiese usted realizarla. Por si lo desconoce, el domicilio de la señora Valladares está en…

                   Repasé el texto una decena de veces, corrigiendo erratas, limando expectativas, enmascarando detalles. Finalmente, con la temblorosa decisión de la heroína de un drama clásico, pulsé la tecla enviar. Como es lógico, la escena se representó en un cíber-café. No iba a dar facilidades para que me identificasen. Estaba tan nerviosa que, ya me iba del establecimiento, cuando un camarero llamó mi atención: había olvidado junto al ordenador del crimen el ejemplar de marras de El sendero del ruiseñor, ahora con una dedicatoria de su autora no exenta de gracia: Estas son las lecciones teóricas, que se aconseja completar con las prácticas.





                4.  La vida y la literatura


                       Dicen que la prudencia es la mitad del éxito. No quería que, de venir a Panamá, me encontrase el chillanejo en compañía de su adorada. Así que me puse en contacto con mis colegas del aeropuerto y, con un pretexto cualquiera, les solicité:

                  -          Si al control de pasaportes os llega un chileno llamado Anselmo del Solar, sacad una fotocopia del documento y hacédmelo saber inmediatamente.

                  -          ¿Se trata de algún delincuente o persona en busca?

                  -          No, es para prevenir a una amiga. Dejadlo ir.

                       Como yo secretamente temía y anhelaba, la operación dio fruto un mes después:

                  -          Espinoza, en el vuelo de LAN Chile de las 13:47 de hoy ha llegado tu amigo del Solar. ¿A dónde quieres que te mandemos la fotocopia del pasaporte?

                  -          Escanead la página de la fotografía y mandádmela por fax a la comisaría.

                       El siguiente paso estaba premeditado. Llamé a Ana Cristina:

                  -          ¡Cuánto lo siento, maestra! Tengo que salir inmediatamente para Bocas del Toro y permaneceré allí unos días.

                  -          ¿Muchos?

                  -          Aún no lo sé. Ha habido un crimen y nos han pedido ayuda los colegas de allá. Si me necesitas, llámame al móvil.

                       Resoplé al colgar, esperando no haberme delatado. Media hora más tarde, tenía sobre mi mesa la fotocopia, ampliada pero de mediocre resolución, del pasaporte del ingeniero chillanense. Nada de particular: 54 años y un aspecto de lo más vulgar. Claro que, si algo le enseñan enseguida a un policía, es que las apariencias engañan. Más le valía pues, para lidiar con la profesora y rendirla, hacía falta alguien muy, pero que muy, especial.

                  ***

                       Dejé estar las cosas durante una semana, procurando no hacerme ver por las zonas de Ciudad de Panamá que tuvieran que ver con Ana Cristina, ni por el centro histórico, tan grato a los turistas y parejas románticas. Ni una llamada de ella a mi celular. No me dejaba el genio, o el nerviosismo: tenía que hacer algo. Se me ocurrió tratar de localizar al chileno. Incluso hice cálculos de cómo presentarme y charlar con él, sin levantar sospechas. Después de todo, yo había sido la muñidora del encuentro y no era cosa de dejar a la doctora Valladares en malas manos...

                       Nada más fácil, en esta época informatizada. Las otrora laboriosas fichas de hospedaje, quedaban actualmente registradas diariamente en los archivos policiales, conectados con los ordenadores de los hoteles. ¡Ahí estaba! Anselmo del Solar... chileno... entrada, el 16 de junio... Hotel Crowne Plaza. Decidí llamar, sin identificarme:

                  -          ¿Podría hablar con don Anselmo del Solar, un señor chileno que llegó ahí el pasado dieciséis?

                  -          Un momento... Sí, en efecto, entró el 16 de este mes, pero ya marchó.

                  -          ¿Puede decirme en qué fecha?

                  -          El día 20.

                       Así pues, me dije un tanto decaída, el Romeo preandino no había resultado muy, pero que muy, especial. ¡Qué se le iba a hacer!

                  ***

                       Dejé pasar aún una semana, antes de presentarme en casa de Ana Cristina, pero alargar más la ausencia hubiese resultado sospechoso. La verdad es que era a mí a quien se le hacían los dedos huéspedes.

                       En la quincena transcurrida, la convaleciente parecía haber mejorado de modo notable; incluso ya balanceaba con cierto salero el bastón de puño de carey. Genio y figura...

                  -          ¿Qué tal, Elvira? ¿Resolviste el asesinato?

                  -          Más o menos, pero lo decisivo fue el estudio del médico forense.

                  -          Tú siempre tan modesta.

                       Insistió en ser ella quien fuese a la cocina para hacer los preparativos del café. Entre tanto, paseé al desgaire por el salón, hasta centrarme en la mesita de escritorio a la que trabajaba la doctora con el ordenador. No me atreví a leer en la pantalla, pero no me hacía falta: el material que yacía desperdigado a su alrededor era de la Correspondencia unilateral.

                       Aromados por el humo del café, que levantaba entre nosotras una tenue neblina, me atreví a introducir el tema que me quemaba dentro:

                  -          ¿Y qué? ¿Estás trabajando en esos cuentos amatorios que me comentaste?

                       La mirada penetrante y divertida de Ana Cristina me hizo temer que hubiera metido la pata. Noté por las mejillas un calor embarazoso, pero la conversación siguió sin perturbación aparente.

                  -          Esa pregunta requiere de un preámbulo para su respuesta. ¿No sabes que vino a visitarme el autor de la Correspondencia unilateral?

                       Yo estaba en guardia, como buena policía:

                  -          ¿El autor de qué?

                       La Valladares se vio forzada a explicarse, lacónica y desganada:

                  -          El material de los cuentos me lo proporcionaban las cartas de un admirador chileno, tan pesado y ridículo como amable y bienintencionado. Convertirlas en escenas o relatos era pan comido, y sabroso por demás. Pero, chica, después del esfuerzo que hizo viniendo desde tan lejos para verme, no sé que me da. Siento como pudor ajeno, mala conciencia..., vamos, que estoy a punto de tirar por la borda el proyecto.

                  -          ¿Y no dijo por qué vino?, pregunté, metiéndome en la boca del lobo.

                  -          Él me dijo que de vacaciones y por ganas de verme y atar los cabos sueltos pero para mí que sabía de mi accidente y actual situación. ¡No sabes qué pesado! No me dejó a sol ni a sombra los cuatro días que estuvo por aquí. Yo aguanté y aguanté por no desairarlo, pero las cosas tienen un límite y hay que dejarlas bien claritas. Ya sabes como las gasto en lo tocante a esto.

                  -          Desde luego, aún recuerdo casos y momentos en la Facultad; pero ¿cómo despachaste la situación?

                  -          Tú lo has dicho, lo despaché. Con corrección, por supuesto, pero puse fin incontinenti a su presencia en Panamá y –espero- al diluvio epistolar. Cuando menos, así me lo prometió, sin perjuicio de comunicarnos en las ocasiones de costumbre. Ya ves, parece un manual de preceptiva literaria.

                  -          Y de buenas costumbres.

                  -          En efecto, y de buenas costumbres. Debieron ponerle Juanito, en vez de Anselmo.

                       Breve silencio. Volví a la carga:

                  -          Entonces, abandonas el proyecto.

                  -          Sí y no. Por los motivos que te he dicho, dejo los cuentos. Otra cosa es que su viaje y presencia aquí, con su aluvión sentimental y múltiples anécdotas, me ha dado ideas y material para una novela.

                  -          ¡Una novela! Pues, ¿no será aún más llamativo y doloroso para él verse retratado en un relato extenso?

                  -          Pues que no hubiese venido. Sus mensajes, por cargantes que fueran, podían tener la disculpa de la distancia y de mi relativo abandono en el balneario, pero lo de venir a visitarme, y sin avisar, ha sido de una ligereza y atrevimiento monumentales. Se tiene merecido el retrato que, en todo caso, respetará su anonimato.

                       La tensión en que me encontraba debía acusarse en todo mi cuerpo. Las palabras aclaratorias pugnaban por salir de mi boca, pero los dientes permanecían apretados. La escritora todavía puntualizó:

                  -          No lo dudes, Elvira, Anselmo no se ha enamorado de mí como mujer, sino de la escritora, cubierta de lauros, de dolores y de desengaños. Es el suyo, por así decirlo, un amor literario. Pues bien, demos a la vida lo que es de la vida y a la literatura lo que es de ella. Tendremos novela y, como mi protagonista vuelva a las andadas epistolares, lo voy a poner como chupa de dómine.

                       Aparenté prisa, mirando ostensiblemente la hora y me puse en pie, alegando deberes urgentes. Quería salir de allí cuanto antes, pero aún faltaba el mazazo final.

                  -          Querida, perdona que no te acompañe hasta la puerta. ¡Ah! Y deja las llaves en el taquillón de la entrada. Mi vecina Alicia ha regresado ya de Miami y no creo necesitar más de tus servicios.

                       A buen entendedor...

                  ***

                       Tenía razón, como casi siempre, mi maestra: literatura y vida se dan la mano y no siempre es posible deslindar la una de la otra. Pero hay una pequeña diferencia –para bien y para mal-  entre personas como Ana Cristina y gente como yo. Ella, más tarde o más temprano, publicará su novela. Yo, como tantas otras veces, dejaré mis historias en el tintero. Por más que, esta vez... En fin, si a la postre me atrevo, irá por usted, Anselmo.






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