viernes, 18 de noviembre de 2011

EROTEIDES EN EL PONTO

Eroteides en el Ponto

Por Federico Bello Landrove

     Una vida se desliza en Constanza (Rumanía), cual un trasunto de la del poeta clásico Publio Ovidio Nasón. Pero la casualidad y el remordimiento le jugarán una mala pasada al avatar del gran poeta, y una mujer condenada y olvidada le hará tragarse sus palabras “ni digna, ni útil”. Luego, continuará la vida o, por mejor decir, la espera de la muerte.



    1.  El desterrado



           Va para ocho años que permanezco aquí, en el puerto rumano de Constanţa (ciudad a la que, a partir de ahora, aludiré con la grafía española), por obra y gracia del capricho de los gobernantes de mi país y de mi mala cabeza. No me atrevo a dar más detalles de los responsables de mi destierro, por la obvia razón de que podría agravar mi estado. En cuanto a los motivos que ellos tuvieron para castigarme, sí que está en mi mano ser un poco más concreto aunque, después de todo, cualquier pretexto es bueno a los tiranos para fulminar a sus súbditos. No obstante, voy a ser explícito en lo posible, porque lo que me ha sucedido es en parte –como les decía- fruto de mi propia ligereza y falta de sintonía con la realidad. Eso es algo que puede suceder a cualquiera y bueno está escarmentar en cabeza ajena, si es que ello sea posible.

           Mi esposa no me ha seguido en la expatriación, con la razonable disculpa de que alguien de toda confianza ha de cuidar de nuestro patrimonio y hacer las gestiones encaminadas a poner fin a mi exilio. En un primer momento, también apoyó nuestra separación forzada el hecho de que tenemos una hija común y no era razonable apartarla de su ambiente y amistades para reunirnos en otra parte del mundo. Ahora, tantos años después, Camila es una jovencita que estudia en los Estados Unidos y a la que no le importaría mucho venir a vernos acá, o en las tierras que el Caribe baña. En cualquier caso, la situación es irreversible: Fabia, mi esposa, se ha acostumbrado a ella y mis castigadores me tienen de esa manera más cogido, teniendo en sus manos a mi familia y mis bienes.

           Me he llegado esta tarde, como tantas otras, hasta el antiguo casino, caminando junto al mar, aprovechando el tonificante sol otoñal. Tengo para mí que sea esta la mejor estación para el clima de Constanza, dorado preludio de un invierno mucho más frío y ventoso de lo que suele creerse. El largo camino, desde mi casa de Mamaia, me da la oportunidad de hacer ejercicio y pensar. Me siento en la terraza más próxima al ahora notable acuario y reposo unos minutos, ante un refresco o un café, con la mirada perdida en el mar, o contemplando los enjambres de turistas y de estudiantes (en esta época, más de estos que de aquellos) que vienen a deleitarse con la fauna marina, o a estudiarla. Luego, cansado y habitualmente triste, tomo el autobús para regresar. Es el momento más saudoso del día, que trato de paliar con el atractivo de una buena cena en un restaurante de mi barrio y una velada de lectura o televisión en mis habitaciones. Dicen que Mamaia ha albergado, y acaso todavía acoja, a huéspedes ilustres del mundo de la cultura. Yo, sin embargo, no he hecho amistades, ni resulta fácil, al ser una zona turística, bastante exclusiva y alejada del centro de la población.

      ***

           Arrastro los pies y pronto me canso, y es que no estoy ya lejos de la sesentena. Empiezo a sospechar que la muerte pueda llegarme antes que la libertad. No es que las inevitables goteras en el tejado de la salud presagien un colapso inminente, pero mi corazón va diciendo basta, entre pastillas, leves ahogos y arritmias. Mi hija pequeña, para la que he llegado a ser más un maestro en la distancia que un verdadero padre, me dice que eso es que me falla el corazón espiritual y que todo ha de cambiar a mejor en cuanto retorne. Retornar, sí, pero ¿a dónde? ¿Qué será de mis amigos temerosos de acogerme, de mi país arrodillado, de las censuradas obras de mi ingenio? Sueño con volver pero yo no tengo, como Ulises, unos compañeros que me urjan, ni una esposa cercada de malévolos pretendientes. En el fondo, si ella quisiera…, mas no, no he de censurarla. De hecho, me es fiel y, con mucho, la mejor de las tres mujeres que he tenido. Un día formé parte de la dorada juventud de mi patria; marcamos pautas y modas; arrebatamos la antorcha del relevo, quien con las armas, quien con las letras. Yo mismo fui distinguido, un hijo de la fortuna.

           Si miro en torno mío, si reflexiono sobre mi peripecia, tendría que decir con la gran chilena gracias a la vida. Claro que se suicidó y bastante más joven que yo: ¡vaya referencia que he escogido! Ella, con la política; yo, con la vena erótica. Dicen que el arte imita la naturaleza (o viceversa), que la fantasía se nutre con la experiencia. Cierto es que he amado a muchas mujeres o, por mejor decir, las he poseído y ellas a mí. Nunca pedí ni concedí el tributo de la constancia ni del romanticismo. Mi frontera era la carne; mi paga, la reciprocidad y la advertencia. Me han llamado de todo: frívolo, cruel, cínico, hipócrita. La verdad es que a ninguna reclamé lo que yo no estuviera dispuesto a darle; a ninguna mantuve engañada. Antes al contrario, mis relatos y mis versos han sido faro y trampolín para que las mujeres alcanzaran la libertad y la capacidad de seducción. En suma, viví y dejé vivir, sin tristezas, sin reproches, sin reservas, y solo a la literatura di el tono sentimental, ingenioso y dolorido que ella precisa para convertir en arte la vida, mediante la exageración y el artificio.

           Si erré o si mentí, en el pecado llevo la penitencia. El éxito genera envidia; el erotismo, escándalo; la política, incorrecciones. Primero triunfé en brazos del gusto popular; luego mi época pasó y los grandes me volvieron la espalda. Tal vez, no se consienta a quienes encanecen lo que se perdona y aún ríe a los jóvenes. Nadie me dio explicaciones ciertas y sinceras. No voy a negar que me entendía con algunas mujeres de maridos importantes, o, cuando menos, las frecuentaba y aleccionaba con indeseados consejos. Tampoco dejaré de reprocharme que, creyéndome más cauto o perspicaz de lo que soy, me dejé envolver en la sutil tela que tejen en los cenáculos los intelectuales metidos a políticos, los artistas que usan la crítica y la ironía con los poderosos, cuando estos dejan de encontrarlos divertidos o de sentirse tolerantes. En fin, aquí estoy, y gracias, pues no todos tuvieron la misma suerte. El dinero y los amigos suavizaron la condena, silente y fría, que me alejó de la patria sin motivación y sin fecha.

           Escogí Constanza. Era hermosa, temperada, antigua, turística. La feroz dictadura rumana acababa de caer; los precios eran razonables; el mar me abrazaba por doquiera. Y total, ¡qué más daba!, siempre podía cambiar, o eso creía yo. Finalmente, esta tierra me ha hecho su siervo; sus signos marcan mi vida: el faro genovés, el minarete de la mezquita de Mahmud, la estatua de Ovidio, la arena blanca, el mar y el lago. Apenas escribo, si no es para repetirme o suplicar. Las mujeres me venden sus encantos y siento apagarse mis ansias. Canté y erré; tal vez erré en cantar. ¡Ay, Constanza, no puedo vivir sin ti, ni contigo!     





      2. El encuentro



           No solía ocurrírseme visitar el puerto ni, menos aún, pasear en la estación veraniega por los lugares frecuentados de los turistas. A partir de la caída y ejecución del Conducător, la afluencia de cruceros era tal, que la ciudad se había vuelto incómoda. Yo había optado por cambiar en el estío la playa y las olas del mar, por los beneficios del termalismo en uno de los elegantes balnearios de los alrededores. En suma, no es extraño que la divina providencia –aunque fuese de rito ortodoxo- hubiese de echar una mano para que Valeria y yo nos encontrásemos al atardecer en la plaza, frente a la catedral de San Pedro y San Pablo.

           Valeria Falisco había sido mi primera mujer, hacía ya una eternidad. No he tenido nunca claro por qué me prendé de ella, hasta el extremo de tomarla en matrimonio. Yo era muy joven y quizá me encontrase algo estragado de tanto flirteo basado exclusivamente en el sexo. No dudo de que su procedencia europea, como hija de un inmigrante español, me atrajera por su exotismo. El caso es que, sin parar mientes en cuestiones tan significativas entonces, como su muy inferior nivel social, o el hecho de que contraía un vínculo de fidelidad, me casé con ella y punto. A las reticencias de mi padre, respondí con un chantaje: él pasaría de largo por las diferencias de clase y de educación, mientras yo transigiría con acabar la carrera de Derecho. Mi madre jugaba en favor de Valeria: imaginaba que el amor bendecido por el matrimonio me haría madurar o, como decía, sentar la cabeza.

           Por supuesto que todo aquel escenario se derrumbó a las primeras de cambio. El título de licenciado nunca lo obtuve; mi cabeza, ni se sentó –cosa antinatural-, ni se asentó, por lo que a amoríos se refiere; finalmente, la falta de un poso de estabilidad y de valores o intereses en común arruinó pronto nuestra vida de pareja. Apenas convivimos dos años, sin que tuviésemos descendencia, extremo este último que yo achaqué sin fundamento a esterilidad de Valeria. A fin de cuentas, los hijos me tenían entonces sin cuidado, pues no estaba afectado aún por el morbo capitalista de la herencia patrimonial, ni por el sentimental de la continuidad de las generaciones. Fue una mera disculpa, para justificar mínimamente el divorcio. La separación legal fue para mí un alivio, aunque no tardase mucho en reincidir; para ella debió resultar bastante más dolorosa, si bien, extranjera y de poca fortuna, no reaccionó con exigencias: más bien fue mi madre quien animó a mi padre para ser generoso en lo económico. Pronto la perdí de vista. Me informaron de que había aceptado una plaza de maestra en una escuela rural y ahí concluyeron mis noticias.

           Hasta aquí, puedo justificarlo todo o, cuando menos, hacerme entender de quienes quieran juzgarme. Lo que ahora considero inadmisible es haber vuelto al personaje de Valeria para protagonizar una de mis Amatorias, ya saben, mi primer libro de éxito, escrito todavía en plena juventud. Deformado y todo, el retrato hacía fácilmente reconocible a la modelo. Recuerdo aún la frase exacta con la que resumía su descripción: demasiado digna para ser útil; demasiado útil para ser digna; en consecuencia, ni digna ni útil. Aquello, en verdad, no era una exageración, ni un juego de palabras, sino una verdadera infamia. ¿Lo leyó ella? Alguna vez me lo pregunté, aunque nunca de la forma vehemente en que tuve que hacerlo aquella tarde.

      ***

           Quedamos en que, paseando por la plaza de la Catedral y buscando un banco en que reposar del calor del atardecer, casi choqué contra Valeria quien, en unión de tres o cuatro compañeros de crucero de ambos sexos, andaba fotografiando la fachada del templo e intentando encontrar alguna puerta abierta para acceder al interior. Aclarado a poca costa que éramos quienes habíamos supuesto, el saludo resultó más cordial de lo previsible, dados el tiempo y forma de nuestra última despedida. Recuerdo que tuve una salida, cuando menos, ocurrente:

      -          ¿Y qué, tenéis interés en visitar la catedral o solo de protegeros del calor?

           La ausencia de presentaciones me hizo suponer que sus acompañantes no eran íntimos, ni le importaría mucho desprenderse de ellos. Se limitó a despedirse hasta la cena, colocándose decididamente a mi lado. Los otros inquirieron:

      -          ¿Es a las nueve, verdad?

      -          Sí, en el barco. Allí nos veremos. Me voy un rato con este amigo.

           Como es natural, me tocó hacer de anfitrión, cosa que me permitió ir entrando en materia, entre pinceladas monumentales y de color local. Antes de que se hiciera completamente de noche, embocamos el paseo del puerto, camino del inevitable Casino modernista. Yo hablaba de lugares y pensaba en personas; ella, seguramente, hablaba de personas pero se fijaba en las bellezas del entorno. Cuando, tras algunas paradas acodados en la barandilla sobre el mar, llegamos a nuestro destino, había caído la noche sobre Constanza y se había hecho la luz sobre nuestras vidas separadas. Yo le conté, con más o menos detalles, lo que ustedes ya conocen. Ella fue muy circunspecta, salvo en lo tocante a su vida profesional. De la escuelita rural, había pasado al colegio privado y, de este, a la Universidad, alcanzando alguna notoriedad en la especialidad de lenguas clásicas. En los últimos años, al socaire del enésimo giro de la rueda de la fortuna dictatorial, había sido la segunda mujer en ingresar en la Academia y alcanzado una importante posición en el Ministerio de Cultura:

      -          Pero no creas, agregó, no con dedicación exclusiva, pues la política no es lo mío, como tampoco lo tuyo, por lo que me has contado.

      -          No me digas, repliqué, que no te había llegado el rumor, al menos, de mi caída en desgracia y mi destierro.

      -          No, hasta hace poco. Supongo comprenderás que, durante mucho tiempo, ni supe de ti, ni quise que me dieran la menor información. Luego, el tiempo y los recuerdos todo lo allanan y acabé leyendo varias de tus obras. Te vas a reír, pero hasta me valí de los conocimientos que ellas atesoran, para desenvolverme en la vida, digamos, con más superficialidad.

      -          Me alegro de haberte sido útil, aunque solo haya sido en cosas menudas.

      -          No lo creas, no tan menudas. No sabes la de éxitos que una mujer experta y avisada puede conseguir, gracias a los hombres. Pero, en fin, chitón. No quiero dejarte con el buen sabor de boca de haberme pervertido…

           Se echó a reír de forma abierta y contagiosa. Verdaderamente, sin llegar al atractivo extremo de la perversión, Valeria resultaba mucho más agradable ahora que entonces.

           Nos sentamos en una terraza. Las manecillas marcaban ya las nueve. Le sugerí coger un taxi como única forma de llegar a tiempo a su cena colectiva. Ella lo desechó:

      -          ¿Qué te parece si tomamos aquí cualquier cosa? La brisa empieza a soplar deleitosa y aún tenemos bastante de que hablar. Luego, me acompañas hasta el barco y en paz. A medianoche zarpamos para Estambul.

           Dicho y hecho. Para hacer los honores a la Dobrudja, nos atrevimos con cordero asado al estilo local, regado con un mutfarlar. De postre, crepes con mermelada flambeados al vodka y la consabida copita (más de una) de tuica.

           Hablamos de todo un poco: de mi vida de expatriado y de los esfuerzos de mi mujer por lograr el perdón oficial; de mis libros más recientes, prohibidos por la dictadura de mi país, monocordes y suplicantes, cuya inspiración parecía agotada; de mis hijas y de sus alumnos; de la política cultural, si se me permite el oxímoron. Valeria me sugirió:

      -          Ya sé que no es hombre de gran influencia ante El Supremo, pero yo podría interceder ante el ministro por ti. Envíale por conducto mío un ejemplar dedicado de alguno de tus libros, junto con una carta manifestándole tu dolor por el exilio y tu compromiso de no reincidir en actos o escritos enfadosos. Yo apoyaría plenamente la justicia de tu petición y el propósito de enmienda…

      -          ¿Y en base a qué te presentarías como patrona de mi causa? No creo que fuera bien visto que me hubieses visitado aquí, aunque haya sido por casualidad.

      -          ¿Cómo que en base a qué? Pues a haber sido tu primera esposa, ¿te parece moco de pavo? Yo creo que ellos lo ignoran, pero no estoy dispuesta a ocultarlo, si se trata de poder serte útil. Ya me gustaría servirte de algo ahora, dado que entonces creo que no te fui de ninguna utilidad.

      -          Lo pensaré –concluí, un tanto corrido-. Y, de todas formas, gracias.

           Llamé al camarero para pagar la cuenta. Luego, rompí el silencio que se había hecho tras el diálogo transcrito:

      -          Verás, Valeria, si volvemos la vista atrás, solo podemos tener una cosa clara: que nos conocimos demasiado pronto. La primera juventud no es el mejor momento para convivir con los demás, ni para juzgarlos.

           Ella sonrió y cambió por completo de conversación:

      -          Se ha hecho muy tarde pero no quiero irme de Constanza sin hacerme una foto al pie del monumento a Ovidio. ¿Qué dirían, si no, mis alumnos?

          Un taxi nos trasladó a la plaza, en cuyo centro, con el Museo Arqueológico a la espalda y el Mar Negro en frente, se yergue el poeta, broncíneo sobre alto pedestal de piedra. Valeria pareció emocionada, se acercó al podio y lo acarició, mientras yo tomaba posición con la cámara y enfocaba a aquella mujer que, aun habiendo sido la mía, me parecía contemplar por primera vez. No era joven ni hermosa, pero el tiempo había obrado en ella la maravillosa metamorfosis que convierte el agraz en vino. El flash relampagueó hasta tres veces. Luego, se acercó a mí y tendió la mano para recuperar su máquina. Se la entregué, manteniendo por unos momentos el contacto de nuestros dedos. No sé cómo me atreví:

      -          No te vayas esta noche, Valeria. Pasémosla juntos y mañana volaremos a Estambul para alcanzar tu barco.

           Era un desahogo, un disparate que habría merecido la respuesta instantánea de una disculpa cualquiera. Pero, no, me miró hondamente, apretó un poco el contacto de nuestras manos y, lenta, como desgranando las palabras, me arrojó a la cara la dura realidad de nuestro encuentro:

      -          Pero, querido, si yo consintiera, ¿qué sería de mi dignidad?

           Quedé mudo y envarado, mientras Valeria, sola, regresaba al coche de alquiler que aguardaba. Entró, me tiró un beso desde la ventanilla y aún le oí su única palabra:

      -          ¡Escríbeme!

      ***

           Regresé al hotel caminando, lento y mohíno al principio. Luego, poco a poco, lo ocurrido en aquella velada fue tomando su verdadera forma, su exacta dimensión. El destino nos había dado una oportunidad de anudar lazos, de purificar y endulzar los recuerdos. A la postre, mañana sería una nueva jornada, yo seguiría en Constanza y el Poeta seguiría pensando, tal vez soñando, frente al mar azul cuyas olas nacen y mueren, indiferentes a su milenaria tristeza. Llegué a casa a la misma hora en que el crucero estaría zarpando con Valeria y otros innúmeros viajeros, cada uno con su vida y sus anhelos. Me senté en la penumbra y me entretuve en reproducir y comentar en voz alta lo sucedido aquella tarde, tal y como ahora, unos días después, lo he escrito, resumida y desmañadamente, para que me sirva de memorial, en el caso de que la senilidad me llegue antes de que el corazón se agote. No creo que así sea.

           Harto de cotorrear conmigo mismo y de pasear por la casa a oscuras, me fui a la cama. Me venció la madrugada y dormí hasta que el sol hirió la persiana. Me levanté somnoliento y, aún así, me dirigí con seguridad a la pila de ejemplares de autor de mi penúltimo libro, publicado en Méjico y prohibido en mi país. Tomé uno de los volúmenes, redacté una dedicatoria y lo incluí en un sobre, que cerré y rotulé: Para mi esposa Valeria, después de mi muerte.

           No copié la dedicación, ni tengo ganas ahora de abrir ese pliego casi testamentario; de modo que memorizo aquella, de forma aproximada. Decía:

           Los dos lo hemos perdido todo, menos la dignidad.

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