viernes, 25 de noviembre de 2011

EL OFICIO DE ESCRIBIR


El oficio de escribir



Por Federico Bello Landrove

                                                                                        

     No es la primera vez que construyo un relato sobre la creación literaria y sus circunstancias. En este caso, me ayuda en el empeño algún episodio de la vida de Ernesto Sabato (1911-2011). Alguien podrá encontrar otros parecidos más cercanos a mí en los dos protagonistas del relato. Si lo toman a bien, lo agradezco. Y, si lo juzgan atrevido o pretencioso, les digo lo del famoso lema de un blasón inolvidable: Honi soit qui mal y pense.







    1.  El encuentro





           En Villafranca nos conocemos todos; por lo menos, a los que salen en los periódicos locales, tan pobres en noticias de enjundia, como abundosos en fotografías de notoriedades de todo tipo. Con tal motivo, por poco curioso o detallista que yo fuese, no había dejado de coincidir en la calle y de fijarme en aquella profesora universitaria que, al hilo de la manía presente, había publicado dos novelas históricas que se habían vendido bien. Luego, me fui enterando de que tenía obra literaria anterior bastante abundante y variada, mucho más interesante que la vida novelada de Torres Villarroel o las correrías de Aníbal por nuestras tierras. Tan fértil y de calidad como para que, unida a sus estudios didácticos, algunos académicos hubieran presentado su candidatura al sillón no sé qué minúscula de la Española. No faltó quien dijera que tenía buenas posibilidades por ser mujer y con una inmaculada biografía de izquierdas. Siempre hay envidiosos; en este caso, de notable miopía, pues su candidatura no obtuvo más que ocho votos. Y, dos días después de la susodicha votación, me la encontré en la cafetería donde, camino de mi trabajo, suelo desayunar.



           La conocerán ustedes, si han estado en Villafranca. Es una de esquina, con grandes miradores de cristal esmerilado, amplio interior con grata abundancia de madera clara y un buen servicio; todo ello, presidido –como en algún otro relato he dejado dicho- por un rótulo con el sonoro seudónimo Fígaro y el conocido retrato de Larra. Era la hora temprana en que el local nos acoge con el aroma del café y el entrañable olor del pan recién hecho, que disfrutamos media docena de clientes habituales, antes de que lo invadan las mamás que dejan a sus niños en los colegios de la acera de enfrente, a eso de las nueve.



           Había tan poquísima gente, que me sentí obligado a saludarla al pasar junto a su mesa, camino de la mía de siempre, cerca de la barra y de los periódicos de uso público. La ilustre escritora fijó en mí la mirada, como esperando hallar a alguien conocido. Aunque no fuese así, sonrió abiertamente y respondió a mis buenos días con un buenos nos los dé Dios, que no supe valorar, si como un arcaísmo, o una expresión de sorna o doble sentido.



           Nunca había tenido ocasión de contemplarla tan a mis anchas, en escorzo oportuno para ver casi todo sin ser, a mi vez, visto. Cabello en melena corta, escrupulosamente peinado; ojos grandes y vivos, de un negro intenso; nariz levemente aquilina; boca grande, con leve toque de rojo; perfil lleno, sin opulencia; blusa camisera beis y falda color chocolate, que conjuntaba con chaqueta de paño colgada del respaldo de la silla; collar de cuentas ambarinas y minigafas de lectora impenitente; edad lo suficientemente avanzada para adquirir carácter, sin perder por ello atractivo ni lozanía...; por lo menos, a la distancia que yo la contemplaba.



           Tal vez fuese el haberla escrutado de forma tan subrepticia o, tal vez, mi innato entremetimiento –ya censurado por mi  abuela-. El caso es que aceleré la ingestión de la tostada y logré levantarme cuando ella todavía estaba entregada a la lectura de unos folios. Dejé el importe sobre la mesa, sin esperar por las vueltas, e hice ademán de salir, con la secreta intención de detenerme, o no, en función de su gesto ante mi adiós. Comoquiera que aquel fuese amplio y expresivo, retrocedí un paso y le solté la frase preparada:



      -          Perdone, doctora, pero no quiero marchar sin manifestarle mi admiración por su obra, en estos momentos no fáciles para usted.

      -          ¿No fáciles? ¿Por qué?

      -          Porque no es plato de gusto que le pongan a uno en el candelero para que, en opinión del vulgo, acabe fracasando estrepitosamente.

      -          ¡Ah!, ya entiendo... Bueno, a decir verdad, le había comprendido desde un principio, pero le aseguro que este tema lo asumo como todo en la vida: aprender y pasar página.

      -          Bien, era cuanto quería decirle. No quiero molestarla.

      -          En absoluto. Le agradezco la interrupción, pues no es fácil leer de seguido una docena de comentarios de texto. ¿Ya se va usted o puedo invitarle a un segundo café?

      -          Quizá sea demasiado para mantener los nervios templados. En nuestra profesión...

      -          ¿También es usted profesor?

      -          ¡Qué va! Soy inspector de Policía.

      -          Bueno, algo tenemos en común. Hay ya algunos Institutos en que serían ustedes muy necesarios para mis colegas.



           Se echó a reír, al tiempo que me hacía ademán de tomar asiento. Obedecí y, seguramente por deformación profesional, me la quedé mirando con cierta fijeza. Ella lo captó:



      -          ¿Observa algo fuera de su lugar?, preguntó con sorna.

      -          Que es usted más guapa de lo que la sacan en los periódicos.

      -          Hombre, muchas gracias. A cierta edad, los piropos se convierten en un euforizante.



           Estuvimos charlando durante media hora de los temas más diversos. Era una excelente conversadora, detallada sin prolijidad, y con tanta capacidad para escuchar como para erigirse en protagonista. El tiempo se deslizó veloz y ambos comprendimos que se nos estaba haciendo tarde. Consintió en que fuese yo quien pusiera en manos del camarero el monto de lo consumido por ambos, pero estableció una deliciosa condición:



      -          Acepto por esta vez lo de yo invito y tú pagas, como si fuese un piropo más, pero la próxima será toda mía.

      -          ¿También como requiebro?, pregunté atrevido.

      -          Digamos que como tributo a un policía realmente simpático.



           Nos despedimos a la puerta, con un firme apretón de manos. La vi alejarse, calle abajo, con la sensación de que la próxima tardaría en llegar. En seguida, cogí el móvil y llamé al comisario:



      -          Son las nueve y diez. ¿Dónde demonios te metes?

      -          Perdona, Vicente, pero me he encontrado casualmente con una amiga, profesora de la Universidad, y me ha estado contando sobre un robo.

      -          ¿Un robo? ¿En la Facultad o en su casa?

      -          En la Real Academia Española. Le robaron la medalla.



      ***



           Me equivoqué de medio a medio. El mismo día de la siguiente semana, Elvira entró por la cafetería, en ocasión de estar yo desayunando y leyendo el periódico. Por ello, me sobresaltó oír su voz:



      -          Caballero, lo prometido es deuda.



           Menos mal que, aunque un tanto pesimista, soy muy previsor. A la trágala, había leído en aquella semana el último libro de la escritora y repasado en Internet, hasta casi memorizar, la biografía y notas sobre su obra. Así que me encontraba en condiciones, no solo de aceptar la invitación, sino de mantener una conversación más personal que la vez pasada.



           No debería habérselo dicho, dado que en España hay cosa de un millón de personas, que se creen literatos por hilvanar algunos cuentos. Con todo, si no satisfacemos nuestro ego, ¿qué ventaja obtendremos de ciertos pasatiempos? Elvira me miró con cara de falsa sorpresa y repuso:



      -          ¿Que escribes? (a estas alturas, habíamos decidido tutearnos). Es increíble que no haya leído nada tuyo. No lo harás bajo seudónimo…

      -          Quita allá. Me han publicado tres relatos en la revista de la Policía. El resto he decidido colgarlos en un blog, a la espera de que los lectores resuelvan colgar a su autor.

      -          Es una idea estupenda, solo que de ese modo no te va a ser fácil vivir del cuento.

      -          Me da igual, ya tengo un sueldo fijo y suficiente. Así, gratis et amore, me resulta menos violento ocupar el tiempo ocioso de las guardias escribiendo, o documentándome para los relatos.

      -          ¿Son todos policiacos? Me encantan, siempre que tengan algo de psicológico y estén bien escritos, aunque pegados al lenguaje de la calle.

      -          Hay de todo. Si te atreves, te daré el título de mi famoso cuaderno de bitácora.



           Garrapateé en una hojilla de libreta el nombre de la página web y la deposité frente a ella. La leyó antes de cogerla y, al tiempo, me hizo una pregunta incisiva:



      -          La profesionalidad no cuenta: yo misma dedico más tiempo a la enseñanza y estaría aviada como tuviese que comer de los derechos de autor; pero ¿serías capaz de irte un día a la cama sin escribir o pensar una sola línea y no tener por ello mala conciencia?

      -          Apenas hace tres años que empecé, pero cada vez me absorbe más. Y tienes razón, siento necesidad de penitencia cada día que no hago gimnasia o dejo de ocuparme en alguna historia.

      -          Pues entonces, amigo Fabio, vete comprando algún protector gástrico, porque los críticos, el público o tú mismo acabarán haciéndote una úlcera. Es entonces cuando sentirás en tus carnes que te has convertido, quieras que no, en escritor [1].



           Concluimos el desayuno, justo a tiempo de eludir la invasión de las mamás. Esta vez, Elvira fijó el plazo:



      -          Dame algo de tiempo para que explore tu blog. Si me gusta lo que leo, te esperaré aquí a la misma hora, justamente dentro de quince días.

      -          ¿Y si no te agrada, como es lo más probable?

      -          Entonces no volveré a dirigirte la palabra. Soy implacable con quienes me hacen perder el tiempo.







        2.  Nacer y hacerse





               No les cuento el interés con que acudí el día prefijado al encuentro. Tal vez para ponerme nervioso, ella se presentó diez minutos más tarde, aunque con disculpas:



          -          Tienes que perdonarme. Ayer me acosté muy tarde por las dichosas correcciones de exámenes.

          -          Estás disculpada. Ya sabes lo que se dice: diez son los minutos de cortesía.



               Pedimos el desayuno. Ella no quería ser la primera en hablar y yo no me atrevía a inquirir. Al fin:



          -          Y bien, Elvira, ¿encontraste sin dificultad la página?

          -          Por supuesto.

          -          No está presentada con mucho requilorio, como comprobarías.

          -          Es innecesario. Lo importante es el contenido.

          -          Ya, y el contenido…

          -          Amplio y variado, como me anticipaste. Mucho, para ser obra de solo tres años. Escribes a velocidad de vértigo.

          -          Un poco. Tal vez soy un crítico demasiado cariñoso con mi trabajo.

          -          Claro. No dejan de ser tus criaturas y a los hijos se los quiere.

          -          Pero no creas. Repaso, corrijo, rectifico errores. Y diccionario, mucho diccionario.

          -          Se ve.

          -          Tal vez, un poco deslavazados.

          -          No va por ahí. Aunque sea de forma intuitiva, tienes técnica, sabes contar. Vamos, que tienes oficio.



               A estas alturas, yo estaba ya tan harto como ustedes; así que salté:



          -          Rapidez, técnica, oficio. Pero vamos a ver, ¿son buenos o no?

          -          No me gusta hacer crítica de las obras de los amigos.

          -          ¿Cómo?;  ¿qué? Pero me prometiste…

          -          Y lo cumplo. He venido, ¿no?

          -          Sí.

          -          Y ¿ves que haya traído algún látigo para flagelarte por hacerme perder el tiempo?

          -          No.

          -          Pues basta con eso…, salvo que quieras que desnude mi alma ante tus ojos.



               Aquello se ponía bien.



          -          ¿Desnudarte?

          -          El alma, tonto. Lo más íntimo de mi ser.

          -          Adelante, pues. Los policías sabemos ser, a las veces, un poco psicólogos.



              Terminó de deglutir la tostada, echó ligeramente para atrás la silla, bebió un sorbo del zumo de naranja y comenzó la anhelada valoración:



          -          Cuando te conocí, hace un mes aproximadamente, me caíste bien y me di perfecta cuenta de que nuestra buena química no procedía de las similitudes, sino de las diferencias razonables. Pero lo que he descubierto a través de tus relatos es que, al menos en ese aspecto, somos totalmente distintos…, para tu buena suerte.

          -          Mujer, bien está que quieras animarme, pero de eso a considerarme un escritor afortunado…

          -          Pues eso es lo que eres, en efecto, aunque ello no signifique que seas grande, ni tan siquiera bueno. Solo que tienes, al menos, un don que pocos poseen y, desde luego, casi nadie consigue con el esfuerzo: una gran imaginación, o inventiva, o como quieras llamarlo. Ya me gustaría a mí tenerlo a tu nivel, ya.

          -          Bah, seguro que eso que llamas imaginación no es sino culturilla, un poco de investigación y un chorro de experiencia.

          -          Claro, y asociación de ideas y capacidad de observación y lectura de obras ajenas y… ¡Paparruchas! Tú, con todo eso, creas un mundo, unos personajes, ambientes de lo más variado, en tanto que la mayoría solo logran rutina y erudición. Y, además, no me vengas con experiencia, lecturas y todo eso. Me da a mí que, salvo casuística forense, tú, experiencia, poca, y de lecturas, pues digamos aquello de Vallejo, que no leía mucho a otros para ser él más original.

          -          Bien, vale, tú eres la experta, aunque sesgada por la amistad. ¿En dónde está, según tu opinión, la radical diferencia entre nosotros?

          -          Pues en que a mí me sucede todo lo contrario. Tengo formación literaria, abundantes lecturas -¡qué remedio!-, mayor experiencia que tú, como de aquí a Lima. Llevo veinticinco años escribiendo pausadamente, sometiendo mi trabajo al juicio y la crítica de los sabios, los editores y el público. Construyo mejor que tú, escribo mejor, profundizo en mi pequeño mundo con mayor calado y perspicacia. Pero, con todo, está muy claro: yo solo hago un buen trabajo; tú sirves con eficacia a una inspiración.

          -          ¿Inspiración o transpiración, querida Elvira?

          -          ¡Vaya pregunta! ¿Naces o te haces? Todo es preciso, pero tu dosis de literatura natural, o inspirada, o como prefieras, es enormemente superior a la media. Si tú quisieras estudiar y trabajar en serio tu musa, podrías ser una figura.

          -          ¡Ah, no, profesora! Ya tengo mi trabajo. Esto, o es una tarea espontánea y gratificante, o no será.

          -          ¿Lo ves? Y luego alardeas de transpiración…  Seguro que ni tienes la llamada gastritis literaria.

          -          Al contrario. Es ponerme al teclado y se me olvidan todos los males.

          -          Pues nada, hijo, tú a lo tuyo, pero sigue mis consejos, al menos, en algunos aspectos de la tarea.

          -          Soy todo oídos.



          ***



               Hacía unos minutos que se había producido la invasión de las mamás, pero no era cuestión de levantar el campo. Pedí la venia a Elvira para llamar a la comisaría y disculpar mi retraso con cualquier pretexto verosímil. Ella sonrió y relajó la postura, al tiempo que soltaba un chascarrillo:



          -          Diles que se te ha despegado el tacón del zapato.



               Concluí en un momento y le sugerí una nueva ronda de cafés. Elvira asintió con el gesto y volvió al tema que nos ocupaba:



          -          Vistos el volumen y calidad de tus relatos, ni pensar en que te limites a guardarlos en un blog, donde casi nadie los lee y su gratuidad se toma por señal de insignificancia. Elige unos cuantos, o déjame que los escoja, y vamos a iniciar la escabrosa pendiente de la publicación. Conozco a críticos y editores de confianza que pueden ayudarte en este sentido.

          -          Verás, Elvira, a nadie le amarga un dulce y no soy desagradecido. Me parece muy bien lo que sugieres, si ha de ser en la línea de que no me produzca ninguna preocupación y pueda llegar a mucha más gente, ser conocido y todo eso. Pero, por lo demás, yo estoy a gusto así: las visitas al blog menudean, mis amigos y conocidos estiman en general mi trabajo y, por no tener enojosos efectos colaterales, ni siquiera suelo contestar a los mensajes que me dejan. Ahora que, si tú me encuentras alguien de plena confianza que me haga todo el trabajo adicional…

          -          Estás muy equivocado. No digo que no llegues a tener un agente modelo, o un editor honrado y leal, pero para eso te falta un largo trecho, si es que alguna vez alcanzas tales metas. Entre tanto, ya sabes lo que toca: llamar a la puerta de decenas de editoriales, buscar influencias, mandar manuscritos a todo quisque, participar en certámenes y concursos…

          -          ¿Certámenes, premios? No soy un caballo de carreras ni un semental charolés. Cada escritor tiene su valor y su estilo. Ignoro qué hacen los jurados para valorar magnitudes tan heterogéneas. Ya te cuesta a ti trabajo corregir los comentarios de texto, así que ya ves.

          -          ¿No será, Fabio, que tienes miedo de que te vapuleen, o que te hagan ver, aunque sea injusto, que vales para otros menos de lo que tú opinas?

          -          Por supuesto. Uno tiene el corazón sensible y ninguna gana de que lo desmerezcan.

          -          O de que el público deje que tus libros críen moho en los anaqueles de las librerías.

          -          O de que, por el contrario, otros vivan a mi costa, mientras me empeño en adivinar cuántos ejemplares se habrán vendido, en realidad, de mis obras.

          -          Vamos, que no estás dispuesto a salir de tu blog al aire fresco pero contaminado de la calle.

          -          En efecto. Soy de los pocos españoles a quienes no les interesa vivir del cuento.

          -          ¿Estás seguro, policía de mis pecados? ¿Y dejarías de vivir para escribir, lo mismo que desprecias escribir para vivir?

          -          No, mientras pueda. Creo que eso es lo que define a un escritor, según dicen que dijo Sabato.



               Elvira entornó por un momento sus ojos, que parecían desprender centellas durante nuestra conversación, y añadió:



          -          Sabato, mi argentino del alma [2]. Algún día te contaré, pero hoy no, que tengo el tiempo justo de llegar a mi clase de las diez.



               Salimos a la calle, sorteando las sillas de las numerosas clientas, apiñadas en torno de casi todas las mesas del café, en animadas tertulias. En la puerta, miré a Elvira a los ojos. La tempestad parecía haber pasado. No obstante, le rogué:



          -          No me tomes a mal el rechazo. No es por ingratitud, sino por indolencia. Dicen que todos los hombres tenemos un precio y el mío es la tranquilidad.

          -          Ve con Dios –replicó-, escritor afortunado. Y si cambias de opinión, ven a verme a la Facultad. Te enseñaré mis orquídeas.

          -          Y me contarás la historia de Sabato…

          -          Por supuesto.



               Echó a andar a toda prisa. La primavera iba ya avanzada y, por un  instante, pensé que iba a serme más difícil olvidar el brillo de sus ojos y el volante de su falda, que el contenido de sus admoniciones. Luego miré la hora y yo también salí escopetado, pero en sentido contrario. En el trayecto al trabajo fui ya imaginando el relato que tienen ustedes a la vista; solo que entonces carecía del final que ahora sí he podido agregarle.





            3.  El viejito de Santos Lugares





                    El curso académico tocaba a su fin. Aunque mi ánimo estuviera muy lejos de seguir el camino indicado por la profesora Valladares, ardía en deseos de volver a charlar con ella, ardor no del todo achacable a la temperatura ambiente. Así que, después de mucho pensarlo, la telefoneé a su extensión en la centralita de la Facultad, esperando cualquier cosa. Fue lacónica:



              -          Perdona, pero estamos en una reunión de seminario. Vente por aquí pasado mañana a esta misma hora (eran las diecisiete y catorce).



                   Dos días más tarde, tras mucho recorrer pasillos que, por lo monótono de las puertas y la abertura central al vacío me recordaban las cárceles antiguas, di con el despacho de Elvira, marcado con el número diecisiete. Llamé a la puerta, escuché el pase de una voz amiga, abrí con parsimonia y pregunté dulcemente:



              -          ¿La chica del 17 [3]?



                   El despacho de la doctora, forrado hasta el techo de atestadas librerías, ofrecía, sin embargo, una viva imagen de claridad y orden, a la que no era ajena la gran mesa casi vacía y la simetría de sillas y macetas. Yo, la verdad, no acerté a descubrir las prometidas orquídeas, pero sí calas, bromelias y begonias, entre otras. En el centro, con el gran ventanal a su espalda, velado por un estor limón, Elvira parecía irradiar claridad de su niqui color pistacho y su cabello con mechas. Su réplica a mi broma inicial fue contundente:



              -          ¡Hombre, don Fabio! No me digas que has publicado tu primera novela.

              -          Estoy en ello –dije, siguiéndole la corriente-, pero a lo que venía es a que me enseñases las orquídeas.

              -          Mala suerte. Requieren tantos cuidados, que han pasado a mejor vida. Si te vale con un anthurium



                   Dedicó unos instantes a guardar documentos en una gaveta. Luego, cogió de un armario una bolsa de tela plastificada relativamente voluminosa y me la indicó:



              -          Nuestra merienda campestre. ¿Qué te parece?

              -          Mujer, no tenías que molestarte. Podríamos haber tomado algo en una cafetería del campus.

              -          Vamos, vamos. Aunque no lo creas, soy un ama de casa de primera y tenemos aquí cerca un prado arbolado que se sale del mundo.



                   Insistí caballerosamente en portar el bulto, mientras Elvira me dirigía por un vericueto de pasillos, vestíbulos y patios interiores, para alcanzar un suave talud que llegaba hasta el río, cubierto de hierba y sombreado por plátanos y tilos. Algunos bancos de piedra facilitaban el reposo. Ante uno de ellos paró, se volvió hacia mí y comentó:



              -          En otro tiempo, hubiera venido de falda y me hubiese sentado en el césped. Hoy he creído más prudente portar vaqueros y que nos acomodemos en forma respetable.

              -          Sea como tú quieras. En cualquier caso, tenías razón: el sitio es muy agradable; con hierba y todo, lo que en Castilla y a finales junio no deja de ser un lujo.

              -          Pues ya verás la tortilla. Esa sí que está tan apetitosa como las de nuestros años mozos.



                   Aún recuerdo el menú: tortilla de patata, regada con sangría fresquita; tarrina de helado de vainilla y chocolate, y café con leche. Una mininevera y un termo mantuvieron las temperaturas adecuadas para los postres.



                   Noté a Elvira tan efervescente, que por un momento me la imaginé en su época de colegiala, flirteando con sus condiscípulos y bailando cualquier ritmo de moda. Casi pensando en voz alta, dije:



              -          ¿Cómo será posible que algunas personas cambiéis tan poco al cabo de los años? Cualquiera diría que tienes veinte años.

              -          Eso es porque, más o menos, eres de mi quinta y me instalas en tus propios recuerdos. Para mis alumnos y profesores ayudantes, soy un carcamal, a quien respetan, pero con quien jamás se les ocurriría irse de vacaciones o salir a tomar una copa.

              -          ¿No será que ante ellos apareces en tu versión más seria y rigurosa?

              -          No siempre, desde luego, pero pobre de mí si no lo hiciera por sistema.



                   Nos contamos historias y anécdotas de infancia y juventud. Algo dijimos también de la elección y acceso a nuestras respectivas profesiones. Como si tuviéramos un tácito acuerdo, eludíamos toda referencia a aspectos sentimentales. Yo sabía cosas de ella y, tal vez, Elvira conociese fragmentos de mi titubeante matrimonio. Era como si dos niños hubiesen encontrado un juguete atractivo para ambos, con el cual divertirse un tiempo, sin discutir qué hacer al final de él. El hechizo terminaría tan pronto pretendiésemos convertir esa amistad tan peculiar en un sentimiento arraigado. La golondrina no debía transformarse en paloma doméstica.



                   El sol iba ya de caída y los cafés ponían el punto final al ágape. Bruscamente, cortó la alusión a su inoportuna operación de apendicitis, treinta años atrás, y saltó:



              -          ¡Si todavía no te he contado lo de mi relación con Sabato!

              -          Tiempo habrá. De otra parte, no es que me diga mucho tan ilustre y comprometido literato.

              -          ¡Cómo que no! ¿Acaso tú, bloguero compulsivo, ignoras que fue el primer escritor en lengua española que publicó gratis en Internet un libro, antes de editarlo en papel?

              -          Mujer, perdona. No tenía ni idea de que don Ernesto fuese mi padre espiritual.

              -          Pues sí. Sucedió el año dos mil y se trató de su última obra larga, La Resistencia. Bien es cierto que, entre Internet y las librerías, mediaron escasamente dos semanas, con lo que…

              -          … Con lo que no sabemos hasta qué punto fue un rasgo de altruismo del autor o una técnica de marketing por parte de su editorial.

              -          Más me inclino yo por reputarlo un espaldarazo a las nuevas tecnologías, en cuanto tienen de más humano y generoso. Así es Sabato, por más que, con casi noventa años entonces, uno se vuelve más manipulable.



                   Dejó en el aire tan riguroso adjetivo y, como arrepentida de haberlo usado con persona tan admirada, volvió sobre el autor de Abaddón el exterminador:



              -          Lo conocí allá por 1984, cuando vino a recoger el premio Cervantes. Casualmente, yo había publicado un artículo en la revista literaria La pluma sobre los aspectos filosóficos de su primera novela publicada, El túnel, y obtuve una recensión elogiosa en la influyente revista argentina El Sur. De modo que, cuando acudí a los actos relacionados con el premio, Sabato –memorioso y agradecido- tuvo la insigne atención de tomarse un café con servidora y facilitarme sus señas, para que pudiese mantener con él la correspondencia que juzgase oportuna. Verdad es que, viéndolo tan ocupado como estaba entonces y ya longevo, apenas hice otra cosa que felicitarle por su cumpleaños –el día de San Juan- y mandarle dedicados todos mis libros, salvo alguno que me pareció indigno. Él nunca dejó de contestar rápida y detenidamente a estos envíos. Recuerdo aún su disculpa por no felicitarme en mis días: ¿Quién se atrevería a preguntar a una dama la fecha de su nacimiento, sin quebrar con ello las normas de la cortesía?

              -          ¿Cuál de tus obras fue la que más pareció gustarle?

              -          Olvida eso. Decía que mis contactos con Sabato fueron epistolares, pero verdaderamente muy gratos. Y así siguieron las cosas, hasta el año pasado [4], en que me sucedió algo de lo que no sé si sentirme ufana o pesarosa… Pero te estoy aburriendo seguramente.

              -          En modo alguno, querida amiga. Eso sí, levantémonos del banco, que ya tengo las nalgas cuadradas, y pongamos tierra entre nosotros y los hambrientos mosquitos del atardecer.

              -          Perfecto. Volvamos a mi despacho. Tengo allí un oporto que está pidiendo a voces dos paladares selectos.



              ***



                  

              -          Por terceras personas y los periódicos, nunca por él mismo, supe del inevitable proceso de decrepitud de don Ernesto y su consiguiente reclusión en la localidad de Santos Lugares, junto a Buenos Aires. Allí ha ido perdiendo, al menos, la vista y parte de la movilidad. Dicen que ya no lee ni escribe, que pinta cuando puede, que está en manos de enfermeras y asistentes, comandados por su colaboradora y compañera, Elvira González Fraga.

              -          Elvira, como tú.

              -          Y esa casualidad no deja de tener un papel importante en esta historia, como el hecho de que ambas fuésemos escritoras. Ya en algunas de las contestaciones de Sabato, naturalmente dictadas a sus mecanógrafos, su Elvira había añadido algunas líneas manuscritas, tipo gracias por su atención, o bien, Ernesto, en verdad, quedó complacido de la lectura parcial que le pudimos hacer de su obra. Yo me sentí halagada y, aprovechando nuestra común onomástica, le envié una historia de Toro, espléndidamente editada, con una dedicatoria alusiva a la vinculación de la ciudad zamorana con la infanta doña Elvira. A partir de entonces, quedó cimentada entre nosotras una buena relación, con independencia de nuestra común admiración por el escritor.

              -          Estás llena de pequeños detalles, profesora. En lo que a mí concierne, tampoco olvidaré este oporto Soalheira de diez años, aunque dudo que pueda cimentar sobre él nada sólido, como siga trasegando.

              -          No temas: pediremos un taxi. Bien, te decía que había anudado ciertos lazos con la compañera de Sabato. Pues bien, el año pasado hice una estancia, o stage, en la Universidad de Puerto Rico, con motivo de un intercambio de profesores de literatura con esta de Villafranca. En una comida en Río Piedras, abierta a las fuerzas vivas, tuve a mi lado a una política que resultó pertenecer al Partido Independentista Puertorriqueño, el P.I.P., y salió la conversación de mi relativa amistad con Sabato. La joven –pues relativamente lo era- me contó que en noviembre del mismo año 2006, se iba a celebrar un gran congreso en Panamá, uno de cuyos principales objetivos era el de promover el apoyo latinomericano general al objetivo de la independencia de Puerto Rico. Sugirió que contribuyese a hacer llegar al insigne escritor y activista político la petición y el deseo de que agregase su firma a la amplísima lista de prominentes figuras de toda América, sostenedoras de la causa justa y lógica de la independencia de la isla.

              -          ¿Qué edad tenía entonces Sabato?

              -          Como noventa y cinco años. Figúrate. También yo dudo de que pudiese tomarse muy en serio su punto de vista, suponiendo que, en efecto, fuera suyo. No obstante, me cayó bien la idea y su promotora. Así que, aprovechando el envío a Santos Lugares de mi novela histórica sobre Torres Villarroel, rompí mi asepsia como corresponsal y le hice llegar la petición de adhesión, junto al folleto oficial sobre la historia y el futuro de la independencia borincana. Ignoro la relevancia de mi iniciativa, pues no sería la única en pulsar la misma cuerda, pero sí conozco el final del asunto. Elvira me confirmó la adhesión de Sabato, al acusarme recibo de mi novela. Por lo demás, los documentos del congreso panameño lo prueban. Así que ahí tienes, yo metida en plena política internacional… y en contra del Imperio. Eso sí, tocando de oído y con un nonagenario muy enfermo como público. No es como para sentirme orgullosa.

              -           Puerto Rico… ¡Qué tierra, qué mar, qué pueblo,… qué ron!

              -          Creo que con el oporto de junto al Duero ya has tenido bastante por hoy.



                   Se ve que, lamentablemente, la historia de Ernesto Sabato y la profesora Valladares había concluido, por más que no me atreva a asegurarlo. Tengo un recuerdo muy borroso de aquella noche.





              [1]  En esto sigo de cerca la entrañable anécdota que ha relatado Germán Yanke, relativa a su único encuentro personal con Ernesto Sabato. Supongo que el notable polígrafo bilbaíno disculpará la intromisión.
              [2]  Dos observaciones. La primera, ortográfica: El apellido Sabato es de pronunciación esdrújula, pero respeto el criterio del gran escritor de no acentuarlo, sin duda por su procedencia italiana, en cuyo idioma no llevan tilde las palabras proparoxítonas. La segunda, cronológica: La peripecia de este relato sucede con anterioridad al 30 de abril de 2011, en que falleció Ernesto Sabato, a dos meses escasos de cumplir los cien años. En consecuencia, es inevitable que Elvira se refiera a su argentino del alma como a una persona viva y yo así lo recojo.
              [3]  Alusión perfectamente comprensible para gente mayor, a un conocido cuplé que, entre otras, cantaron Libertad Lamarque, Olga Ramos, Lilián de Celis y Lina Morgan. De su tono picante, dan idea estos pésimos versos: ¿Dónde se mete / la chica del diecisiete? / ¿De dónde saca / pa tanto como destaca?
              [4]  Nuestra conversación se producía en junio de 2007; luego he de colegir que Elvira se refería como el año pasado, al de 2006.

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