viernes, 21 de octubre de 2011

EL VIAJE DE ESTUDIOS



Un viaje de estudios



Por Federico Bello Landrove



     Medio en serio, medio en broma, pasado y presente se funden en forma de dos amigas que, como suele ser habitual en lides de intromisiones sentimentales, consiguen lo contrario de lo que pretenden y fracasan, quien en el amor, quien en el odio. Y, en medio de ellas, un hombre torpe, que falló cuando quiso amar y tal vez acierte cuando se deje querer.







    1.  Apariencias en Europa


           Pudo ser por casualidad. El hecho es que la honorable Etelvina Cintrón, magistrada del Tribunal Superior del Distrito de Panamá, viajó hasta Villafranca, en enero de dos mil y pico, para asistir a los famosos cursos internacionales que todos los años organiza la Facultad de Derecho de su multisecular Universidad. Otros muchos jueces latinoamericanos habían tenido simultáneamente la misma idea, aunque ninguno de su país. Pero no era esa la única exclusividad de la señora Cintrón, ni la que hubo de dar lugar a este relato. A los dos días de estancia en la pequeña ciudad meseteña, doña Etelvina se encaminó a su Audiencia y solicitó ser recibida por el presidente. La pretensión que la llevaba a dicha autoridad era muy razonable, aunque no contase con el refrendo de los organizadores de aquel curso, de duración mensual:



      -          Verá, doctor, me gustaría cambiar impresiones con mis colegas españoles, en particular, con los que ejerzan mi especialidad.

      -          Ningún problema, magistrada. ¿Cuál es ella?

      -          La de familia.

      -          Pues entonces la pondré en contacto con el único juez que lleva en Villafranca esos asuntos. Es un magistrado veterano y muy bien considerado. Le telefonearé, anunciando su visita.



           Veterano y muy bien considerado. Era una manera, como otra cualquiera, de definir superficialmente al magistrado Eduardo Arribas. De otras maneras también podría haberlo caracterizado a priori la propia señora Cintrón, quien quedó muy satisfecha del resultado de su visita. Tanto, que declinó el ofrecimiento del presidente, en el sentido de animar a otros asistentes del curso para que conectaran con sus compañeros villafranquinos. Incluso, como si quisiera evitar habladurías o acompañamientos indeseados, dejó caer en el café de media mañana:



      -          Voy a tener que ir a saludar a un pariente lejano mío que vive acá. Los días pasan que es un gusto en esta ciudad de ensueño.



      ***



           Don Eduardo quedó agradablemente impresionado cuando tuvo ocasión de conocer personalmente a Etelvina, a quien se la habían anunciado como una juez de familia de Panamá. La primera razón de sentirse satisfecho era, sin duda, la apariencia de la señora, bastante más joven que él, simpática, bien conservada (¡horrible expresión!) y con esos atributos de presencia y ornato que suelen calificarse –también con dudoso acierto- como propios de una mujer con clase. El segundo motivo era como para orgullecer, si él hubiese sido capaz de tal sentimiento: la señora había leído su famosa tesis doctoral, adelantada a su tiempo, sobre el ejercicio compartido de la guarda y custodia por los padres separados. De hecho, según ella, era ese el motivo de haber querido conocerlo, aprovechando su estancia en Villafranca. Eduardo puntualizó:



      -          Entonces, ¿no está interesada en ver cómo se trabaja la materia en nuestro país?

      -          No particularmente, doctor. Ya nos agobian bastante en la Universidad con las conferencias, mañana y tarde.

      -          Sí, pero hay mucha diferencia de la teoría a la práctica.

      -          En efecto. Por eso me atrae el conocer los problemas e inquietudes de un magistrado español, más allá de la rutina del quehacer diario; desde la independencia, a los sueldos, todo lo que nos permita establecer los parecidos y diferencias en materia judicial entre nuestros dos países.

      -          Ya comprendo. Su interés coincide con el mostrado, en años anteriores, por colegas de otros países, de paso por los cursos de Villafranca: brasileños, colombianos, salvadoreños... Para mí fue muy estimulante.

      -          Pues espero que esta vez lo sea también. ¿Cuándo podríamos empezar?

      -          Estoy a su entera disposición.



           Y así fue como entró en juego la tercera y más poderosa razón de atractivo para el magistrado Arribas, verdadero adicto al arte de aprender de todo sin salir de su ámbito, así como de mostrar a los forasteros las bellezas de la ciudad que había elegido para vivir muchos años atrás, no lejos de donde había nacido.



      ***



           El mes de enero en Villafranca invita a permanecer en ámbitos cerrados. De aquí que, rendida visita a los monumentos más espectaculares, Eduardo y Etelvina se convirtieron en asiduos de cines y cafeterías. El interés por sus respectivas vidas había dejado ya muy atrás los aspectos profesionales, para pasar a una intimidad general. No se me ocurre una descripción más escueta que la de que se sentían muy a gusto juntos. Hasta el día 19 del mes, sin embargo, no llevaron su convivencia a horas genuinamente nocturnas. El juez de familia invitó a su huéspeda a cenar en un restaurante de la Plaza Mayor. Al concluir, Eduardo, con su sonrisa más ingenua, sugirió:



      -          Es costumbre muy española la de invitar a los amigos a conocer la casa. Yo lo he ido demorando contigo, más allá de toda cortesía, por tenerla un tanto abandonada. ¡Como vivo solo! Pero no creo que sea razón suficiente. Así que, si no te vence el sueño, podríamos llegarnos hasta allí y tomar una copita. No nos llevaría más de diez minutos.

      -          ¿Tan rápida será la copa?, bromeó Etelvina.

      -          Me refería a la duración del trayecto –replicó Eduardo, simulando seriedad-. La copa puede ser tan larga como tú quieras.





        2.  Realidades en América

             


          -          Así que por fin te saliste con la tuya y lo conociste –la voz de Cecilia sonaba a forzado reproche-.

          -          Desde luego; no me iba a quedar con las ganas, después de viajar cinco mil millas –replicó Etelvina-.

          -          Está bien. Cuenta todo lo que quieras. Supongo que para eso habrás venido.

          -          Chica, no seas tan displicente, que te estás muriendo de ganas por saber.



               La conversación se desarrollaba en el minúsculo jardín del chalet que en Costa del Este ocupaba la profesora Cecilia de la Bárcena, titular de Literatura en la Universidad Católica. Quien no estuviera al tanto de sus relaciones de mera amistad, nacida de una vecindad de más de quince años, hubiera podido pensar que Telva –nombre familiar de la magistrada- y Cecilia fueran parientes: tal era el aire de familia que les confería su tez morena, ojos oscuros y muy vivos, complexión fuerte, cabello entre corto y media melena y vestuario conjuntado e informal. Pero mi sabiduría ha de llegar a más, si quiero responder a las realidades que ofrece la rúbrica de este capítulo. Así que, por unos dólares –o balboas, que tanto da-, me permití comprar las confidencias de Francisco, uno de los jardineros de la urbanización Las Gaviotas, aunque, como él mismo me dijo:



          -          ¡Por favor, señor, si no lo vale! Con placer le diré cuanto quiera acerca de las señoras, porque lo son de verdad. Sólo con que me hubiese invitado a un ronsito... Claro que no es fácil encontrar por aquí un buen bar. En fin, ¿qué quiere usted saber, dentro de lo que no ofenda a la intimidad que un trabajador, como yo, debe respetar?

          -          Hombre, he venido de tan lejos, que... Bien, para empezar, ha hablado usted de señoras. ¿Están casadas?

          -          Doña Telva, no. Y mire usted que lo tiene todo para agradar: buena, simpática, buen tipo..., aunque lo que se dice guapa, para mí que... En fin, con un cargazo, que hasta podría mantener a su marido, si se terciase...

          -          ¿Y la otra, la profesora?

          -          Ella está divorciada. De vez en cuando, vienen los hijos a verla, pues no viven en Panama City. No debería decírselo, pero me ha caído usted bien y más, que me huele a mí que pueda ser conocido suyo, ya que ella es española, aunque lleva en Panamá un montón de años... En fin, que tuvo alguna aventurilla y, hace algún tiempo, estuvo a punto de volver a casarse, pero nada. Es lástima que siga sola una mujer como ella.

          -          ¿Como ella?

          -          Ya me entiende... Quiero decir que no me parece una persona para estar sola. Y tiene su genio pero, bien llevada, es un encanto de señora.



               Así que vecinas, amigas y libres. No hacía falta ser muy imaginativo para plantearse mentalmente la escena del jardín, antes dialogada. Un poco más difícil era encontrar las causas y los objetivos que habían impulsado el viaje de Telva a Villafranca y su búsqueda del juez de familia del partido. ¿Hasta qué punto había estado Cecilia al corriente de todo? ¿Había sido solo curiosidad femenina –con perdón- o actuación estudiada? Y, de resultar esto último, ¿se había desarrollado todo conforme a lo previsto o un servidor había alterado sin querer alguna parte del argumento?



               Algo de todo eso podría quedar más claro, si les hago llegar un dato relevante. Cecilia y yo, en nuestros lejanos buenos tiempos, habíamos sido medio novios y, de aquel corto idilio de adolescentes, como del aleteo de la mariposa, vino a resultar un cambio drástico y terrible en la vida de ella. Lo drástico consistió en que, un poco de rebote, se casó con un estudiante panameño de medicina y tuvo que irse a vivir a tan lejano país. Lo terrible, que el matrimonio resultase un desastre y, según mis menguadas referencias (en las que no figuraba con seguridad su divorcio), ella las pasase de a kilo para reordenar su complicada existencia, con éxito, desde luego.



               Repasaba yo todo esto tumbado en la cama de mi habitación del coqueto hotel Bristol, a donde había ido a parar como miembro de una excursión a Ciudad de Panamá y Cartagena de Indias. Desde luego, mi intención principal era la de contactar por sorpresa con mi admirada Telva, cosa que les pondrá a ustedes sobre la pista de mi romanticismo, por no llamarlo de otro modo peor. Ello no es óbice para reconocer que, en mi humilde opinión, las dos ciudades susodichas bien justificaban un viaje organizado, con su aditamento de contacto con la naturaleza tropical y facilidades idiomáticas.



               Eso fue ayer, como si dijésemos. Como también sucedió ayer que, presa de la nostalgia, cogiera la guía telefónica para llamar a Cecilia para verla y charlar del pasado…, encontrándome con la casualidad, nada casual, de que tenía su domicilio en la misma urbanización que Telva y con casi las mismas señas. Se hizo la luz y comprendí al momento los motivos por los que mi gentil panameña me había elegido como acompañante y guía a primera vista, pues lo de que ella también era magistrada de familia se me hacía ahora un poco indigesto.



               Decía que eso fue ayer. Hoy de mañana, buscando las horas en que mis dos mujeres estuviesen probablemente en su trabajo, me dejé caer por Las Gaviotas y saqué al jardinero toda la información que me quiso dar. Y ahora, con la cabeza a pájaros, trataba de montar la estrategia para enterarme de todo, a ser posible, de forma cordial y sincera. El tiempo discurría con desesperante lentitud, sin que me decidiera acerca de la puerta que tendría la prioridad de mi llamada. Al fin, resolví dejarlo al albur y abordar en primer lugar a aquella que primero llegase a su casa.



          ***



               Quiso la fortuna que, camino de la calle de su común residencia, me topase con Francisco, que ya marchaba a comer, cumplida su jornada matinal de trabajo. Me sonrió de oreja a oreja:



          -          ¡Ay qué bueno, señor! Precisamente acaba de llegar doña Cecilia y le he dicho que la buscaba un compatriota.

          -          Gracias, Francisco. ¿Y qué ha dicho ella?

          -          Me pidió que lo describiera, pero no le sirvió de nada, según me dijo.

          -          Menos mal –pensé-. No querría perder el factor sorpresa; y aún así…



               Se ve que hoy estaba de suerte. Apenas había llamado al interfono de la puerta del jardín, un espléndido carro frenó chirriante tras de mí y la voz de Telva llegó cantarina e inconfundible a mis oídos:



          -          ¿Es una aparición o es mi amigo de Villafranca?



               Tuve el tiempo justo de volverme y hacerle una seña de saludo. Una voz, que yo ya no supe reconocer, me pidió identificación desde la casa. Acerqué mi rostro a la pequeña videocámara y le solté, así como sueña:



          -          Profesora, el pasado llama a su puerta.



               Momentos después, Telva se me venía encima, con un torrente de besos y zalamerías, mientras Cecilia, bastante más lentamente, abría la puerta del porche e iniciaba, camino abajo, la travesía de su pequeño jardín. De esas cosas que le quedan a uno grabadas, recuerdo que me fijé en su falda color malva, con volantes, y en una hamaca azul celeste que colgaba de dos de los tres árboles que daban sombra a la fachada principal de la casa.





               Dicen que la suerte es esquiva o, en todo caso, inconstante. Cuando, a la caída de la tarde, me despedí de mis dos amigas, estaba claro que, aunque sabía bastante más que al principio, no pisaba terreno firme. Por decirlo de otro modo, más expresivo, no había ningún motivo para alargar o repetir mi estancia en Panamá. Les juro que todo fue sin mala intención y que ellas se portaron muy educadamente, pero… En fin, juzguen ustedes mismos.



               Resultó que, de tantas cosas como comentan dos amigas íntimas, Cecilia había contado a Telva nuestro malhadado flirteo juvenil y, bien por lo malo que vino después, bien por lo que suelen ennoblecerse algunos recuerdos, el hecho es que me puso bastante mejor de cuanto yo merecía. Internet y los cursos de invierno para posgraduados latinoamericanos hicieron el resto. El problema, como en la fábula del perro del hortelano, vino del hecho de que la magistrada invadió el terreno que la profesora consideraba de su exclusivo recuerdo y delectación. Yo conocía lo suficiente a Cecilia, como para comprender que no iba a olvidar desliz tan imperdonable: ¡haber aprovechado Telva sus confidencias para abordar a Eduardo! Anda, que si llega a tener noticias ciertas del resultado del abordaje…



               Me sentía a disgusto, de modo que decliné los ofrecimientos de ambas amigas de llevarme hasta el casco antiguo. En el hotel inicié un extenso soliloquio, que es mi forma de ordenar y fijar los hechos que me duelen, seguramente, intentando también excusar mi responsabilidad en ellos y hallar el rayo de luz del relativismo del mal. Bajé a cenar porque lo teníamos incluido en el precio y para cambiar de interlocutores. Iba por mi segundo bocado de la reina de postre, cuando reclamaron mi presencia en recepción. ¡Era Etelvina!



          -          Querido, no quiero que te marches de Panamá sin saber lo que voy a decirte. Fui a buscarte a España dispuesta a hacerte pagar lo mucho que Cecilia ha sufrido por culpa tuya, pero qué quieres, me caíste bien, decidí darme la oportunidad de conocerte y ya no fui capaz de vengarme por ella. ¡Qué diablos, que cada cual ajuste sus propias cuentas! Total, después de esta tarde, dudo que siga siendo mi amiga.

          -          Eso es lo que más me duele, Telva. Primero causé un desastre a Cecilia, por pura estupidez o torpeza de chiquillo. Ahora te origino un daño a ti, por inadvertencia y excesiva sinceridad. No sabes lo mal que me encuentro esta noche.

          -          Pues veamos, doctor, si soy capaz de quitarle la tristura, de hoy para mañana.

          -          ¿Y si repite mañana?

          -          Vamos, vamos, no seas mimosón.



               Así que el relato de mis desventuras tendrá que esperar algún tiempo. Después de todo, como les decía, Ciudad de Panamá es preciosa.






              





              

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