domingo, 30 de octubre de 2011

FOTOGRAFÍA PSICOLÓGICA


Fotografía psicológica
Por Federico Bello Landrove
     Un fotógrafo callejero se pasa a la fotografía psicológica y hace con ello su desgracia. Al mismo tiempo, un cliente recibe de él una lección inolvidable, que traslada a sus alumnos, con mayor o menor éxito. Estampas entre lo real y lo posible, de una ciudad castellana en unos tiempos, ni mejores ni peores que los presentes, pero que ya han quedado atrás.

    1.  Un tipo con sombrero
           Ahora que el otoño deja caer sus hojas sobre mi edad, frecuento con mayor asiduidad que nunca el parque de mi infancia. Dice un amigo mío que cualquier jardín se convierte hoy día en el espacio de las tres sillas: las sillas de niño, las inevitables de las terrazas de los bares (para los adultos) y las de ruedas de los ancianos. Yo, gracias a Dios, todavía me encuentro entre la hostelería y la ortopedia, pero no me hago ilusiones. Por eso, digo, vuelvo una y otra vez a los parterres de mi niñez, preparándome mentalmente para ser arrastrado en su momento por alguna asalariada venida de lejanas tierras. Las cosas como son.
           Hoy, 24 de abril, me he dado de manos a boca con la entrañable escultura dedicada al fotógrafo del Campo. No es que me haya pillado de sorpresa la presencia de Vicente Muñoz –que en paz descanse-, pues son ya muchos los años que lleva bajo la cortina de bronce, enfocando al paisanaje o calculando el tiempo de exposición de su placa póstuma. Con lo que me he tropezado es con mis recuerdos, en esa curiosa asociación de ideas que a veces trenzamos las personas con experiencia. Ello es que me senté a la vera del palomar de la Colombófila y dejé volar la imaginación, tratando a la vez de ordenar las ideas. ¿Por dónde empezar? Y qué más da: con que les cuente la curiosa historia de Bernardo Enríquez con una mínima coherencia creo que será suficiente. Así que comencemos por aquellas lejanas tardes de verano (es de las que más me acuerdo, seguramente, por el calor con que llegaba a mi destino), cuando tenía que ir hasta la plaza de las Brígidas a recitar los temas de la oposición. ¡Señor, qué tiempos!
      ***
           Mi preparador, don Rafael Torres, era el colmo de la paciencia. Con cara de palo y ojillos cada vez más cerrados, soportaba estoicamente la hora de clase, escuchando la salmodia de las lecciones de civil o de procesal, sin interrupciones, dejando los comentarios para el final. No he, pues, de reprocharle que, en ocasiones señaladas, dejara volar la imaginación hacia sus tiempos de estudiante, o de juez novel, y nos regalara con jugosas anécdotas que, queriendo ser ejemplares, pienso que acababan siendo imaginativas, por no decir inventadas. La que se me grabó más profundamente en el recuerdo fue, precisamente, la de Bernardo Enríquez, el fotógrafo, o –como se la conocía en el ambiente de la academia rafaelita- la del sombrero. Don Rafael solía contarla con estas, o parecidas, palabras:
      -          Aunque he tenido grandes maestros, la lección más importante para mi vida profesional hube de recibirla de un humilde fotógrafo callejero. Fue allá por el año cuarenta y cinco cuando, recién aprobada la oposición, me aprestaba para ir a Madrid a elegir el primer destino de mi carrera. Como muestra de madurez y de dignidad, me había comprado un sombrero alemán –creo que de la marca Mayser- de fieltro gris, muy elegante, que dejaba caer levemente hacia el lado derecho –el izquierdo habría estado entonces mal visto-.
      Unos días después de estrenarlo, a punto de tomar el tren para Madrid y el futuro, llegué paseando hasta el parque del Poniente y allí lo vi. Alto, atezado, claudicante y sonriente, paseaba entre los niños y las parejas, balanceando al costado su cámara, enfundada en estuche de cuero color café con leche. No llevaba yo mucho dinero en el bolsillo, por decirlo finamente, pero sentí la ilusión de tener una fotografía de aquellos momentos para mí tan hermosos. Lo abordé, pregunté precio, me aseguró hacerme uno especial para caballeros jóvenes, posé en una pérgola y recibí del señor Enríquez la tarjeta que, sin necesidad de adelantar el precio, me aseguraba la recepción del retrato en el mismo lugar, justamente una semana después.
      En efecto, al miércoles siguiente, ya nombrado juez de Sequeros y dentro del plazo posesorio, volví a Castellar para los últimos preparativos y las despedidas de rigor, y encontré unos momentos para pasar por el Poniente y recoger la fotografía, previo el correspondiente pago. Allí estaba Bernardo, esta vez, cámara Agfa Isorette en ristre, enfocando a una pareja de chiquillos, abrazados a las rodillas de su madre. Al instante, sacó del bolso un sobre color sepia y me lo entregó, prosiguiendo con su atención del trío en pose.
      Mi sorpresa fue mayúscula. Tres copias, todas igualitas y de una nitidez perfecta, dejaban ver mi rostro, de media nariz para arriba, el sombrero y un par de rosas que pendían del envigado de la pérgola, justo sobre mi cabeza. Un primer plano seductor… si yo hubiese sido solo cabeza, como sarcásticamente aseveraba mi exnovia Clementina.
      Soy prudente, y hasta tímido, pero aquello era demasiado. Cuando acabó con los niños, me encaré con el fotógrafo y le reproché el encuadre de la foto, reducida a una parte tan pequeña, aunque esencial, de mi anatomía. ¡Ah, no señor! –replicó Bernardo-, lo esencial no es su cabeza, sino el sombrero.
      ¿Cómo que el sombrero? ¿Acaso cree usted que soy un viajante de la firma que lo fabrica?
      No se ofenda el caballero. Ya veo, por su reacción, que no conoce mi especialidad artística, por más que la misma figure bien clara en la tarjeta que le entregué.
      Me devolvió la cartulina, invitándome a leer con detalle su texto. Efectivamente, allí decía:
      Bernardo Enríquez
      Fotografía psicológica
      Bien, si es así…, dije dubitativo y sacando del bolsillo las veinticinco pesetas que importaban sus servicios. Él se embolsó el billete y, sintiéndose amistoso y aún condescendiente, me explicó:
      Señor, mucho importa el sombrero como señal de clase social y de distinción, pero no deje que sea, como ahora, lo más importante para usted. Deje la frente despejada y, de vez en cuando, mire para las rosas. No perderá en autoestima pero ganará en felicidad y en afecto ajeno.
      Gran lección para la vida. No soy quien para invitaros a levantar la vista a las rosas pero sí para aconsejaros, para ordenaros, que, cuando vayáis a impartir justicia, os quitéis el sombrero. Si no estáis dispuestos a ello, ya sabéis por dónde se sale de mi casa.

        2.  La historia de Bernardo
               La fabulilla del sombrero, oída veinticinco años después y por jóvenes, era poco más que un divertimento. Practicada en pleno franquismo de los cuarenta y cincuenta, tenía un valor indudable. Con todo, no me habría lanzado a la tarea de descubrir a Bernardo Enríquez, si no hubiera sido por la increíble noticia que me dio Arturo Cortés, colega de rafaelismo y de judicatura, cuando me informó por carta del prematuro fallecimiento de don Rafael Torres, y precisaba:
               Se veló al difunto en el Salón de Plenos durante la noche anterior. Sobre la tapa del féretro, las insignias de la Cruz de Honor de San Raimundo y –no te lo vas a creer- el sombrero del cuento que escuchamos sus alumnos. Dicen que fue una manda del finado. Hube de explicarles su sentido a muchos que estaban in albis.
               Años después, retorné a Castellar para pasar mis últimos años de magistratura y los de jubilación que quiera Dios. Como es lógico, paseé muchas veces por el Poniente y la mirada se me iba una y otra vez hacia los monigotes y las pérgolas. Nunca vi por allí a ningún fotógrafo profesional. Al fin, pregunté a una anciana pipera:
          -          No habrá usted conocido a un fotógrafo callejero que, hace años, trabajó por aquí; Bernardo Enríquez, creo que se llamaba.
          -          ¡Madre mía, de quién va a acordarse usted ahora! Puede que haga cincuenta años que dejó el trabajo. De hecho, yo ya no lo conocí como fotógrafo del parque. Todavía se le vio unos años por la ciudad y luego desapareció. Dicen que marchó para Villafranca, o para León, no sé. Supongo, por la edad, que habrá muerto.
               Con mis mejores maneras, seguí sonsacando a la vendedora cuanto pude, acerca de Bernardo y sus avatares, pero poco más sabía: represalias políticas habían determinado que le quitasen la licencia de fotógrafo y, como quien dice, el pan de la boca. También decían que su ostensible cojera se la había granjeado en la División Azul. En fin, detalles sueltos, sin solidez ni referencias concretas. Saqué un billete para darle una propina, pero me cortó en seco:
          -          ¡Huy, no señor, de ninguna forma! Ahora que, si quiere comprarme algo para sus nietos…
               No tenía nietos a mano, pero sí que me gustan los frutos secos; de modo que hice acopio de pipas, cacahuetes y piñones para una temporada.
          ***
               Las visitas sentimentales me llevaron hasta mi viejo profesor de guitarra, Ezequías Ayala, que seguía viviendo, ya retirado de la enseñanza, en una bocacalle de la de la Estación. De aquí para allá, por el mundo de los recuerdos, salió a relucir Bernardo Enríquez.
          -          ¡Claro que lo conocí; como que, además de en el Poniente, se dejaba caer por los jardines de la plaza Circular! De hecho, vivía cerca, en la calle Mantería.
               Ezequías era buen conversador y hombre de izquierdas de toda la vida. La tarde era templada en el patio interior de la casa, en torno a una mesita con cervezas, patatas fritas y mejillones en salsa picante. Se arrellanó en el sillón de mimbre, y satisfizo plenamente mi curiosidad, en la medida que lo permitieron sus dos bisnietos, correteando incansables en torno nuestro. Por si también es del gusto de ustedes, esta es la historia.
               Bernardo era un fotógrafo de casta. Su padre trabajó con Bariego, en la Fuente Dorada, antes de pasar a proyeccionista del teatro Pradera. Bernardo era su hijo pequeño. Cuando la guerra civil, tendría unos quince años, pero ya andaba con los Muñoz, ya sabes, la saga de fotógrafos del Campo Grande, y había estado de meritorio en Gilardi. Con su formación y pocos escrúpulos de clase, no le fue difícil entrar en el Departamento de Cinematografía de Falange, colaborando con Obregón, Viñolas y compañía. No le iban mal las cosas, y hasta se habló de noviazgo con una prima de Dionisio Ridruejo. Sin embargo, por las razones que fuesen, se alistó a primera hora en la División Azul y marchó para Rusia, donde a poco de llegar, le sacudieron un morterazo, que por poco pierde la pierna derecha.
               Durante la convalecencia en Alemania, se enganchó a trabajar en la UFA, poco más que montando decorados y transportando bobinas, pero fue lo suficiente para aprender mejor el oficio y no tener que volver al frente, hasta que repatriaron a los divisionarios. De allá se trajo buen material fotográfico, ideas y una vitola de afecto al Régimen, mientras otros cargábamos con la de afectos al régimen –alimenticio, se entiende-, entre el hambre y el estraperlo.
               El chico hubiese podido hacer lo que quisiera. El cine Roxy le ofreció plaza de operador jefe; Cacho lo tuvo algún tiempo en nómina como reportero gráfico. Otras eran, sin embargo, las miras de Bernardo. Con el gusanillo del trabajo de calle y sus ínfulas de profesional acreditado, le dio por la fotografía artística y ahí vino a perderse.
          -          Querrás decir fotografía psicológica –corregí-.
          -          Bueno, seguramente será como dices. Después de tantos años…
               El caso es que, al principio, la cosa era sencilla y tuvo éxito. Se trataba de echar una parrafada con el cliente, hacerle unas preguntas y ¡zas!, le buscaba la postura, luz y encuadre más adecuados a su personalidad. Había algunas poses un poco chocantes, pero la gente quedaba a gusto y le sobraba trabajo.
               El paso siguiente fue el de cortar las fotografías por donde le parecía adecuado para resaltar el carácter de los fotografiados. A una viuda la colocaba al borde del encuadre, para resaltar que le faltaba su marido del alma; a un capitán casi lo saca de cuadro por arriba, para significar sus anhelos de ascender a comandante; el famoso capitalista Molpeceres fue inmortalizado al modo del caballero de la mano en el pecho, pero por dentro de la americana, sujetándose bien la cartera. Ahora no podía decirse que todos quedasen contentos, ni mucho menos, y la clientela disminuyó progresivamente y de forma alarmante.
          -          Esa debió ser la etapa de la foto del sombrero, lucubré en voz alta.
          -          ¿Del sombrero? ¿Qué sombrero?
          -          Perdón, Ezequías, pensaba en alta voz. Sigue.
          -          No, si ya voy terminando.
               Si la cosa hubiera quedado aquí, todavía podría haber salvado Bernardo el prestigio y la profesión, pero debió de creerse más allá del bien y del mal, por aquello de su etapa falangista, y vino a dar de culo en las goteras. Le quitaron la licencia para ejercer su profesión y gastó los pocos ahorros que le quedaban, viéndose obligado a vender hasta las cámaras.


               Ezequías se levantó penosamente del sillón, desapareció sin decir palabra en la antigua aula de música y, tras un rato de búsqueda, volvió con una vieja cámara de fotos, de las de tipo cajón, como la que yo recordaba haber visto en manos de mi padre. La dejó sobre la mesa, aclarando:

          -          Es una Agfa de las que trajo Bernardo de Alemania. Yo estaba recién casado y me la ofreció barata. Así que se la compré, mitad como favor, mitad por negocio.

          -          Perdona, Ezequías, pero hablabas de sanciones políticas a nuestro fotógrafo.

          -          ¡Claro! ¡A quién se le ocurre, con el Jefe provincial del Movimiento!

              En la última fase de las fotos piscológicas, Bernardo es que se atrevía con todo. A Ridruejo, que ya empezaba a asomar la oreja del cambio de chaqueta, le hizo una en plano inclinado, como si estuviese deslizándose hacia la izquierda. Al director de Radio Nacional en Castellar le retocó el micrófono a mano, convirtiéndolo en un cantero de pan blanco. Y –a lo que íbamos- al Gobernador de aquella época le cambió la lateralidad, y le puso saludando con el brazo izquierdo en alto.

          -          Pues ya es fijarse, caer en ese detalle.

          -          No tanto, si sabes que se habla de ti como de un zurdo que cambió oportunamente de bando. Vamos, lo contrario que Ridruejo.

               En fin, señor magistrado, que ya has tenido bastante de viejas batallas; así que concluyo, pues tampoco es que sepa mucho más. Bernardo marchó para Villafranca, donde tenía un hermano, a ver si podía trabajar en algo, ya que allí no era conocido. Creo que hizo bodas y cosas así; también, reportajes deportivos para El Adelanto, un periódico de allá. A estas alturas, bien o mal, su vida habrá concluido. Y eso que tenía más o menos mi edad; así que puede que no haya muerto todavía…

          ***

               No teman, que no voy a continuar el relato con mis últimas indagaciones sobre el paradero y fin de Bernardo Enríquez. Lo expuesto me parece suficiente para bajarles los humos a Munimara, Gonnord, Molder…, o Schommer, sin ir más lejos. Seguramente, de forma más rudimentaria pero, sin duda ninguna, más arriesgada, Bernardo Enríquez, castellarense, hizo en los años cuarenta del siglo veinte, fotografía psicológica.





              

          ADÁN, EVA Y EL PARAÍSO



          Adán, Eva y el Paraíso

          Por Federico Bello Landrove

          In memoriam Elizabeth Cady Stanton (1815-1902)
               ¿Hay Paraíso o lo hemos perdido? ¿Existen las mujeres sin Edén o son creación de los hombres? La interesante empresa de La Biblia de las Mujeres (The Women’s Bible) en 1895/1898 me da pie para fantasear sobre ello, en el sugerente entorno del Colegio Vassar, como se sabe, situado en Poughkeepsie (Nueva York), y me lleva a dedicar respetuosamente este relato a la gran fémina que fue alma de tal libro y de múltiples empresas, que honran a la Mujer y al género humano.





            1.  La Biblia de las Mujeres



                   No estaba pasando una buena época. Françoise, mi esposa, se había negado en redondo a acompañarme a Birmingham, en cuya universidad acababan de ofrecerme una plaza de profesor de literatura francesa en condiciones muy ventajosas. Y, puesto a ceder en bien de los niños y quedarme en París, mi amiguita Josette acababa de mostrarme la puerta de salida de su meublé, aduciendo estar harta de mi frialdad y dispuesta a reemplazarme por algún jovenzuelo ciertamente más entregado. De modo que no me hizo ninguna gracia recibir desde Lyon una carta de mi tío, el arzobispo Coullié, del siguiente tenor:

                   Querido sobrino: Me llegan constantes rumores y referencias acerca de la publicación en los Estados Unidos de una llamada Biblia de las Mujeres, que está teniendo allí un gran éxito mundano, como consecuencia de contener los mayores disparates dogmáticos. Comoquiera que tú conoces perfectamente la lengua inglesa y puedes tener fácil acceso a las librerías parisinas especializadas, solicito te hagas con algún ejemplar o, cuando menos, me traduzcas el contenido, que creo es bastante breve. Recibe mi bendición, para ti, Françoise y vuestros deliciosos hijos.

                   Mi primera intención fue la de demorar el cumplimiento del encargo sine die, pero agosto en París no era muy divertido en aquellos tiempos, máxime para un individuo –como es mi caso- de mediana edad y que soporta mal el calor y, aún peor, las salidas nocturnas. En consecuencia, decidí hacer del mandado de monseñor antídoto contra la desgana y las desavenencias familiares y recorrí las librerías de mi predilección, a la busca del libro anhelado. Floriot, el entendido encargado de L’Atelier de Minerve me comentó:

              -          Mi corresponsal en Nueva York me ha hablado, ciertamente, de la obra, que, aunque salió la primavera pasada, ya va por la tercera edición. Parece que ha provocado tanto interés como escándalo. Yo no la he visto aún en París, pero voy a pedir algunos ejemplares.

              -          ¿No habría alguna forma más rápida de acceder a ella?

              -          No sé; tal vez, en la Biblioteca Nacional, o en alguna de las de instituciones americanas en esta ciudad.

                   En efecto, la librería de la Embajada acababa de recibir un par de ejemplares, si bien carecía de servicio de préstamo para ciudadanos extranjeros. No tuve más remedio que tomar reposadamente asiento y realizar una traducción de urgencia para mi tío Pierre-Hector. La parte relativa al Génesis me pareció muy, digamos, ilustrativa. Luego, fui perdiendo interés, ante la repetición de ideas y mensajes, y acabé por realizar una mera síntesis de su contenido. Todo ello, me llevó tres mañanas. Mi mujer estaba encantada de verme trabajar con tanta asiduidad y fuera de casa:

              -          ¿Lo ves, querido, como puedes ser muy útil en París? Seguro que tu tío no habría podido hacerte el encargo, de encontrarte en Inglaterra.

              -          Seguro, Françoise, que a Birmingham no llega el correo –ironicé-. Anda, ya que tanto interés manifiestas porque agrade al arzobispo, sal a pasear un ratito con los niños. Me están levantando dolor de cabeza.



              ***



                   Ahora las cosas no son como en el verano de 1895. La Biblia de las Mujeres es una obra sobradamente conocida en Europa, que tuvo su continuidad con el Nuevo Testamento tres años después, y ha sido traducida a varios idiomas. Me dicen que, en los Estados Unidos, va por su sexta edición. Pero, en los primeros momentos, un católico que la hojease no podía menos de quedar atónito con sus afirmaciones acerca de los errores y fantasías bíblicos; las interpolaciones clericales en detrimento de las mujeres; la aconsejable sustitución del Espíritu Santo por una Madre diosa, o el descaro con que ponía en solfa la superioridad de Adán por haber sido creado primero, o por no haber sido él quien fue tentado por la serpiente. Más adelante, cuando salió el libro con los comentarios al Nuevo Testamento, el escándalo fue mayúsculo, por arremeter contra la divinidad de Jesucristo, sostener la paternidad real de San José o afirmar la existencia de mujeres obispos entre los primeros cristianos.



                   Antes de rematar mi encargo, tuve dos ideas, una buena y otra mala. Empezando por esta última –dado que soy naturalmente pesimista- se me ocurrió dejar la traducción al alcance de cualquiera, sobre el secreter de mi despacho. Al regresar del baño turco en que trataba de remediar mis sofocos, encontré a Françoise arrebolada y exultante:

              -          ¡Qué libro más interesante, querido! Es lo que siempre había pensado: la Iglesia y el Estado se han inventado las razones de nuestra supuesta inferioridad. El sometimiento de la mujer al hombre es peor que una injusticia: es un absurdo redomado.

              -          Desde luego, Françoise, tienes bastante razón aunque, en tu caso, no veo que haya de qué quejarse. Tus padres te han dejado en una envidiable posición y yo no creo haber sido un tirano ni un marido insensible.

              -          ¡Oh, Jean-Pierre, no he querido ofenderte ni personalizar! Pero, con carácter general… Ahí tienes a Geneviève, sin ir más lejos.

              -          Ese es un argumento particular, querida, no general, repliqué desganadamente, mientras recogía los folios y los incluía en un sobre, a buen recaudo.



                   Françoise no insistió, pero intuí que El Pentateuco neoyorkino la había calado hondo.



              ***



                   La idea buena fue la de ir a visitar a Madame Isabelle Bogelot, a quien en el frontis de la Biblia se citaba como miembro en Francia del Comité de Revisión de la misma. Resultó ser una amable y desenfadada señora, de edad no muy diferente a la mía, que venía perteneciendo, desde seis años atrás, al International Council of Women, con el cargo directivo de tesorera, lo que no era mala carta de presentación. De religión protestante, era el alma de la obra social de las Liberadas de Saint Lazare y, según me dijo, publicaba en unión de su equipo la Revista de Moral Social. Para abrir boca, me comentó:

              -          Ya sabe, somos las promotoras de la campaña para regular formalmente la prostitución. ¿Qué le parece a usted?

              -          Pues, así de pronto, no sé qué decirle.

              -          ¡Hombre!, no me diga que no tiene usted una idea formada acerca de una ocupación de las mujeres tan utilizada por los varones.

              -          Ya estoy muy mayor para ciertas cosas y, de hecho, las señoras que frecuento no tienen mucha necesidad de que les regulen la vida desde fuera.



                   Isabelle sonrió ante mi relativa sinceridad y como muestra de que había pasado el examen. Me presentó a su colaboradora, Emilie Morsier, que entró en el despacho para que le firmase algún documento urgente, y seguidamente inquirió el motivo de mi visita. Le expuse mis indagaciones acerca de La Biblia de las mujeres y mi voluntad de completar el trabajo entrevistándome con alguien familiarizado con la obra y su futura ampliación. Me desengañó:

              -          Si me permite la expresión, tan masculina, yo soy un florero en toda esta cuestión. La apoyo plenamente, sí, y procuraré divulgarla en nuestro país, en la medida de lo posible. Yo le remitiría a la verdadera promotora y autora material de la mayor parte del texto, pero me temo que la señora Elizabeth Cady Stanton no tenga mucho tiempo ni mucha salud para atenderlo, por no hablar de los problemas de idioma…

              -          ¡Oh!, en esa cuestión no hay problema. Conozco bien el inglés, cuando menos, el de Inglaterra.



                   Mi interlocutora sonrió y dijo:

              -          Entonces quizá nos ayude usted más adelante con la traducción de la Biblia al francés. El apellido Coullié puede tener un gran impacto.

              -         

              -          Perdone la humorada. Volvamos a su petición. La eminencia gris a la sombra de Mrs. Stanton es Lillie Devereux; inteligente, atractiva y de obvio origen francés. Habrá visto sus iniciales al pie de algunos de los comentarios al texto bíblico. Le daré una carta de presentación para ella. Seguro que, por correo o en persona, lo atenderá solícita y le informará de cuanto quiera saber.



                   Regresé a casa dispuesto a mantener el contacto con la señora Devereux por vía epistolar. No obstante, mi esposa fue de otra opinión:

              -          Cariño, ¿recuerdas que dentro de tres meses celebraremos los quince años de casados?

              -          Pues, sí. Y ello ¿a qué ton viene?

              -          A que siempre he deseado visitar los Estados Unidos.

              -          Ya, pero los niños… y mi trabajo para el curso que viene…

              -          Los niños ya son mayorcitos para viajar y, en cuanto a tu oferta para Birmingham, puedes dejarla para el curso siguiente. Para el que empieza próximamente, seguro que vas a tener una opción mejor.

              -           Pero, ¿cómo sabes si voy a tener o no…?



                   No me dejó concluir. Salió del salón y regresó al momento con una carta, cuyo sobre aún permanecía cerrado. En él figuraba el siguiente sello y membrete

               

               

                   Lo abrí y puede leer lo que mi esposa ya había intuido:



                   Estimado señor Coullié:

                  El claustro de este Colegio, a mi iniciativa y con el voto favorable del departamento de Lenguas, ha decidido cursarle invitación y contrato para que imparta lectura de idioma francés y clases teóricas de literatura francesa. Con ello, creo cumplir con lo mejor para Vassar y dar satisfacción al interés de su encantadora esposa y de usted mismo por nuestra institución. Muy atentamente, James Monroe Taylor, Presidente.



              -          Pero, ¿qué demonios?, acerté a farfullar. Françoise se explicó, como solía:

              -          ¿Te acuerdas, querido, de aquel ministro baptista del bigotito, tan simpático, a quien invitamos a tomar el té y que pasó un fin de semana, esta primavera, en nuestra casa de Billancourt?

              -          Pues, sí, claro. Anda que no presumía él de College, con su francés chapurrado.

              -          Y también recordarás, sin duda, las excelencias que nos contó de su enseñanza y del lugar en que está situado, cerquita de Nueva York.

              -          No tan cerca, creo. Pero yo no llegué a proponerle profesar allí.

              -          Pues yo sí, querido. Si hemos de seguirte dondequiera que vayas, como una familia bien avenida de la Biblia canónica, no será a una ciudad industrial, masificada y llena de humos, sino a un auténtico jardín del Edén.

              -          … Que se llama Poughkeepsie y está lleno, exclusivamente, de chicas.

              -          Lo de Puk…, como se llame, es lo de menos. Si Eva y sus hijos pueden entrar en el paraíso, no le van a hacer ascos por su nombre. Y, en lo que respecta a las alumnas, no creas que no tengo cierta prevención, sobre todo si alguna se llama Josette…



                   ¿Qué habrían hecho ustedes en mi lugar?... Pues eso es lo que hice yo: acepté a vuelta de correo el cargo y las excelentes condiciones del mismo y escribí a mi tío el arzobispo:



                   Querido tío: No dirás que no soy puntilloso en temas de dogma y de moral. Parto para los Estados Unidos, a fin de darte información de primera mano sobre La Biblia de las Mujeres y su futura ampliación. ¡Ah!, y me llevo a Françoise y a los chicos para no encontrarme tan solo. Espero que también ellos puedan sacar provecho de la estancia en América, prevista en principio para el curso 1895-1896. Te comunicaré los avances. Reza por nosotros.



                   En el paquebote, entre mareo y mareo, yo también rezaba cuanto sabía para que llegase a buen puerto mi atrevida decisión y la incorporación a ella de mi familia. Al tercer día de singladura, recibí un cable de la señora Devereux:



                   Encantada decisión profesar en Vassar y traer esposa e hijos. Avíseme tan pronto llegue. Espero todo resulte fructífero para futuro de ustedes. Cariñosamente, Lillie.

                   

                   Fructífero para nuestro futuro. No lo sabía ella bien…





              2.      Un edén llamado Poughkeepsie



                    Un matrimonio francés de clase media-alta, con dos hijos, no podía permitirse menos que una casa en el centro de la ciudad, con cocinera, niñera y ama de llaves. Eso, al menos, es lo que pensaba Françoise y lo que ella podía permitirse gracias a la herencia de sus padres. Su marido, de extracción más modesta y contando incluso con ahorrar parte de los emolumentos de profesor, opinaba que un chalecito en las proximidades del Vassar College era más práctico y razonable. Al final, pese a los elevados precios y a la tan cacareada superioridad masculina, llegamos a un término medio: alquilamos una buena casa de campo en las afueras de la ciudad, con hermoso jardín y ático abuhardillado, desde el que se divisaban las azules aguas del Hudson. El propietario, tras un rápido regateo, nos informó:

              -          Y, además de todas las ventajas, tendrán la de ser vecinos de los Rogers –y señaló hacia una soberbia mansión que apenas asomaba entre los árboles-.

              -          ¿Los Rogers?, osé preguntar con cara de forastero ignorante.

              -          Por supuesto. Con los Astor y los Vanderbilt constituyen la flor y nata de los veraneantes de Poughkeepsie. Incluso, los jóvenes nos frecuentan los fines de semana.



                   A mí me tenían sin cuidado aquellos fastos sociales. Me preocupé por encontrar para los chicos una escuela acreditada en la pequeña ciudad, donde les diesen una formación intensiva en inglés, y en preparar las lecturas y clases que de mí se esperaban. Se me abrieron todas las puertas en Vassar cuando el catedrático, Mr. Bunyon, se enteró de que mi tesis doctoral de la Sorbona había versado sobre Las Iluminaciones de Rimbaud:

                    -  ¡Rimbaud! ¡Qué poeta... y qué hombre! El mundo entero podría  abrasarse en su fuego.



                   Había algo en sus palabras –y en su atildamiento- que me produjo cierto desasosiego.  Más adelante, me iría percatando de los diversos riesgos que genera un colegio para mujeres dirigido por hombres, como definió Vassar el Presidente que sucedió al entonces gobernante. Este me dio, al posesionarme, el único consejo que juzgó preciso para mi inexperiencia:

              -          Profesor Coullié, no se deje impresionar por la fama de este College, ni llevar de novedades. Aspiramos a que nuestras graduadas sean, a la vez, cultas y humanas; no líderes, sino buenas esposas y madres; liberales en las cosas de la inteligencia, pero conservadoras en materia social.



                   Las cosas claras, si bien muy distintas de lo que yo había imaginado de un colegio de élite en la órbita neoyorquina. No parecía ese prototipo de mujer el que propugnaban las señoras de La Biblia. Lillie Devereux hubo de confirmármelo, pocas semanas después.



              ***



                   Lillie Devereux Blake, además de una mujer muy interesante, era toda una señora. Reconociendo –contra la opinión de mi mujer- que Poughkeepsie no estaba al ladito de Nueva York, aceptó ser ella quien recorriera las sesenta millas que nos separaban, en el pintoresco y confortable ferrocarril del Hudson: Tienen que cuidar de los chiquillos y New York City es un mundo gigantesco y hosco para los visitantes. No se preocupen, viajaré yo, si me buscan habitación en un hotel. Además, me apetece volver a Vassar, aunque sea de la competencia. Ni que decir tiene que Lillie se quedó en nuestra casa. François y Eric recordaron durante años a la señora que hacía pajaritas, ranas y serpientes de papel.



                   Lillie Devereux era, a sus sesenta años cumplidos, una pálida imagen de la afamadamente bella mujer que fue en su juventud. No obstante, su gracia y personalidad permanecían intactas, apoyadas en una forma sutil de coquetería. Su cabello entrecano, corto y rizado, enmarcaba un rostro de facciones grandes y firmes, en el que resaltaba la nariz aquilina y el soberbio mentón, levemente hendido. Sus grandes orejas se prolongaban en unos pendientes dobles de amatistas, que rozaban alegremente el cuello de encaje de una blusa rosa, apenas entrevista bajo un vestido de terciopelo azul marino, realzado por chal de crespón malva. Arrugas poco perceptibles surcaban sus pómulos, resaltando tan solo cuando sonreía. Unos ojos grandes, oscuros y serenos eran el contrapunto de sus ademanes, nerviosos y rotundos, cual aleteo de alondras. Esbelta y de talla mediana, respiraba optimismo y agilidad.



                   Insistió en que mi esposa no se ausentase de la sala donde la recibimos y preguntó detalladamente a nuestros hijos acerca de sus experiencias escolares y de pesca en el río. Se volvió a mí y me tendió un ejemplar de La Biblia, dedicado por Elizabeth Cady Stanton a un apóstol del feminismo, venido de allende los mares. Yo protesté ligeramente por el apelativo que, en mi opinión, resultaba excesivo. Lillie replicó muy seria, antes de echarse a reír:

              -          No le consiento que lleve la contraria a Mrs. Stanton. Cuanto ella dice forma parte del dogma.





                   Pienso que la entrega del libro y esta jocosa alusión a la dogmática fue lo único que de religión y feminismo se trató en aquella tarde. Lillie nos deleitó con un vívido resumen de su vida, prescindiendo de todo dramatismo o pudibundez. Lejana descendiente de algún quimérico gabacho venido con Lafayette, nos puso al corriente de la muerte de su padre cuando ella tenía dos años, cosa que había convertido a la futura señorita plantadora de Carolina del Norte, en una modesta estudiante de Connecticut, con serias dificultades económicas para moverse en el entorno femenino de la universidad de Yale. Provocó el escándalo de Françoise, quien rápidamente envió a los chicos a estudiar arriba, cuando relató con gracejo aquel episodio de su juventud, hoy ya casi olvidado, si no fuese por sus Memorias:

              -          A mis dieciséis años, yo era una chica muy guapa, inclinada a romper deliberadamente los corazones de los chicos, para vengar de algún modo mis dificultades sociales y la inferioridad que imponía mi sexo. Una vez, llevé el chasco demasiado lejos, tuvo notoriedad y –alguna ventaja habría de tener la debilidad femenina- echaron al joven de la Universidad, no a mí. Lo cierto es que, a partir de entonces, me llovieron las propuestas de matrimonio, incluso por carta y de desconocidos. Supongo que, de haberles hecho caso, la burlada habría sido yo. En fin, Dios nuestro señor es justo y severo (sobre todo, con las mujeres) y me dio el merecido castigo.

              -          ¿Y cómo fue?, animó mi esposa a Lillie para que continuase el relato.

              -          A los veinte años, me casé, muy enamorada, con un abogado de Philadelphia. Cuatro años después, falleció, dejándome con dos hijas y un buen montón de deudas. Tal vez fueran estas la causa por la que el bueno de Frank se puso a jugar con un revólver en su despacho. En fin, no hay mal que por bien no venga: Obligada a sacar adelante a mis hijas y mis hermanas, puse en acción toda mi fuerza literaria que, como sabrá el señor Coullié, no es muy brillante.

              -          Desconozco la mayor parte de su trabajo –repliqué para no comprometerme-. Tengo la impresión de que ha sido usted víctima de la prisa y de la necesidad de escribir obras de tesis. De otro modo, no dudo de que sus novelas le habrían reservado un lugar de honor entre los escritores americanos de esta época.

              -          Cortesía francesa. Gracias, Jean-Pierre (espero me permita llamarle así; usted tiene que llamarme Lillie), aunque ya sabe que he vivido más del periodismo que de los libros, así como que mi mayor éxito fueron las crónicas desde Washington, que publiqué durante nuestra Guerra Civil.



                   El sol iba declinando sobre la casa de los Rogers. Lillie tuvo motivo para bromear:



              -          ¡Vecinos de los Rogers! Aprovechen la ocasión de codearse con unos grandes de Nueva York. Es una experiencia inolvidable, para bien y para mal. No seré yo quien haga ascos a una familia rica. No sé si saben que estoy casada en segundas nupcias con un importante comerciante neoyorquino, aunque ni punto de comparación con sus vecinos. Mi matrimonio con Grinfill Blake, además de satisfactorio, me ha dotado de la capacidad económica para convertirme en una auténtica suffragette –guiñó el ojo al pronunciar esta palabra-. Hasta convencí a mi marido para que cofinanciase el famoso Barnard College, la gloria feminista de la docencia en Nueva York. Ahora estamos pasando por una etapa de reconstrucción y no me extrañaría que acabáramos integrándonos en la Universidad de Columbia. Es lo que debe ser: chicos y chicas formándose juntos, colaborando en libertad e igualdad.

              -          … Y fraternidad, interrumpí maliciosamente.

              -          Pues claro, amigo mío: l’amour, pourquoi pas? En fin, voy a terminar de deshacer el equipaje. Seguro que ustedes tendrán que levantarse temprano y yo quiero acompañarle mañana a Vassar. Me han dicho que también por allí andan de obras y quizá pueda apropiarme de una o dos ideas, arquitectónicas, por supuesto.



              ***

                  

                      Lillie se quedó con nosotros un par de días. Recibida en Vassar con todos los honores, me liberaron durante aquellas jornadas de los deberes académicos, para que pudiera atenderla, aunque era obvio que lo cierto resultaba ser lo contrario. Repasamos a fondo mi traducción de la obra, en particular en la parte del Génesis, donde las letras L.D.B. de mi acompañante aparecían profusamente en los comentarios. Discutimos algunos términos de traducción dudosa y divagamos, al hilo del texto, sobre las relaciones de hombres y mujeres y las claves del amor. Me sorprendió por lo desengañada o, mejor dicho, por lo pragmática:

              -          No lo dude, Jean-Pierre, no hay fórmulas mágicas ni sentimientos eternos. Al final, generamos una costumbre, una solidaridad, que solo al volver la vista atrás, constatamos si nos ha sido relativamente feliz o fructífera. Poco o nada hay de cierto en la religión o en el arte acerca del amor. Tal vez la naturaleza pueda ser nuestra maestra; cuando menos, nos marca pautas que, de rechazarlas, evidenciarán tarde o temprano el error; pero no creo que lo natural sea el amor, sino la relación armoniosa entre los sexos, para la mutua ayuda y la crianza de los hijos.

              -          ¿Y la fidelidad, la perpetuidad y todo eso?

              -          Sensatez y reciprocidad, diría yo. Lo eterno no existe y la fidelidad es un término equívoco.

              -          Entonces, Lillie, todos esos conceptos de los poetas: predestinación, eternidad, el hombre o la mujer de nuestra vida…

              -           ¡Qué hortensias más espléndidas, aún en esta época del año! ¿Cómo podrán resistir el frío de las noches de octubre?

              -          Es usted sibilina, Lillie. ¿He de tomarlo como una alegoría de su respuesta a lo que le preguntaba hace un momento?

              -          En la escuela de Miss Apthorp recuerdo que duraban hasta casi el invierno; pero luego crecí y no he vuelto a ver nada igual, respondió con una vaga sonrisa.  

                   Las tardes las dedicamos a pasear por el campo y a hacer algunas compras en la ciudad. Lillie insistía en que nos acompañase Françoise y parecía sentirse muy a gusto con una mujer sencilla. Recogíamos a los niños en la escuela y regresábamos por los caminos de tierra que serpenteaban junto al río. La última tarde me sorprendió con un comentario lleno de acritud:

              -          Sabe, Jean-Pierre, no sé si saldrá adelante la versión íntegra de La Biblia de las Mujeres. Las presiones y las críticas están calando en nuestras propias filas. Se está preparando una revuelta en el Comité de Revisión, que me temo pretenda podar las ramas más frondosas y, de no lograrlo, desautorizar a Stanton y a las más radicales de nosotras.

              -          No se dejen –terció Françoise, con inusitada vehemencia-. Bien está que las despellejen los obispos de Francia (me miró con cierta inquina), pero esta es una tierra de libertad e ideas nuevas. ¡Adelante!

              -          Amigo mío, tiene usted una esposa muy apasionada. Cuídela, que los aires de América son vigorizantes, mas no siempre saludables.

                   Si se refería al relente que soplaba del norte, estaba totalmente en lo cierto. Aquel Edén de nombre indio resultaba húmedo y frío en exceso. Aunque tal vez estuviese hablando en sentido figurado. Con Lillie nunca se sabía…

                   Al día siguiente, de mañana, Elizabeth Devereux Blake tomó el tren para Nueva York. Nos despedimos con un hasta pronto, pero, por unos motivos u otros, no nos volvimos a ver.





                3.  Eva y las serpientes



                        Jerry Rogers era, a no dudarlo, un hombre de mundo. Había acudido a nuestra casa en Navidades para ofrecer los cumplidos de un buen vecino. Formaba parte de la numerosa y para mí confusa parentela de los acaudalados Rogers de Park Avenue, que me parecían cortados por el mismo patrón: corpulentos, de ojos verdes y un cabello rojizo que delataba su origen irlandés. Todos hablaban mucho y alto. Todos se defendían en francés –invariablemente conocían París y sus alrededores-. Y todos eran generosos, superficialmente corteses y excelentes bailarines. Por lo que respecta a Jerry –en realidad Jeremiah Donaldson-, esas señas de identidad se completaban con una edad dentro de la treintena, una soltería que no se recataba en pregonar como valor y virtud, y cierto aire de oveja negra de la familia, según él, derivado de que le gustaba más tocar el piano que amasar dinero. De no haber tenido más habilidad para esto como para aquello, dudo que sus parientes le hubiesen confiado su fortuna.

                        Desde el primer momento, percibí que Françoise concitaba todo el interés que nuestro vecino dispensaba a nuestra presencia. Es cierto que paseaba a los niños en trineo y que mostraba algún interés por mis trabajos. Incluso, se ofreció a presentarme al arzobispo de Nueva York, monseñor Corrigan, aunque lo hizo de manera tan desenfadada, que me quitó las pocas ganas que podía tener por conocerlo:

                  -          Valiente bigardo está hecho. Es más conservador que mi cuñado Robert; no quiere ni oír hablar de los nacionalistas irlandeses y está metido hasta el cuello en el Tammany Hall. Un día va a tener problemas.

                       Hasta que conoció a Jerry, mi esposa no había mostrado mucho interés por visitar Nueva York, ciudad que me repelía y que tan solo habíamos ojeado una vez como precipitados turistas. Bueno, tampoco había sido aficionada –que yo supiese- a los paseos en automóvil, a las veladas pianísticas ni a recoger bayas de acebo. Se ve que yo la conocía superficialmente o, por lo menos, peor que nuestro simpático vecino.

                       Las ausencias de Françoise y la asiduidad y las atenciones de Jerry se me hicieron molestas en primavera, por no decir preocupantes. Tenía que encargarme de la atención de los niños y preparar mis clases en horas nocturnas. Las sombras de la deliciosa Josette y de la soberana señora Devereux se interponían entre mi mujer y yo, cada vez que sentía la necesidad de llamarla a capítulo y afearle su conducta; aunque, en el fondo, ¿qué conducta? Por fin di con la clave para plantear los hechos: no había por qué referirse a los actos, sino a las omisiones, a la desatención que una esposa y madre no podía permitirse. La víspera de San Marcos, aproveché la velada y abordé la cuestión:

                  -          Querida, te encuentro algo distante últimamente. Viajes, salidas, conciertos... Sin ir más lejos, ayer...

                  -          No pretenderás que me quede en casa sola todo el día, esperando el momento de ir a recoger a los chicos o que tú acabes tus interminables reuniones.

                  -          Mujer, no se trata de imponerte un aislamiento, pero creo que últimamente estás exagerando. Y, ya que has mencionado a los chicos...

                  -          ... Que ya han cumplido diez y doce años y necesitan tanto o más a su padre que a mí, dicho sea de paso.

                  -          Está bien, Françoise, no me dejas otra alternativa. No es solo que faltes cada vez más de casa: es que, sistemáticamente, lo haces a invitación y en compañía de Jerry.

                  -          Acabáramos. Así que era eso. ¿Y qué quieres? ¿Me has presentado tú a algunas amistades? ¿Hay otra persona que se haya comportado como anfitrión? ¿Cuánto tiempo me has dedicado desde que llegamos aquí? Para ti es muy fácil: trabajo, colegas, jovencitas... Pero, ¿y yo? ¿Es que te he faltado en algo?

                  -          Son demasiadas preguntas, querida, y no quiero que discutamos. Tan solo se me ocurre que fuiste tú quien prácticamente nos metió en este Poughkeepsie de nuestros pecados, considerando que era el jardín del Edén.

                  -          Pues ya ves, querido, es posible que me equivocase; o es muy probable que este edén, como casi todos, necesite alguien que te lo enseñe y con quien compartirlo. Es algo que tú deberías saber, ya que eres especialista en la Biblia... y en los meublés de París.

                       Comprendí que la conversación debía concluir en este punto. Me levanté, acaricié levemente su cabello color miel de romero y besé castamente su frente:

                  -          Me retiro, querida. Mañana tengo una disertación sobre Stendhal. ¿Tú no vienes?

                       Juraría que escuché un ¿para qué?, con voz apenas audible. Me volví y sorprendí sus ojos tristes y brillantes fijos en mí. Fue un momento que Adán desaprovechó. Escalera arriba, aunque con algún remordimiento, recuerdo que pensé:

                  -          Parece que la reprimenda, aunque no lo parezca, le ha hecho mella.

                       Tanta mella como que, al día siguiente, sin aviso previo, Françoise marchó de compras a Albany y regresó en el tren de la tarde, cargada de paquetes. El Antiguo Testamento estuvo en su disculpa, una vez más:

                  -          He ido a comprarme la hoja de parra, pero descuida: no me acompañó la serpiente.

                  -          ¿No has adquirido otra para mí?, inquirí sarcástico.

                  -          ¡Oh, no, querido! no la necesitas. eres del todo inocente.



                  ***



                       Ya fuese por su especial sensibilidad, ya por mi cara de circunstancias, es el hecho que el catedrático Bunyon me invitó en los primeros días de mayo a dar un paseo por los alrededores del College. Temí alguna reprimenda por el incidente bastante áspero que, días antes, había tenido yo en clase con Madeleine Astor, a propósito de un comentario de texto sobre Verlaine. Miss Astor se había referido a las íntimas y tormentosas relaciones entre el gran Paul y el joven Rimbaud como fruto de un ambiente reprimido, como el que se vive en ciertos colegios europeos. La malicia del comentario era evidente: un torpedo contra Vassar en la línea de flotación de sus homólogos de aquende el Atlántico. Yo, bastante molesto, le repliqué en público: fruto, más bien, de la guerra y la miseria, que promueven y con las que se enriquecen tantas familias de relumbrón, en Europa y en América. Luego supe que la señorita Astor era solo pariente lejana de los magnates del mismo apellido y que estudiaba en nuestro College gracias al esfuerzo de sus padres y a una beca de la Cámara de Comercio de Buffalo. En fin, que una y otro habíamos metido la pata, de forma pública y notoria, y no habíamos sabido disculparnos por nuestro error.

                       Sin embargo, nada de eso preocupaba a Bunyon, quien sonrió cuando yo le sugerí tal incidente como probable motivo de su llamada:

                  -          Tienen ustedes dos que aprender mucho acerca de las causas de la homosexualidad, pero no es ese el tema del que quiero hablarle. Veamos, amigo Coullié, ¿qué le preocupa tanto, para estar constantemente mohíno y como ausente?

                       En otras circunstancias, le habría respondido con una evasiva y hasta con un desplante. A la sazón, seguramente aliviado por el olvido del incidente y deseoso de abrirme a alguien, le relaté sucintamente la causa de mi inquietud. Bunyon se echó a reír:

                  -          ¡El bueno de Jerry! Fuimos condiscípulos en Columbia. En aquella época nuestro amigo hacía tanto a pelo como a pluma. Seguimos conservando una buena amistad y me debe algunos favores que, por pudor, mantendré en secreto. Déjelo de mi cuenta, ya que usted está en inferioridad por muchos conceptos. Eso sí, prométame que pondrá algo de su parte.

                  -          ¿Lo qué? He dejado a Josette y me olvidaré de Birmingham. ¿Qué más puedo hacer?

                  -          ¡Caramba, profesor!, me recuerda al fariseo del Evangelio, que nada tenía de qué arrepentirse. Coma conmigo pasado mañana y luego daremos un paseo por la ciudad.

                  ***

                       La comida resultó muy animada, al salpicarla Bunyon de anécdotas picantes del College y terminarla con reiterados tientos a una historiada redoma de licor de arándanos. Obligadamente cogidos del brazo, nos llegamos al acabar hasta Hampton’s, en Market Street, donde el catedrático casi me obligó a escoger un traje de ceremonia para Françoise, en terciopelo azul turquí con sobrepuesto de orquídeas, que valía lo que mi sueldo mensual. Traté de escabullirme, alegando dudas en cuanto a las medidas, pero él las cortó en seco:

                  -          Llévenlo inmediatamente a ... y que se lo pruebe la señora. Si tienen que hacer un arreglo, que sea inmediatamente, pues lo necesita para esta noche.

                  -          Si se trata de meros retoques, no hay problema. Lo llevará una de nuestras modistas, provista de todo lo necesario –le respondieron-.

                       La siguiente parada fue en la Collingwood Opera House. Bunyon llamó con el puño de su bastón y la taquilla abrióse como por arte de magia:

                  -          Buenas tardes, Mistress Donahue. Déme el par de entradas que le encargué ayer.

                  -          Aquí tiene, Mister Bunyon. De primera fila, como me indicó.

                       Me las entregó, sin admitirme un solo centavo. Solo apostilló:

                  -          Es un programa de música de Weber. Suele producir muy buen efecto, sobre todo, si acaba con la Invitación al vals.

                       Los vapores se me habían disipado, pero aún me parecía estar en un mundo irreal. Mi maestro seguía manejándome como a una marioneta:

                  -          Hagamos tiempo a la modista. Vamos a pasar por mi casa.

                       Me condujo hasta un solemne inmueble neoclásico de dos plantas en Clinton Street, frente al parque de College Hill. Sus habitaciones eran amplias, amuebladas a lo modern style. Hube de sentarme junto a un velador, sobre el que campeaba una lámpara Tiffany’s. Bunyon desapareció unos momentos, para regresar con un folio color crema, escrito con la inconfundible letra redondilla de mi mentor. Me tendió el documento, con la consabida frase latina:

                  -          Tolle, lege.

                       Pasé la vista por el texto. Inmediatamente reconocí el poema de Shelley que empieza: Las fuentes se unen con el río... Levanté la cabeza y me encontré con la mirada, penetrante y falsamente fría, del catedrático. Dijo:

                  -          Ya veo que le resulta familiar. Perfecto. Tradúzcalo al francés, con una apariencia razonable de ritmo y rima. En el camino de casa hasta el teatro, se lo recita a ella como si fuese suyo. ¡Y pobre de usted si no aprueba el examen!

                  ***

                       A la mañana siguiente, llegué a Vassar a la carrera y retrasado. El profesor Bunyon me abordó en el claustro:

                       -     ¿Qué tal el concierto de ayer?

                       -     Espléndido.

                       -     ¿Y el post-concierto?

                       Me limité a sonreír con un guiño y le devolví poéticamente traducido el poema:

                  -          Espero que sea benévolo al calificarlo. Mi esposa lo ha encontrado fascinante.



                    4.  Un ángel con espada de fuego



                           El final de la primavera de 1896 fue en el Edén más lluvioso de lo que acostumbraba. La ubérrima vegetación que nos rodeaba estalló en una floración espléndida. Desdichadamente, fue mucho más de lo que, como parisinos, estábamos habituados y el pequeño Eric contrajo un proceso asmático que durante un par de semanas alcanzó gravedad y nos tuvo muy preocupados. El profesor Bunyon y el propio presidente Taylor me dispensaron gentilmente de mis obligaciones académicas y el primero de ellos asumió parte de mis tareas. Con el pretexto de traerme los exámenes de las alumnas a casa, para su corrección, pasaba buena parte de la tarde con nosotros. Más aún que el médico, percibió la posibilidad de que el asma tuviera un carácter alérgico. Vino con una calesa, cargó a Eric bajo una manta y lo trasladó hasta su casa, cerrando a cal y canto las ventanas que daban al parque. Sugirió:

                      -          Si lo desean, pueden instalarse todos aquí. Con buena voluntad, hay sitio suficiente.

                      -          Acepto su gentileza, Mister Bunyon, replicó mi esposa. Bastará con que lo acompañe yo. Jean-Pierre y François pueden quedarse guardando nuestra casa.



                           La común inquietud y, algunos días, la vela del agitado sueño de Eric, creó entre nuestro huésped y nosotros la confianza y el buen entendimiento que solo nacen de la unidad frente a la desgracia. Por un tiempo, nada se interpuso entre Françoise y yo; el tal Jerry pasó a ser un nombre y un rostro arrumbado en mi cerebro. Si alguna vez pensaba en él, era para extrañarme de su desaparición de Poughkeepsie, a raíz de la famosa soirée weberiana. Mucho más tarde, mi esposa conjeturó:

                      -          Teníamos decidido ir juntos a ese concierto. Se conoce, pues, que no asumió el que lo dejase plantado por un marido tan trivial.

                      -          Así que trivial, ¿eh? Entonces dime la razón por la que me preferiste.

                      -          Querido, no siempre se presenta el amante con un fastuoso vestido de terciopelo de regalo. Eso, y el poema de Shelley, que todo hay que valorarlo.

                           Shelley. O mi esposa era menos ignorante de lo que yo creía, o había comido efectivamente del fruto del Árbol de la Ciencia.

                      ***

                           Pasó la polinización y, con ella, la enfermedad de Eric. Apenas unos días después, se celebró la solemne ceremonia de la graduación y, con ella, el final del curso. Los problemas de salud de Eric fueron la clave para nuestra decisión de no renovar el contrato con Vassar y regresar definitivamente a Francia. Como ustedes comprenderán, lo más penoso para mí fue despedirme del catedrático Bunyon, aunque él lo facilitó cuanto pudo:

                      -          Ya me parecía –bromeó- que un doctor de la Sorbona habría de considerar poca cosa un College fundado por un cervecero.

                      -          Muy al contrario, amigo. He aprendido muchas cosas y he vivido aquí momentos de gran felicidad.

                      -          Y supongo que, también, de todo lo contrario. Bien, el caso es poder contarlo y, a ser posible, hacerlo al amor del fuego y con un buen compañero… o compañera.

                           Sentí la necesidad de despedirme de él con un abrazo y llamarlo, por vez primera, por su nombre. Aceptó el rasgo de amistad de forma más contenida de lo que pensaba, me hizo aquél guiño burlón que yo había llegado a conocer tan bien, y se perdió entre los rododendros del parterre, tras levantar una sola vez el brazo, sin mirar atrás. 

                           En la estación, a punto de partir para siempre de Poughkeepsie, Françoise me susurró:

                      -          Digamos adiós al Paraíso aunque, a nuestro favor, hayamos de convenir en que no nos desaloja un querubín con espada de fuego.

                      -          Mejor que eso, querida –repliqué-. Es posible que nos llevemos el Edén con nosotros.

                           Le cogí la mano con ternura, mas ella replicó fría y prudente:

                      -          Sí, es posible.

                      ***

                           De eso hace ya más de veinte años. Si lo recuerdo hoy, con la guerra rugiendo en torno nuestro, es porque acabamos de enterrar a Eric y Françoise me ha comentado:

                      -          Jean-Pierre, no es que hayamos perdido el Paraíso; es que no existe.

                           Y yo, como los niños, cierro los ojos, aprieto los párpados y salmodio con un aura mágica:

                      -          Quiero que exista, quiero que exista, quiero que exista, quiero …