sábado, 10 de septiembre de 2011

EL REFUGIO



El refugio


Por Federico Bello Landrove



     Hay veces que lo mejor y más personal de nosotros mismos no brota en muchos años de inercia y rutina, sino en unos breves momentos de novedad y de tensión. Eso es lo que le pasó al policía protagonista de esta historia quien, cuando menos, pudo sacar una conclusión de su experiencia: nada ni nadie son lo que parecen. Aunque, para ese viaje…








    1.  Don Asterio Canales, policía jubilado




     Se había retirado tres años atrás. Quiere decirse que la decadencia física, propia de la edad, le había invalidado legalmente para ser policía. Y, aunque le concedieran en el último momento la medalla de plata al mérito policial, no lograron convencerle para seguir en segunda actividad cinco años más. Así que el inspector jefe Asterio Canales devolvió la placa, asistió a la consabida comida de despedida y se fue para su casa, con sesenta años a las espaldas y un montón de ideas en la cabeza. Porque, eso sí, podrían jubilarlo, pero no se iba a sentar en un banco del parque, ni a pescar barbos al Riofrío..., si es que quedaba alguno.



     De eso –como digo- iba ya para tres años, sin que las costumbres de Asterio se alterasen de manera significativa. En pie, alrededor de las siete. Caminata de una hora por las afueras de la ciudad. Desayuno a la vuelta, en una cafetería de junto a casa, donde le reservaban el periódico local. Misa de ocho y media en las Adoratrices, a un paso del café del almuerzo. Allí me lo encontraba yo, vecino y algo amigo, cuando me ponía espiritual:



-          ¿Qué hay, Asterio? Vaya rasca que hace hoy.

-          Caminando deprisa, apenas se nota.

-          Deprisa y bien abrigado, que solo se te ven los ojos.



     Luego, regreso a casa, ducha y breve charla con su madre:



-          ¿Qué tal has dormido, mamá?

-          Mal, como siempre. ¿Cómo quieres que duerma con estos dolores de espalda?

-          ¿Hacemos la lista de la compra?

-          Hoy sólo necesitamos pollo y una rama de apio para el puré de verduras.



     Y allá que se iba al mercado, o al súper más próximo, donde las indicaciones de su madre le servían meramente de orientación, pues la memoria de la señora estaba muy lejos de ser la que fue; claro que, con ochenta y tantos años, ¿qué se iba a pedir? Pero pobre de él, si no traía todo lo que su madre le había pedido:



-          Eres un descuidado. ¿Cómo voy a hacer el puré de verduras sin apio?

-          Tranquila, mamá, que ahora mismo vuelvo a bajar.

-          Deja, deja; ya se lo encargaré a Pepita.

-          Pepita tiene que limpiar y planchar, que es lo suyo.

-          Claro, la pagamos por no hacer nada. Limpio sobre limpio. ¿Y no ves qué poco aire se da?



     De donde se deduce que doña Remedios (Reme, naturalmente, para los íntimos) no era una entusiasta de Pepita, a la que juzgaba una innecesaria imposición de su hijo, con no sé qué ocultos designios. Dos hipótesis se llevaban la palma:



-          ¿Una criada? ¿Es que te crees que, porque sea vieja, ya no sirvo para nada?



     O bien, una vez conoció a Pepita, con su edad y su palmito:



-          No irás a liarte con la sirvienta. Pues solo faltaba...

-          Mamá, por Dios, que le llevo treinta años.

-          Pues más a mi favor.



     Empeñado en presentarles a las dos mujeres en la vida de Asterio, he interrumpido la descripción de su jornada, a partir de su visita al mercado. Dedicaba el resto de la mañana a estudiar y hacer las tareas que le mandaban de la Universidad a Distancia, con frecuentes visitas a la cocina, para vigilar que pucheros y sartenes no se le desmandasen a su madre. Si esta se ponía suspicaz, él hacía como si fuese a picar algo:



-          Eres un lamerón, Asterio. No sé cómo estás tan delgado.

-          Será la herencia.

-          Pues tu padre no nos dejó mucho, pero de eso a pasar hambre...



     Asterio se encogía de hombros y tomaba de nuevo el camino del despacho. Doña Reme no estaba muy al corriente de la genética.



     Que ¿qué estudiaba Asterio? La verdad es que lo estuvo dudando todo el año anterior a jubilarse. A él le gustaba mucho la biología, tal vez, por sus escarceos con ella como experto en criminalística. También le encantaba la historia y era de los que no consentía un error en este punto, viniera de donde viniere. Se contaba que había tenido una discrepancia con un comisario, por decir este que la Catedral Nueva era del siglo XV:



-          Perdón, don Acisclo, pero la hicieron entre los siglos XVI y XVIII.

-          Eso es a lo que iba: que tardaron muchísimo en acabarla.



     Lo que explica que nunca eligieran a Asterio para hacer el curso de ascenso a comisario. Y es que, como esa, a docenas. Era muy suyo. Demasiado, diría yo.



     En fin, después de comer, dejaba a su madre echada y se reunía con un grupo variable de conocidos –entre ellos, yo-, en el café tras de casa, para charlar de todo, en torno a copitas e infusiones. Era buen escuchador y hablaba lo justo, en ambos sentidos de la expresión. Si hacía falta, sabía ser componedor y quitar hierro a las cuestiones con unas gotas de humor:



-          Este hombre habría sido mejor juez que policía, dijo un día un contertulio atrevido.

-          Es todo un elogio, replicó Asterio, recibiendo la pulla con maestría.



     Tras el café, Asterio recogía a su madre para dar un paseo higiénico, como él decía. En tiempos, se llegaban hasta la Plaza Mayor o al video-club, para seleccionar alguna película de las de antes. La debilidad de las piernas y el déficit de atención de la anciana habían ido limitando la salida a poco más que unas vueltas a la manzana, o a visitar a alguna amiga en el hospital o la residencia. Entonces cogían un taxi, con gran enfado de doña Reme:



-          Eres un manirroto. ¡Nada menos que cuatro euros la carrera! Y encima le das propina.

-          Descuida, mamá. Mañana desayunaré en casa y así compensaré el despilfarro.



     Cuando volvían del paseo, Asterio completaba el estudio, se marcaba una corta sesión de yoga (en realidad, gimnasia de estiramientos) y, según lo visto en el diario de la mañana, asistía a alguna conferencia o visitaba una exposición. Cine, ni verlo, que la grosería del público y lo estrepitoso del equipo de sonido lo habían echado de las salas. Compensaba, pues, su cinefilia con una excelente videoteca y con las cintas bajadas por Internet. Se preparaba la cena, mientras su madre engullía un buen tazón de sopas en leche, y ponía fin a su jornada arrellanándose en el sillón extensible a ver la película programada, que podía haber puesto diez o doce veces. Sus favoritas, las de cine negro y de abogados. Siempre se aprende algo, incluso de lo equivocado, sentenciaba.



***



     Hubo un tiempo en que Asterio, sin duda, tuvo que ser diferente. Con todo, la mayor parte de su vida había transcurrido fuera de su ciudad natal; de forma que su pasado no tenía otra fuente que sus escasas confesiones. Sus años mozos como policía los pasó en Sabadell y en Alcalá de Henares, lugares difíciles y en los que ejerció de policía de calle, aunque fuese de la secreta, como entonces se conocía a los no uniformados. Según él, habían sido años duros, pero todavía había sacado tiempo para prepararse a fondo y entrar en el gabinete, denominación que creo alude a quienes ejercen la magia de las técnicas criminalísticas, así como a los laboratorios en que operan. La mayor parte de esta nueva fase de su vida profesional la había pasado en Castellar, no lejos de Villafranca, donde doña Remedios, cuando enviudó, aceptó a irse a vivir para cuidar de él, como su único hijo soltero. Pero aquella ciudad era, para ella, demasiado grande y recia. Así que, poniendo en juego toda su fuerza de persuasión, convenció a Asterio para que pasara sus últimos años policiacos a orillas del Riofrío. Y eso era cuanto yo había sacado en limpio de las confesiones de mi vecino y casi amigo. No creo que otros estuviesen mucho mejor informados.



     Así pues, he aquí a don Asterio Canales, soltero, inspector jefe de policía jubilado, sexagenario, aventajado estudiante de tercero de Derecho, avecindado en Villafranca, llevando la vida más ordenada y monótona que darse pueda. Y podría haber continuado así por los años venideros, a no ser por un episodio –pequeño pero trascendente- que le sucedió hace unos meses, sin que tuviese que ir a buscarlo. Pero dejemos que sea él quien nos lo relate. Después de todo, ¿quién mejor? Le cedo pues el uso de la palabra.







    2.  La testigo protegida





     Me he pasado media vida siendo prudente y defendiendo la integridad de la Justicia y, por extensión, la nuestra. Por eso, me encuentro un poco fuera de lugar cuando acepto la sugerencia de mi vecino y casi amigo, Vicente Zafrón, y le escribo este capítulo del relato que, según me dice, cuenta resumidamente mi vida. La verdad es que lo hago a ciegas, pues no me ha dejado leer lo que él ha escrito, con el pretexto –seguramente, falso- de que no tiene escritas más que unas notas. ¡Que salga el sol por dondequiera!



     Me pasé más de quince años en la comisaría de Castellar y allí dejé buenos amigos. Uno de ellos, comisario a estas alturas, me llamó hace seis meses por teléfono y me invitó a comer en el restaurante de moda de allá. No me apetecía dejar sola a mi madre, ya muy decrépita (¡cielo santo, que no me oiga!), ni viajar más de cien kilómetros para comer un salpicón de marisco, con permiso del ácido úrico. Pero él insistió:



-          No me hagas hablar por teléfono. Tú ven, que te necesito.



     ¿Qué iba a hacer? Pues coger el coche y plantarme en el restaurante a la hora convenida, ya que mi colega –al que llamaré C., por reserva- no quiso que diera el cante presentándome en la comisaría. Me gusta ir al grano, de modo que no detallaré otra cosa que lo que me dijo y pidió mi amigo comisario, encareciendo en todo momento mi rectitud y nuestra amistad.



     Resultó, pues, que una chiquita de un club de alterne de postín, frecuentado por miembros del clan de los Pelines, había aceptado, a cambio de seguir empleada y de una suculenta comisión, recoger como destinataria un paquete postal que vendría de Cochabamba y que ella había de entregar en el club a quien se lo reclamase dándole una contraseña. No enmascarar la sospechosa procedencia de la capital cocalera boliviana permitió a mis compañeros detectar el envío y analizar la droga mediante una cata casi invisible. A continuación, celebraron cónclave los jefes policiales y se plantearon el siguiente dilema: o echar el guante a la chica con las manos en la masa e intentar que delatase al destinatario final de la coca, o tratar de convencerla de que colaborase con la policía a cambio de un trato de inmunidad. La tercera posibilidad, a saber, seguir la droga hasta su entrega conforme a lo previsto era impracticable: el club era un recinto donde la policía sería inmediatamente descubierta, tanto más, cuanto que no se sabía cuándo ni a quién se haría la entrega.



     De las dos opciones, se eligió la segunda, es decir, hacer un trato con la chica y contar con su colaboración para que facilitase la acción de la policía, bien haciendo la entrega fuera del club, bien precisando de antemano el momento y la persona que recogería el paquete.



     No sé cómo harían mis excompañeros para camelarse a la doncella. El hecho es que accedió a colaborar y, además, resultó ser muy lista, pues, con el cuento de que no estaba dispuesta a transportar la droga y guardarla durante un tiempo, ni tampoco a correr el riesgo de entregarla a un desconocido, por más que le diera la contraseña, convenció al jefe de los Pelines de que designara a una persona concreta de su confianza para efectuar la recogida. La operación se llevaría a cabo en un supermercado muy próximo al edificio de Correos, tan pronto la joven hubiese recibido el paquete boliviano.



     Dicho y hecho; con tan buena –o mala- suerte que el benjamín del clan, hijo predilecto del capo, se ofreció a realizar la operación, en unión de uno de los esbirros más experimentados. Todo salió como la seda. Bueno, no tanto, porque los traficantes debieron de percibir la presencia de más hombres fornidos –aunque desconocidos- de lo habitual en un súper a las once de la mañana. Llevaron su sangre fría hasta aguardar la entrada de la chica con el paquete en la tienda y se dirigieron velozmente hacia ella, haciendo ademán de arrebatárselo; todo tan rápido, que dieron con la droga en el suelo, mientras los policías se les echaban encima. Hubo forcejeo e intento de huida, pero ni el Felete ni el esbirro se la jugaron sacando las armas que llevaban encima. En conclusión: sospechas, todas; pruebas, ninguna, si la chica no testificaba cuando sabía, pues en todo momento los sospechosos alegaron que se habían tropezado con ella y que para nada querían apoderarse de aquel paquete del que no tenían ni idea de lo que contenía.





     El jefe del clan, hecho un basilisco por la prisión provisional y posible condena de su ojito derecho –por no hablar de la pérdida de kilo y medio de cocaína casi pura, pagada por adelantado-, había jurado por lo más sagrado cargarse a la moza que, según todos los indicios, se la había jugado pasándose a la policía. Y eso que, en principio, la chica trató de volverse atrás, dispuesta incluso a comerse la droga. Pero luego lo pensó mejor, o comprendió que le iba a ir mal con testimonio o sin él, siendo preferible recibir el auxilio policial y evitar la cárcel. Así que, previa una visita del jefe de la brigada anti-droga al juez instructor y al fiscal (para atar cabos y apoyar a la chica en lo posible), esta cantó de pe a pa, poniendo a papá Pelines y a su queridísimo hijo a los pies de los caballos.



     Eso había sido tres meses atrás. Ahora, con el juicio oral a punto de celebrarse, el comisario C. entró en materia conmigo:



-          Verás, Artemio, el juez no quiso meter al capo en preventiva sin fianza, así que anda por ahí, con todo el clan y sus abogados, tratando de encontrar a nuestra testigo para apiolarla. Después de todo, es la única prueba sólida que hay contra ellos.

-          ¿No la habéis puesto a buen recaudo?

-          Hombre, seguimos siendo profesionales, pero estos tíos tienen enlaces y soplones en todas partes. Hace unos días, dieron con su paradero y le mandaron un recadito que le ha puesto los pelos de punta.

-          Me lo figuro.

-          La muchacha está de los nervios y no me extrañaría que se volviese atrás o hiciera una tontería. Y aún nos queda lo peor.

-          Traerla para el juicio y que testifique sin problemas.

-          Claro. Y ahí es donde entras tú. Te voy a pedir un favor muy grande.

-          ¿A mí? ¿No tienes ya policías de confianza a tu mando, o qué?

-          Por supuesto y muy buenos, pero sabes que siempre hay garbanzos negros y gente que no es de fiar. Por miedo o por dinero, algunos están a la que salta y no tardarían ni un minuto en ir al gran Pelines con el soplo. Y eso puede costarle la vida a la chica… y a alguno de los hombres que la custodiasen.

-          ¡Ah, ya! Sería mejor que me matasen a mí. Total, ya estoy jubilado…

-          ¡Qué cosas tienes, Artemio! Hecho en secreto, no tienes nada que temer. Yo mismo, o el jefe de la anti-droga, te llevaríamos a la chica una semana antes del juicio. Bastaría con que no saliese de casa.

-          ¿De casa? ¿Me estás proponiendo que la meta en mi casa, con mi madre, la asistenta y toda la pesca?

-          Bueno, o en una habitación de una de las dos pequeñas pensiones que hay en tu bloque, como si fuese una sobrina tuya. Ya sabes, la Pensión Flora o la de Nicomedes.

-          Vamos, que ya lo tienes todo pensado y calculado.

-          Todo, Artemio, hasta tu buen corazón y tu genio de gran policía.

-          Déjate de halagos. ¿Y si digo que no?

-          Pues me harías polvo, porque hay algo que todavía no te he confesado.

-          ¿Lo qué?

-          Que la chica, de vida alegre y todo, es hija de una antigua novia mía, de la que guardo un recuerdo imborrable.

-          A ver si me vas a salir con que es hija tuya…

-          Artemio, por Dios, no llegó a tanto. Es que su madre falleció hace veinte años y, separada de su marido, me pidió que velara por ella, bueno, por Angélica.

-          Pues no has tenido mucho éxito, no. Chica de alterne en un antro de traficantes. ¿Se droga ella?

-          Nada, ni una raya.

-          Claro, ¿qué le va a decir al tío C.?

-          Bueno, Artemio, amigo, compañero, ¿qué me dices, sí o no?

-          Dame tres días para preparar el terreno y luego me la traes a casa. Pero tú en persona: no quiero correr riesgos.

-          Excelente. Eres un fenómeno. A propósito, ¿conservas la pistola?

-          Eres de lo más tranquilizador. Pues sí, la conservo: la vieja Star 28 PK, que tengo desde el año ochenta y siete, y me hice el loco cuando me la reclamaron de la armería.

-          Estará en buen estado.

-          Como su dueño, leñe. Y, si quieres a Clint Eastwood, vete a Hollywood por él.









    3.  La metamorfosis


           Le pedí a Asterio que continuase él con la narración, pues me pareció que el capítulo precedente no estaba del todo mal, por más que –como escritor novato- empezase asegurando concisión y luego se fuese por las ramas y con párrafos demasiado largos. Su respuesta no fue como para reflejarla, negro sobre blanco. Así que he de ser yo, su vecino y casi amigo, quien avance en el relato o, más bien, lo transcriba pues, dado lo reservado del tema, nadie sino Asterio podría ser la fuente.



           El asunto del policía veterano y la ninfa podía haber pasado sin dejar huella, o casi, a no ser porque, al tercer día de reclusión en la pensión de Flora, aquel recibió de su protegida una llamada apremiante; justamente, a las 22:07 horas, según las anotaciones que el concienzudo guardián de la ley conserva en su agenda ad hoc:



      -          Asterio, estoy en ascuas. ¿Puedo ir a verte inmediatamente?

      -          De ninguna forma. Sea lo que sea, quédate ahí y cierra la puerta con llave. Voy ahora mismo.



           El tema indemorable resultó ser una llamada a la pensión, hecha desde el interfono a media tarde. Preguntaron por una chica forastera, llamada Virginia. Naturalmente, la dueña dijo que nadie había que respondiese a ese nombre y, cuando insistieron con otros detalles, doña Flora se mosqueó y colgó. Pero, un par de horas más tarde, volvieron a llamar –esta vez, al teléfono fijo de la pensión-, preguntando nuevamente por una huésped llegada hacía poco, llamada Virginia o algo parecido. Una chavala joven, guapa y de ojos azules, apostillaron. Flora empezó a preocuparse y avisó a Angélica, después de colgar, dado que la joven respondía a esa descripción. Añadió que, cuando la llamada del interfono, se había asomado a la ventana, viendo como dos hombres subían en un coche conducido por otra persona y salían del estacionamiento demasiado aprisa.



           Asterio, sentado en la butaca de la habitación de Angélica, rumió cuanto esta le decía y, tal vez por tranquilizarla, reflexionó:



      -          No veo qué haya de malo en el episodio. Acabo de ver al entrar que hay otra chica de pensión que también responde a esas señas. Eso, por no contar a la hija de doña Flora, aunque esa tiene los ojos verdes. Por otra parte, tú no te llamas Virginia ni nada parecido, sino Angélica.

      -          Ahí está lo malo, Asterio, que en efecto me llamo Virginia. Angélica es el apodo que se le ocurrió al comisario C. para presentarme en sociedad mientras durase todo esto.



           El policía dio un respingo y respondió:



      -          Sin dar muchas explicaciones, me voy a quedar por aquí un rato, haciendo compañía a doña Flora, como si fuese en interés general de la pensión. Luego, me iré a casa, con el móvil a la cabecera de la cama. Si necesitas…



           Angélica suplicó:



      -          Por favor, no me dejes aquí. Ya sabes cómo las gastan los Dobarro y las relaciones que guardan con los Pelines.

      -          ¿De qué rayos conoces tú a los Dobarro ni sus compadreos con los Pelines? Me está oliendo que, entre C. y tú, me la habéis liado como a un panoli.

      -          Y, además, doña Flora ha hecho comentarios con todos los huéspedes, y más que hará mañana, si llegamos allá. ¡Asterio, por Dios, llévame a tu casa o devuélveme a Castellar, a casa de C.!



           El interpelado comprendió que, así a botepronto, no tenía otra salida. Gruñendo y rezongando, concluyó:



      -          Está bien, haz el equipaje y despídete de doña  Flora como si te fueses a otra pensión, o regresaras a casa. Yo improvisaré sobre la marcha: tiene plena confianza en mí y, por otro lado, se quedará muy tranquila quitándose un posible problema de delante.



           A las 23:37 horas, con el mayor sigilo y sin encender luces, la pareja entraba en casa de Asterio y –según me aseguró este- Angélica quedó aposentada en la habitación de familiares,  al lado de la suya y frente por frente con la de su madre. ¡Lo que hubiera dado yo por coincidir con ellos en el garaje o la escalera y saludarlos con el retintín que merecían lo avanzado de la hora y la belleza de la joven!



      ***



           No me puedo figurar la sorpresa ni la reacción de doña Reme –la madre de Asterio, como antes les dije-, al ver salir de la habitación de enfrente a una joven desconocida en camisón, cuando coincidieron en el pasillo con ocasión de un desfile simultáneo hacia el retrete; bueno, por eso y porque la señora no veía muy allá ni se percató de qué habitación salía Angélica. Era de las cosas que, aunque mi vecino y casi amigo contaba muy serio, no podía menos de terminar con una carcajada:



      -          Figúrate, Vicente, a las dos dándose las buenas noches por sorpresa y a media luz. Cómo sería la cosa, que mi madre no osó aparecer por mi dormitorio en toda la noche, sino que esperó a que, la mañana siguiente, fuese yo quien me explicase e hiciese formalmente las presentaciones. A todo esto, contando las cosas a medias, para no meter la pata. En fin, creo que, hasta que Pepita no recibió el encargo y advertencias correspondientes por mi parte, mi madre debió de pensar que su hijo había pasado la noche de su vida.



           Tampoco podemos asegurar que la sirvienta no se hiciese ciertas preguntas, cuando le fue presentada la invitada como una prima de Toledo, venida a Villafranca para alejarse de un marido maltratador, hasta tanto encontraba un acomodo definitivo. En cualquier caso, Pepita no era ajena a ese triste mundo de la denominada violencia de género y se encariñó con Angélica, ofreciéndole sus buenos oficios para hallar casa de acogida. Doña Reme, que tenía una versión de los hechos diferente, aunque igualmente alejada de la verdad entonces conocida, salió al quite:



      -          No te molestes, Pepa, que la señorita estará aquí unos días nada más. Anda, empieza tu tarea y limpia los cristales del salón.



           ¿Qué cuál era la historia que Asterio había urdido para doña Reme? Pues que Angélica era una policía en peligro por motivos secretos, que había sido puesta bajo la protección de su hijo, hasta que le buscasen en unos días la vía de escape de un destino en una embajada española en el extranjero. Vamos, algo que impresionase a la anciana, forzándola al secreto, y, al propio tiempo, excluyese cualquier malentendido o cuestión moral, por el hecho de ser una chica de alterne. Angélica, quizá con malicia, le preguntó:



      -          Asterio, ¿te da vergüenza de que sea una chica de vida alegre?

      -          A mí, no, pero seguro que a mi madre sí. Anda, no preguntes más y prepárate a pasar el tiempo que queda hasta el juicio, sin salir de casa.

      -          Vaya, veo que por fin has tomado en serio mi miedo hacia los Dobarro.



           No le fue difícil a Angélica pasar aquellos cuatro días. De hecho, parecía encontrarse como pez en el agua. Prestando atención a doña Reme y siguiendo todas sus indicaciones, se metió a la señora en el bolsillo. Con Pepita hablaba de machismo y de la maldad de los hombres, como una verdadera experta. Y, en los ratos libres, ayudaba al ama de la casa en la cocina, escuchaba música de la selecta colección de Asterio, o leía algún libro de su nutrida biblioteca. El policía procuraba hacer vida normal por encima de todo, a fin de no despertar sospechas; incluso, mantenía el paseíto vespertino con su madre, que le obligaba a dejar sola a Angélica. Su protector repetía hasta la saciedad el mandato de no abrir puerta alguna, no asomarse al exterior y no contestar el teléfono. Angélica sonreía:



      -          Me va a entrar complejo de Blancanieves.

      -          Déjate de guasas, que me acuerdo de la madrastra y la manzana.



           Sólo después de cenar, Asterio rompía la rutina y charlaba paternalmente con la chica. De fondo, música clásica o televisión, para amortiguar las voces. La joven tenía bastante más conversación de la que se presumía en una moza de su ambiente. Es más, desviaba en cuanto podía la charla, si surgía el tema de su forma de vida o del juicio en que había de testificar:



      -          Sabes, Asterio, me da repelús sólo de pensar en estas cosas, y más en una casa como esta, tan agradable.

      -          Ya, pero prepara a fondo lo que has de decir, que los abogados de esa gente son más listos que el hambre. Yo podría orientarte…

      -          No te preocupes, que ya estoy bien aleccionada. Y, a propósito, ¿por qué se llama esta pieza La trucha?

      -          Pues porque Schubert quiso representar con ella el carácter y movimientos de ese pez de río. No sabes lo endemoniado que es de pescar.



           En cambio, la moza parecía disfrutar cuando su carcelero –como a veces lo llamaba- sacaba a relucir algo de su experiencia o conocimientos policiales. Angélica lo comprendía perfectamente y hasta captaba muchas cosas al vuelo. La tercera noche, preguntó:



      -          ¿Qué te ha llevado a estudiar Derecho a estas alturas? ¿Te parece poco rollo lo que has tenido que saber para ejercer de policía?

      -          No sé. Tal vez, después de haber vivido en el mundo de la eficacia, ahora quiera zambullirme en el de la legalidad.

      -          Me vas a decir a mí que los abogados y los jueces se pirran por la ley y la justicia…

      -          He conocido de todo, como entre mis colegas. Por ejemplo, C. es un buen tipo, aunque un poco liante.

      -          No lo sabes tú bien. En fin, Asterio, se ve a la legua que has sido un tío legal. En mi mundo, tengo que ser un lince para esas cosas. Basta con ver cómo me tratas.

      -          Compromisos del oficio y de la amistad.

      -          ¿Y ahora que me conoces, crees que ha merecido la pena?

      -          Tú llega con bien al juicio y hunde a esos mafiosos. Lo demás no cuenta.



           Lo dijo de una forma, que los ojos azules de Angélica se entristecieron, vaya usted a saber por qué.



      ***



           Se lo noté hasta yo, que no soy precisamente detallista. El juicio de marras estaba señalado para durar no menos de una semana y, por razones procesales y de efectismo, la declaración de Angélica fue fijada para la quinta jornada. Asterio fumaba en pipa:



      -          ¡Será sinvergüenza mi amigo C.! ¡Así que cuatro días, ya, ya! Ahora son cinco días más, y veremos si no hay retrasos. No, pues como se suspenda el juicio, le pongo a su amiguita en la calle. Solo me faltaba…



          Obviamente, sus soliloquios quedaban fuera de mi ámbito auditivo, pero se le veía tenso y de mal humor. Hasta alcanzó a llegar tarde al café él, que tenía un reloj en la barriga.



          Las malas noticias raras veces vienen solas. La misma noche en que Asterio conoció la necesidad de seguir vigilando por Angélica una semana más, recibió una angustiosa llamada de doña Flora. Para evitar una mayor inquietud por parte de su madre, colgó inmediatamente y se presentó en la pensión. La dueña estaba aterrorizada y la emprendió con el pobre policía:



      -          ¡La próxima vez que me traiga una huéspeda, que sea trigo limpio! ¡De usted es de quien menos esperaba una faena semejante!

      -          Cálmese, señora. Vamos a una habitación tranquila y me cuenta.



           Lo que le contó era, ciertamente, como para inquietar al más bregado. Dos sujetos –al parecer, los mismos vistos desde la ventana, días atrás- se habían presentado una hora antes en la pensión, diciendo no sé qué de la brigada criminal y exigiendo ver el libro registro de clientes. Doña Flora, comprendiendo enseguida de lo que se trataba, les convenció de que la persona que buscaban se había marchado días antes, con rumbo desconocido. Al propio tiempo, les pidió carnés o placas y les advirtió que no se fiaba de ellos y pensaba llamar inmediatamente a la comisaría. Para impresionarlos más, agregó:



      -          Ya es la segunda vez que vienen por aquí y tengo cogida de la vez anterior la matrícula del coche de ustedes.



           Los individuos habían cuchicheado entre ellos y cogido el portante, con palabras nada amistosas, sino más bien amenazadoras.



      -          ¿Y es cierto que cogió usted la matrícula?

      -          Quiá. Para matrículas estaba yo. Si no llega a ser porque había más gente en casa, me desmayo. ¿Pero quién demonios es esa chica que andan buscando?

      -          No puedo decirle más de lo que le expuse de principio. Lo único que tiene usted que saber es que esa chica ha marchado a otra parte y que, si vuelven a molestarla, me llame usted inmediatamente. Y lamento las molestias.



           Al volver a casa, Asterio pasó un buen rato en su habitación, reflexionando lo que hacer. Finalmente, llamó aparte a Angélica y le dijo:



      -          Parece que los Dobarro andan rondando. Máxima precaución y a obedecerme en todo, que esa gente no se anda con chiquitas.







        4.  La revelación





               Angélica sobrellevaba cada vez peor el encierro forzoso, que ya duraba una semana. Doña Reme, al principio muy acogedora, le iba poniendo peor cara, ante la tesitura de salir sola a dar el paseo y no poder abrir la puerta a nadie. Asterio, con cualquier pretexto, escudriñaba desde las ventanas o salía a hacer una breve ronda alrededor de la casa, echándose la star al bolso, por si acaso. Cada llamada telefónica era una amenaza en potencia; cada timbrazo, un sobresalto. Pepita se había convertido en el comodín: en vez de limpiar y planchar, se le encargaban las compras y cualquier recado que supusiera más de cinco minutos de camino. De hecho, empezaba a sospechar que eran demasiadas precauciones para que –según le decían- el marido de la huéspeda no incomodase a esta. A la anochecida, tensos y cansados, habían abandonado la costumbre de la charla o la película y se retiraban con un libro a su respectiva habitación. Afortunadamente, tenían noticias de que el juicio de Castellar se estaba celebrando, pese a todas las cuestiones y triquiñuelas de los defensores para intentar suspenderlo. En principio, el día de la declaración de la joven se mantenía inmodificado.



               Dos días antes del señalado, en su ronda vespertina Asterio localizó un B.M.W. estacionado en marcha que, tan pronto se aproximó él, arrancó a considerable velocidad. Se puso en guardia y memorizó la matrícula. Después, hizo como si se metiese en el garaje, pero quedó tras la puerta peatonal. Como esperaba, unos minutos más tarde, hizo su reaparición el pomposo turismo, al que subieron rápidamente dos individuos apostados en la acera opuesta. Mi vecino y casi amigo subió a casa enfadado:



          -          Y ahora, ¿a quién diablos le pregunto yo por la matrícula de ese coche? Los de Castellar no tendrán idea y los policías de aquí no saben nada de este asunto.



               Angélica lo escuchó con paciencia. Luego, con suavidad, respondió:



          -          Voy a llamar a C. Que él se encargue de consultar el registro de vehículos.



               Dicho y hecho. Asterio estaba sorprendido:



          -          Tenías el número de su móvil…

          -          Claro, para cualquier emergencia.



               Una hora más tarde, el propio C. les dio la respuesta ansiada:



          -          El coche está a nombre de una tal Rosa Cabezón.

          -          La mujer de Felipe Dobarro, aclaró Asterio. Es lo que me temía.

          -          Que dice C. que tranquilos. Pasado mañana estará todo resuelto y, entre tanto, que si quieres que te asigne refuerzos.

          -          Dile que el único refuerzo que necesito es que sus hombres no nos vendan a los traficantes.



               Angélica cortó la comunicación y, como quien toma una decisión repentina, se levantó bruscamente del sofá y fue para su habitación. Regresó enseguida, trayendo medio escondido un objeto, que, al comprobar que seguían estando solos en el salón, puso en manos de Asterio. Este dio un salto:



          -          ¡Diantre, una pistola!

          -          Y no una cualquiera. Una HK Compact, último modelo.

          -          ¿De dónde la has sacado? ¿Está cargada? ¿Sabes manejarla?



               Angélica se echó a reír. Eran demasiadas preguntas juntas, y todavía faltaba otra, implícita:



          -          Es una pistola que usan los policías de ahora…

          -          Claro, querido compañero, es que yo soy del Cuerpo.



          ***



               Media hora más tarde, quedaba todo aclarado, aunque Asterio se sintiese más confuso que al principio. Resumiendo a modo, resultaba que Angélica era, en efecto, Virginia S., inspectora de la promoción del mismo año de la jubilación de Asterio. Guapa, preparada y decidida, había hecho las prácticas en Castellar, donde se ganó el aprecio y confianza de su tutor, el comisario C. Cuando, un par de años después, se planteó un trabajo a fondo para desmantelar el clan de los Pelines, al demonio debió ocurrírsele meter a una agente de policía encubierta en el club El Encanto, a la vez, madriguera y lugar de relax para aquellos tipos, regentado por un bonaerense emparentado con ellos. De un modo y manera que Angélica (sigamos llamándola así) no quiso precisar, fue ella la encargada de agujerear la fortaleza, en forma de camarera, pronto desdoblada en chica de alterne, en cuanto se percataron de sus muchos encantos y disponibilidad. Asterio estaba atónito:



          -          Pero tú sabías de servir…

          -          Mis padres regentan un bar en Leganés. Lo de alternar me costó aprenderlo sobre la marcha, pero no creas: lo esencial es ser tolerante…

          -          … Por no decir complaciente. Pero ¿cómo rayos te convencieron para eso?

          -          Ya sabes que a nadie pueden obligar para que actúe de encubierto, pero hay muchos modos de presionar, positiva y negativamente. El hecho es que fui pasando bastante información, hasta que nos llegó la gran oportunidad, de la forma que, mejor o peor, te contó el comisario. El resto es pequeña historia.

          -          ¿Cómo que pequeña historia? ¿Qué pinto yo en todo este asunto?

          -          Ya lo sabes. Estuvieron a punto de localizarme y darme matarile. Se le ocurrió a C., que te considera un tipo listo y legal: el mejor de la Científica que hemos tenido por aquí, dijo. Y yo estoy de acuerdo, eres todo un policía.

          -          Si, un tipo tan seguro, que le cuentan una milonga para que se trague el anzuelo.

          -          No seré yo quien justifique a C., pero había sus razones. ¿A que no te hubieses encargado de guardarme, si llegas a saber que soy una especie de agente provocadora, una policía con dudosas artes?

          -          Eso ni lo dudes. Siendo policía, a ti y a tus compañeros toca defenderte. Y, en cuanto a lo otro, ya sé que es legal pero qué quieres que te diga, me parece sucio, eso de que el fin justifica los medios.

          -          ¿No habrías hecho tú lo mismo? No creo que los traficantes merezcan tanta consideración.

          -          Los traficantes no, querida, pero tú sí. Claro que, si tú misma no te das a valer…



               Angélica se puso en pie, cual la viva imagen de la indignación, tirante y sofocada. Por un momento, los dos pares de ojos cruzaron sus miradas con fijeza. Luego ella salió de la habitación, dando un portazo. Casi se lleva a doña Reme por delante en el pasillo. Dice la anciana que le oyó algo muy fuerte, que no me ha querido detallar; solo dice ahora:



          -          Vaya con la policía. Menuda lengua tenía.



               Esa noche, Angélica no acudió a la llamada para la cena. Asterio, paciente, puso los platos en una bandeja y, sin apenas llamar, se la llevó a su habitación. La joven estaba echada en la cama, leyendo una historia del cine negro de la librería de su anfitrión. Este se limitó a decir:



          -          La cena. No hace falta que salgas: ya recogeré el servicio mañana por la mañana.



               Como Asterio esperaba, la chica le llevó la contraria y devolvió el servicio a la cocina, aunque sin apenas probar bocado. El policía, que aún estaba fregando, dijo conciliador:



          -          Gracias. Mañana tendrás que comer mejor, no sea que enfermes y tengamos que seguir aguantándonos un tiempo más.



          ***



               Al día siguiente por la tarde, Asterio se presentó en el café a la hora de costumbre. Parecía más tranquilo y relajado. Haciendo un aparte, me pidió el coche para el día siguiente:



          -          Lo necesito para ir a una gestión especial. Te dejaré las llaves del mío, por si tú necesitas salir.

          -          Muy grave debe ser, para lo poco dado que eres a pedir favores.

          -          Ya te contaré; te lo prometo.







            5.  Conclusión



                   Le he pedido a Asterio que contase él mismo el desenlace de su viaje secreto. Por toda información, me ha facilitado un recorte del Noticiero de Castellar, correspondiente al siguiente día de la declaración de Angélica en juicio. Ocupa toda una página, con fotos y todo, pero el resumen, recuadrado y en negrita, es mucho más escueto. Vean:



                   En la sesión matinal del juicio de ayer, declaró por fin la agente de policía que se infiltró en el club El Encanto y participó en la entrega de droga que propició la detención del Felete con las manos en la masa. A lo largo de las tres horas que duró el interrogatorio, la policía, conocida como la testigo T-4, dio toda clase de detalles sobre tráfico de drogas y blanqueo de dinero por los principales miembros del clan de los Pelines. Los abogados de estos impugnaron el testimonio y trataron infructuosamente de que la testigo diera su nombre o, al menos, el número de su carné profesional. El fiscal se opuso, alegando que la operación tenía autorización judicial, que estaba debidamente motivada y que los acusados y sus compinches podían tomar venganza, si no se adoptaban las debidas precauciones. El tribunal aceptó las tesis del Ministerio Público; los abogados defensores formularon protesta y anunciaron que interpondrán recurso de casación.





              -          O sea, deduje de la lectura, que la chica declaró por fin y muy bien, a lo que dicen.

              -          No lo sé. En cuanto la dejé en la comisaría de Castellar, en manos de C., cogí el portante y regresé a  Villafranca. Ya recordarás que te devolví el coche antes de la hora de comer.

              -          Eres la monda. Al menos, me dirás cómo acabó todo.

              -          Si te refieres a la sentencia, condenaron a todos los acusados, de ocho años para arriba. Claro que luego puede venir el Tribunal Supremo con la rebaja.

              -          Y, en cuanto al resto…

              -          El resto es historia menuda, me replicó, remedando seguramente lo de la pequeña historia de Angélica.



                   Así que lo siento, pero nada más puedo contarles. ¡Ah, sí! No sé si tendrá o no que ver con lo sucedido, pero mi vecino y casi amigo parece haber perdido su interés por los estudios de Derecho. El otro día, charlando con doña Reme, me enteré de ello:



              -          Ya sabes lo callado que es, pero parece que el curso que viene va a matricularse en Historia. Dice de mí, pero yo más bien creo que es él quien ya chochea.  


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