viernes, 30 de septiembre de 2011

PRESCRIPCIÓN FACULTATIVA



Prescripción facultativa



Por Federico Bello Landrove



     A mitad de camino entre el cuento policiaco y la crónica sentimental, esta historia no lo pretende, pero acaba teniendo su moraleja: que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Menos mal que, como es un tanto inverosímil, el lector puede seguir anestesiado con otro mensaje muy conocido, también propio de nuestro refranero: con la intención basta.





    1.  Prólogo, en retrospectiva



           En la primavera de 1957 murió mi madre y ello fue lógico motivo de que regresara yo a Castellar, de donde los avatares profesionales me habían arrancado bastantes años atrás. Semanas más tarde, volví por mi ciudad natal, a comprobar el resultado de las labores de limpieza y grabado de la lápida y para levantar la casa familiar. Como comprenderán, no estaba pasando los mejores momentos de mis cuarenta y tantos años de existencia.



           En aquella época, el camino del cementerio estaba clara y finamente enmarcado por la silueta de los cipreses que sombreaban sus orillas. Incluso, creo recordar que la calzada estaba aún sin pavimentar, para placer de quienes, como yo, gustan de hundir sus pasos en la arena apisonada, con ese crujido hueco y rítmico que tanto acompaña al caminante. A la vuelta, algo cansado y sudoroso, entré en una taberna para reposar y tomar un refresco, y allí me lo encontré.



           Habían pasado quince años y el caballero giró lo suficiente su figura, como para hurtarme la visión del rostro, de lo que deduje que quería pasarme inadvertido y evitar cualquier clase de comunicación. Pero no tengo la menor duda de que era él, Salvador Arenales, alias Jesús Lacambra, uno de los protagonistas de mi primer caso realmente notable como policía.



           Cual chico pillado en alguna fechoría, yo también miré para otra parte y acabé la bebida en cuanto pude. Salí, pues, antes que él y, a través de la ventana que desde la calle iluminaba el barucho, me detuve a contemplar aquella silueta del pasado, ahora ligeramente encorvada; aquél rostro, que las arrugas empezaban a endurecer; el cabello, ya bastante encanecido y raleando en la coronilla. No había duda. Reanudé la marcha y me entretuve todo el camino recordando los pormenores de la historia, archivados sabe Dios en qué sótano polvoriento y ya enmohecidos en mi algo frágil memoria. Al llegar a casa, solitaria y destartalada, no tuve cosa mejor que hacer: me senté a la mesa de despacho de mi padre y, en el dietario del último año de su vida y a lápiz, redacté unas extensas notas, que ahora he decidido pasar a limpio, sin otro objetivo que rendir tributo a la nostalgia de un jubilado por revivir algo de su juventud.



           Evidentemente, no pretendo que les guste el relato, pero lo que no les consiento –por decirlo así, y ustedes disculpen- es que lo den de lado con el cómodo argumento de que es inverosímil. Les aseguro que es cierto; tanto, como la malhadada guerra que le dio origen. Tan cierto, en fin, como otros muchos casos de mi dilatada vida profesional, en los que la realidad superó también la fantasía, pero que no puedo contarles por afectar al secreto profesional. En cambio, en este, como no hubo delito, no tiene importancia divulgarlo tantos años después. ¡Un caso sin importancia! Seguro que los implicados no pensarían lo mismo.





        2.  La versión de Salvador Arenales



               La guerra acabó sin que llegase a disparar un solo tiro. Mi padre era maquinista de primera de la Compañía del Norte y logró emboscarme de voluntario en los ferrocarriles antes de que llamasen a mi reemplazo. Aprendí mucho de pasaportes, tarjetas de embarque y expediciones. Recuerdo con cierto afecto la pequeña oficina con vistas al monumento de Colón y hasta las guardias nocturnas, entre raíles y balasto, más preocupado por los ladrones y descuideros que por la improbabilísima presencia del enemigo. Yo era por entonces, pese a mi corta edad, trabajador y responsable. Cuando acabó la contienda había llegado a cabo y tenía medio preparadas las asignaturas de Comercio, estudios que había comenzado en el año treinta y cinco.



               Los exámenes de posguerra fueron durante un tiempo muy sencillos para los vencedores. Hay quien dice que algunos se aprobaron yendo de uniforme y poniendo la pistola encima de la mesa del tribunal. Yo no tenía graduación ni caradura para tanto; de modo que me llevó dos convocatorias poder colgar el título en el comedor de casa. Luego, a tratar de colocarse pronto y en cualquier cosa, pues era el mayor de tres hermanos y mi padre ya padecía la tuberculosis que acabaría con su vida unos años más tarde. Decidí renunciar a todo, con tal de poder preparar además unas oposiciones que me dieran cierto lustre y total seguridad. Así que, ni chicas, ni diversiones, ni descanso. Solo me permitía un exceso: antes de cenar y echarme al coleto otras tres horas de estudio, salía a dar un paseo de ida y vuelta hasta la Rubia, a tan buen paso, que no me llevaba más allá de una hora. Así, día tras día, siempre por el mismo camino.



               Ese recorrido cotidiano era el momento de pensar y hacer planes. En el invierno, de noche y con niebla, hasta me atrevía al soliloquio, que cortaba al cruzarme con alguien. En el buen tiempo, con sol y numerosos paseantes, apenas musitaba mis reflexiones. Tal vez –sí, seguro- me viniera a la mente en alguna ocasión mi amigo Jesús Lacambra, compañero de bachiller, que me había dejado por la Universidad, cuando yo inicié Comercio. Claro, él era mucho más brillante y de mejor posición social. No le envidié por ello; simplemente lo lamenté, por distanciarme de alguien a quien profesaba sincero afecto. Bueno, por él y por la familia. Yo frecuentaba su casa, ya para estudiar juntos, ya para recogerlo antes de ir a cualquier parte. Mi madre me hizo alguna advertencia contra tal asiduidad, sobre todo, al percatarse de que menudeaban préstamos e invitaciones. Hijo, que lo poco agrada y lo mucho cansa, me decía. Pero yo, erre que erre, aunque sin descubrir a nadie mi mayor interés por la familia Lacambra: la hermana pequeña de Jesús, un sol dos años menor que nosotros, estudiosa y tímida, a quien dedicaba la poca atención que me permitía su hermano. Yo no sé si ella se daría cuenta entonces. La abuela, con esa maliciosa perspicacia de la gente mayor, me espetó un día:



          -          Hay que ver lo que os parecéis Cari y tú en carácter y forma de ser. Haríais buena pareja.



               No recuerdo quién me lo dijo, pero sí que fue a los pocos días de haber sucedido: El inconsciente de Jesús, aunque sin connotaciones políticas importantes, se había presentado voluntario en los primeros días de la guerra y, a espaldas de su familia, habíase embarcado en la primera expedición al alto del León. En uno de los muchos ataques y contraataques, lo dieron por desaparecido y así siguió formalmente durante años. En realidad, nunca hubo seguridad plena acerca de lo sucedido, pero atando cabos, entre tumbas, cadáveres, declaraciones y el propio transcurso del tiempo, lo dieron por muerto. A principios del treinta y nueve, cuando la sierra fue quedando en paz, extrajeron de una fosa común los restos de un muchacho destrozado por la metralla y los enterraron en la sepultura de los Lacambra. Bueno, todo eso lo supe después, cuando reanudé mis lazos con la familia de Jesús. Para entonces...



              



            3.  El padre de Jesús continúa el relato



                   No me lo puedo explicar. Ni un servidor, ni Jesús teníamos nada de políticos, aparte de nuestras ideas, como es lógico. Si no toma nota escrita de ello, le diré que yo era simpatizante de los radicales, sobre todo desde que se les unieron los albistas. Ni siquiera éramos gente de iglesia. Ya sabe, de casa al comercio y del comercio a casa. Bueno, eso yo, que mi señora era maestra de la Rondilla. Vamos, gente de orden, equilibrada y que nunca se nos hubiese ocurrido malmeter a nuestros hijos… ¡Qué digo!, si eran unos chiquillos. Jesús acabó el primero de Derecho justo antes del Alzamiento: tenía recién cumplidos los dieciocho. Era listo, alegre, muy sociable; amigo de todos, para que me entienda; ni F.U.E, ni S.E.U., ni otras jerigonzas. ¿Quién le mandaría alistarse? Sería por presiones, o la emoción del momento; no sé, ganas de salir de casa y jugar a la guerra. Ya ve en qué acabó el juego. Ni vivo, ni muerto; nada de cierto se sabe y ya han pasado más de cinco años. Hombre, de que murió no puede caber duda razonable, pero la familia siempre se agarra a un clavo ardiendo, aunque esa absurda esperanza haga todavía el dolor más insoportable.



                   Mi mujer se vino abajo. Tenemos dos hijas, una mayor que Jesús y otra más pequeña, pero él era su ojito derecho. No es que lo prefiriese por ser chico, sino por lo cariñoso y abierto. El parto fue muy difícil y en el veinticuatro creíamos que lo íbamos a perder, de la difteria. Seguramente eso hizo que, entre madre e hijo, se anudase un vínculo muy profundo; tan profundo, que no pudiera vivir la una sin el otro. En fin, usted conoce lo que pasó: de la incertidumbre y la pena se volvió como boba, catatónica, nos dijeron. Sólo reaccionaba como una posesa, cuando tocábamos alguna cosa de Jesús o hablábamos de él como de alguien fallecido.



                   Efectivamente, el doctor Cifuentes nos aconsejó un periodo de reclusión en su sanatorio del Paseo. Quería observarla a conciencia y alejarla de una casa en que todo le recordaba al hijo perdido. Ya sabe que el edificio de la clínica, aunque urbano y pequeño, tiene un hermoso jardín que invita a pasear y lo aísla de la curiosidad de la gente. Para mí que mi esposa, aparte de coger color, no mejoraba nada y, por otra parte, la presencia de otros enfermos no creo que fuese una buena influencia. Allí se pasó cuatro meses, miento, cinco. Nos llevaban los demonios porque el doctor nos autorizaba las visitas con cuentagotas y por no más de diez o quince minutos. Y así marcharon las cosas hasta que empezó con su obsesión de que había visto a Jesús, que todas las tardes pasaba por delante del sanatorio –ella lo llamaba el balneario, vaya usted a saber por qué- y le sonreía.



                   Para qué le voy a detallar lo que conoce de sobra: transferencia de personalidad, la llamó el médico. En fin, que por asociación de recuerdos y confusión de los deseos con la realidad, mi Anselma vino en creer que Salvador Arenales, el compañero y amigo de mi hijo, era este mismo, que había vuelto a Castellar y pasaba todas las tardes junto a la verja del sanatorio Cifuentes.



                   Dudo que a nosotros se nos hubiese ocurrido, pero el doctor lo sugirió como terapia de choque. Se trataba de seguir la corriente a la enferma, acercando e introduciendo junto a ella a su falso hijo, de manera creciente, hasta conseguir que recuperase su autonomía y las ganas de vivir. Luego, también paulatinamente, el intruso iría alejándose y desapareciendo de nuestras vidas, de forma natural, como todo hijo va separándose de sus padres para vivir independiente, incluso en otro lejano lugar. ¿Y si Anselma, al asesar, nota el fraude y la toma contra todos nosotros? No lo veo posible –replicó el médico-; por de pronto, pueden intentar convencerla de lo contrario, acelerando, si no se lo cree, la marcha del sosias. Sí, lo reconozco, todo muy extraño, pero no teníamos nada que perder y, además, durante mucho tiempo la cosa fue como la seda.



                   Claro que había que contar con la complicidad de Salvador y con que hiciese todo lo posible por seguirle la corriente a Anselma y parecerse a Jesús. Y eso…





                4.  La hermana mayor toma la palabra



                       Nunca me gustó Salvador; para empezar, por lo pretencioso del nombre. Era reconcentrado y acomodaticio: pocas palabras y muchas sonrisas. Nunca llevaba la contraria, sobre todo, a las personas mayores. Mi madre decía que era una buena influencia para Jesús, por aquello del equilibrio entre los contrarios. Y luego, su embelesamiento por Cari; ¡pero si se le notaba a la legua! Y ella, como tonta, esperando una palabra suya, bajando los ojos cuando él la miraba. No dejaba de tener mérito el chico, buen estudiante, siempre con beca, responsable y nada egoísta: ¡lo que les costaba a mis padres que aceptase merendar en casa, o una invitación al cine! ¡Y cómo se portó cuando lo del engaño para curar a mi madre! Pocos hubiesen aceptado los sacrificios que le suponía. Claro que yo bien que me figuré sus motivos, aunque nunca creí que llegasen a tanto.



                       En un principio, la cosa parecía fácil y el médico nos convenció. Se trataba de no volver a hablar de Chus como de un muerto, admitir la posibilidad de que regresara, tener esperanzas; en suma, seguirle la corriente a mi madre. Lo más peliagudo era para Salva, que tenía que merodear por nuestra casa, hacerse el encontradizo, saludar a distancia; todo, con medida y por sus pasos contados. Con tanta historia, tuvo que descuidar sus oposiciones y empezar a llevar una doble vida. Mi madre recuperaba la ilusión de vivir y mi padre estaba dispuesto a todo. No somos ricos, pero la casa es nuestra y el comercio renta lo suyo. Quiero decir que mi padre impuso a Salvador la condición de pasarle una merced mensual, equivalente a la mitad de lo que pagaba al doctor Cifuentes por el tratamiento en el sanatorio.



                       Lo más difícil llegó cuando, a tenor de lo prescrito, Salvador empezó a ir por casa y a salir con nosotros. Bien es cierto que mi madre estaba tan obcecada, que no había posibilidad de renuncio. Tragaba con todo y apenas precisábamos de otro fraude que el de tratar a Salvador como si fuese realmente mi hermano. Él era tan serio, que no paraba de preguntarnos cosas de Chus y, entre eso y lo que ya sabía como su antiguo amigo, cada vez estaba más y mejor en su papel. Aunque procuramos que estuviera al tanto la menor gente posible, vecinos y amigos íntimos hubieron de saberlo. Mi padre les agradecía que siguieran la farsa y todo lo justificaba con dos palabras mágicas: prescripción facultativa.



                       La guerra a mí me hundió, ¿sabe usted? No soy ni mejor ni peor que la mayoría de las chicas de mi edad y en los estudios iba trampeando entre junio y septiembre. El conflicto le dio a mi padre la oportunidad que estaba buscando. Me sacó de la Normal de la noche a la mañana y me puso a despachar cremas y perfumes: Que si había muchos gastos; que si la perfumería era un negocio saneado y muy femenino. ¡Pamplinas! Aprovechó la enfermedad de mi madre para imponer su criterio de que los estudios de las mujeres, más allá del bachillerato, eran una pérdida de tiempo. La tienda era el sino de la familia Lacambra y yo, la más indicada para continuar la saga, al ser la mayor y regular estudiante. Eso, por no hablar de preferencias, que mi padre las tenía muy claritas hacia Cari. Así que mi madre, por Chus y mi padre, por Cari. A mí me quedaba la abuela, aunque para esto me valía de poco:



                  -          Con la perfumería lo tienes todo, boba: te quedas en Castellar, en vez de andar de pueblo en pueblo por las escuelas; tienes el futuro asegurado, y te puedes casar con quien te dé la gana, sin tener que esperar a un señorito.

                  -          Pero, abuela, ¿y si a mí me gustan los señoritos?

                  -          Pues yo creía que te iban más los de Obras Públicas.



                       Como siempre, dio en el clavo. Yo me veía, y algo más, con Ricardo, un administrativo del negociado de carreteras, casi vecino nuestro, del mismo portal en que vivía Julita.



                  -          ¿Julita? Me parece que estoy un poco perdido.

                  -          Tiene razón, señor policía, es que yo saco nombres, como cerezas de un cesto. Julita, Julia Maldonado, tonteaba con mi hermano antes de la guerra y ha tenido bastante que ver en esta triste historia.



                       Pues como le decía...





                    5.  Las confidencias de Julita Maldonado



                           Ni novios, ni acompañantes, ni nada por el estilo. ¿Cómo puede haber pensado tal cosa? Y conste que me puede perjudicar porque me casé el año pasado y estoy esperando un hijo, como puede usted ver. Ya, ya, que también yo participé en aquella pantomima. ¿Qué quiere? Era por poco tiempo, no me comprometía y mis padres eran conocidos de los de Chus. Así que apechugué con ello... Pero voy a procurar contarle las cosas por su orden. Vamos a ver.



                           No ocultaré que me gustaba Chus, ¿y a quién no? Era bien parecido, listo y muy simpático. Nuestros padres se trataban y vivíamos en la Acera, él en el 10 y yo en el 12. Yo no estudiaba; al acabar la escuela, fui a aprender corte con una buena modista de la Fuente Dorada. El camino de Jesús hacia el Instituto era común en parte con el mío para el taller. Alguna vez coincidíamos e íbamos juntos. Recuerdo que una vez también vino Salvador. La cosa no pasó de ahí; bueno, algún paseo por el Campo, una excursión en grupo al Pinar; vamos, nada. Yo era una más entre las amigas de Chus quien, por cierto, tenía un buen rato de ellas. Así que no sé por qué se figuraría doña Anselma que su hijo y yo... Bueno, sí lo sé. Un mediodía vinimos juntos desde la Fuente Dorada y, por broma, le dio por cogerme de la mano; yo le dejé hacer, pues era muy insistente y estábamos ya cerca de casa. En esto que miro para arriba y veo a su madre en el balcón del segundo. Me puse roja como una amapola y retiré la mano a toda prisa. Eso sería en la primavera del treinta y cinco, pero se ve que a la pobre señora se le quedó grabado, a juzgar por lo que pasó luego.



                           A poco de acabar la guerra –bueno, no recuerdo bien la fecha-, me llamaron mis padres al salón de casa. Había visita de don Manuel, el padre de Chus, y me dijeron que el buen señor tenía una cosa muy reservada que proponerme y que ellos no veían mal, si bien me dejaban libertad para decidir. Yo ya sabía algo del asunto que se traían entre manos para tratar de sanar a doña Anselma, pero aquello se salía de lo común. Resultaba que la señora, en su loco maquinar, pretendía que su hijo formalizara y retornase a su noviazgo de antes de la guerra, para ir pensando en casarse. Nada mejor para olvidar toda aquella tragedia, dicen que decía ella. En fin, que la novia era yo y que, si quería colaborar, habría de hacerme ver con Salvador y, en su momento, aceptar alguna invitación en casa de los Lacambra. Todo, en petit comité y relativamente rápido, pues ya tenían previsto el modo lógico de acabarlo:



                      -          Nada, aseveró don Manuel, que un buen día Jesús –es decir, Salvador- le dice que ha roto contigo por cualquier fruslería y que va a buscar novia de más fuste...

                      -          ¡Oiga, oiga!, ¿y por qué no se lo plantean a la inversa, por si hay habladurías?

                      -          Como quieras, hija –concedió-. El caso es que todos quedemos contentos. ¡Nos ayudarías tánto!



                           Nunca debería haber dicho que sí. Hay muchas cosas que se pueden contener e imitar, pero entre ellas no está el amor. Salvador estaba vacunado de epidemias repentinas, pues estaba la mosquita muerta de Cari, como supe más tarde. ¡Pero yo! Me enamoré de Salvador como una tonta. Él representaba tan bien su papel, que hasta llegué a hacerme ilusiones. Y, luego, las atenciones de don Manuel: que si una caja de cortados, que si un pañuelo para el cuello, que si un perfume de París de los de su comercio. Cuando nos hacíamos los encontradizos con doña Anselma, ella no paraba de darme consejos, casi siempre a propósito de su Jesús:



                      -          Hija, ten cuidado con él, que es muy atrevido. Y eso que ha venido de la guerra muy cambiado. Últimamente, se va soltando un poco, pero al principio casi no hablaba; solo sonreía y bajaba la cabeza.



                           Estaba tan colada por Salva, que le puse toda clase de objeciones cuando pretendió romper conmigo. Hasta creo que amenacé veladamente con irme de la lengua con su madre, si no continuábamos un poco más. Bien sabe Dios que lo hacía sin malicia, pues ya le he dicho que nada sabía de lo de Cari y él. Y en esas estábamos cuando...





                        6.  Cari Lacambra entra en escena



                               Me ha tocado ser la mala de la novela y eso que soy la que más he sufrido. Vaya por delante lo de la Magdalena: mucho se le perdona porque mucho ha amado. Si algún pecado he cometido, fue el de alegrarme con toda esa absurda curación por el engaño, que urdió el doctor Cifuentes. Ahí es nada, tener a Salvador junto a mí, cuando se había ido distanciando de nosotros por el trabajo y la muerte de mi hermano. Los dos éramos tímidos y, desde luego, yo no hubiese dado un paso hacia él, tomando la iniciativa, por nada del mundo. Pero volver a tratarnos y brotar el amor fue todo uno. Sí, es verdad, teníamos que disimular, por mi madre y por la pécora de mi hermana, que no podía ver a Salva. Mi padre no hubiese visto un beso a dos pasos y mi abuela..., mi abuela decía que estábamos pedestrinados, quiero significar, que nos daba su bendición.



                               ¡Y cuando empezó a subir a casa y quedarse a dormir de vez en cuando! Era inútil disimular. Hacíamos planes de futuro y ya nos veíamos, marido y mujer, en una casa como aquella, pero alejados de fraudes y familiares.



                               ¡Qué poco duró nuestra felicidad! Todo empezó con la manía de mi madre, de que Chus tenía que echarse novia y casarse. Fue mi hermana la que bromeó acerca de Julita y así se urdió esa comedia que, en mi opinión, fue la causa de todo.



                               ¡Vaya con Julita, que en serio se tomó su papel! Tanto, que pretendió quitarme a Salva. Aunque no he vuelto ni a mirarla a la cara, sé que anda diciendo por ahí que ella no sabía nada. Ya, ya. Una mujer adivina ciertas cosas y no me cabe duda de que él algo le diría, aunque con ello corríamos ciertos riesgos. El hecho es que me vine abajo, perdí la confianza en mí misma y en la firmeza de nuestro cariño, y empecé a sufrir como nunca lo había experimentado. Sí, sí, Salva no había cambiado, pero ella se deshacía en flirteos y confianzas. No diré que fuese una fresca pero, desde luego, se permitía familiaridades que yo nunca me había tomado con Salva, por muy enamorada de él que estuviera.



                               Parece de película y ni siquiera estoy segura de lo que pretendía yendo a su habitación a las tantas, con el corazón a cien y los ojos rojos, de llanto y de insomnio. ¿Iba a pedir explicaciones, a recibir consuelo?; ¿o, tal vez, a ofrecer a Salva lo que yo intuía que Julita estaba dispuesta a entregarle? Lo cierto es que, en camisón y con todo el cuidado de que era capaz, me llegué hasta el dormitorio de Chus –bueno, de Salva-, abrí la puerta y me quedé inmóvil, sin saber qué hacer, si despertarle o...; bueno, tampoco él debía de dormir. Encendió la lámpara de la mesilla y dijo solo ¡eres tú! Y yo me eché en sus brazos...







                            7.  La abuela termina la historia



                                   Le agradezco, señor policía, la piedad que tuvo el otro día con mi nieta, cuando se desmayó mientras estaba declarando. No vuelva a llamarla, por favor. Lo está pasando muy mal y no me extrañaría que acabase como su madre. Yo le contaré lo que quiera usted saber. Soy una inculta y parezco despistada, pero sé lo que pasó mejor que nadie. No en vano Cari es mi nieta predilecta y nunca tuvo secretos para mí. Y no tome lo que voy a decirle como indiferencia de suegra a nuera: siempre quise a Selma y hay que perdonarle todo el dolor que nos ha causado, pues quien pierde la cabeza por sufrimiento de madre merece toda la misericordia del mundo.



                                   Selma tenía la costumbre de recorrer las habitaciones de sus hijos, antes de irse ella a la cama, para desearles las buenas noches, darles un último encargo y hasta arroparlos. Se conoce que, como Salvador pernoctaba en casa sólo una o dos veces por semana, se olvidó de incluirlo en el recorrido y lo recordó durante la noche, cuando se levantase para hacer sus necesidades, o algo así. El caso es que entró de golpe y porrazo en el dormitorio de Chus, cuando Salva y Cari estaban juntos en la cama, con la lámpara de mesilla encendida. Puede usted figurarse la escena y la emoción que sufriría ante lo que creía un incesto flagrante. Los chicos quedaron tan avergonzados, que no supieron reaccionar hasta pasado un rato, en que Cari se retiró a escondidas a su habitación. Dice mi hijo que Selma lo despertó y le contó lo ocurrido, con la pretensión de que acudiera para poner remedio a lo que sucedía. Manolo le dijo que habría visto visiones y aparentó que iba a comprobar lo que pasaba, regresando a los pocos momentos con la consabida conseja de que todo había sido un sueño y que se volviese a la cama. Y a eso de las seis de la mañana, como bien sabe, oímos un golpe fuerte y, al poco, los gritos de la vecina del bajo. Selma estaba tumbada en el patio. Muerta.



                                   Todos lo estamos pasando muy mal, desde mi hijo, hasta el doctor Cifuentes. Pero lo que más siento es que esta muerte haya arruinado la vida de dos jóvenes que se querían, que estaban pedestrinados, como yo decía. Salva estuvo en el entierro, como de tapadillo, y no ha vuelto por casa. Y Cari…, Cari no quiere ni oír hablar de amor. Se siente la culpable de todo y apenas sale de casa. No sé ya qué intentar con ella. El otro día, a raíz de su venida a comisaría a declarar, hice un aparte y le dije de plano:



                              -          Pero vamos a ver, Cari. Si quieres destruirte, allá tú; pero no tienes ningún derecho a arruinar la vida de Salva. ¿Qué culpa tiene…?



                                   No pude terminar. Me respondió de una forma que me dejó helada:



                              -          Abuela, todas las noches, desde aquella odiosa, sueño que estamos juntos y, cuando abro los ojos después del amor, él tiene la cabeza vendada y sangrienta de mamá.



                                   En fin, señor policía, si tiene algo más que preguntarme…





                                8.  Epílogo, muchos años después



                                       Este caso sin importancia habría permanecido, tal vez, en el armario de mis papeles profesionales, si no hubiese sido por lo que me sucedió en el Campo, hace hoy ocho días, cuando daba mi paseo matinal de pensionista, con periódico y bocadillo para media mañana. Me senté, como de costumbre, frente al estanque, en el banco corrido que lo contornea.



                                       Poco más tarde, al levantar la vista del diario, me percaté de una pareja sentada como a un metro de mí: ella, firme y aún de buena presencia, pese a su edad, parecida a la mía; él, sentado en una silla de ruedas, con la mirada perdida y contestando apenas a los motivos de conversación que ella le sugería.



                                       La estampa viene siendo últimamente tan usual, que volví a refugiarme en las páginas impresas. No obstante, un sexto sentido hizo que volviese a levantar la vista y la fijase nuevamente en la señora. Casualmente, ella hizo lo propio conmigo, cruzamos las miradas y dimos un respingo:



                                  -          ¿Cari Lacambra?

                                  -          No. Soy su hermana mayor, Verónica. Usted es el policía que…

                                  -          El mismo. Hecho un cacharro, pero el mismo.



                                       Verónica sonrió:



                                  -          Si de cacharros hablamos…, dijo señalando levísimamente al usuario de la silla.

                                  -          No será Salvador…

                                  -          Efectivamente. Está ingresado en una residencia y, de vez en cuando, lo saco a dar un paseo. A usted no tengo que explicarle por qué.

                                  -          En efecto.



                                       Una pausa. Luego:



                                  -          No le pregunto por su abuela, ni por su padre, porque me figuro… Pero, ¿qué fue de Cari?

                                  -          Murió hace unos años. Un cáncer.



                                       Iba a hacerle la pregunta o preguntas que ustedes se están figurando, pero no me dio ocasión. Se levantó, asió la silla y, pasando junto a mí, terminó la última frase:



                                  -          Que nos espere allí unos cuantos años todavía.

                                  -          Amén.


                                  sábado, 24 de septiembre de 2011

                                  DOS CANCIONES DE LOS BEATLES



                                  Dos canciones de los Beatles

                                  Por Federico Bello Landrove

                                       Dos jóvenes se encuentran en una boda cimentada sobre su dolor. Cada uno de ellos asume su situación al modo de una famosa canción de los Beatles. Quien me contó la historia no quiso descubrir su final y yo tampoco privaré a mis lectores de la oportunidad de ponerle el que su imaginación les dicte.




                                    1.  Bodas hacen bodas

                                           He asistido a pocas bodas en calidad de invitado; no obstante, han sido suficientes para sentir los más variados sentimientos, desde la indiferencia y el hastío, hasta la ternura o la tristeza. El vigor de los sentimientos era, al menos para mí, mucho mayor otrora. La solemnidad y trascendencia de un acontecimiento irreversible y virginal poco tienen que ver con el hoy, cuando el matrimonio no hace sino corroborar una previa vida en común y se deshace rutinariamente por medio del divorcio.

                                           Estas eran las reflexiones que, a impulsos del aguardiente orensano y de un reencuentro inesperado, le hacía yo a mi antiguo condiscípulo José María en los salones del Hostal, donde habíamos coincidido inopinadamente en el enlace de la hija de un buen amigo, que resultó común. Comoquiera que mi interlocutor parecía extasiado con la contemplación de las nervaduras de la bóveda de la capilla-restaurante, me animé a seguir filosofando, aunque solo fuera por mantener un atisbo de conversación:

                                      -          Todavía siguen diciendo aquello de bodas hacen bodas, pero se me hace difícil imaginar que los jóvenes vengan aquí con ánimo receptivo, después de los dislates de las despedidas de solteros y de los chascarrillos sobre la pronta ruptura de la pareja.

                                      -         

                                      -          Sé de varios matrimonios que se conocieron en las bodas de amigos o familiares. ¿Y tú?

                                      -          ¿Yo? Espera que piense… Yo, dos y medio.

                                      -          ¡Carallo, José María! ¿Cómo es eso del medio?

                                      -          Sí, hombre, es una de las historias más curiosas que he conocido. ¿No te la contado nunca?

                                      -          Difícilmente, amigo, no habiéndonos visto en los últimos treinta años.

                                      -          Ya, claro, pero todavía hace más de que pasó. Yo la llamo la media boda de los Beatles.

                                      -          ¡Hombre, ya salieron tus ídolos a relucir! ¿A cuál de sus bodas te refieres?, porque seguro que has asistido a todas, aunque fuese de camarero.

                                           José María me miró fijamente, con su media sonrisa puesta. Yo supliqué:

                                      -          Anda, cuenta; no me prives de una buena historia que llevar a mi antología.

                                           La música del baile no hacía fácil entenderse ni, menos aún, concentrarse. Mi amigo se levantó y yo lo seguí, patios de Hontañón adelante, hasta la cafetería pública, bastante más tranquila a la sazón. Nos sentamos en una mesa con vistas al Obradoiro y no pronuncié ni una palabra, cumpliendo aquello tan manido –aunque poco practicado-:

                                      Todos callaron y tenían sus rostros atentos

                                           Mi táctica dio resultado. Con palabra reposada, el narrador dio comienzo al relato.

                                      ***

                                           Sucedió en aquellos felices años que vivimos en Castellar y en que yo estudiaba la carrera de Medicina. Como recordarás, no era época de mucha afluencia en las bodas, por razones económicas, entre otras cosas. Para los parientes lejanos y los simples conocidos se reservaban las despedidas de soltero (¡nunca de soltera!), unos días antes de la ceremonia, que suponían cenar, opípara y relajadamente, en cualquier mesón o taberna de buena fama culinaria, sin tener que llevar traje ni mantener la compostura. Pero, en la media boda de los Beatles, yo era primo hermano de la novia; así que me tocó enfundarme en un terno color tabaco, ahogarme con el nudo de la corbata y ocupar distraídamente uno de los primeros bancos de aquella iglesia, ojival y penumbrosa, que sin duda, como buen castellarense, has conocido.

                                           Recordarás que antaño era yo tan bromista por dentro, como serio por fuera. Quiere decirse que cien veces en aquel día estuve tentado de tomar el pelo a mi pariente Nicolás, pero otras tantas tuve el buen criterio de guardarme las pullas para mejor ocasión. Lo entenderás mejor si te informo de que el tal Nick era un chico, más o menos de mi edad, que había bebido los vientos por mi prima Consuelo, la novia, la cual había compartido sus sentimientos durante un tiempo. Después, por cosas que tiene la vida y que yo desconocía, la relación se había enfriado y la moza había tomado otros derroteros. Con todo y mi inconsciencia juvenil, no dejaba de comprender que la presencia de Nicolás en la boda obedecía a alguna imposición familiar, o al deseo de aparentar indiferencia, pero que sería el último lugar en que a él le hubiese gustado hallarse. De mi prima nada digo, pues el hecho de ser la novia le daba autoridad para no enterarse de nada y estar por encima del bien y del mal: con no pisarse la cola y mirar de soslayo al cenutrio del novio, tenía suficiente por el momento.

                                           He de reconocer que Nick se comportó con toda dignidad. A la pregunta ritual de si conocía algún impedimento que obstara a la boda, no alzó la voz ni hizo un corte de mangas. Felicitó a la novia con un casto beso, en la puerta de la iglesia. Comió y bebió con moderación. Bailó lo justo y, finalmente, hasta se fue acompañado por una chavala de crespa melena con un tipo estupendo. Dirás que menudo marcaje le hice a mi lejano primo. La verdad es que en aquella boda me entró un tremendo dolor de cabeza y poco más pude hacer que observar a la concurrencia. Por otra parte, ¿quién te dice que no estoy enriqueciendo falazmente los detalles de la narración?

                                      -          Tú te lo dices todo, José María. Prosigue, please.



                                          -  De acuerdo. La vida tiene insospechadas coincidencias; una de ellas, la de que me encontrase con Nicolás unos días después, cuando había salido a relajarme por el Campo, tras una tarde de intenso estudio para los exámenes. Caía el atardecer interminable de finales de mayo y me lo tropecé, sentado en un banco junto al estanque. Hice propósito de hacer como si no lo viese, pero él debía tener ganas de parla, pues me llamó, me hizo sentar junto a sí y me espetó a las primeras de cambio:



                                      -          ¿Qué tal lo pasaste en la boda de Chelo, el otro día?

                                      -          Regular: tenía una jaqueca de campeonato. ¿Y tú? Me pareció que tampoco disfrutabas mucho.

                                      -          No creas. Sí, ya sé por dónde vienes, pero eso es agua pasada. Mis padres no dejaron de dar la matraca con lo de que éramos parientes y eso podía complicar mucho las cosas. Su familia opinaba que yo era muy poco para ella, sin estudios universitarios y ganando algo más de mil pesetas en una oficina. En fin, con su pan se lo coma y que le vaya bien con el abogado ese.

                                      -          Lo dudo, Nick. El tipo no es gran cosa y, al lado de nuestra prima, parecía el patito feo, en todos los sentidos. No sé qué ha podido ver en él.

                                      -          Quién sabe. A veces los más listos salen de Málaga para meterse en Malagón.



                                           Pasó un ángel. Luego, Nicolás me preguntó francamente:



                                      -          ¿Viste a una chica de la boda, algo rubia, de melena, con la que bailé varias veces?

                                      -          ¿Con la que te fuiste? ¡Vaya bombón!

                                      -          La misma. Se llama Andrea. Fue novia del ya marido de Chelo, cuando él estaba todavía estudiando.

                                      -          ¡Vaya casualidad! El roto y el descosido se encuentran. ¿Y qué, vais a empezar a salir juntos?

                                      -          Por mí, mañana mismo, pero ella ha querido que nos emplacemos para dentro de seis meses.

                                      -          ¿Cómo? Explícate que no entiendo ni papa.



                                           Fuese porque tuviera ganas de soltar lo que llevaba dentro, o porque Nicolás siempre me ha tenido por persona reservada, me contó lo que esquemáticamente ahora te refiero y que, al fin, te dará la clave para comprender lo de la media boda de los Beatles.



                                      -          ¡Chachi, colega! Una historia dentro de otra historia. Son mis favoritas.







                                      2.      Dos maneras de sufrir




                                          -   Aunque me vieras aparentemente tranquilo –refirió Nick-, lo cierto es que la ruptura con Chelo me dejó muy tocado, no sólo por lo que una cosa como esa duele, sino por mi convencimiento de que nos estaban manipulando, sin que nosotros supiéramos luchar juntos contra la intromisión. Sin embargo, por unas razones u otras, me quedé como bloqueado, sin capacidad de reacción y, lo peor, solo. No echaré la culpa a nadie: supongo que ambos reaccionamos lo mejor que supimos y que nuestras familias obraron con la mejor intención. Pero, lo que es yo, quedé como anclado en el pasado, en un ayer en que todo era fácil, espontáneo, luminoso; un tiempo, en fin, en que Chelo y yo estábamos juntos, al parecer para siempre, y en que la felicidad nos hacía abiertos y capaces de todo. No sé si tú, José María, has tenido una experiencia parecida.



                                      -          Digamos que más o menos, aunque en mi caso remontamos y seguimos juntos, si bien separados por una cierta distancia kilométrica –repliqué sarcásticamente-.



                                           -   ¡Qué suerte tienes! Enfadaros, pero reconciliaros; decir adiós, para volver. Yo, en cambio, no hacía otra cosa que pensar en el pasado, abrumarme con los remordimientos, sentirme sin capacidad para volver a empezar. Lo poco que emprendía, era para huir de todo lo conocido y dar más y más vueltas a sus palabras y a mis posibles errores. ¿Por qué?, era mi pregunta favorita. Pues bien, dicen que el tiempo todo lo cura. Yo pasé dos años fastidiadísimos, en particular, cuando empezaron a llegarme rumores y noticias de su nuevo noviazgo.



                                           Bien, con lo que te he confesado es bastante para hacerte una idea de mi penosa situación. Obviamente, lo que menos ilusión me hacía era tener que ir a la boda de Chelo, a quien había procurado evitar en lo posible; pero la familia es la familia y allá hube de ir, a hacer de tripas corazón, deseando a los contrayentes una felicidad que, en el fondo, ni me importa, ni espero. Pero dicen que el Espíritu sopla donde le parece y allá estaba Andrea para demostrármelo.



                                           Yo no la conocía o, en todo caso, no me había fijado en ella. En cambio, la chica sí que sabía quién era yo. Según me dijo, había sido compañera de bachiller de Chelo y, por eso mismo, recordaba al amartelado galán que la acompañó durante un tiempo. Por su parte, ella había sido –como te he dicho- la novia del abogado Carceller, antes de que conociese a nuestra prima y decidiera cambiar de objetivo.



                                      -          ¿Y cómo es que en la boda os fijasteis el uno en el otro y entablasteis conversación?, le pregunté bastante extrañado. Si casi no os conocíais y se trataba de cosas íntimas…



                                          - Quiero creer en la providencia, o en que las experiencias dolorosas comunes unen instantáneamente. Salí a tomar un poco el aire a la calle y allí me la encontré, fumando un cigarrillo. Le hice un comentario sobre lo estridente de la música del conjunto de baile, ella me informó de que había sido condiscípula de Chelo y así empezó todo.



                                      -          Y ella, ¿cómo lo llevaba? ¿Estaba también hundida, como tú?



                                          -    Nada de eso. Resultó ser una estoica. Claro que a ella le resultaría más fácil, pues no deja de ser una chica y, por otra parte, el abogaducho no le llega a Chelo a los zancajos. En fin, por eso, o por su manera de ser y de vivir las malas experiencias, se acogió a la máxima de dejar estar lo que no puedas evitar. Me contó que su madre ha estado en todo momento a su lado, siempre con la misma cantinela: déjalo estar; todo tiene su motivo y su fin; un día tendrás la oportunidad y la respuesta; pronto se hará la luz; eres joven… No era fácil de asumir, aunque reconociera la sapiencia de aquellas palabras de consuelo y esperanza. Se centró en sus estudios, leyó, viajó y, según ella me dijo, se ha preparado para no volver a equivocarse nunca más y para ofrecer a quienquiera que se enamore de ella una mujer mucho más capaz y preparada.



                                      -          Creo, Nick, que esa chica ha afrontado la situación mucho mejor que tú; claro que hay que tener la sangre de horchata… Y, ahora que lo pienso, ¿a ton de qué estaba ella en la boda?

                                      -          Parece que fue una iniciativa de Chelo, secundada por la familia del novio, que quería congraciarse con Andrea, tras una ruptura tan dolorosa e inesperada. Pero lo más llamativo no es que se le hiciera una invitación formularia y bienintencionada, sino por qué no se disculpó la invitada y acudió a la ceremonia.

                                      -          Tienes razón. ¿Y por qué fue?

                                      -          Me gustaría responderte que por un presentimiento, pero la verdad es que fue su madre, una vez más, quien la impulsó. A fin de cuentas, ¿quién sabe dónde ha de hallar la música, la luz, la respuesta?



                                           Hasta aquí, querido José María, todo es, o parece, maravilloso. Ahora viene lo que me llena de inquietud y de zozobra.



                                      -          Lo de los seis meses de plantón, respondí al punto.



                                             -  En efecto, los seis meses. Se conoce que, de tanto dejar estar las cosas, Andrea es ahora incapaz de decidirse instantáneamente. Poco importa que nos queramos, ni que la aurora despunte en la oscuridad de nuestras vidas. Es preciso estar seguros de antemano, reflexionar sobre el futuro, adquirir una confianza recíproca plena. Y para ello, nada mejor, en su opinión, que aguardar seis meses. Bueno, en realidad, ella sugirió un año y solo ante mis insistentes ruegos, aceptó rebajarlo a la mitad.



                                      -          ¿Qué quieres que te diga, chico? Si tú estás dispuesto y Andrea lo merece…



                                      ***



                                             -   Me levanté de manera simultánea a su profundo suspiro y allí lo dejé, en el banco en que la infeliz pareja había quedado citada, ciento setenta y un días después, a las cinco de la tarde. Espero que Nick no decidiera permanecer todo el tiempo allí sentado, hasta que se cumpliera el tiempo.



                                      -          Entonces, José María, ¿no sabes en qué acabó la cosa?, dije temiéndome lo peor.

                                      -          Eso queda totalmente al margen de mi compromiso narrativo. Recuerda: la media boda de los Beatles. En tu mano está convertirla en entera o reducirla a la nulidad. Yo te he dado la historia; a ti cumple ponerle final.



                                           Conociendo a mi amigo el galeno, sabía que era inútil insistir o suplicar. Además, ya había iniciado el desfile hacia la barra para pagar las consumiciones y partir. Pero me debía aún una explicación, tan clara como innecesaria:



                                      -          José María, ¿qué pintan los Beatles en toda esta historia?

                                      -          Ayer, tal vez te lo hubiese explicado. Ahora, déjalo estar [1].    








                                      [1] Diáfana alusión a las canciones Yesterday y Let it be, siempre que se dé a esta última la traducción literal (seguramente equivocada) de déjalo estar, en vez de la más acertada de sea, u otra expresión significativa, simplemente, del imperativo del verbo to be. El sentido del título, como la alusión en el texto de esa canción a mother Mary, merecerían un detenimiento impropio de esta historia.