sábado, 13 de agosto de 2011

EL VERDE GABÁN


El verde gabán

Por Federico Bello Landrove

     Califico este cuento de literario porque exhala un tufillo a Gógol, escritor muy propenso a aprovechar ideas y argumentos ajenos para construir sus excelentes y originales obras. Si en El capote gogoliano vivos y muertos se dedicaban a sustraer prendas de abrigo, ¿por qué en el Madrid de 1905 no iba a haber almas generosas que hicieran, en cierto modo, lo contrario?



1.      El carnicero de buen corazón



     Se llamaba Acacio Pérez Cabañas, así, sin el don que ahora tanto se prodiga a quienes tienen din. Por nuestra diferencia de edad, yo ya no le había conocido destazando terneras en el mercado de La Cebada, pero sí había tenido ocasión de verlo, vestido de blanco inmaculado protegido por un gran delantal rojo, en la carnicería de la calle de La Madera. ¡Y menuda tienda! Con dos escaparates de cristal sobre zócalo de granito, puerta de madera de nogal en medio, y un rótulo tal que así, aunque sea feo el señalar:

CarnicerÍa de acacio Pérez

Ternera asturiana

…con su guirnalda de flores y la cabeza de una res que, para mi gusto, tenía demasiada cornamenta para ser una ternera de carne. Dentro, el recinto era amplio y la limpieza, esmerada. La piedra era de mármol albo, apenas rayado de negro por las tajaduras. Machetas y cuchillos brillaban como espejos. Los tajos se renovaban a cada poco, de modo que no ofendían al olfato ni a la vista. Y nunca menos de dos o tres empleados, que fungían de cortadores y atendían a la amplia clientela que iba por allí. Claro que los mejores parroquianos hacían los encargos por sus criadas ¡y hasta por teléfono! A la señora no alcancé a verla detrás del mostrador. Decían que la había retirado Acacio cuando la guerra de Cuba, que se les murió un hijo y ella quedó como tontita. Ahora que lo pienso, tampoco los otros retoños seguían la profesión del padre. Creo que la chica casó en Toledo con un mancebo de botica y al otro chaval, Jesús Luis, lo conocí regentando una pensión en la calle Mayor, esquina a San Cristóbal.

     Los que lo conocían bien decían que Acacio había sido avaro, duro y defraudador, hasta dejarlo de sobra, incluso con su familia y, no digamos, con los clientes y asalariados. Fuese por ello o no, lo cierto es que, a raíz de la muerte del hijo soldado, se produjo en su comportamiento personal y profesional un cambio, evidente aunque paulatino, que las malas lenguas achacaban a su edad. Acacio chochea, susurraban a sus espaldas, pues aún no las tenían todas consigo y el aludido era membrudo. Cuando yo lo conocí de verdad, va para siete años, me pareció una persona seria y correcta, generoso con los necesitados e inclinado a dejar propina.

***

     Esto último le va a poner sobre la pista de la ocupación de mi humilde persona. Hoy soy una institución en el café de Fornos, nada menos, pero cuando ingresé allí, procedente del de La Iberia, era uno más y los veteranos me desplazaban cuando se trataba de servir las mesas de las tertulias más renombradas o a los señorones más espléndidos. Tal vez por eso, me especialicé en atender a Acacio los jueves por la tarde cuando, sistemáticamente, vaya usted a saber por qué, se presentaba a eso de las siete, pedía un café con leche en taza grande acompañado de un cruasán y se zambullía en un rimero de facturas y libros de contabilidad, que llevaba invariablemente en un cartapacio de hule negro. Yo ya sabía que, cada tres cuartos de hora más o menos, tenía que retirarle el servicio y reponerle el café, sin tener que pedirlo ni levantar siquiera la cabeza de su mundo de papel. La infusión de las nueve y pico había de ir acompañada de una copa de coñac rebajado con agua, y servía de aviso al cliente de que tenía que ir poniendo fin a su tarea. No siempre acataba el veredicto del reloj, pues hubo veces de levantarse pasadas las diez, pero lo habitual es que, a eso de las nueve y media, con mirada cansada y gesto satisfecho, me llamara a capítulo, desarrollándose invariablemente el siguiente diálogo:

-          ¿Cuánto?

-          Tres cafés –un suponer-, cruasán y copita. Total, dos cincuenta.

-          ¡Cómo está la vida, Albareda! Cuando yo vine a Madrid, por menos de una peseta pasaba la tarde en el café de San Millán.

-          ¡No compare, don Acacio! Y tampoco creo que los filetes valiesen lo mismo que ahora.

-          Tienes razón, mozo. De los tiempos, el presente.

     Pagaba con tres pesetas, real a real o gorda a gorda. Me dejaba el cambio de propina, se ponía su sempiterno gabán verde oliva, medio ocultando el cartapacio entre el vuelo de la prenda, y se alejaba, hasta el jueves siguiente, arrastrando los pies, de año en año más encorvado. El doctor Camisón, viéndole salir un día, pronunció una frase que hizo fortuna entre la caterva de tertulianos maliciosos del café:

-          Ahí va el caballero del verde gabán[1].

     Y con ese apodo se quedó el bueno del carnicero.

***

     Seguro que recuerda lo crudo que fue el invierno de 1904-1905 y la gran cantidad de gente que cayó víctima de bronquitis y pulmonías. Cuando Acacio vino por Fornos el jueves, 22 de diciembre, al acabar su tarea más tarde que de costumbre, nos felicitamos las Pascuas y me dio un duro como aguinaldo. Jadeaba, tosía a menudo y, por el brillo y color de su cara, colegí que podía tener fiebre. Aunque no quería asustarlo, le dije según se iba:

-          Ajústese la bufanda, don Acacio, y échese la capilla, que ha caído la niebla y ya está helando.

     Me miró con dulzura y replicó:

-          De buena gana me pasaría las Navidades en la cama, pero son los mejores días para el negocio. Así que leche caliente, vahos de eucalipto y a seguir de pie. Eso que peor lo pasarán los pobres, con la que está cayendo.

     Recuerdo que, al alejarse camino de la puerta, me fijé en su gabán y no pude menos de mover la cabeza, pensando: ya va pidiendo la retirada, igual que su dueño.

     Faltó a la cita cafetera durante varias semanas. Preocupado por su salud, pasé por la tienda y pregunté a los empleados. No había cuidado: había estado muy enfermo, pero se había recuperado y empezaba a salir a la calle. Y así, hasta vísperas de San José, en que una sombra, demacrada y tambaleante, entró en el café y fue a sentarse en su mesa de costumbre. No era jueves, ni habían dado más que las cinco. Si no hubiera sido por el gabán, creo que me hubiera costado trabajo reconocerlo. Por si fuera poco, se había dejado barba y llevaba una gorra de visera a cuadros que malamente le tapaba la guedeja. Me acerqué muy sonriente y lo saludé con jovialidad. A duras penas me contestó:

-          Ya ves, Albareda. Mala hierba nunca muere, pero la verdad es que he estado cerca.

-          No diga eso, don Acacio, que es usted duro de pelar. Además, ya está aquí la primavera y…

-          Anda, tráeme un café y nada más. No tengo apetito.

     Sin tarea que hacer, se quedó con los ojos fijos en el limpiabotas de la entrada, un chavalito que había sustituido el mes anterior al de siempre, que había ido a hacer pases de cepillo a San Pedro. Transcurrido poco más de un cuarto de hora, dejó una peseta sobre la mesa, calóse la gorra y se encaminó a la salida. Se paró ante el limpia, le dijo no se qué y puso en su mano algún dinero. Entonces me di cuenta de que no llevaba el gabán puesto. Lo cogí en un santiamén del perchero y salí tras Acacio, al que alcancé con facilidad a unos pasos de la puerta de caoba.

-          ¡Don Acacio! Que se deja usted el gabán.

-          Deja, hijo, que hace una buena tarde y me pesa mucho. Vuelve a ponerlo en el colgador, que lo recogeré la próxima vez, o mandaré a alguien por él.

     Me miró de hito en hito y, con una voz que parecía salirle de lo más hondo, agregó:

-          Y, si me pasa algo, lo dejas en el perchero. Alguien lo aprovechará.

     Se perdió entre la gente, camino de la Cibeles, dejándome en medio de la calle, con el gabán al brazo, como un pasmarote. Volví a entrar y, por curiosidad, le pregunté a Ricardito, el lustrador:

-          ¿Qué te dijo don Acacio?

     El chico, confiado y todavía sin malicia, me enseñó un duro de plata de los acuñados en 1898, al tiempo que me contestaba:

-          Me dijo no sé qué de ser honrado y de mi madre. ¿No está muy bien de la cabeza, verdad?

     Ni le contesté. Después de dudarlo unos momentos, me encaminé al perchero que quedaba al principio del pasillo de las cocinas y, conforme a lo ordenado por don Acacio, colgué el gabán, de la percha más escondida. Ahora que lo pienso, he dicho que don Acacio me ordenó. Ha debido de ser porque, tres días más tarde, leí en El Imparcial la esquela mortuoria del buen carnicero. Y yo siempre he oído que a los muertos hay que tenerles respeto y cumplir su última voluntad. Así que allí quedó el gabán porque, desde luego, nadie de la familia vino a reclamarlo.



    2.   El gabán viajero

           Aquel año la primavera vino adelantada, con fuerte calor y una seca de miedo. Quiere decirse que allí estaba siempre el gabán, cuando de reojo miraba yo hacia el perchero. Incluso, un día me lo llevé para el vestidor y lo estuve cepillando cuidadosamente, pues estaba hasta arriba de polvo. Aunque me daba respeto, la verdad es que hurgué en todos los bolsillos, por si el difunto hubiera dejado algo. Nada, sólo un moquero, que tiré ipso facto a la basura. Ganó el Madrid, C.F. la copa del Rey, se celebró el centenario del Quijote y, el 30 de agosto, hubo eclipse de sol. La afamada carnicería de la calle de la Madera dejó paso a la mueblería Chippendale.  Montero Ríos sucedió a Azcárraga, y el otoño al verano, como es de rigor. Y con el otoño empezó la peregrinación del gabán de don Acacio, tan pronto los parroquianos imprevisores se percataron de su disponibilidad.

           Tal vez fuese yo el primero en ofrecérselo a un abogado poco prevenido, en un día de lluvia, o tal vez se lo tropezó algún desaprensivo mendigo, de los que en ocasiones se nos colaban en el salón. Lo cierto es que fue creciendo la especie de que el café, como cualquier otro servicio, tenía un gabán a disposición de los señores clientes. El joven Carrere, siempre tan ocurrente, me preguntó con sorna una vez:

      -          Oye, Albareda, ¿cuándo se va a estirar don Manuel y pondrá a disposición del público un abrigo de marta cebellina?

           Conforme fue el otoño dando paso al invierno, el gabán estaba más y más solicitado. Yo diría que había cola, como con los periódicos, y algunos clientes marchaban antes de tiempo, con tal de llevarse el pañoso colgado de sus hombros. ¡Qué país de gente aprovechada! –decía para mí-. Anda que si llega a estar nuevo… Pensaba esto porque, con el uso y el abuso, el verde gabán iba poniéndose cada vez más oscuro y envejecido, como es natural. A mí me daba grima cogerlo, de tanta gente como lo utilizaba; de suerte que nunca más volví a cepillarlo, ni se me ocurrió llevarlo a la tintorería. Como mucho, comprobaba que permanecía en su lugar descansen y lo recogía del suelo en otro caso.

           La rutina es la madre de la distracción. Quiero decir que, a fuerza de acostumbrarme a ver el gabán en el mismo sitio, no aprecié hasta muy tarde un hecho casi casi milagroso, en este Madrid de mis entretelas. Me refiero a la circunstancia de que, por sospechosa o miserable que fuese la persona que se llevaba cada día el gabán, a la jornada siguiente se encontraba la prenda en su percha, dispuesta a rendir un nuevo servicio. Más aún: ¡cuidado que yo tenía buen ojo, como cualquier camarero que se precie! Pues me daba lo mismo. Si en ocasiones veía a su usuario del día anterior entrar en Fornos y dejar el gabán en su sitio, otras muchas aparecía aquél  por arte de magia en el colgador, como si hubiera venido volando. Era increíble; podía no estar a las siete o las ocho de la tarde, pero a eso de las diez, indefectiblemente parecía relucir en la penumbra de su perchero, a la espera de la mano necesitada que precisara tomarlo.

           Fue el 20 de marzo. Me acuerdo como si fuese hoy, porque se cumplía el cabo de año del difunto don Acacio. Había hecho una tarde de perros. Los pocos clientes que se habían atrevido a venir, lo habían hecho bien fornidos de abrigos y paraguas, por la cuenta que les traía. Yo, en cambio, en el tajo desde por la mañana, me había venido mal pertrechado para la tormenta. Lo estuve dudando pero, por primera vez en mi vida, me aproveché de la caridad del carnicero, que en gloria esté, y me puse su gabán. Me venía ancho y algo corto, pero menos era nada. Emboqué Alcalá arriba, camino de la calle Toledo, donde tiene usted su casa. Ateridos los dedos, metí las manos en los bolsillos del abrigo y así palpé un papel en el derecho. El anterior usuario, que dejaría olvidado cualquier aviso, imaginé y seguí adelante sin preocuparme de su contenido. Una vez en casa, puse a secar la prenda y me dio por leer la octavilla (ya he dicho, creo, que soy algo curioso) y me llevé un sofoco de campeonato. El tal papelito, que no sé dónde demonios lo pude poner después, decía:

           Remigio –esa es mi gracia-, lleva a tu hijo Matías al médico, que tiene la difteria.

           Por si sí o por si no, a la mañana siguiente cogimos mi esposa y yo al niño y lo llevamos a la consulta del doctor Camisón. El famoso médico [2], que me conocía bien de Fornos, reconoció concienzudamente al chiquillo, mientras yo le dejaba caer, como quien no quiere la cosa:

      -          No sé, no sé. Dicen que hay por ahí algunos casos de difteria.

           Al acabar el examen, don Laureano prescribió el suero antidiftérico y me preguntó intrigado:

      -          ¿Cómo supusiste que era la difteria? ¡Menuda suerte para el niño que no pensaras que era un proceso catarral corriente.

      -          Ya ve, doctor. Trabajando en Fornos se aprende de todo.

      ***

           A partir de ese día, no perdí oportunidad de interrogar a las gentes honradas, que venían por el café a devolver el gabán en persona. Algunas eludían mis preguntas, o se notaba a la legua que salían por los cerros de Úbeda. Pero hubo bastantes que me contaron la verdad. Las suficientes, en mi opinión, para que yo pueda relatarle lo que sucedía con el vetusto legado de don Acacio.

           Todos habían hallado en los bolsillos de la prenda algún don que les sacase de apuros o les hiciera mejores o más sabios. Quien había encontrado los cinco duros que le permitieron pagar el alquiler de la vivienda familiar. Quien recibió un buen consejo para evitar la separación de su cónyuge o la ruptura con su padre. Algunos habían hallado una ristra de números, que coincidieron con los temas en suerte de la oposición que precisaban aprobar. Hubo uno que halló un poema con el que enamoró a la moza de sus sueños. Otros recibieron advertencias de accidentes o enfermedades, como fue mi caso. Desde luego, desconozco cuántos de entre ellos siguieron las indicaciones del gabán y qué otros las rechazaron, juzgándolas caprichosas o ridículas. Pero tengo para mí que don Acacio seguía ejerciendo desde el otro mundo las bondades que tal vez en éste no tuvo tiempo o genio de dispensar. Como él dijo una vez a Solita, la mujer de los lavabos:

      -          Todos nos volvemos santos y sabios cuando nos ronda la parca. El caso es serlo cuando tenemos aún muy lejos la guadaña.

           De esto último no me cabe la menor duda. En lo primero, pienso que el señor Cabañas era en exceso optimista.

      ***

           Para mí, el 30 de mayo de 1906 fue un día como otro cualquiera. No sé quién se llevó el gabán, ni cuándo. Sí que me extrañó, pues hacía buen tiempo. Tal vez, como otras veces había acaecido, se lo pondría algún cliente para disimular el café que habría echado sobre la ropa propia, o –perdone usted la franqueza- la vomitona por excederse con el alcohol, que de todo hay en la viña del Señor. Lo cierto es que, cuando yo me retiré, el gabán no estaba en su percha.

           Y ahora me viene con que el dichoso capote ha aparecido en la calle Mayor, tirado en el suelo, roto y ensangrentado, en el mismísimo lugar en que ese anarquista del infierno lanzó la bomba al paso de Sus Majestades[3]. Y me dice usted, señor policía, que, antes del bombazo, vieron a Mateo Morral embutido en un gabán verde, como la mejor forma de ocultar la bomba[4]. Pero, señor inspector, ya le he contado todo. ¿Qué tengo yo que ver con esa prenda ni, menos aún, con los que se han aprovechado de ella durante más de un año? Tengo mujer y dos hijos, un trabajo honrado y muchos clientes importantes, que le darán razón de mí. Y está, por encima de todo, el alma de don Acacio, que protegerá mi inocencia y, si a mano viene, testificará en mi favor.

           El inspector de policía Colmenares (en realidad, comisario recién ascendido) sonrió con suficiencia al oír semejante dislate: ¡un muerto testificando! Algo le llevó, no obstante, a registrar los bolsillos del gabán. Del izquierdo sacó una nota doblada y con un desgarrón. Estaba escrita a lápiz, con letra nerviosa y poco legible. Decía: Esperadlo en Torrejón de Ardoz.

           Colmenares estuvo a punto de sufrir un vahído, pero era un funcionario de cuerpo entero. Sujetóse a los brazos del sillón y llamó a un subordinado:

      -          Este hombre queda en libertad. Albareda, puede usted marcharse.

           Y luego, para sí:

      -          El tal Acacio testificó al fin.





          



      [1]  Casi me da vergüenza recordar que don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, es un personaje de los capítulos XVI a XVIII de la Segunda Parte del Quijote.
      [2] Laureano Tomás García-Camisón Domínguez (1836-1910), honorable persona y médico insigne, que alcanzó gran notoriedad al ser nombrado médico de cámara de Don Alfonso XII (1879).
      [3]  Alusión al conocido atentado contra la comitiva nupcial de D. Alfonso XIII y Dª Victoria Eugenia de Battenberg, producido a mediodía del 31 de mayo de 1906, a la altura del número 88 de la madrileña calle Mayor. Con casi absoluta seguridad, se atribuye la autoría directa a Mateo Morral Roca (1879-1906), que se suicidó cuando iba a ser detenido, dos días más tarde, en Torrejón de Ardoz.
      [4]  Como tantas otras veces, fantasía y realidad se dan la mano. Entre las cosas que abandonó Mateo Morral en la pensión de la calle Mayor, 88, de Madrid, había un excelente gabán, que se valoró en 300 pesetas de las de entonces (más de 1.000 euros del año 2010). Seguramente que, pretendiendo conservarlo para su uso ulterior, el criminal anarquista decidió utilizar para disimular la bomba por la calle, el vetusto gabán de don Acacio. Eso, suponiendo que el comisario Colmenares estuviera en lo cierto, en lo tocante al gabán que trajo por la calle de la Amargura a nuestro amigo Albareda.                                                                                                                                                                                                                                                        

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