sábado, 27 de agosto de 2011

LOS QUE NO DISPARARON




Los que no dispararon

Por Federico Bello Landrove


     Pocos episodios revolucionarios tan sencillos y gratos, como el 25 de abril de 1974 portugués, la llamada “Revolución de los claveles”. Yo creo que, además del clamor del pueblo en la calle, en primera fila de los acontecimientos, es muy de resaltar que el Movimiento militar se ganó, no con disparos, sino por la gente que, de manera más o menos consciente, no quiso disparar. Este cuento historia y noveliza (más aquello que esto) dos de esos episodios, popular el uno, poco conocido del gran público el otro.




    1.  Preámbulo

     El sol se ponía sobre el Mar de la Paja, arrancando reflejos rosados a las aguas del Tajo, ya con vocación marinera. Y ningún lugar mejor para apreciarlo que la terraza del histórico café Martinho da Arcada, en la Plaza del Comercio. Sentados a una de sus conocidas mesas rectangulares, con manteles vaticanistas amarillos y blancos, dejábamos correr los últimos momentos del atardecer, cansados de patear la hermosa ciudad lisboeta. Cariocas y galões, con el inevitable acompañamiento de los pasteles de Belem, eran las consumiciones pedidas por los cuatro clientes, con perfecto equilibrio de españoles y lusos, como en el famoso juego de palabras del chiste. Los españoles éramos la típica pareja de turistas, ávidos por devorar la mayor cantidad de belleza e información, en el menor tiempo posible. Para conseguirlo, contábamos con la ayuda inestimable de dos colegas míos, portugueses como les digo, para quienes habíamos servido de anfitriones en un precedente congreso profesional celebrado en Salamanca. Decían sentirse deudores de nuestra gentileza, pero es más verdad que ya habían superado con creces nuestras atenciones. Haciendo tiempo para la cena y la visita nocturna, la fluida conversación fue derivando por los caminos de la historia y vino a dar en la llamada Revolución de los claveles, que trajo la democracia a Portugal en 1974, después de casi cincuenta años de totalitarismo. Yo no tenía más fuente de información reciente que la película Capitanes de Abril, dirigida por María de Medeiros. No obstante, como es habitual en mí, adelanté osadamente una opinión:

-          Tengo la impresión, dije, de que el Régimen se vino abajo como un boxeador sin fuerzas al que obligan a ir hacia el centro del ring, quitándole el apoyo de las cuerdas.

-          Ciertamente estaba muy descompuesto, concedió Vasco, aunque lo más ostensible fue la casi absoluta falta de apoyo militar. Simpatizantes o no del Movimiento de las Fuerzas Armadas, los militares, de mayor para abajo, estaban hartos de sufrir y morir en las colonias, y no estaban dispuestos a matar a sus compañeros por Marcello Caetano y compañía.

-          Tampoco podemos olvidar –apuntó Rui- el apoyo popular, la gente de la calle mezclada con los soldados sublevados. ¿Quién se atrevería a disparar con tantos civiles por medio?

-          Cosas peores se han visto, repliqué. Lo cierto es que, por unas razones u otras, apenas se cruzaron disparos, como no fuesen de advertencia. En todo el 25 de abril lisboeta, sólo la Policía de Seguridad (la tristemente famosa PIDE) tiró a matar, cosa que ningún militar osó hacer.

-          Vamos, vamos, bromeó Rui, van a pensar nuestro amigos españoles que aquí hacemos las revoluciones tirando claveles y cantando Grândola, vila morena. Supongo que, en ocasiones, no disparar puede ser más difícil y arriesgado que cumplir órdenes superiores de hacer fuego.    

-          Por supuesto, apoyó Vasco. Pero convendrás conmigo en que la Revolución triunfó in extremis, más por los muchos que no dispararon, que por los pocos que lo hicieron.

     Mis colegas portugueses se miraron el uno al otro y, como si hubiera habido un acuerdo previo entre ellos, nos propusieron contar cada uno un episodio relevante de esa victoria por el silencio de las armas, que supuso el 25 de abril, y gracias a la cual se lo recuerda con emoción y simpatía en todo el mundo. Ante la entusiasta aprobación de mi esposa y mía propia, Vasco y Rui cuchichearon entre ellos, para decidir el argumento de sus historias. Ello acordado, nos arrellanamos aún más en las sillas de paja verde y, entre dos luces, Vasco dio un sorbo a su café e inició la narración que le había correspondido.



2.   Y los tanques enmudecieron

         Muchos creemos –comenzó- que la Revolución triunfó en Lisboa, gracias al admirable trabajo de presencia efectiva y superioridad moral de las tropas y vehículos blindados venidos de Santarem, al mando del héroe más limpio y admirado de entre los del 25 de abril: el capitán Salgueiro Maia. Aquellos 250 hombres que, por su arenga y su atractivo, lo siguieron unidos y entusiastas, con apenas diez vehículos blindados ligeros  (amén de los de transporte de tropas y ambulancias), fueron capaces de ocupar, sin disparar un solo tiro que no fuera de advertencia, los ministerios y cuarteles generales del Terreiro do Paço y de lograr la rendición del Cuartel do Carmo, terminando por aquella jornada su brillante intervención, con el traslado, hasta lugar seguro y bajo custodia, del presidente del Gobierno, Marcello Caetano, y de los únicos dos políticos de relevancia que prefirieron permanecer junto a su jefe, antes que huir.

          Esta gesta, ya de por sí extraordinaria, alcanza lo asombroso, si se piensa que esos soldados y sus blindados de pacotilla estuvieron rodeados por fuerzas superiores en número y potencia de tiro, al contar con cuatro verdaderos tanques, en operación dirigida y comandada por el segundo jefe militar de Lisboa, el desde entonces tristemente famoso general Junqueira dos Reis. Y aquí es donde entra el tema de mi relato: el efecto maravilloso de no disparar, sino superar al adversario por la fuerza del diálogo y la camaradería. Veámoslo brevemente.

         En la Ribeira das Naus, frente al Ministerio de Marina, tropas de caballería fieles al Gobierno tienen en posición de tiro dos tanques M47. Están a las órdenes directas del mayor Pato Anselmo y, con sus cañones, pueden hacer trizas los vehículos del capitán Maia. No obstante, a nadie se le ocurre disparar, ni moverse una pulgada de sus posiciones. Los oficiales van y vienen por la avenida, de unas líneas a otras. Algunos curiosos observan. Vestido de civil, con traje y corbata, un individuo dialoga insistentemente con los oficiales tanquistas: es un exalférez, apellidado Brito e Cunha, que tiene buenos conocimientos entre ellos. Las negociaciones duran una hora, con diversas incidencias. Finalmente, el mayor Pato abandona el lugar y sus tropas y tanques se pasan a los alzados. El bloqueo de estos en la zona ha concluido.

         Más conocido y novelesco es cuanto acontece del lado opuesto del cerco a Maia, en la rua do Arsenal. Otros dos tanques, con alrededor de 200 infantes de heterogénea procedencia, están bajo las órdenes directas del coronel Romeiras Junior y la superior dirección del brigadier Junqueira. Éste, por carácter o por tensión, se muestra irascible y apremiante. Maia abandona sus posiciones y se adelanta solo, con bandera blanca, a parlamentar. El general le exige que recorra todo el camino y se presente ante él junto a los tanques. Maia, por dignidad y por recelo, responde que habrán de verse y tratar a mitad de camino de sus respectivas líneas, separadas por unos doscientos metros. Indignado, el general ordena hacer fuego de ametralladora al alférez Fernando Sottomayor. Éste se niega reiteradamente. Junqueira dispara su pistola, pero al aire. Maia se da la vuelta y sin prisas se retira hasta los suyos. Sottomayor es relevado del mando de su tanque y detenido.

         Poco después, el teniente sublevado con Maia, Alfredo Correia Assunção, se adelanta a su vez para negociar, pues conoce al coronel Romeiras. En esta ocasión, el brigadier no se anda con chiquitas y ordena, sin más, abrir fuego al tanque que mandaba antes Sottomayor. Dicen que la respuesta de los artilleros fue radical: no aceptamos otras órdenes que las de nuestro alférez. Entonces Junqueira decide actuar por su cuenta y, furioso, parece ir a disparar a Assunção, si no es por la interposición deliberada del coronel Romeiras, que pone su cuerpo como escudo, a la vez que le amonesta: pero si todos somos amigos. El brigadier cambia entonces de medio agresivo y golpea con los puños por tres veces al teniente rebelde, permaneciendo éste en posición de saludo, trastabillando pero sin hacer el menor ademán de defensa o respuesta. Assunção luego se retira, pero la actitud de los intervinientes en los hechos ha sido suficiente: Junqueira monta en un jeep, en unión de sus fieles, abandonando el campo y determinando el abrazo fraterno de la mayoría de sus hombres con los de Maia. Éste ha conseguido ocupar definitivamente el Terreiro do Paço, con sus ministerios y cuarteles generales, sin disparar un tiro ni perder un solo hombre. Será una de las últimas veces en que una batalla se ha decidido a puñetazos.

    -          Y, además, ganándola el que los recibió, apostilló mi esposa, con la voz un poco trémula por la emoción del relato de Vasco, del que yo no he sido capaz de dar más que un pálido reflejo.  



      3.  La fragata silenciosa

         Pedimos una nueva ronda de cafés. Rui, el siguiente narrador, nos guiñó el ojo cuando solicitó para sí un café com cheirinho, con la disculpa de que su historia era mucho más compleja y difícil de precisar:

    -          Vamos, algo así como un Rashomon a la portuguesa, que según quien lo cuente, cambia sustancialmente, con la perspectiva, el contenido del suceso.

        No obstante –prosiguió-, para no haceros un lío, os voy a contar primero la versión, digamos, oficial del asunto. Luego le pondremos las correcciones que algunos realizan y que, como veréis, modifican radicalmente los hechos. Aunque, a fin de cuentas, nos queda siempre lo mismo: la fragata F-473, Almirante Gago Coutinho, no llegó a disparar el 25 de abril.

         Aunque un poco obsoleta, esta fragata y sus hermanas de clase eran las joyas de la modesta marina portuguesa de entonces. La mandaba el típico comandante de la armada, aristocrático, frío y exigente, pero muy preparado y respetuoso de la marinería, don Fernando Seixas Louzã. Sus oficiales, comprometidos con el Movimiento de las Fuerzas Armadas, no se habían dignado –o atrevido- informarle de la sublevación que se preparaba. A fin de cuentas, incorporado el buque a las maniobras de la OTAN, no era procedente que la fragata experimentara ningún tipo de insubordinación.

         Así pues, la sorpresa fue mayúscula cuando, en la madrugada del 25 de abril, Seixas recibió la orden  de abandonar la formación internacional y retornar hasta la altura del centro de Lisboa a esperar nuevas órdenes. El comandante, perplejo, obedeció el mandado del Estado Mayor de la Armada y, hacia las nueve de la mañana, situó su nave de guerra ante el Terreiro do Paço, frente por frente de los soldados del capitán Maia y de los numerosos civiles que, entre curiosos y favorables, empezaban a fluir hacia la plaza en que ahora mismo estamos nosotros.

         Figuraos la preocupación de todos, sublevados y tripulación, cuando vieron aparecer un buque, cuya potencia de fuego podía destrozar la zona y a cuantos la ocupasen. La jefatura de la insurrección ordena a las baterías artilleras que dominan la zona apuntar hacia la fragata. Maia da orden de que sus hombres se parapeten y de que los civiles abandonen la zona, aunque algunos valientes se limitan a refugiarse en las arcadas de la Plaza del Comercio. En esto, nueva orden concreta para el comandante Seixas: Intimidar a la fuerza revoltosa del Ejército y prepararse para abrir fuego.

         ¿Llegó o no a recibir el comandante la orden criminal de disparar? Probablemente, nunca lo sabremos. Ciertamente, ordena desenfundar y cargar los cañones, pero los demás oficiales lo abroncan y la marinería titubea: ¿disparar contra una plaza monumental de la capital de la Nación, llena de civiles? ¿Y si los revoltosos formaran parte de una revolución general y honesta, que estuviese triunfando en esos momentos en todo el país?

         Seixas vacila ante las consecuencias inmediatas de su acción, aunque no quiere ni oír hablar de ponerse a la expectativa y no cumplir las órdenes. Rectifica, creyendo haber dado con la solución intermedia perfecta: Que carguen las piezas con munición de salva. Los oficiales se crecen ante la suavización de su comandante y se niegan: tampoco salvas, pues el pánico y la apariencia de riesgo para la población y la tropa serían similares. La situación se torna tensa, la oficialidad desobedece al comandante, los marineros no  cargan los cañones. Seixas, indignado y sin comprender lo que sucede en tierra, no sabe si desear o no que llegue la orden del alto mando que, tal vez, decida a sus hombres por la obediencia. Como si respondiese a los vaivenes de la tripulación, la fragata evoluciona y maniobra frente al Terreiro do Paço, inactiva pero temible, hasta que alguien da la orden de fondear y esperar. Pacatamente, el buque se convierte en testigo mudo de cuanto Vasco nos ha contado hace un momento. Finalmente, harto de esperar la orden definitiva y con la moral por los suelos, el comandante da orden de levar anclas y dirigirse a la base naval de partida. Aún tiene arrestos para amonestar a sus levantiscos oficiales:

    -          Señores, recuerden muy bien mi comportamiento de esta mañana. Yo, desde luego, nunca olvidaré la conducta de ustedes.

         Rui dio el último sorbo a su café, antes de concluir la narración con las prometidas versiones contradictorias, que reducían aquélla a poco más que una farsa. El comandante autoritario y sumiso a las órdenes más abusivas, se convertiría en un demócrata de toda la vida, que no se sublevó, simplemente porque nadie le informó ni se lo propuso. El plante de los oficiales habría sido innecesario, porque Seixas era presa de las vacilaciones y no ordenaba nada concreto. Nunca se habría recibido en la fragata orden de prepararse para hacer fuego o, en todo caso, fue imposible su confirmación, porque el Almirante Lopes y compañía huían como conejos del ministerio, abriendo un boquete en la pared medianera con el edificio anejo. Finalmente, la investigación oficial de la conducta del comandante Seixas, que pareció muy desfavorable desde el punto de vista de los revolucionarios triunfantes, estuvo trufada de enemistades y precipitación, destruyendo de modo injusto su reputación e impulsándole a abandonar la Armada.

    -          Y no olvides, Rui, lo más ridículo –agregó Vasco-. Dícese que las dobles piezas de 78 milímetros, que montaba la fragata, eran completamente inadecuadas para disparar con eficacia a blancos en tierra. Era un buque muy apto para la guerra antisubmarina y para la defensa antiaérea, pero no para causar otro efecto en los hombres de Maia, que el pánico ante su presencia.

    -          Pero bueno –argüí yo-, ¿quién es el descerebrado que pone esos absurdos paños calientes ante la conducta de Seixas y el poder ofensivo de su fragata?

    -          Alguien fuera de toda sospecha de ser un criptoprotector de militares sumisos: nada menos que el Almirante Rojo, Antonio Rosa Coutinho; aunque, en honor a la verdad, parece haber sido buen compañero y amigo de Seixas.

    -          Bien, sea como fuere –dijo mi mujer-, los cañones no dispararon y la historia pudo seguir su curso. ¿Qué más da si hubo ese día héroes o culpables? La calificación de buenos y malos habría venido dada por el triunfo o el fracaso de la revolución.

         Esta última frase, objetiva y fatalista, no dejaba de estar a juego con la indiferencia y lejanía de las estrellas que, al abandonar las iluminadas arcadas de la plaza, formaron techo sobre nuestras cabezas, en la ya noche lisboeta.



      4.  Epílogo en Castelo de Vide

             Un par de años después, en el curso de una visita a la provincia de Cáceres, nos adentramos, Teresa y yo, en territorio portugués y llegamos hasta la hermosa villa de Castelo de Vide, a fin de visitar la tierra natal y funeraria de Fernando José Salgueiro Maia, el capitán sin miedo y sin falta. En 1992, había sido enterrado con honores, en presencia de cuatro presidentes de la República Portuguesa. Ahora yacía bajo tierra, ante la respetuosa mirada de dos españoles que leían en su lápida:

        Ao Tenente-coronel Salgueiro Maia

        Conquistador do sonho inconquistado

        Havia em ti o herói que não se integra

             Había decidido traducirlo al español, aunque casi no haga falta. Después, como en las Divinas Palabras de Valle Inclán, he pensado que el idioma extraño, los sonidos no usuales, el significado ignoto de los vocablos, tienen un mágico poder para mover a la gente, o para paralizarla. Como el que hubo de poseer Maia para que sólo claveles se disparasen hacia/contra la causa sagrada de la libertad.



        sábado, 20 de agosto de 2011

        EL ALETEO DE UNA MARIPOSA




        El aleteo de una mariposa



        Por Federico Bello Landrove



             Todos hemos oído hablar de los personajes en busca de autor, aunque solo sea por Pirandello. Pero ¿qué pasa cuando quien dice ser protagonista de un cuento aparece en la vida del autor y le pide ayuda? ¿Realidad o fantasía? ¿Quién puede asegurar hasta qué punto puede influir en él la creación literaria y de dónde no van a pasar los llamados entes de ficción? El presente relato trata de todo esto, sin pretender ponerlo en claro, por supuesto.







        1. Rumor de alas en Bariloche





             No sé si contarlo en primera o en tercera persona. Lo cierto es que me sucedió a mí personalmente en el año 2007, que es cuando cumplí los sesenta de mi edad. Para entonces, yo era un probo empleado público en una mediana ciudad de provincias, que escribía cuentos en sus ratos libres o de insomnio, los cuales publicaba en un modesto blog diseñado por familiares bienintencionados. Empecé escribiendo porque sí, porque no se me daba mal y tenía una cierta culturilla. El mejor elogio me vino de un compañero de trabajo, con algunas cosas publicadas, quien leyó un par de relatos míos y me valoró:



        -          Yo que tú, seguiría adelante. Has conseguido lo más difícil. Tienes oficio.



             En lo que a mí respecta, siempre he creído que lo más difícil es tener inspiración, o fantasía, o como lo quieran llamar. De todos modos, me sentí reconfortado. Eso sí, la fuerza espiritual como escritor me vino de otra fuente muy diversa. Una amiga mía, profesora de literatura y veterana narradora y poeta ella misma, utiliza un argumento para estimular el quehacer escriturario de sus alumnos, que ellos desoyen sistemáticamente, pero que a mí me llegó muy adentro. Decía la ilustre literata, más o menos:



        -          ¡Cuántos personajes duermen en el limbo de la inexistencia esperando nuestra atención, que los saque de su sueño y los traiga a la vida!



             Algo así creen en ciertas culturas: que los todavía no nacidos están en potencia en algún lugar remoto, de donde sus padres los traen a la luz con su amor apasionado. En fin, de algún modo hay que responder a esas sesudas preguntas: ¿De dónde venimos? ¿En dónde estamos antes de venir a este mundo?



             Y así fue, en esas circunstancias y con estos sentimientos, como yo traje al universo de las pantallas de ordenador a Mina Cecchini, la protagonista de uno más de mis relatos, publicado en el blog de un servidor con el tremendo título de El fantasma de la Biblioteca Sarmiento.



        ***



             No es habitual que mis pocos lectores dejen vía Internet el rastro de sus opiniones. Por ello, me sorprendió sobremanera encontrar un día de otoño un comentario al pie del citado cuento, que textualmente rezaba:



             ¡Hola! Soy Mina y llevo seis meses esperando en Bariloche a que entres en contacto conmigo y me digas qué va a ser de mi vida a partir de ahora.



             No hace falta ser muy perspicaz para llegar a la conclusión que yo obtuve, a saber, la de que un lector o lectora me estaba gastando una broma. Como en el blog tengo prometido leer todas las observaciones, mas no contestarlas, sino excepcionalmente, opté por dar la callada por respuesta. Pero no quedó ahí la cosa, como yo suponía. Unos diez días más tarde, recibí la segunda llamada de mi sospechosa corresponsal:



             ¡Hola, otra vez! Soy Mina y estoy sumida en la mayor desesperación. ¿Es que voy a tener que pasar aletargada toda la eternidad? Por favor, escribe y dime algo.



             La cosa empezaba a ponerse cargante; de modo que resolví hacer una excepción y replicar, con evidente sorna, aunque con la educación que se supone a todo escritor de edad, que no esté en vías de conseguir el Nobel:



             No te aletargues, querida, ya que en ese hemisferio va avanzada la primavera. Extiende las alas y vuela hasta esta fría y dorada ciudad de S. Una vez aquí, veremos qué pueda hacerse.



             Un par de veces, abrí la página virtual, por si había alguna respuesta a mi contestación. Nada. Pensé que la mariposa había tenido bastante y la olvidé.



        ***



             Un mes después, visité en la Diputación una exposición de insectos exóticos, entre los cuales, como espécimen destacado, figuraba una Riodina lycisca, vulgarmente conocida como danzarina grande, capturada en tierras argentinas.







             La asociación de ideas mariposa – Argentina fue fatal para mi tranquilidad de espíritu. Al llegar a casa, tardé en dormirme y, cuando lo hice, tuve una pesadilla, en la que mariposas con rostro de mujer sobrevolaban los Andes patagónicos y se ahogaban en el lago Nahuel Huapi.  Madrugué para abrir el ordenador y me tranquilicé: los sueños de la noche pasada no habían sido el presagio de una tercera y más desesperada observación de aquella Mina de pega.



        ***



             En mi ciudad provinciana no existen, que yo sepa, ilustres tertulias de literatos notables. No obstante, tal vez por evocación de glorias pasadas, yo solía escribir al ordenador una horita casi todas las tardes en una cafetería, al sabor de un chocolate ligero y un vaso de leche fría. No quiero hacer publicidad de ningún establecimiento, pues soy en esto totalmente amateur, pero si diré que me sentía a gusto, sentado a una mesa tranquila y bien iluminada de un café que no tenía ningún reparo, a comienzos del siglo XXI, en llamarse Fígaro y lucir junto al famoso seudónimo el conocido retrato de Larra.



             La tarde siguiente a la noche de las pesadillas, mi tranquila tarea al ordenador fue interrumpida por el acariciador acento de una voz femenina que, en el más puro estilo argentino (que yo no me permitiré imitar groseramente), me preguntó:



        -          Disculpe, ¿no será usted el señor B., el famoso escritor?



             Sorprendido, sobre todo por el epíteto, levanté la vista de la pantalla y, aunque un tanto deslumbrado, acerté a contemplar a una mujer joven, de estatura y complexión medias, morena, cabello en melena corta, rostro ovalado de rasgos vagamente aniñados, ojos pícaros, sonrisa grata que insinuaba la regularidad de los dientes y vestido recto de organza color verde oliva. Una descripción en que me he permitido extenderme porque… porque era la misma que había utilizado para presentar a Mina, en el capítulo segundo de El fantasma de la Biblioteca Sarmiento.



             Con todo, no di mi brazo a torcer, vale decir, procuré no traslucir mi asombro y contesté, simplemente:



        -          Efectivamente, yo soy, aunque la fama la dejo para mucho más adelante. ¿A quién tengo el gusto?

        -          Mina Cecchini, desde luego. Me habías sugerido hace unos días que me reuniera contigo.



             La invité a sentarse y sólo entonces me percaté de que llevaba consigo un equipaje, consistente en una pequeña maleta tipo troller de color avellana y una funda en cuero negro para violín. Llamé al camarero, haciéndole entre tanto la consabida pregunta:



        -          ¿Qué quieres tomar?

        -          La verdad es que acabo de llegar a S. y estoy hambrienta. ¿Podría merendar?



             La suerte estaba echada. Ella merendaría a mi costa y a cambio, como es lógico, me contaría su historia. De modo que apagué el ordenador, me recosté ligeramente en la silla y esperé sus confidencias con mi más acogedora sonrisa.





        2. La migración de la mariposa



             La merienda fue abundante; no así las revelaciones que me hizo la comensal. Dando por sentado que sus observaciones informáticas me habrían aclarado cuanto tenía que saber, resumió en dos palabras su viaje y pretensiones. Nacida a la vida que podía recordar entre libros y corcheas, había sido relativamente feliz en su papel de segundo violín de la Camerata Bariloche y, sobre todo, como enamorada del conservador suplente de la Biblioteca Sarmiento. Todo, empero, se había venido abajo cuando el inspector de policía Aceves había descubierto que su querido bibliotecario era nada menos que el asesino en serie de los prestatarios del Fausto de Marlowe, impulsando al criminal a colgarse de la araña del salón de lectura con la cuerda más baja del violín Cremona classic de Mina. Ésta se mostró desolada, no sin cierta ironía:



        -          Después del chasco amoroso, sólo a ti se te ocurre dejarme tirada a la puerta del Centro Cívico, en un final abierto a las ideas y los deseos de los señores lectores. ¿Es que las ideas y los deseos de la señora protagonista no son dignos de considerar? Con lo bonito que habría sido ascenderme a concertino de la Camerata o, al menos, hacerme la esposa del inspector Aceves, madre de un montón de chiquillos.



             Como si estuviera obnubilado, no se me ocurrió otra cosa que seguirle la corriente y proponerle la solución más sencilla:



        -          Si solo se trata de eso, puedo intentar una segunda parte con final feliz. No soy muy partidario de ellos, pero puedo hacer una excepción contigo.

        -          ¡Ah, no!, exclamó con énfasis Mina. Si he viajado de Bariloche hasta aquí, no ha sido para que vuelvas a hacer conmigo lo que quieras, sino para que, entre los dos, imaginemos para mí una vida personal y plena. ¡Pues bueno eres! He leído tus últimos cuentos y cada vez te da más por concluirlos en el cementerio.

        -          Será porque ya voy teniendo una edad, repliqué dubitativamente.



             Comprenderán ustedes que, a estas alturas de la merienda, mi perplejidad fuese monumental. Me había quedado sin resquicio a la alucinación, que también hubiese sido una salida, aunque no buena. Mina engullía con tanto apetito como la hija de Jairo. La gente no me miraba como a un bicho raro por hablar solo. Y, con cierto agrado por ambas partes, le había rozado un par de veces las manos para comprobar su materialidad. Vamos que, o Mina era un fraude, o mis creaciones literarias estaban alcanzando un realismo sorprendente.



        ***



             Había pasado con creces el tiempo que solía estar en la cafetería. Mina había terminado, hacía rato, su opípara merienda y, aunque me miraba sonriente, no decía ni palabra, como si estuviese muy ocupada en captar el creciente bullicio de la clientela y en hacer la digestión. Entre bromas y veras, le pregunté:



        -          ¿Tienes dónde quedarte?

        -          ¡Oh, no te preocupes! Ya he encontrado un sitio.



             Y, hurgando en su bolso, sacó un papelito en el que figura garabateada una dirección, que yo no pude descifrar a distancia. Agregó:



        -          Es el domicilio de una de tus lectoras. Se enteró por el blog de mis deseos de venir a S. y me ofreció su casa.

        -          ¿Y cómo dio con tu dirección en Argentina?, inquirí suspicaz.

        -          Gracias a tu precisión literaria, respondió con sorna. ¿No recuerdas que en el cuento dabas el número de mi apartado de correos en San Carlos de Bariloche?



             Como si esta pregunta hubiese sido la señal, Mina se levantó e hizo ademán de dirigirse a la barra. Yo me adelanté en el pago y traté seguidamente de llevarle una parte de su reducido equipaje, pero ella se hizo con todo. Según salíamos a la calle, confesó:



        -          Te agradezco que pagases por los dos. La verdad es que he venido tan precipitada, que ni tiempo me ha dado de cambiar los pesos por euros.



             Al llegar a la primera esquina, se despidió. Traté de resistirme, por curiosidad y cortesía, pero Mina insistió:



        -          Tranquilo, que encontraré la dirección. Tú vuelve a casa y piensa en una salida.

        -          ¿Quedamos citados? ¿Tienes teléfono móvil?

        -          Bah, no te preocupes, nos veremos muy pronto.

        -          ¿Cuándo? ¿Dónde?

        -          Donde quieras y cuando quieras.



             Y se perdió entre la gente, calle León arriba, tan resuelta, como si hubiese vivido siempre en S.



        ***



             Cuando llegué a casa aquella tarde, mi primera intención fue la de pensar en una salida, como la presunta Mina me había sugerido. Desde luego, no era difícil continuar su historia, cuando ya poseía ambientes y personajes. No obstante, a los diez minutos paré el relato y empecé a hablar conmigo mismo, que es lo que suele hacer para pensar mejor quien, como yo, tiene una memoria auditiva.




        -          Esto no puede ser. Descartado el delirio, tengo que estar siendo víctima de una lectora chiflada o bromista. Tal y como se comporta, me inclino por esto último. Será una sudaca cualquiera, que quiere sacarme dinero o legalizarse a mi costa. Claro que lo de la invitación de una lectora de acá…; aunque a saber: no pude leer la dirección ni el nombre. Tengo que hacer algunas averiguaciones. ¿No dice que la vea cuándo quiera? Bien, pues voy a tomarme mi tiempo.



             Un poco al tuntún, introduje en el buscador las palabras Camerata Bariloche y, entre otras cosas, hallé la referencia a músicos que habían formado parte del afamado conjunto. ¡Y allí estaba! Belarmina Cecchini. Nacida en Rosario (Argentina) en 1977; estudios en Buenos Aires y en Padua; segundo violín de la Camerata desde 2005, fecha de su ingreso en ella. No decía nada de que hubiese causado baja. Luego, aparte de una insólita coincidencia de datos entre mi cuento y la realidad, una cosa estaba clara: la tal Belarmina era una persona como ustedes o como yo que, tal vez de vacaciones por España, había decidido quedarse conmigo. Con todo, uno es un poquito perfeccionista y no le gusta dejar cabos sueltos. Así que, aprovechando el desfase horario, me atreví a llamar por teléfono a las oficinas de la Camerata. La respuesta mereció la pena:



        -          … La señorita Cecchini causó baja en la orquesta hace unos meses… Sí, sí, a petición propia… No consta la causa o, mejor dicho, es una información reservada… ¿Cómo? ¿Que llama usted en nombre de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León?... Bien, en ese caso… Claro, lo comprendo, ha presentado solicitud allí para fungir de segundo violín… En fin, hagan ustedes las comprobaciones oportunas y en ningún caso revelen la fuente de información… La señorita Cecchini nos pidió una excedencia indefinida para curarse de una depresión.



        ***



             No dormí mucho, en verdad, rumiando de noche los confusos sucesos y noticias de aquel día. Sólo pude conciliar el sueño cuando, tras hacerme una cierta composición de lugar, decidí el paso siguiente, naturalmente, en la línea de tratar de descubrir la impostura de aquella violinista de cuento de miedo; un paso que me costaría tiempo y acudir a los amigos. De lo primero, esperaba tener de sobra. Los segundos dicen que están para las ocasiones y yo sentía ya lo que me sucedía como un evento tal.



             Por mi profesión, tengo contacto fluido con la policía; relaciones amistosas, no vayan ustedes a pensar… Por tanto, a la mañana siguiente encargué al subcomisario N. que me hiciese una gestión informal con sus colegas barilochenses. Una cosa de nada: pedir información sobre un crimen que hubo allí a principios de año y sobre una chica que estuvo relacionada con el criminal, una tal Mina. Mi conocido gruñó:



        -          Si fuera con Buenos Aires, pero con Bari… Bariloches, no tengo ni idea de cómo. No vamos a mover a la Interpol por una bobada así. ¿Qué tripa se te ha roto? Seguro que es por tus cuentos.

        -          Pues algo así. Una mezcla de fantasía y realidad que me temo oculte una estafa o algo peor.



             N. se mostró interesado y no tuve más remedio que ponerle al corriente. Antes de acabar, ya estaba él en marcha, consultando los listados de extranjeros residentes y en tránsito:



        -          Lo que me suponía –comentó exultante-. Esa Mina no figura en ninguna de las listas de extranjeros legales. Aunque lo extraño es que tampoco consta su entrada en el país por medio de transporte alguno. ¡Como no haya venido en patera o con nombre falso!



             Yo estaba hecho un lío y no me sentí con fuerzas para ayudar a un profesional. A fin de cuentas, yo había ido para todo lo contrario.



        -          Bueno, N., ¿me vas a hacer la gestión o no?

        -          Por supuesto que sí, pero la cosa llevará su tiempo.

        -          Tómate el que necesites pero, mientras tanto, te pido encarecidamente un favor.

        -          ¿Cuál?

        -          Que no os metáis con Mina, no sea que se sienta incómoda y le dé por marcharse por donde ha venido.

        -          Descuida, pero que no salga de la provincia de S. Más allá, no respondo.





        3. La vida de las mariposas



             Las jornadas siguientes me fueron muy trabajosas. Tratando de ganar tiempo, me propuse evitar toda posibilidad de encontrarme con Mina. Esperaba los resultados de las pesquisas policiacas y no me sentía con fuerzas para enfrentármela sin tener todos los datos en la mano. Por consiguiente, iba y venía del trabajo a horas y por vericuetos insospechados; suprimí el chocolate literario de Fígaro y limité a mi barrio las salidas para comprar. Incluso no contestaba el teléfono, de no comprobar en el visor que se tratase de un número conocido.



             Todo fue inútil. Por acción o por omisión, cuanto hacía tenía que ver con Mina. Sueños y vigilias la tenían como protagonista. Si escribía, la mente se me iba a la nonata segunda parte de El fantasma de la Biblioteca Sarmiento. En el trabajo, constantemente interrumpía la ilación para consultar en Internet expresiones como Bariloche, realidad y ficción o Belarmina Cecchini. Por las calles transitaba casi disfrazado y como alma que lleva el diablo. Llamaba al subcomisario N. dos veces al día, hasta que empezó a estar ausente o reunido cada vez que intentaba que se pusiera al aparato. Al fin, tras una semana de suplicio auto-infligido, decidí que lo mejor era dar la cara. Media hora antes de lo habitual, me presenté en Fígaro con el ordenador portátil y busqué la mesa de costumbre, ante la sorpresa de Manolo, el camarero más efusivo:



        -          ¡Caramba, señor B., qué alegría! Lo hacíamos enfermo, con la de gripe que hay.

        -          En cierto modo sí que he estado enfermo, aunque no de gripe, repliqué vagamente.



             No llevaría más de un par de párrafos en tres cuartos de hora, cuando una pálida y estremecida figura color verde oliva se recortó en la puerta de la cafetería. Hice ademán de levantarme y saludé con la mano. Mina me vio enseguida y se acercó alborozada a mi posición:



        -          ¡Qué caro se vende, señor escritor! ¡Ya le hacía en Estocolmo!

        -          He estado muy ocupado con el trabajo. Además, como no quedamos en nada…

        -          Bueno, bueno, dejémoslo. Vamos a merendar, pero hoy invito yo.



             La chica parecía contenta y comía con el apetito de la primera vez. Yo me propasé con unos churros y decidí sincerarme. Después de todo, si deseaba saber la verdad, tenía que estar a la recíproca:



        -          Vamos a ver, Mina. ¿Qué es eso de que has dejado la Camerata y que tuviste una depresión?

        -          Pues lo que vengo diciéndote desde el primer día. ¿Qué quieres que hiciera, si me dejaste tirada a la puerta del Centro Cívico, con mi amante estrangulado con la cuerda de mi propio violín, y sin saber nada en absoluto de mi vida ulterior? ¿Qué explicación podía dar a mis compañeros músicos? Pues que estaba hundida psicológicamente -lo que convendrás en que era normal-, pedir la excedencia y recluirme en casa, por no irme a sentar a la puerta del cementerio.

        -          Voy a serte franco. No creo una palabra de todo este dramón. Pienso que eres…, en fin, que puedes ser una bromista o una estafadora; una lectora de mis cuentos que pretendes complicarme la vida, o que yo te la resuelva a ti. Como habrás notado, he hecho algunas indagaciones y he encargado otras a la policía.

        -          ¿Tanto te incomodo? –su voz traslucía un dolor que no reflejaba el rostro-. ¡Qué más quisiera yo que seguir la vida por mi cuenta, o acabar de una vez! Pero te necesito para continuar el camino. Tú me trajiste a este mundo y, de un modo u otro, tienes que marcarme la ruta. Cómo lo hagas y hasta qué punto me dejes albedrío, eso es decisión tuya, tu verdadero problema. ¿Para qué asumiste el poder de crear, de dar la vida, si luego te niegas a asumir las consecuencias?

        -          ¡Eso sí que está bueno! La señora no juzga suficiente haber salido de las tinieblas de la nada, haber surgido a la luz y a la vida. La señora no agradece mi esfuerzo de creador –que no es corto, no vaya a creer-, que me haya fijado en ella, entre millones. La señora está disconforme con su suerte y discrepa de su final. En resumen, la señora es una desagradecida, que pretende de mí más de lo que los hijos más egoístas reclaman de sus padres.

        -          Vaya, vaya, querido señor B. Por fin empezamos a entendernos. Resulta que ya no soy una loca ni una chantajista. Ahora ya soy lo que soy, lo que nunca he dejado de ser: la obra de tu mente y de tu pluma. Y no soy una ingrata, no. Te quiero más que tú a mí. Los hijos de la fantasía somos más agradecidos que los de la carne y, en cierto modo, igualmente poderosos y reales, no vayas a creer… Pero, con eso del final abierto de tu relato, me has dejado en manos del capricho, del azar, de la nada. ¡Y tengo treinta años! ¿No puedes iluminar y alargar mi camino? ¡Es tan hermoso vivir, pese a todo!



        ***



             Empezaba a ver claro, siempre que mantuviese mis ojos fijos en los suyos. No obstante, decidí ganar tiempo para reflexionar y tener en mi mano todos los datos.



        -          Está bien, Mina. Ya veo la fuente de tu frustración, pero no estoy dispuesto, así como así, a publicar una segunda parte de tu historia, con un final feliz a lo Hollywood. Me inclino por dejarte en absoluta libertad para que te busques la vida…

        -          Eso es imposible para nosotros, tanto como para vosotros. Tendrás que marcarme unas líneas, unos condicionantes, unos compañeros de camino.

        -          … Pues entonces, sigamos la vía trazada en la primera parte de El fantasma. Conozco a algunas lectoras impenitentes de mis relatos. Me pondré en contacto con ellas y nos citaremos con las tres o cuatro primeras que muestren un vivo interés por tu personaje, que no es de los mejores míos, no te vayas a engreír.



             Mina se echó a reír y convino en mi sugerencia, aunque adelantó: verás cómo se organiza un galimatías de opiniones. Ya mucho más relajados, le pregunté:



        -          ¿Qué tal te va en casa de tu anfitriona?

        -          Muy bien. Fíjate que no me ha echado a la  calle, a pesar de tu morosidad…

        -          Tráetela también a la reunión, quienquiera que sea.

        -          Te vas a llevar una sorpresa, cuando la veas…, o tal vez no.

        -          Chica, eres el colmo de la imprecisión.



             Pagó con un billete de cincuenta euros. Se conoce que ya había tenido tiempo de cambiar sus pesos. Nos levantamos y en eso aprecié que, mientras yo me enfundaba en abrigo, bufanda, guantes y sombrero, Mina seguía a pie firme con su vestidito recto de organza, color verde oliva. Me avergoncé hasta el extremo por mi insensibilidad y dije:



        -          Ahora mismo vamos a Zara y te compro una prenda de abrigo. No puedes estar así.



             Mina susurró emocionada:



        -          No podrá ser mientras no lo escribas, pero gracias de todos modos.



             Al salir, me tomó del brazo y se acurrucó junto a mi abrigo. Yo sentí por primera vez ternura hacia ella. Insistí en acompañarla a su ignoto refugio, pero fue tajante:



        -          Ya sabes lo que has de hacer por mí. En cuanto al resto, respeta mi libertad.



             Me besó y volvió a perderse, calle León arriba, como la otra vez.



        ***



             Mientras preparaba la logística del encuentro con las lectoras cualificadas, me llegó la llamada del subcomisario. Preferí que me diera la información en persona y acudí a su despacho:



        -          Tengo ya confirmación del crimen de que me hablaste. En realidad, fueron cuatro homicidios en serie, cuya única relación era que las víctimas habían pedido a la biblioteca en préstamo un libro del siglo XVI.

        -          El Fausto de Marlowe.

        -          El caso es que el culpable resultó ser un joven bibliotecario que, al sentirse descubierto, se ahorcó utilizando como cuerda una del violín de su amante.

        -          En cuanto a la Mina por quien te pregunté…

        -          …Y que resultó ser la amante del asesino, aunque no estaba implicada. La chica quedó como alelada de la impresión. Se recluyó en su casa y ahí estuvo hasta que, por lo que me has dicho tú, se ha venido para España. La verdad, aunque seas mi amigo y te responsabilices por ella, creo que es una individua extraña y que debemos devolverla a la Argentina a las primeras de cambio.

        -          Espera, espera. ¿Averiguaron algo de su familia o de su vida anterior a aparecer por Bariloche?

        -          Nada. Un expediente académico presentado por ella para entrar en una orquesta y nada más. Como si hubiese llovido del cielo.

        -          Muchas gracias, N., pero tengo que pedirte un último favor.

        -          Ya sé. Te doy una semana para que termines lo que traigas entre manos y le compres un billete de vuelta a Buenos Aires. De otro modo, actuará Extranjería.

        -          Eres un tío grande. Si publico mis relatos, cuenta con un ejemplar dedicado. Y, a propósito, ¿quién te suministró la información desde Bariloche, fue la Interpol?

        -          ¡Qué va! Un colega de allá, quien precisamente fue el que descubrió al asesino. Un tal inspector Aceves.



             Ustedes comprenderán que, de todo lo que me contó mi amigo N., fuera esto último lo que más me impresionó.



        ***



             Con toda urgencia, como el subcomisario me apremiaba, organicé la reunión en trámite. Pero una cosa es hacer las cosas rápido y otra muy distinta, hacerlas mal. Me preocupaba, en especial, la reacción de las lectoras –por muy cualificadas que fuesen- ante mi presentación de Mina como la protagonista del cuento. Esta vez era yo quien quería verme con ella, pero ¿cómo citarla?



             No fue necesario. Parecía como si mi simple voluntad la convocase. Aunque era por la mañana y hacía un frío de perros, cuando entré en Fígaro, allí estaba Mina, esperándome en la mesa de costumbre.



        -          ¡Chica, vaya telepatía! A ver si vamos a entendernos solo con el pensamiento.

        -          Algo hay de eso, concedió ella, pero no tanto. Yo tengo mi personalidad y no voy a estar a tu capricho no escrito, no siendo cuando lo comparta.





             Le planteé mis recelos ante una posible reacción negativa de incredulidad, por parte de las lectoras invitadas. Mina me tranquilizó:



        -          Si tú, que eres un Santo Tomás corregido y aumentado, has acabado reconociendo la verdad, ellas harán otro tanto y más fácilmente. Después de todo, los lectores no influyen en nuestras vidas, pero nosotros sí, y mucho, en las suyas. A veces, tenemos más empatía con ellos, que con nuestros creadores. Y, por supuesto, no dependemos de ellos para existir. Eso, vosotros.

        -          ¿Nosotros? Yo escribo porque quiero y que me lean o no, me importa un bledo.

        -          ¡Y un cuerno! Ahora me va a venir el autosuficiente señor B. con que se le da un ardite tener lectores, o la opinión que estos tengan de él. Vamos, vamos, que ya nos conocemos.

        -          Mujer, a nadie le amarga un dulce.

        -          Y más que un dulce. ¿Quién crees que, ya que no os da la vida, os la mantiene?

        -          Te refieres a la fama y todo eso…

        -          Me refiero al cariño o, por lo menos, al recuerdo. ¿Cuándo estaba Mozart más vivo, en 1790 o en 2007?

        -          Son vidas diferentes.

        -          Falso. Es la misma vida, al menos, de tejas para abajo. Y de tejas arriba, también, que malamente podrían salvarse la mayoría de los artistas si no fuera por la belleza que legan a sus coetáneos y, sobre todo, a la posteridad.



             La cabeza me daba vueltas y no era para filosofar para lo que estábamos allí. Le sugerí:



        -          ¿Qué te parece, si te presento como alguien real, que tomé como modelo para hacer un cuento totalmente pegado a sucesos acontecidos en tu país?

        -          Y dale. Qué poco confías en tus lectores y qué manía con lo del mundo de los cuentos y el mundo real. Vas a tener que volver a la infancia para entenderlo.

        -          Ya. Si nos os hacéis como uno de estos niños, etcétera, etcétera.

        -          Vale. Preséntame como quieras. El caso es que te convenzas de que lo que no hagas tú que me has creado, nadie lo hará en tu lugar. Ya sabes, puestos a frases hechas, hay una que dice algo de las castañas y el fuego.





        4. La marcha de la mariposa



             Formábamos un cuarteto un tanto peculiar. Además de un servidor, una joven profesora de Derecho Mercantil, una Secretaria judicial de mediana edad y una anciana rozagante aficionada a mis relatos sobre nuestra guerra civil. Todos nos conocíamos y éramos locuaces pero aquella tarde, una vez les puse al corriente de la Mina descafeinada y de mis pretensiones, todos parecíamos reflexionar y esperar el momento de la presentación de la protagonista. Alicia, la señora mayor, había resumido hacía rato el parecer de las tres lectoras:



        -          Vaya compromiso en que nos pones. Sugerir la vida futura de esa pobre chica, después de lo que le ha tocado pasar. Claro que, si le servimos de alguna ayuda…



             A la hora indicada, Mina apareció y, con ella, su anfitriona. Todos nos quedamos estupefactos, aunque por diversos motivos. En las lectoras, hubo un comentario unánime sobre el asombroso parecido del original de carne y hueso con mi personaje de ficción. Por mi parte, descubrí que el hada madrina de la chica de Bariloche era, precisamente, mi amiga escritora, a quien he aludido al comienzo de este relato.



             La cosa fue fenomenal, mientras se trató de merendar las delicatessen de Fígaro y de que Mina y sus expectantes amigas se contasen sus cosas. Yo, mientras tanto, procuraba sonsacar en voz baja a la anfitriona de Mina –a quien llamaré C.-, con vistas a un final feliz o, cuando menos, razonable del envite. Pero ella callaba y miraba al infinito, como diciendo yo ya he hecho bastante; ahora compóntelas como puedas.



             Al cabo de media hora de fluida charla, decidí cortar esta con una llamada al orden:



        -          Bien, señoras mías, ha llegado el momento de que cada una, a partir del final del cuento, le dé una salida a la pobre Mina y su vida desgarrada.



             Lo dije con tal seriedad, que no supieron si tomarlo a hipérbole. En cualquier caso, les fui concediendo el uso de la palabra en un primer turno, que no resultó del todo desordenado:



        -          Si de mí dependiera –apuntó la profesora de Mercantil-, me volcaría en la música, para olvidar. Precisamente tocas el violín, tan romántico él, y en un conjunto de postín. Pedirías el reingreso en la orquesta y, si Bariloche te resulta demasiado próximo para tu desgracia, podrías venir a Europa. La música es un lenguaje universal. Una buena carrera profesional y a reírte del mundo, sin atarte a nada ni a nadie.

        -          Pues, si yo fuera tú –opinó la secretaria-, me concedería un par de años sabáticos, viajando por el mundo, y tratando de olvidar lo sucedido. El tiempo todo lo cura. Luego, un buen matrimonio, que no todos los hombres son asesinos en serie, y a criar tres o cuatro criaturas. El violín, como distracción, hasta que los hijos hayan volado. Más adelante, ya verías de seguir tu carrera profesional, si no hubieres perdido las cualidades precisas. Y, desde luego, del inspector Aceves, ni hablar: ¡policía y delator de tu amante! ¡Ni que no hubiese otros hombres en el mundo!

        -           No te conocemos lo suficiente como para aconsejarte, querida –dijo mi anciana lectora favorita-, ni sabemos hasta qué punto te haya afectado lo que sufriste. Como lectora y como madre, sólo me atrevo a desearte lo mejor. Eres joven, hermosa, inteligente sin duda, ¡y artista! Lo tienes todo para ser feliz, si no te empeñas en lo contrario. Si acaso, que B. te aconseje, ya que sabe tu historia y estás en esta su ciudad, que él tan bien conoce.



             No parecían muy conformes las dos primeras opinantes con la salida por la tangente de su compañera. Estaba a punto de iniciarse la contienda prevista por Mina, cuando decidí cortar por lo sano y, al propio tiempo, conseguir una opinión que yo valoraba sobremanera, aún antes de conocerla:



        -          Alto, alto. Falta una persona por expresarse. Concedamos, pues, a C. el uso de la palabra.



             C. era un genio para casi todo y, entre otras cosas, para no comprometerse o, por decirlo eufemísticamente, no meterse en berenjenales. Reflexionó medio minuto, sonrió y dijo:



        -          Yo creo que a Mina le vendrían bien un abrigo, una cuerda baja para su violín –que todavía no le ha devuelto la policía barilochense- y un billete de vuelta a la vida, ejem, a la vida activa, he querido decir, pues esta ciudad de S. podrá ser muy hermosa, pero a ella no le dice nada.



             Y, dicho esto, se levantó como impelida por un resorte y, tras ella, Mina y las demás. Yo hice intención también de ponerme de pie, pero la voz de C. me llegó imperiosa:



        -          No, rico, tú no. Tú te quedas aquí, pagas la cuenta y empiezas a escribir lo que ya sabes, que para eso has venido pertrechado de mini-ordenador.



             Estaba tan sumiso, que ni siquiera me despedí de las señoras. En realidad, tampoco de Mina, pero ella sí de mí. A mitad de camino de la salida, hizo como si se le olvidaba algo, retornó, me dio un beso suavísimo y dijo:


        -          Adiós, papá.