sábado, 30 de julio de 2011

LA IMAGEN DE SAN NARCISO

La imagen de San Narciso

Por Federico Bello Landrove

     Lo que parece ser un robo sacrílego acaba convirtiéndose en un serio problema político, en el efervescente Brasil de 1938. La coincidencia de individuos demasiado listos con otros excesivamente crédulos estará a punto de provocar una tempestad en un vaso de agua, que la profesionalidad de un modesto policía logrará calmar.




Parte primera. La gestación del embrollo



    1. Un santo se ha perdido

         Todo empezó con una edición especial del Município de Pitangui. Decir de un número del periódico oficial del histórico municipio mineiro que constituía una edición especial, no deja de ser una redundancia, dado que en su dilatada historia son más los años que los ejemplares. Pero, en cualquier caso, para justificar la aparición, tenía que tratarse de un acontecimiento impactante y muy fuera de lo común. Así que veamos cuál era la noticia de cabecera, sobre la que luego se construían o hilvanaban rumores y comentarios:

      Ha desaparecido de la capilla del Buen Jesús la histórica imagen de San Narciso

           Seguidamente, el redactor entraba en ciertos detalles acerca del tremendo suceso, como cuando escribía:

           El capellán, padre Veloso, cree recordar que la imagen de San Narciso formaba parte del segundo cuerpo del retablo lateral del lado de la Epístola. Aunque su culto había ido cediendo mucho en el fervor popular, hasta el siglo pasado existió una cofradía bajo la advocación del Santo, que celebraba solemnes actos litúrgicos y romerías cada 17 de agosto.

           Por su parte, el sacristán, Nemesio Galeão, manifestaba que:

      -          No hay daños en la puerta de la capilla. La ventana y el óculo estaban completamente cerrados. No obstante, una vecina, Dasdores Pestana, asegura que oyó pasos apresurados de varias personas a eso de las tres de la mañana del jueves, 28 de abril. En la mesa del altar del santo, yo mismo he visto huellas de pisadas sobre el lienzo blanquísimo, que mi mujer lava con esmero y devoción semanalmente.

           En lo fundamental, el reportaje y el número del Município de Pitangui de aquel domingo, 8 de mayo de 1938, concluía con estas compungidas y victimistas palabras:

           No hace ni siete años que la generosidad de los pitanguienses acabó de dotar de altares a nuestra iglesia matriz, tras el terrible incendio que sufrió en 1914. Ahora le ha tocado la desgracia a la histórica capelinha del Buen Jesús que, junto a San Francisco de Asís, hizo las veces de parroquial durante la reconstrucción. Nos permitimos pedir a la policía que investigue a fondo lo sucedido y a las Autoridades del Estado y las federales, que lleven a cabo una política de protección de nuestro patrimonio histórico, que el municipio, con sus solos y escasos medios, está imposibilitado de ejercer.

      ***

           Apenas quince días después, el Diario de la archidiócesis de Belo Horizonte se hacía eco de la desgraciada y misteriosa desaparición de San Narciso, en artículo firmado por el vicario de Pitangui, reverendo Matías de Sousa Cançado. Con más detalles que el citado periódico municipal, don Matías historiaba:

           Conocido en todo Minas es el famoso crucifijo de madera que los tropeiros donaron al templo en el siglo XVIII. Mucho menos lo era la ahora desaparecida imagen de San Narciso, de la que no existen datos precisos en el libro de fábrica de la capilla, pero que quienes la recuerdan atribuyen a alguna mano maestra del barroco. Pero lo de menos es su valor histórico: es el religioso y sentimental el que hemos de poner por encima de todo, deseando que nuestro Santo pueda volver pronto a su casa para recibir la veneración de los fieles.

           El diario diocesano, de pluma de un colaborador habitual, un tal padre Fortunato, seguramente próximo al arzobispo, apostillaba con no muy buena intención:

           Es pronto para aseverar que nos hallamos ante un robo sacrílego. Mas, si así fuese (y es la hipótesis más probable), tendríamos que referirnos, una vez más, a la indiferencia por la Religión de nuestras Autoridades civiles, que promueven una educación laica y se inhiben de la pertinente atención a las iglesias, pese a la pomposa creación, el pasado otoño, del Servicio del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional, dentro del Ministerio de Educación y Salud.

      ***

           El paso del robo de San Narciso, del localismo, al conocimiento general, vino de mano de los periódicos de amplia circulación. El primero fue O Estado de Minas, en aquel momento contrario a la política del Presidente Vargas. El editorial llevaba por rúbrica Que se encomienden al Santo y de él son los párrafos que siguen:

           Es mala cosa, incluso para un santo, vivir en un pueblecito mineiro, aunque haya tenido el honor de ser el lugar de nacimiento del Ministro de Educación. Es tanto el abandono en que este Estado sin libertades tiene sus monumentos y obras artísticas, que lo extraño no es que San Narciso haya decidido marcharse a otra parte, sino que alguien se haya dado cuenta a los pocos días…

           … Aseguran que San Narciso fue otrora muy venerado en Pitangui por su milagrosa intercesión. De no haber perdido dicha cualidad con la ola de impiedad y descreimiento que nos invade, nuestras Autoridades podrían rezar al propio santo para que éste les revelase su actual paradero. No se nos ocurre otra forma más eficaz para que la capilla del Buen Jesús recupere a su secular inquilino, mientras en Rio y en Belo Horizonte manden quienes dicen que nos gobiernan…

           … Este diario, consciente de su responsabilidad con el olvidado patrimonio de nuestro Estado, promoverá cuantas medidas políticas y técnicas sean precisas para que San Narciso, con independencia de sus lógicas veleidades escapistas, retorne a sus orígenes, así como para que dicho santo sea el último en desaparecer de nuestros maltratados edificios históricos, sean ellos civiles o religiosos.

      ***

           De los apuntes tomados en una conferencia del profesor de Historia del Arte de la Universidad de Minas Gerais, don Apolonio Viqueira Viçoso, impartida el martes, 7 de junio de 1938:

            Señaló el profesor Viqueira que: Sorprende la ausencia de datos escritos acerca de la imagen desaparecida. No obstante, a juzgar por las características del resto del retablo y de la época en que el mismo fue colocado en la capilla del Buen Jesús, estoy en condiciones de afirmar que la autoría más probable del San Narciso corresponde a João Batista de Neves Caldas, discípulo y colaborador del Aleijadinho. Neves, a la muerte de su maestro, continuó su labor desde el taller abierto en Itabira y atendió numerosos encargos en toda la entonces rica cuenca aurífera del centro-oeste mineiro. Mi convicción de que se trata de una obra de la gubia de este escultor se debe al estudio micrográfico de la mejor y casi única fotografía completa del retablo. En ella puede apreciarse, aunque no con la claridad deseada, que la imagen de San Narciso, en actitud de cruzar sus manos sobre el pecho, tiene una curiosa característica: ambas manos son derechas. Podría parecer un tremendo error del entallador, o de los oficiales de su taller, pero no hay tal, evidentemente. Neves, impresionado por el ejemplo y la mortificación de su maestro, decidió, hacia el año 1800, alterar sus imágenes con alguna deformidad física, como corcova, estrabismo, cojera o, cual sucede en este caso, dos manos exactamente superponibles. No recuerda la Historia del Arte cosa parecida. Es cierto que el conocido escultor español, Alonso Berruguete, usó del mismo arbitrio en alguno de sus retablos, pero lo hizo con muy otro objetivo: el de espiritualizar y destacar un determinado ademán…

           El ilustre conferenciante, de manera un tanto sibilina, nos indicó que hay otro motivo bastante poderoso para que yo entienda que el San Narciso desaparecido sea obra de Neves, y es la frecuente contratación de sus servicios por doña Joaquina do Pompeu, relevante y famosa pitanguiense de aquella época, de la que es conocida su dedicación y afecto por las mujeres descarriadas, la cual hace muy lógico el encargo de una imagen de San Narciso. Y permítanme que no entre en detalles más escabrosos, dada la presencia entre el ilustre auditorio de numerosas señoras…

           En el coloquio final, el profesor continuó negándose a precisar más su último argumento.

      ***

           El estudiante de Humanidades, Miguel de Aquino Rego, que tomó los apuntes transcritos hace un momento, era un universitario de raza y, no queriendo quedarse con la duda, escribió a un tío suyo, policía de Uberlândia, auténtico profesional, paciente y objetivo. El tío, inspector de primera Alcides de Oliveira Rego Campos, no dejó de extrañarse de la solicitud de su sobrino: era la primera vez que le pedían informes y seguimiento, no de un criminal, ni de un sospechoso, sino de un santo. Con todo, era hombre de recursos. Acudió a la biblioteca diocesana y consultó el Santoral, con la misma precisión con que lo hubiera hecho con el registro de antecedentes policiales. Y allí estaba la referencia a San Narciso, figura ilustre de la iglesia hispana del siglo IV, y la más que probable explicación de la referencia y la reserva del profesor Viqueira. La alusión del Santoral, que el inspector de policía copió literalmente, con pulcra grafía, era la siguiente:

           Inspirado por Dios, salió de Gerona con su diácono Félix y se encaminaron a Alemania, entrando en la ciudad de Augusta, según el aviso del Cielo. Con su predicación y milagros logró San Narciso multitud de conversiones, siendo la más notable aquella de Afra, pública ramera, la de Hilaria, su madre, tres criadas llamadas Digna, Eunomia y Eutropia, y la de Dionisio, tío de Afra, que todos fueron mártires.



           Suponiendo -lo que facilitaba su deformación profesional- que toda aquella flor de mártires, unidos en la muerte, lo hubiesen estado también en vida, Alcides repartía papeles en el burdel, y contemplaba a Hilaria como la celestina y tesorera del carnal negocio; Afra, como la madame que dirigía el establecimiento y atendía a los clientes de más tradición o alcurnia; Digna, Eunomia y Eutropia resultaban ser las mozas del partido, al servicio de los augustanos más jóvenes y fogosos; Dionisio, en fin, como proxeneta, guardando la casa y manteniendo el orden dentro de la misma. Sonriendo para sí, mientras bajaba la solemne escalinata del palacio episcopal, repasaba con su privilegiada memoria las alusiones a la inspiración divina y al aviso del cielo para que se trasladara el santo de España a Alemania. El policía era religioso y no le resultaba difícil entender la llamada divina para salvar a tan lejanas ovejas perdidas. Con todo, masculló al llegar al vestíbulo:

      -          En aquella época, menuda fama tenía que tener el prostíbulo alemán de Afra, para ser conocido en España.

           En cualquier caso, su imaginación calenturienta no era cosa a la que permitiera rebasar los límites de su persona. Así que respondió simplemente a su sobrino:

           Querido, etc., etc.: Sábete que la referencia del profesor a la identidad de San Narciso responde al hecho de que brilló con luz propia en la conversión de las mujeres de la vida. Esa pudo ser muy bien la razón por la que doña Joaquina do Pompeu lo instaló en el retablo de la capilla del Buen Jesús de Pitangui, para enmienda y ejemplo de las muchas prostitutas que habría entonces en la zona, al servicio de los mineros del oro, enriquecidos y sin matrimoniar.

           A Miguel, el sobrino, le faltó tiempo para dejarse caer por la cátedra del profesor Viqueira y revelarle cómo y por quién había llegado a descifrar el enigma. El catedrático de Arte lo felicitó sin mucha efusión. Tan pronto cerró Miguel la puerta del despacho, el profesor estalló:

      -          Valientes necios, el tío y el sobrino. No tendrá cosas mejores de que ocuparse la Policía en este país.





        2.  Del Ministerio al campo de batalla


               El Presidente, Getulio Vargas, se desayunó con un sapo del Correio da Manhã. Mandó a su secretario particular de turno que llamase por teléfono al Ministro de Educación, Gustavo Capanema, y, a eso de las once, compartían café y sapo en el Palacio de las Águilas:

          -          Caramba, Gustavo, bien está que le cuelen algún gol de vez en cuando, pero ¡mire que en su propio pueblo natal!

          -          Perdone, Presidente, pero no entiendo...

               Getulio le tendió el Correio, abierto por la página 3. Un titular a tres columnas rezaba así:

          San Narciso huye de Pitangui

          Sus buenas razones tendría

               El contenido del artículo, basado en los hechos que nosotros ya conocemos, se ajustaba a la ironía del encabezamiento e hizo enrojecer al ministro, hasta en la montura de las gafas. Farfulló:

          -          ¡Qué desvergüenza! No tenia ni idea... Descuide, señor Presidente, yo me ocupo.

               Getulio discrepó:

          -          De ningún modo. Todo un ministro, dedicado a investigar la desaparición de un santo cabeza loca… Y, además, nacido en Pitangui. Para qué queremos más. La oposición se nos echaría encima, imputándonos influencias y padrinazgos.

          -          Pero, señor Presidente, si no tenemos ya oposición. Éste es un Estado novo.

          -          Da igual, Capanema. Designe a un subordinado de confianza para que se encargue del caso. ¡Ah! Y redacte un artículo de réplica y que lo publiquen en el Diario Carioca, asegurando que van a tomarse todas las medidas para que ningún santo vuelva a escaparse de su peana, ni aún con la ayuda de los amigos de lo ajeno.

          -          De acuerdo en todo, señor Presidente, y perdón por el disgusto que le haya podido causar este penoso incidente pitanguiense.

          -          Perdonado está, amigo Gustavo, pero no se confíe.

          ***

               A las doce y quince horas del mismo día, 14 de julio de 1938, jueves, el ministro de Educación y Salud convocó en el despacho a su jefe de gabinete, el ilustre intelectual Carlos D.  Enteco, espigado, mirada penetrante, mentón cuadrado, gafas de concha y calvicie prematura, traje de cheviot azul marino y corbata de seda roja, don Carlos parecía en algunos aspectos (edad, cabello, gafas, delgadez, aire tímido) una réplica de su ministro. Con todo, algunas diferencias se hacían notar, agudizando los matices en el jefe de gabinete: más alto, más delgado, más envarado, más calvo, más joven... y más inseguro. Claro que esto último tal vez dependía de que el ministro estaba del lado de la mesa coincidente con la poltrona, mientras Carlos (apeemos el tratamiento, ya que vamos a hablar mucho de él en este cuento) permanecía de pie, en el lado opuesto, esperando  conocer de su superior y amigo la razón de su llamada perentoria.

          -          Carlos, tenemos un problema serio y hay que actuar con eficacia. ¿Has estado alguna vez en mi pueblo, Pitangui?

          -          Claro. ¿No recuerdas que me llevaste en 1932, cuando se formó en la localidad la sección pitanguiense de la Legión Liberal Mineira? Tú estabas guapísimo de uniforme, con tu camisa parda…

          -          Calla, calla. Esa época ya pasó y no está ahora el horno para bollos.

          -          Bien, pues ese ha sido hasta ahora todo mi contacto con tu pueblo. ¿Por qué me lo preguntabas?

          -          Pues porque te va a tocar ir allá y solucionar un problema bastante gordo.

               Y aquí, el ministro puso a su secretario de gabinete al corriente de la desaparición de la imagen de San Narciso, la difusión que el hecho había tenido y la indignación del Presidente al enterarse. Carlos, nervioso, no dejaba de subirse las gafas por el caballete de la nariz, mientras Gustavo hablaba. Ya se veía perdido y defenestrado, por más que su superior y amigo no dejara de hacer referencias a lo mucho que esperaba de él en tal trance, debido a sus conocimientos artísticos, inteligencia y don de gentes. Al escuchar esto último, que estaba muy lejos de la verdad, vio el cielo abierto y replicó:

          -          En eso tienes mucha razón, Gustavo, en este asunto hace falta un hombre hábil, acostumbrado al trabajo sobre el terreno, con dotes de mando y mano izquierda. Tú me conoces. Vamos, que soy la antítesis de todo eso. ¿Por qué no mandas a Mario de A., o a Heitor V.?

               El ministro no estaba esa mañana de humor para que lo contradijeran, pero todavía le doró la píldora:

          -          Tendrás plenos poderes para movilizar a la policía y los expertos del Servicio de Patrimonio. Podrás llevarte a quien quieras del Ministerio, para que te ayude. No te lo pediría, si no te supiera capaz de conseguir el éxito.

               Entre sudores y balbuceos, todavía Carlos trató de apartar de sí aquel cáliz, el primero que le hacía sentirse algo más que un burócrata en el tiempo que llevaba en el Ministerio con Gustavo. Éste, cansado de rogar lo que exigir podía, decidió poner fin a la discusión, aunque con cierta suavidad:

          -          Querido Carlos, no me das otra alternativa. O sacas billete para Pitangui, o para Itabira [1].

               El querido Carlos quedó rígido, tragó saliva, se enjugó el sudor de la frente con el pañuelo del bolsillo superior de su traje azul marino y musitó:

          -          Está bien, señor ministro.

               Salió del despacho, cerró la puerta y, de camino por el pasillo, le oyeron decir quienes siempre están en los ministerios con el oído presto:

          -          Me aseguró que no era un cargo político y ahora me obliga a tomar decisiones. Y en algo muy relevante, que Getulio mirará con lupa. ¿Quién me mandaría a mí meterme en estos berenjenales, siendo, como soy, un hombre común?

          ***

               La primera intención de Carlos fue la de pedir la cooperación de medio Ministerio, para lograr apoyos y diluir responsabilidades. No obstante, su amigo del alma, experto periodista y Director del Servicio del Patrimonio Histórico, Rodrigo M., le hizo cambiar de opinión, con aparente sensatez:

          -          A estas alturas, todos en el Ministerio habrán leído el Correio da Manhã y comprenderán que Getulio y Gustavo están que echan humo. Cualquier colega al que pidas ayuda se va a negar o va a prestártela de muy mala gana, con lo que será mejor para ti ir solo que mal acompañado. Yo mismo te ayudaría, si no fuese porque mañana salgo con el ministro para Salvador y me quedaré por tierras bahianas durante un mes, por lo menos, dirigiendo las tareas de catalogación de los monumentos de la época colonial.

          -          Entonces, ¿qué me aconsejas?

          -          Sencillo. Búscate la ayuda sobre el terreno, en Minas, donde conozcan bien el suceso y los lugares del crimen. Si acaso, y más por compañía que por otra cosa, llévate a alguien de la casa, no sé, cualquiera medianamente preparado, pero que se te ofrezca voluntario. Así podrás fiar enteramente en su solidaridad y buenas intenciones.

               Eran ya las dos de la tarde. Carlos llamó lacónicamente a su esposa, Dores, para decirle que no iría a comer. Tomó un refrigerio en la cafetería O doce momento, junto al Ministerio y volvió a su despacho, dispuesto a echar el anzuelo, tal y como Rodrigo le había aconsejado. El problema es que el río apenas tenía peces, pues eran pocos los cargos ministeriales, por modestos que fuesen, que acudieran a trabajar por las tardes.

               Con una fe capaz de mover montañas, Carlos se acercó a un grupito de colegas, artistas e intelectuales todos ellos, y les comentó el encargo de Gustavo, sin esconder ninguna de sus asperezas. Todos parecían escuchar de manera distraída y mirando para otro lado. No obstante, en el colmo de la confianza, el secretario del gabinete preguntó:

          -          ¿Qué? ¿Alguien me quiere echar una mano? ¿Alguien se viene conmigo para Pitangui?

               Quince segundos de silencio. Ya se disponía a la retirada cuando una voz femenil, procedente del fondo de la sala, junto a un armario-biblioteca, le llegó cantarina:

          -          Los hombres, siempre tan cobardes. Si no tienes objeciones que hacer por el hecho de ser una mujer, cuenta conmigo.

               Era Cecilia M., la culta poetisa y profesora, que colaboraba ocasionalmente con aquel equipo de cerebros, verdaderamente inigualable, pese a que a casi ninguno le interesase el San Narciso de Pitangui. Tal vez ello fuese un signo de inteligencia, como más adelante comprobaremos.

          ***

               Cuatro días más tarde, a la puesta del sol, el destartalado Ford que les habían prestado en la Prefectura de Belo Horizonte se estaba aproximando, ¡por fin!, a Pitangui. Agotados del viaje, casi sin parar desde Rio, Carlos y Cecilia parecían sumidos en sus pensamientos. No tenemos medio alguno de llegar hasta ellos, pero tal vez no serían muy diversos de estos, que podemos presumir:

               Carlos estaba de mal humor. A la ingrata tarea encomendada por el ministro, se había añadido la bronca de su Dores, al enterarse de la compañía femenina que llevaba para el viaje. Por lo demás, sentía acidez de estómago, el conductor era un infatigable charlatán, se habían extraviado dos veces y no había podido comunicar telefónicamente con Pitangui, ni para confirmar la reserva de habitación en la pousada O bom encontro”, ni para que algún agente de policía se pusiera a sus órdenes a fin de iniciar las investigaciones. En consecuencia, es razonable imaginar que Carlos no tuviera muy plácidos pensamientos, si es que le permitía pensar la cargazón de cabeza. Y menos mal que Cecilia había resultado una compañera excelente: jovial, atenta, con muy buenas ocurrencias y gran admiradora de su obra poética. Vamos, un encanto.

               Por su parte, Cecilia es de suponer que no tuviese ideas muy diversas de las de Carlos. Después de todo, la compañía en los viajes crea notables afinidades. Sí era, en cambio, muy diverso el panorama familiar. A ella no la había abroncado un marido celoso, por la sencilla razón de que se había suicidado tres años antes. La preocupación eran sus tres encantadoras hijas, dejadas en tierra carioca al cuidado de una tía, sólo por ayudar a este pobre gran poeta, que ella adoraba literariamente desde que cayó en sus manos su primer libro de poemas. Aunque había resultado como todos los hombres de su estilo: pesimista, de pocos recursos prácticos, veleidoso y mal organizado. También a ella le dolía la cabeza y no sentía ganas de hablar, sino de estrangular al gárrulo del chófer. En fin, rezaba a San Narciso y a todos los santos, por encontrar al llegar a Pitangui un baño caliente y una cama sin chinches. Lo del policía le tenía  sin cuidado: ella prefería, para empezar, algún profesor que le explicase bien qué era aquello de las dos manos superponibles.

               Al fin, Pitangui se perfiló en el horizonte y el Ford, entre gruñidos y nubes de polvo, terminó por embocar, ¡cómo no!, la antigua rua da Paciência, ahora Visconde do Rio Branco. Al fondo, una sencilla construcción enjalbegada, con los vivos en verde oliva, coronada por una cruz de hierro y precedida de una corta escalinata, salió a recibir a los viajeros. Carlos no pudo menos de soltar un exabrupto, al reconocer el edificio:

          -          ¡No te fastidia! La capilla del Buen Jesús.

               Cecilia, como siempre, más práctica, ordenó al conductor:

          -          Antonio, dé marcha atrás, que hemos dejado la pousada a la izquierda, un poco más abajo.





          Parte segunda. Conclusiones provisionales



            3.  En un mundo de apariencias


                   Cecilia era muy madrugadora, para lo que en Rio solía contar con la inestimable ayuda de sus tres diablillos. Abrió la ventana y el viento de la sierra la hizo estremecer. Puso un jersey rojo sobre la blusa blanca, ajustóse la airosa falda de estampado geométrico y salió de la habitación cuidando de no hacer ruido. Al entrar en la ante-cocina que servía de comedor de huéspedes, se dio de manos a boca con la fornida posadera, Maria da Saúde Rocha Laranjeira, quien no pudo menos de lanzar un piropo a su bella y bien compuesta cliente:

              -          Aunque estemos en julio, ya ha llegado acá la primavera.

                   La requebrada sonrió, se sentó a desayunar y pasó un buen rato charlando de todo un poco con Saúde, no sin antes felicitarla por la limpieza y orden de su negocio. Al concluir, echó al hombro el arca de Noé –metáfora de su enorme y polifacético bolso- y se dio un paseo, callejeando hasta el Jardín Público, a la vera del Cine Pitangui, haciendo tiempo para que se levantase Carlos y estuviera dispuesto a comenzar la tarea de aquel martes, 19 de julio. A su regreso, dirigió la vista hacia la famosa capilla, dorada por la luz de miel de la mañana invernal y pensó:

              -          Pues no está tan mal este pueblo, como para que los santos no quieran vivir en él.

                   Entre tanto, Carlos, aún en bata y zapatillas, somnoliento y despeinado, estaba concluyendo el almuerzo matinal, variado y copioso. Se alegró de ver a Cecilia, toda sonrisa y ojos negrísimos, con su crespo cabello corto peinado para atrás, viva imagen de la simpatía. Señor –pensó- ¿cómo hará esta mujer para dar la impresión de estar siempre dispuesta a comerse el mundo?

              -          Vaya, vaya, ¿ha descansado bien el señor? –bromeó Cecilia-. ¿Cree que estará listo para las once?

                   Aunque tenía el estómago pesado y en la cabeza continuaba martillando el zumbido del motor del Ford, Carlos se levantó como impulsado por un resorte, al oír la palabra once. ¡Era la hora en que anoche había concertado cita con el prefecto de la localidad! Salió disparado camino de su habitación, con el tiempo justo de entender lo que Cecilia le gritaba desde el office de la cocina:

                     -    ¡No me apetece ir al Ayuntamiento! ¡Me daré una vuelta por el Buen Jesús!

                   El secretario de gabinete refunfuñó:

              -          Ya empezamos a saltarnos el protocolo.

              ***

                   A la hora de la comida, los dos investigadores parecían deseosos de intercambiar sus progresos, pero la presencia de otros huéspedes en una de las cuatro mesas de la pequeña estancia les aconsejó tácitamente tomar el café en ausencia de testigos. Cecilia sugirió un modesto bar con terraza soleada, frente al Solar dos Campos. Carlos, más precipitado casi siempre, fue el primero en contar sus experiencias matinales:

              -          El prefecto ya me estaba esperando, con el jefe de policía de aquí y el concejal de cultura, que lleva la redacción del periódico oficial que levantó la liebre. Todos muy ceremoniosos y llenos de ofertas de total colaboración pero, en la práctica, han adelantado muy poco o nada, pese al tiempo transcurrido desde que desapareció el santo. El policía apuntó la posibilidad de algún espadista, en contacto con un anticuario de la capital, que actuaría sobre encargo, pues fue directamente a por el San Narciso, dejando todo lo demás. El concejal se remitió a la gente de la capilla, que fueron quienes le dieron a él la poca información que recogió en su artículo. Finalmente, el prefecto lamentó el abandono en que se encuentran las iglesias y otros monumentos pitanguienses y vaticinó  que no será fácil recuperar la imagen, máxime ahora que la prensa ha propalado su valor y la necesidad de extremar su búsqueda.

                   Carlos tomó un buche de café con leche y concluyó:

              -          Para mí que, después de tanto llorar la pérdida del santo, ahora parecen hasta resignados. Es lo que tiene la gente de los pueblos: protesta mucho pero, en el fondo, son unos fatalistas.

                   ¡Cómo era el hombre! Siempre las palabras justas, medidas y frías. Cecilia supuso que no le sacaría entonces ni una más, como no fuera tras arduo interrogatorio; de modo que tomó el turno, prometiéndose ser tan lacónica como su colega:

              -          Pues, como si hubiese oído al concejal de cultura, o como lo llamen, yo me he dedicado a la gente de iglesia, y no me ha sido fácil pues el uno andaba al mercado, el otro decía misa no sé dónde… En fin, Pitangui es pequeño y he logrado dar con todos. Otra cosa es que vayan al grano y se sinceren, pues me da la impresión de que tienen bastante que ocultar; ya sabes, ignorancia, negligencia, falta de interés…

                   Carlos entendió que Cecilia empezaba a irse por las ramas y la cortó con suavidad:

              -          ¿Qué dijo el capellán?

              -          Menos que ninguno, respondió la poeta. No tienen libros ni documentos relativos a la imagen, ni al retablo. Que si un incendio, que si la modestia del templo, o los disturbios y violencias anticlericales del siglo pasado… El caso es que no tienen ni idea del origen y valor de la imagen. Hasta si me apuras, pienso que lo mismo podría ser de San Narciso que de san Apapucio.

              -          Mujer, ¿no dicen que había mucha devoción por él y que hasta hubo en tiempos una cofradía para su culto?

              -          Haberla, la hubo. El capellán me enseñó un par de escapularios y una vara de mando, en plata, según él. Por cierto que unos y otra llevaban, bordado o grabado, un signo muy historiado, algo como esto…

                   Y, sacando del arca de Noé una libreta, le mostró el traslado que ella misma había realizado en la capilla, sobre la marcha:

              J

                   Carlos acercó el papel y refunfuñó:

              -          No sé, Cecilia. Esto lo mismo puede ser una letra, que un individuo sentado con la cabeza gacha.

                   Cecilia lo miró de hito en hito y se echó a reír:

              -          O tu María Julieta a punto de reposar sus nalguitas en el orinal.

              -          Nalguitas, repitió desdeñosamente Carlos. Después de cinco días de tremenda y casi constante convivencia conmigo, bien puedes atreverte a llamarlo culo[2].

              ***

                   Tal vez, la última palabra de la frase fue pronunciada con excesivo énfasis, pues hubo una vuelta general de caras en la terraza, hacia el atildado forastero. Un tanto corrido, éste continuó el interrogatorio:

              -          ¿Y qué me dices del sacristán?

              -          Nemesio Galeão, por otro nombre, Pata-de-pau. Tiene tan ágil la pierna incompleta como la lengua. Para mí –continuó Cecilia-, que oculta algo. No digo que haya intervenido en el sacro escamoteo, pero sí me huele que conoce a los ladrones. Me enseñó el paño de altar al que aludía el diario oficial de Pitangui. No puede aceptarse que su mujer sea un dechado de limpieza pero, en todo caso, en medio del lienzo de un blanco dudoso, hay varias huellas de pisadas, que yo diría son de la misma persona.

              -          ¿Has requisado el tapete?, preguntó Carlos con evidente impropiedad litúrgica.

              -          ¡Hombre!, no me creí con facultades para ello, pero sí le pedí encarecidamente (quiero decir, de manera insistente y con propina incluida) que lo conservase tal cual, hasta que se hiciera cargo de él la policía.

              -          No sé si las propinas entrarán en las dietas administrativas de viaje, ni en los gastos a justificar…

                   Cecilia resopló. Este Carlos, cuando quería, se ponía imposible.

              -          Bien, prosiguió ella, vamos con la vecina, Dasdores Pestana. Creo que podemos dejarla a un lado, sin vacilar. La pobre tiene ochenta y dos años y está sorda como una tapia. Así que malamente pudo oír pasos en la noche ni, menos aún, aseverar que se trataba de varias personas.

              -          ¿Le hiciste alguna prueba con truco para confirmar su sordera?

              -          Evidentemente, replicó Cecilia entre risas. ¡Menuda es la gente de pueblo cuando no quiere enterarse de nada! Dejé caer al suelo, a su espalda, todas las monedas que llevaba en el bolso y no volvió a cara. Por cierto, que, al recogerlas, no encontré dos o tres. ¿Lo puedo anotar en concepto de gajes del oficio?

              -          Vamos a dar una vuelta –dijo Carlos con firmeza-, que se está levantando un airecillo demasiado fresco para mi gusto. Y, de paso, podemos visitar la oficina de teléfonos y llamar a nuestras respectivas familias.

              ***

                   Llegaron a la conclusión de que tenían que acercarse a Belo Horizonte, para adelantar en la instrucción del expediente encomendado, todavía consistente en poco más que unas notas deslavazadas e inconcretas. El viaje, aunque no largo, exasperaba a Carlos de sólo pensarlo. Cecilia, más animosa le sugirió:

              -          Aprovechando que nos hemos librado del terrible Antonio da Mercê y de su Ford, ¿qué tal si esperamos a pasado mañana y nos vamos en el ómnibus? Dice Saúde, nuestra posadera, que es una experiencia interesante y sólo se tarda cuatro horas en llegar.

                   Carlos entendió que habría momentos mejores para dedicarse a la etnología y optó por hacer venir un taxi desde la capital mineira. Su compañera, un poco corrida por el rechazo de la sugerencia, ironizó:

              -          Perdona chico. Había olvidado que eres el jefe del gabinete del ministro.

                   De camino hacia Belo Horizonte en el taxímetro, se repartieron definitivamente las entrevistas programadas. Cecilia procuraría, con su labia y su belleza, hacer cantar al director del Estado de Minas, mientras Carlos se las vería con el profesor Apolonio Viqueira y sus manos superponibles, luciendo el encanto irresistible de su puesto en el Ministerio de Educación. El viaje fue más confortable de lo esperado y, en menos de dos horas, se hallaron en Belô [3]. Indicaron al chófer que los dejase en sus puntos de destino. Le pidieron que los recogiese en el Café Pérola hacia las ocho de la tarde, hora que adelantaron hasta las siete, ante los gruñidos del conductor por tener que regresar de Pitangui muy de noche. Pensaron que, aunque un poco apuradamente, podrían cumplir su programa y tomar un refrigerio en el famoso café, hoy tristemente reconvertido en hamburguesería, según me cuentan.

              ***

                   Resultó que el redactor de la sección estatal y subdirector de O Estado de Minas, Gaspar Tostão Faria, era un buen degustador de la literatura y, tanto o más, de la belleza femenina. Quiere decirse que Cecilia tuvo el camino alfombrado, por más que pedirle a Gaspar que se centrase en el tema, o se ajustase al tiempo disponible, era tarea imposible. Para empezar con lo que a San Narciso se refiere, la dejó helada:

              -          Porque te admiro y noto que no estás al tanto de las cosas de por acá, tengo que advertirte que esto del santo no es, ni mucho menos, lo que parece.

              -          ¿Y eso?

              -          Quiero decir que lo hemos aireado demasiado y se nos ha ido de las manos.

              -          Como no te expliques con algo más de claridad…

                   Tres tazas de café y seis canapés después, tras innúmeras evasivas y medias tintas, Tostão había proporcionado a Cecilia algunas claves para hacer un esbozo de lo sucedido. Para empezar, el tema se había llevado desde el periódico como un asunto más que pudiera desgastar al Gobierno federal e incomodar al Gobernador, Benedito Valadares. La cuestión era que el caso se había vuelto, cual boomerang, en contra de sus promotores, pues o Benedito era una auténtica raposa política, y había sacado rédito al asunto, presentando la campaña como un intento de la clerigalla y de los meapilas, para meter la mano en el presupuesto y conseguir que el Estado corriese con los gastos de vigilancia de las iglesias y mantenimiento del culto. Gaspar prosiguió:

              -          Sucede, sin embargo, que a Vargas no le ha gustado hacer de un asunto tan nimio un casus belli con los católicos y la prueba la tengo, por suerte, ante mi vista: haber mandado la flor más bella del Ministerio de Educación a investigar a Minas. Eso y, tal vez, el amor propio del Ministro Capanema, pitanguiense y medio fascista, al ver ridiculizado, a poco de crearse, su Servicio del Patrimonio Histórico.

              -          A mí me da vueltas la cabeza, Gaspar, con tanto hablar de política. Vamos a lo positivo. ¿Qué sabes de la imagen? ¿Es tan valiosa como cuentan? ¿Es cierto lo que se decía en el editorial que redactaste, de que tuvo mucha fama de milagrosa en tiempos?

                   Gaspar se echó a reír inconteniblemente.

              -          Pero, mujer, una intelectual como la copa de un pino, una poetisa de relumbrón, ¿y sigues creyendo en milagros?

              -          Hablamos de la buena gente del siglo pasado, replicó Cecilia, un tanto amostazada.

              -          Pues, si quieres resolver este vidrioso asunto, te aconsejo que olvides a la buena gente del siglo pasado, vale decir, la Historia.

              -          ¿Y dónde puede estar la imagen? Porque supongo que, por lo menos, imagen habrá.

              -          Querida, los periodistas sabemos todo… lo que nos interesa. Y, la verdad, para mí, San Jacinto…

              -          San Narciso.

              -          Jacinto o Narciso, ¿qué más da? No tengo ni idea de su paradero. A lo mejor tenía yo razón y se ha ido a un lugar más apetecible. Los Estados Unidos, por ejemplo.

                   Aunque no trascendiera, Cecilia estaba bastante enfadada. Así que, cuando Tostão le sugirió visitar las instalaciones del periódico y saludar a su director, cogió el arca de Noé, consultó el reloj y dijo:

              -          Gracias por todo Gaspar. Si te dejas caer por Rio, te debo una merienda.

                   Al final, el curtido periodista recuperó la seriedad y el respeto:

              -          Preferiría que me mandases dedicado un ejemplar de tu próximo libro.

              -          Cuenta con ello, concluyó Cecilia, súbitamente reconciliada con su admirador, pero deseosa, a la vez, de perderlo de vista por el momento.

              ***

                   En su despacho de la Facultad, se desarrollaba, en paralelo cronológico con lo que acabamos de narrar, la entrevista del ilustre catedrático de Arte, don Apolonio Viqueira, y nuestro ya casi amigo, Carlos D. El profesor, sin duda impresionado por la fama y cargo ministerial de su visitante, se deshizo en amabilidades. Como quien no quiere la cosa, desviaba una y otra vez la conversación hacia sus habilidades docentes, múltiples publicaciones y situación desairada en medio de esta Universidad, decadente y alicorta. Carlos veía venir alguna sugerencia inmediata de subvención para algún trabajo de investigación o, tal vez, de integrarse en la anunciada Universidad de Brasil, la idea faraónica del ministro Capanema. Finalmente, el jefe de gabinete acertó a fundir sus propias preguntas con los anhelos de Viqueira:

              -          Verá, profesor, el ministro es de Pitangui, como se sabe, y quedó muy impresionado de su conferencia sobre la imagen desaparecida de San Narciso. Sin duda tenía usted muy estudiado, de antes, el retablo y la talla, para tener tal seguridad en cuanto a su atribución y características.

                   Don Apolonio contrajo súbitamente una fuerte afección, con carraspeo y temblor en la voz, que puso a Carlos sobre aviso de que había hecho blanco en la infatuada ignorancia de su interlocutor. Sin dejarle reponerse ni hallar cortinas de humo, insistió:

              -          Habló usted de una técnica micrográfica, por la que halló la peculiaridad de las dos manos derechas, perfectamente superponibles. ¿Podría mostrarme esas fotografías?

                   En esto, el profesor tuvo mayor defensa. Después de rebuscar durante sus buenos diez minutos, regresó junto a Carlos con una carpeta rotulada San Narciso de Pitangui y sacó un par de fotos, tamaño folio, de cierta nitidez y gran escala, pero tomadas con tan poca luz y tiempo de exposición, que las manos eran prácticamente una mancha, por más que don Apolonio hiciera las más precisas interpretaciones. Intuyendo que sus seguridades caían en saco roto, acabó por confesar:

              -          Sí, quizás no son todo lo perfectas que sería de desear. Yo las habría tomado mejores, pero éstas proceden de un alumno de doctorado al que mandé a la capilla para fotografiar los retablos hace un par de años y…

              -          Así que no ha estado usted en la capilla del Buen Jesús.

              -          Hombre, estar sí que he estado. De niño, con mi madre. Luego volví cuando estudiante y acompañando alguna que otra excursión de los alumnos.

              -          Y lo de doña Joaquina do Pompeu… pura intuición, me figuro.

                   El catedrático, perdido ya todo su aplomo y, lo que es peor, sus esperanzas de rápido progreso, respondió de manera que dejó estupefacto a su interlocutor:

              -          Ya sabe el dicho. Se non è vero, è ben trovato.

              -          Por lo menos, es políglota, se dijo Carlos, mientras desandaba los interminables pasillos de la Facultad, débilmente iluminados por los apliques y, todavía menos, por la luz de la ciencia de don Apolonio y sus semejantes.

              ***

                   Bajo la mirada impaciente del taxista, al que invitaron a acompañarlos en el condumio, Cecilia y Carlos engulleron en A Pérola unos bocadillos, acompañados de cerveza, mientras se miraban a los ojos, compartiendo también la misma cara de frustración y desengaño. Casi sin palabras, se habían dicho todo sobre aquella tarde. Ella resumió:

              -          Estamos al borde del fracaso y no sólo por culpa nuestra. Aquí han montado un bochinche fenomenal y vamos a ser incapaces de poner orden. Necesitamos un profesional, no sé, algún buen policía. Claro que, por lo visto, o no sabrá nada, o no querrá saber.

                   Oír la palabra policía e iluminarse el rostro de Carlos, fue todo uno. Cecilia percibió el cambio de rictus y permaneció expectante. Él dijo:

              -          Creo que tengo lo que sugieres. Ese ceporro de Viqueira aludió a un policía que había descubierto no sé qué, por encargo de no sé quién. Trabaja en Uberlândia.

                   Cecilia quedó boquiabierta con las imprecisiones de la explicación y empezó a calcular cuánto podría tardar el salvador desde Uberlândia a Pitangui, llamadas telefónicas y autorizaciones incluidas. Eso, y el tiempo que necesitase el poli para ponerse al corriente de aquel galimatías. Iba a indicar a Carlos que no le parecía una buena idea, cuando una voz ronca y destemplada hizo que se levantasen sin rechistar:

              -          Cuando los señores digan, pero son ya las siete y media.

                   Era el taxista quien, por descontado, tenía otras prioridades.





                4.  Llega un policía

                       Las prevenciones de Cecilia en cuanto a la demora en la investigación resultaron infundadas. Dio la casualidad de que la ciudad de Itabira, no sólo había sido sede del taller del escultor Neves y patria chica de Carlos D., sino también el lugar donde pasó su infancia el subjefe de policía de Uberlândia. De modo que, cuando el jefe de gabinete se puso al teléfono para solicitar ceremoniosamente la cesión del policía experto en San Narciso, se encontró con que, al otro lado del hilo, una voz regocijada decía:

                  -          Caralho, Carlinhos, ¿no te acuerdas de mí? Soy Fredo. Sí, hombre, Alfredo Soares; fuimos juntos a la escuela en Itabira.

                       A partir de ahí, la cosa fue como la seda. Fredo prometió que, en cuarenta y ocho horas, tendrían al inspector Alcides de Oliveira en Pitangui, a su disposición. Se hizo lenguas de las cualidades profesionales de su subordinado, aunque advirtió:

                        - A veces se pone un poco cargante con su perfeccionismo. El pobre, se quedó viudo hace poco y sólo vive para el trabajo.

                       Muy ilusionado por el encuentro telefónico y sus positivas consecuencias, faltó tiempo a Carlos para contárselo a Cecilia. Ésta, aunque aliviada, no dejó de tomarse una licencia:

                  -          ¿Pero es que este asunto os lo vais a guisar todo entre mineiros? Ya sólo falta que nos digan que San Narciso no era español, sino nacido en Diamantina.

                  -          ¿De dónde eres tú –dijo Carlos, desviando un poco la conversación-, acaso carioca?

                  -          Nada menos que de Tijuca, lo más bonito de Brasil.

                  -          A la vista está, replicó el poeta, medio en broma, medio de corazón.

                       En otra situación, Cecilia hubiera manifestado su gratitud por el requiebro, pero hoy estaba preocupada. Había recibido la noticia de que María Fernanda, una de sus preciosas niñas, estaba en cama con gripe. Así que se limitó a dar voz a sus pensamientos:

                  -          A ver si este policía sabio pone las cosas en orden y nos vamos pronto para Rio con los deberes hechos.

                       Terminaron de comer y, sin tomar café siquiera, Carlos se excusó y ausentóse. Pasó toda la tarde en la habitación poniendo en limpio y ordenadamente sus notas del caso. Aunque escribía rápido y claro, lamentó no haberse traído su amada Underwood. Así podría haber sacado un par de copias. Eso que, tal vez, Fredo... Dicho y hecho:

                  -          Sin problemas, Carlinhos. Alcides se llevará una máquina portátil para allá. Aquí, bromeó, ya estamos perfectamente mecanizados.

                       Mientras tanto, para distraer sus preocupaciones, Cecilia decidió dar la tarde al paseo. Llegó hasta la estación del ferrocarril. Subió hasta la iglesia matriz de Nuestra Señora del Pilar, desde lo alto de cuya escalinata contempló una puesta de sol que la dejó admirada. Regresó finalmente a la pousada, tras recibir telefónicamente buenas noticias de su amada griposa. Como mujer práctica y detallista, no se olvidó:

                  -          Saúde, reserve una buena habitación para pasado mañana. Es para un caballero que viene a trabajar con nosotros.

                       La posadera asintió con una media sonrisa. Tras retirarse Cecilia, doña Saúde bisbiseó:

                         -     No sé si esos listillos del ayuntamiento no habrán llegado demasiado lejos.

                  ***

                       El inspector de policía de primera, Alcides de Oliveira llegó puntualmente, aunque no pueda decirse que contento. Con atender la petición de su sobrino –por nosotros conocida desde el capítulo primero- creía haber agotado su cupo de devoción hacia San Narciso. En Uberlândia le habían dorado la píldora, con aquello de su porvenir:

                  -          No lo dudes, Alcides –explicó Fredo-, nuestro futuro está en la especialización y eso del patrimonio histórico puede dar mucho juego.

                  -          Quita, quita, replicó Oliveira. Donde esté un buen asesinato...

                       No fue precisamente Pitangui lo que le cambió el ánimo, ni siquiera el primer contacto con don Carlos, amable y muy dispuesto a facilitarle la labor. La mutación se presentó en forma de mujer, ataviada de negro y rojo, que llegó al segundo plato de la cena, sofocada y resoplando:

                  -          Perdonad, se excusó Cecilia. Fui al cine y se me ha hecho un poco tarde.

                  -          Dichosa tú, contestó Carlos, para, a continuación, hacer las presentaciones. Cecilia M., del Ministerio, colega y colaboradora. Aquí, Alcides de Oliveira, el inspector que estábamos esperando.

                       Carlos, aunque ya había entregado al policía sus notas del caso, para que las mecanografiase, insistía en volver la conversación a los detalles del asunto. Su sorpresa fue el brusco silencio de su interlocutor, hasta entonces interrogador y muy atento. De pronto, Alcides volvió su rostro hacia Cecilia y preguntó:

                  -          ¿Y qué película fue a ver?

                  -          Una divertidísima de los hermanos Marx: Una noche en la ópera.

                  -          Creo que la echaron en Uberlândia el año pasado. Yo no fui a verla por el luto.

                       Carlos alucinaba. Sus acompañantes se tiraron tres cuartos de hora charlando como cotorras de los temas más variados y triviales. A eso de las diez y media, el jefe del gabinete se despidió, con punzadas en las sienes, y tomó el camino de la cama. Cecilia respondió a su boa noite con una frase muy sugerente:

                  -          Yo me quedaré todavía un poquito. Saúde tiene una cachaça, destilada en casa, que se sale del mundo.

                       Más respetuosamente, Oliveira le contestó:

                  -          Yo me voy a quedar por aquí, a repasar las notas del caso.

                       Carlos no le creyó.

                  ***

                       Tal vez, el poeta fue en eso excesivamente suspicaz porque, a la mañana siguiente –día 23 de julio, sábado-, a la hora de su tardío desayuno, el policía tenía a su disposición la versión mecanografiada de sus notas y una oferta verdaderamente tentadora:

                  -          He estado estudiando el dossier y creo que puedo hacerle algunas observaciones y comentarios.

                  -          Estupendo. ¿Está por aquí la señora M.?

                  -          Es sábado. Dijo que iría a peinarse a una peluquería en la calle de Oliveira Campos.

                       Carlos torció el gesto, en parte, por impaciencia, en parte, molesto por lo informado que parecía estar Oliveira de los movimientos de Cecilia. El inspector captó el desagrado:

                  -          No se preocupe, don Carlos, terminará pronto: sólo tenía una señora por delante. Ahora que, si usted quiere, puedo explicarlo primero a usted y luego a doña Cecilia...

                  -          Deje, deje. Esperaremos. Mientras tanto, iré leyendo el expediente y repasando los detalles.

                       Hora y media más tarde, reapareció Cecilia, peinada y maquillada, que parecía un brazo de mar. Traía consigo una hermosa fuente de dulce de queso en almíbar, que le había preparado la suegra de la peluquera, mientras ésta cumplía su tarea de ponerla, aún, más guapa. En tales circunstancias, ¿qué hacer, sino echarse al estómago un par de las deliciosas bolitas y olvidarse de la hora? Todavía con la boca llena, Carlos le puso al corriente de las intenciones de Alcides. Cecilia entregó el manjar a Saúde, para postre del almuerzo, y los tres se encaminaron al cuarto de estar, solitario a la sazón. El policía terminó de tragar las últimas ralladuras de queso y, seguidamente, expuso su visión del asunto.

                  -          He estudiado someramente las notas de don Carlos y tengo ya algunas impresiones sobre el caso. Por supuesto, son valoraciones provisionales. Para algo más sólido, tendría que tomar la investigación desde un principio, en los términos policiacos habituales. Claro que no sé si ustedes tienen la intención de quedarse aquí un tiempo o prefieren algo más rápido…

                  -          Rapidito, rapidito, saltó Cecilia, palideciendo con la sola idea de curtirse al aire de Pitangui.

                  -          Dé por bueno lo que hemos hecho nosotros, aunque no sea muy profesional, coincidió Carlos, deseoso de volver con su familia y ofrecer algo tangible cuanto antes a Capanema.

                  -          Está bien, concluyó Alcides. En ese caso, me limitaré a completar su trabajo y procuraré actuar rapidito, como dice la señora M. Y, ahora, les haré un resumen de la situación.

                       El policía se levantó a cerrar la puerta con una llave que sacó del bolsillo. Carlos y Cecilia se miraron sorprendidos.

                  -          Cortesía de la dueña –explicó Alcides-. Es una mujer muy atenta.

                  ***

                  -          Para no ser ustedes profesionales, han hecho un buen trabajo en lo relativo a poner de manifiesto que aquí todo el mundo miente o, cuando menos, dice mucho más, o menos, de lo que sabe. Cuando mi sobrino me pasó los apuntes de la conferencia del profesor Viqueira, ya me pareció que todo encajaba demasiado bien, a partir de premisas débiles e insuficientes. El profesor es un cantamañanas. El capellán no tiene ni idea de la capilla que regenta y hace su historia de oídas. El sacristán seguramente sabe bastante más de lo que cuenta, pero tiene miedo de ser inculpado y se escuda en una señora de muy buen oído, la cual es sorda como una tapia. La mujer del sacristán es una sucia, aunque su marranería haya resultado afortunada pues, gracias a ella, tenemos las huellas del paño del altar…

                  -          Por cierto, interrumpió Carlos, habría que ir a recogerlo.

                  -          Ya lo hice por la mañana temprano –prosiguió Oliveira-. Huellas de zapatos urbanos corrientes (no de botas o sandalias, como sería de esperar en maleantes nómadas), entre veintiséis y veintisiete centímetros de largo. En esto, la señora -dijo refiriéndose a Cecilia- se equivocó, aunque no es extraño, dada la poca diferencia de talla: hay marcas de dos clases de calzado diferentes.

                  -          O sea, que hubo dos ladrones.

                  -          Por lo menos, don Carlos, si bien eso de ladrones…

                  -          ¿Qué quiere usted decir? ¿Cómo llamarlos, si no?

                  -          En el fondo, usted piensa como yo. Ningún tipo de fuerza, nada desaparecido que no sea la famosa imagen, cuya filiación y calidad ya hemos visto que son dudosas, y, sobre todo -¿recuerda, don Carlos?- esa inicial denuncia del robo a bombo y platillo, para caer luego en una resignación que, como usted dice, quizá sea propia de campesinos, pero que yo atribuyo a otros motivos.

                  -          ¿Por ejemplo?

                  -          A que estas personas tengan que ver con lo sucedido y no quieran dar a los hechos mayor resonancia. Vamos, que no se hagan más averiguaciones.

                  -          ¿No quiere llegar demasiado lejos, a partir de una actitud indolente?, preguntó Cecilia.

                  -          He hecho algunas preguntas por ahí… Pero déjenme seguir. Lo de los diarios de Belo Horizonte y Rio es obvio: arriman el ascua a su sardina, en bien del pueblo, o en interés de los políticos a quienes apoyan. No creo, sin embargo, que estén confabulados con los que idearon el robo (llamémoslo así): entre Pitangui y Belô hay más distancia, y más desconfianza, de la marcan los kilómetros.

                  -          ¿Y la gente de iglesia? El vicario, el diario del arzobispado –apuntó Carlos-…

                  -          Cuando acabé en el Buen Jesús, fui a la matriz del Pilar, a besar la mano a don Matías de Sousa, cuyo segundo apellido podría ser Cansado, mejor que Cançado. ¿No lo han visto ustedes?

                  -         

                  -          Pues tiene setenta y cuatro años y la cabeza, medio perdida. Si el pobre hombre fue el autor de la diatriba contra el Gobierno, yo soy el Aleijadinho redivivo.

                  -          ¿Entonces?

                  -          Me parece una cuestión sin importancia. Cualquier clérigo hubiera suscrito lo que se escribió en el Diario de la archidiócesis. Que me aspen si no ha sido el coadjutor de la parroquia, don Celedonio, que sin duda corta el bacalao sacro en Pitangui y quiere estar a partir un piñón con el señor arzobispo, de quien depende su esperanza de suceder al vicario en el puesto.

                       El inspector de policía calló durante unos segundos, lo que Carlos interpretó como conclusión del resumen. Todo parecía encajar, salvo un pequeño detalle: ¿dónde rayos estaba la imagen de San Narciso?

                  -          He ahí una de las claves del caso, repuso Alcides a esa pregunta. Todos hemos dado por sentado que se trata de San Narciso. Pero, ¿qué base tenemos? Un sacristán, del que he constatado que no tiene ni idea de los santos que aún moran en el retablo. Un capellán, que alude a una cofradía indocumentada, que celebraba en agosto la fiesta de su patrón. Un profesor, que no ha tenido más relación con el santo que unas fotografías confusas. Por cierto, ¡cuánto me gustaría ver esas fotos con mis propios ojos!

                  -          Si es importante, ofreció Carlos, yo podría pedirle que nos las mostrase en la Facultad nuevamente.

                  -          ¡Oh, no hace falta!, replicó jovialmente Oliveira. Me he permitido telefonearle en su nombre; un compañero de la policía judicial de Belô ha ido a recogerlas y ya están de camino. El profesor no puso inconveniente alguno, pese a que es sábado, en ir hasta la Universidad y facilitarnos la tarea, sin necesidad de desplazamientos.

                       A estas alturas del resumen, Carlos y Cecilia estaban asombrados y Alcides, exultante. Pero era ya la hora de comer y éste apuntó:

                  -          ¿No podríamos hacer un descanso? Estaban tan buenos esos pastelitos de queso…

                       Por unanimidad, se levantó la sesión hasta la hora del café.

                  ***

                       Tácitamente, hubo acuerdo para no hacer la menor alusión al robo de San Narciso durante la comida. La presencia de extraños y la calidad del menú así lo exigían. Fue Cecilia quien trajo a colación el tema que sirvió de fondo a la comida:

                  -          Alcides, dijo usted ayer que no había visto la película porque estaba de luto.

                  -          Sí, por mi esposa. Falleció de cáncer en febrero del pasado año.

                       No parecía muy dispuesto a contar su desgracia, pero Cecilia abrió su corazón cuando le reveló que ella misma había pasado por un trance similar tres años atrás, por suicidio de su marido, quedando viuda con tres hijas. Oliveira replicó:

                  -          Yo sólo tengo un hijo. Es muy buen estudiante, pero no ha querido ir a la universidad. Se está preparando para ingresar en la Academia Militar de Minas. Tiene dieciocho años.

                  -          ¡Cómo pasa el tiempo!, comentó tópicamente Carlos. Nos hacen viejos. Aunque usted no tendrá más de cuarenta.

                  -          Cuarenta y siete. Lo que pasa es que mi trabajo me obliga a cuidarme y estar en forma,… aunque también amarga y saca canas, no crea.

                       Tocante al tema de la edad, Carlos reconoció treinta y cinco; Cecilia admitió uno más.

                  -          Suficientemente pocos –galanteó Oliveira-, como para que no se encierre en su viudedad y recomponga sentimentalmente su vida; incluso en bien de las niñas, y perdone que me meta donde no me llaman.

                  -          ¡Qué cosas tiene! Entre la universidad, el periodismo, el ministerio y los viajecitos ocasionales, como éste, apenas tengo tiempo para ser madre y ama de casa. No me aburro, no.

                  -          No hablo de aburrirse, sino de compartir. Pero, en fin, dejaré el tema, antes de que me diga aplícate el cuento.

                       A los postres, Saúde apareció con una espléndida cesta de frutas y una botella, aún sellada, de la mejor cachaça. Se dirigió al grupo, aunque sin dejar de mirar a Alcides, y dijo:

                  -          Obsequio de “O bom encontro” a sus ilustres huéspedes.

                       Cecilia volvió los ojos hacia el policía, intrigada. Pero éste, abriendo la botella, sirvió en los tres vasos, más otro que cogió de una mesa contigua y entregó a la posadera. Seguidamente, hizo un brindis:

                  -          Por “O bom encontro” y su dueña. Que continúen sirviendo a Pitangui muchos años.

                       Saúde sonrió, entre agradecida y aliviada, acertando sólo a decir como respuesta: amén.

                  ***

                       Tomaron el café en el consabido quiosco Inconfidentes, frente al Solar dos Campos, donde días atrás había tenido Carlos la susodicha licencia lingüística, que más tarde se haría famosa. El camarero que los sirvió lucía una sonrisa de complicidad, que puso algo mosca al policía:

                  -          ¿Los conocen a ustedes aquí?, preguntó intrigado.

                  -          Como un día dijo Francisco de Quevedo, hasta por el culo, susurró la poetisa.

                       Alcides supuso que Cecilia estaba quedándose con él y no insistió más.

                  -          Bien –dijo el inspector, rompiendo el silencio-, vamos a acabar el resumen de la mañana. Creo que lo habíamos dejado en la cuestión de las fotografías del profesor Viqueira, que mañana a más tardar tendremos aquí. Yo creo que podemos pasar ya a las cosas que decididamente no encajan. Para empezar, la identidad del fugitivo.

                  -          Quiere decir del santo de la imagen, corrigió Carlos.

                  -          Más o menos, pero he empleado la palabra fugitivo deliberadamente. ¿No se han dado cuenta de que, en serio o en broma, todo el mundo habla de que el santo se ha marchado de Pitangui, por esto o por aquello? ¿Cómo se explica que, en un caso serio de robo, todos jueguen con la misma imagen festiva? Y, en el caso de los periodistas y de los políticos, puede entenderse, como una forma de denigrar la situación actual en esta comarca, o en el país. Pero el vicario también alude a que el santo vuelva a su casa. Sólo mi colega de Pitangui, tal vez al tanto de lo sucedido, o tal vez el más ignorante de ello, alude a empleo de ganzúa y posible venta ilícita a algún anticuario. ¡Pamplinas! Menuda cerradura tiene la capilla. No se abriría con menos de un palanquetazo como Dios manda –con perdón-. Y, desde luego, no hay la más mínima señal de violencia, ni la ha habido nunca, a tenor de lo que todo el mundo asegura.

                  -          O sea, apuntó Cecilia, que, de manera maliciosa o subconsciente, los que están al tanto de lo sucedido bromean con ello y nos están diciendo que todo es una apariencia, una pantomima.

                  -          Sí, pero ¿por qué?, arguyó Carlos. ¿Qué sacaría nadie de un engaño así?

                  -          A la vista lo tiene, replicó Alcides; menudo follón se ha organizado. Pitangui se ha convertido por un tiempo en el ombligo de Minas Gerais y en Rio han oído hablar de la localidad. Claro que al ministro Capanema no le habrá hecho ninguna gracia y la cosa ha tomado tales dimensiones, que puede que más de uno se esté tentando la ropa.

                  -          En fin, dijo Carlos, que San Narciso…

                  -          ¡Alto ahí!, cortó Alcides. ¿Por qué San Narciso?

                  -          Hombre, ¿ni de eso vamos a estar seguros?, suspiró el interrumpido.

                  -          Es de lo poco que tengo claro en este caso, incluso antes de que lleguen las fotografías de Belô. Y en eso tengo ventaja, gracias a la gestión que le hice a mi sobrino. Para abreviar, ¿cuándo se celebraba la romería de San Narciso, según el capellán?

                  -          En agosto, contestaron Carlos y Cecilia al unísono.

                  -          Pues la fiesta de San Narciso es el 29 de octubre; es decir, avanzada la primavera, con mucho mejor tiempo.

                       Cecilia y Carlos se miraron, con una mezcla de interés y escepticismo. El policía prosiguió:

                  -        Y, por otra parte, está lo del signo J,  estampado en los objetos que restan de la cofradía del santo. No me dirán ustedes que esa no es una prueba tangible. Pues bien, esta mañana lo he visto en la capelinha y, para mí, no hay duda ninguna. Es una jota indudable. Claro que como nada hay absolutamente seguro, cuando venga mi colega de Belô con las fotografías, se llevará de vuelta los escapularios y la vara, para que los examinen los peritos. Pero insisto en que estoy convencido de que es una jota, porque coincide con que el 17 de agosto se celebra la fiesta de…

                  -        ¡San Jacinto!, saltó Cecilia con voz tan potente que, una vez más, los lugareños hubieron de volver la vista hacia aquellos forasteros tan vociferantes.

                  -        Pero, ¿cómo ha acertado usted?, inquirió Alcides asombrado.

                  -        No es mérito mío, le debo el tanto al periodista del Correo Mineiro. Por lapso freudiano, o por error floral, él aludió a San Jacinto y, cuando yo le apunté la supuesta equivocación, salió como pudo.

                  -        Muy cierto, apostilló Oliveira. En las notas escritas figura, aunque don Carlos no parece recordarlo. Nada de extraño tiene. Para alguien no experto en botánica, ambos nombres no le dicen otra cosa que entre flores anda el juego.

                  -        Así que –intervino Carlos, algo irritado por la anterior alusión-, por ahora, podemos concluir que dos o más personas desconocidas, actuando por no sé qué móvil político o social, se llevaron del Buen Jesús una imagen de importancia y autor ignotos, que representa a un santo indefinido (tal vez, de nombre floral) y la han puesto no sé dónde, con la posible intención de restituirla; intención que seguramente nosotros, con nuestra investigación, estamos entorpeciendo.

                  -        No le quepa duda, don Carlos. Y, ciertamente, hay abiertos muchos interrogantes, pero me comprometo solemnemente a desvelarlos todos; bueno, o casi todos, incluido el del paradero de la imagen.

                  -        ¿Para cuándo?, insistió el poeta, con indudable tonillo de escepticismo.

                  -        Mañana, repuso el inspector.

                  -        ¡¡Mañana!!, repitieron a coro sus interlocutores, con una potencia que estuvo a punto de hacer perder el equilibrio a un ciclista que circulaba próximo a la terraza.

                  -        Mañana, reiteró con suavidad Oliveira. Para algo ha de servir el ser un profesional.





                  Tercera parte: Conclusiones definitivas



                    5.  En la Mina da Lavagem

                           El domingo, 24 de julio de 1938, amaneció en Pitangui fresco y encapotado. El inspector de policía de primera, Alcides de Oliveira Rego Campos, oyó misa al alba en la capilla de San José y Nuestra Señora del Carmen. Luego, retornó paseando a la pousada y tuvo una conversación con doña Saúde, mientras ésta preparaba los desayunos. Seguidamente, se retiró a su habitación para redactar el informe que presentaría dos días después al jefe policial de Uberlândia. Al sentarse a la máquina, pensó en voz alta:

                      -          Quizá debería respetar plenamente el descanso dominical y dejar esto para mañana..., aunque, bien mirado, la Iglesia nada dice sobre ejercitar en domingo el don de la profecía.

                           Y es que llegaba a tal punto la clarividencia de Oliveira, que se sentía con capacidad para incluir en el informe hasta los últimos detalles, que aún no conocía por los sentidos. Era algo propio de él, apodado O Foguete[4] por sus colegas uberlandenses. Ya lo comentaba su Jefe, con una mezcla de burla y de asombro:

                           -     Alcides es capaz de descubrir un delito antes de que se cometa.

                           A eso de las ocho y media, se detuvo a la puerta un coche de policía de Belo Horizonte. Oliveira bajó a recibirlo y acompañó a sus dos ocupantes hasta la capilla del Buen Jesús. Al partir, los policías llevaban dos escapularios y una vara metálica más, y un par de fotografías de menos. Nada de particular, sino que el signo de mando medía casi dos metros y medio, por lo que era muy difícil de acomodar en el mínimo Fiat Balilla de la policía de Belô. Cuando Alcides lo perdió de vista, entre una nube de polvo, todavía asomaba por la ventanilla casi un metro de barra, rematado por la famosa jota de la misteriosa cofradía.

                           El inspector subió de dos en dos los peldaños de la escalera, cerró de golpe la puerta de su habitación, rasgó el sobre sin contemplaciones y escrutó las dos fotografías con la ayuda de una lupa. Luego, dejó caer las imágenes sobre la mesa camilla y comentó satisfecho:

                      -          Lo que me figuraba: blanco y negro y sin mitra ni báculo. Si éste es San Narciso, yo soy Osvaldo Aranha.

                           Por fin, hacia las diez de la mañana, Carlos y Cecilia dieron señales de vida. Alcides bajó a saludarlos y, con cierto misterio, les dijo:

                      -          Les espero dentro de una hora en el cuarto de estar. Tengo novedades.

                      ***

                           Una vez reunidos los tres investigadores, Alcides cerró con llave la puerta, como de costumbre, y entregó a cada uno de sus compañeros de fatigas sendas fotografías del presunto San Narciso. Espero un par de minutos, hasta que Cecilia levantó la vista del documento. Carlos lo había hecho mucho antes, gruñendo:

                      -          Yo ya la vi en la Facultad. Bueno, vi lo poco que puede verse.

                      -          No tan poco, replicó Alcides; aparte de que, en ocasiones, cuenta tanto lo que se ve como lo que no se ve.

                           Concluido el examen fotográfico, los poetas quedaron con la vista fija en el policía que, con afectada parsimonia, recogió los positivos, metiolos en el sobre, lo posó en la mesa, se arrellanó en el sillón de anea con cojines a cuadros, pasó repetidamente la mano derecha por la barbilla y, ¡por fin!, inició su anhelada explicación:

                      -          Estas fotografías, aunque de calidad deficiente, confirman cuanto yo suponía ya antes de verlas, a saber, que ni la imagen es de san Narciso, ni tiene seguramente nada que ver con el famoso escultor Neves; dicho sea esto último, sin perjuicio de que lo confirmen los expertos en Arte.

                      -          Hombre –intervino Carlos-, lo de que no sea de Neves parece claro, una vez que se ha visto la charlatanería del profesor Viqueira y que no se aprecia para nada en las fotos la superponibilidad de las manos. Pero, ¿por qué excluir que sea San Narciso el representado?

                      -          Para contestar a eso –respondió Oliveira-, es preciso conocer algo de la vida de los santos. San Narciso, como obispo, tiene una iconografía consolidada, tocado con una mitra y empuñando el báculo. De ordinario, se le representa, además, con barba. ¿Han visto alguna mitra en las fotografías?

                      -          No, reconoció Cecilia.

                      -          Ni, por descontado, ninguno de los demás ornamentos y atributos litúrgicos que acompañan a los obispos.

                      -          Tampoco, gruñó Carlos, un poco molesto con el florido vocabulario del inspector.

                      -          En cambio, habrán constatado que el santo, destocado y lampiño, viste un hábito blanco y negro muy contrastado.

                           Carlos saltó, con cierto retintín:

                      -          Como que las fotografías no son en color.

                      -          Difícilmente podrían serlo, tomadas hace unos años, dado que no se han comercializado hasta 1935 en Estados Unidos, por Kodak, y 1936, por la alemana Agfa. Pero no se trata de eso: he dicho contrastado. Estoy por asegurar que, el original está pintado en blanco y negro y no en color.

                           Cecilia empezaba a ver claro:

                      -          Seguro que Alcides tiene otras razones, que están fuera de las fotografías.

                           El aludido sonrió:

                      -          Muy cierto. Recuerden lo que comentamos ayer: la letra jota, la romería en agosto, el nombre floral, el lapsus del periodista del Estado de Minas. Piensen por un momento que la imagen fuera de San Jacinto. Santo polaco, del siglo XIII, fraile dominico y que, pese a sus méritos, en vida no alcanzó el episcopado. ¿Qué les dice todo esto, si lo ponen en relación con las fotografías?

                      -          ...

                      -          Pues que coinciden todos los puntos. ¿Acaso ignoran que el hábito dominicano presenta un violento contraste de piezas negras sobre fondo blanco? ¿No saben que la regla de la Orden prohibió las barbas en un principio?

                      -          Hasta ahí, ya llegamos, replicó Carlos con desabrimiento.

                      -          ¿Y qué pintaría San Jacinto en una capilla de Pitangui?, inquirió Cecilia, con simulada candidez.

                      -          Voy a responder –dijo Alcides- al estilo Viqueira, es decir, se non è vero, è ben trovato. San Jacinto es patrón de Polonia. En esta zona de Minas, agotados los filones auríferos, nuestros compatriotas se retiraron en busca de mejores tierras. En cambio, oleadas de inmigrantes europeos, hambrientos, sufridos y con ciertos conocimientos técnicos, se asentaron en las zonas esquilmadas, como hacen los espigadores sobre los campos segados, es decir, para rebuscar y aprovechar lo que otros pierden o desprecian. Así hicieron en Pitangui, conocidamente, los italianos y, probablemente, tal sucedió con los polacos. De ahí, a fundar una hermandad o cofradía y ponerla bajo la advocación de San Jacinto, va sólo un paso. Los expertos dirán si la imagen –como pienso- resulta de escaso valor artístico y data de mediados del siglo pasado. En cualquier caso, es una hipótesis difícilmente comprobable, pero tan válida, por lo menos, como la de doña Joaquina do Pompeu y sus prostitutas. Tan válida y, desde luego, mucho más edificante.

                      -          Según se mire, polemizó Carlos.

                      -          Desde luego, respondió Alcides, poco amigo de contradecir en temas no atinentes a su profesión.

                           Se hizo un silencio expectante. Carlos y Cecilia esperaban que Alcides, cumpliendo su palabra, les revelara el lugar donde se escondía San Narciso –a partir de ahora, San Jacinto- o, mejor aún, les mostrase la imagen, felizmente recobrada. El policía entendió su deseo sin palabras pero, muy en sus puntos, concluyó:

                      -          En cuanto a la recuperación de la imagen, en efecto, se producirá hoy, pero aún dispongo de doce horas y veintitrés minutos para cumplir mi palabra. Y es tarea que quiero llevar a cabo solo, pues dicen que el santo polaco era muy tímido. Los convoco a las ocho de esta tarde, en la capilla del Buen Jesús. San Jacinto, por tierra o volando, retornará a los altares.

                      ***

                           Alcides desapareció, camino de la cocina, en busca de Saúde, para reclamarle no sé que herramienta o adminículo. Por su parte, Cecilia se despidió apresurada, para ir a la misa de mediodía en la iglesia matriz. Carlos se recluyó en su habitación: la extensa explicación del policía y su insoportable suficiencia le habían provocado jaqueca.

                           A la salida de la misa mayor, Cecilia tuvo la sorpresa de que Alcides la estaba esperando. La invitó a un aperitivo en el quiosco de costumbre, aunque no en la terraza, pues la nubosidad y la temperatura no invitaban a ello. Al comenzar a charlar, él preguntó:

                           -        ¿Es capaz de guardar un secreto, incluso ante don Carlos?

                           -        Ante Carlos, sin ningún problema, replicó risueña.

                           -        La espero a las cuatro, en el atrio del Buen Jesús.

                           No fue necesario dar esquinazo a Carlos, pues pidió que le subieran manzanilla y galletas a su habitación. Ello dio a la charla de la comida un tono íntimo poco previsible, con muestra de fotos de las niñas, problemas domésticos y hasta un poco de política general. Cecilia fue la más locuaz, pero encontró en Alcides una sensibilidad que desconocía. Incluso le dio la impresión de que el policía había hecho algún intento de informarse acerca de su obra publicada. Tal vez, todo fuese consecuencia de la inminente despedida, pues el inspector le adelantó:

                      -          Mañana regreso a Uberlândia. Por aquí ya no habrá nada más que hacer y don Carlos podrá muy bien cerrar el caso solito.

                      -          Me da la impresión, dijo Cecilia, de que no ha formado muy buena impresión de él.

                      -          Creo que ejerce voluntariamente de medianía: es medio político, medio periodista, medio investigador. En suma, una persona medio comprometida, que hace todo a medias, sin poner la carne en el asador.

                      -          No crea, es un hombre esmerado y competente en su trabajo. La cuestión es que, ni la Administración, ni el periodismo, lo llenan. Lo suyo es la literatura y en eso sí que es un alma sensible y entregada, además de un genial escritor; pero, claro, también hay que comer.

                      -          ¿Y usted, Cecilia? ¿No es también una poetisa de altura que tiene que alimentar cuatro bocas? Y, sin embargo, es todo lo contrario, abierta, firme, apasionada...

                      -          ¡Ay, Alcides!, ¿no estará volviendo otra vez a aquello del casorio?

                      -          No le quepa duda. Es lo que procede. Pero, si me acepta el consejo, no escoja a un artista. No sé, un médico, o un ingeniero...

                      -          ¿Y por qué no un policía?

                      -          ¡Ni se le ocurra! Es usted una flor demasiado exquisita para crecer entre la escoria.

                      -          ¡Huy, flor! ¿Narciso o jacinto?

                      -          Tiene razón, querida amiga. Tenemos eso pendiente.

                      ***

                           Terminado el almuerzo, Cecilia y Alcides, bien abrigados, tomaron rua da Paciência arriba, camino de la Mina da Lavagem, compleja estructura de canales, compuertas, muros y galerías, construida a partir del siglo XVIII y desde hacía tiempo abandonada. Hoy es un lugar grato, parcialmente asfaltado, con jardines, bancos y muretes de piedras escuadradas, donde murmuran corrientes de agua cristalina, de la que se dice que quien de ella bebe, no olvida Pitangui y aquí vuelve para no marchar más. Pero, en aquella tarde de 1938, fría y brumosa, el lugar reflejaba abandono y la vegetación espontánea a duras penas permitía avanzar.

                           Sin embargo, Alcides caminaba con determinación, llevando a Cecilia del brazo. Dirán ustedes que peco de romántico, pero para mí que la poeta se dejaba ir con un sentimiento de ternura. Incluso, me atrevería a afirmar que, aparte del interés por lo desconocido, al penetrar cada vez más en las honduras de la tierra, la embargaba una tibia y deliciosa sensación de fragilidad, junto a aquel hombre, sólido y seguro.

                           Por una herrumbrosa poterna, tuvieron acceso a una pronunciada rampa que bajaba hacia unas galerías abiertas en abanico. Alcides tomó sin vacilación uno de los pasillos que, tras unos cuarenta o cincuenta pasos, desembocaba en una nueva encrucijada, a la que apenas llegaba la luz exterior. Cecilia empezó a pensar que la emoción era demasiado intensa, a juzgar por la violencia de los latidos de su corazón. Preguntó:

                      -          ¿No te parece que hay muy poca luz?

                           Alcides se felicitó de escuchar el tuteo por primera vez en los labios de Cecilia y repuso de manera ambigua:

                      -          No creo que, por ahora, haya mucho que ver, pero en fin, si quieres…

                           Sacó de uno de los bolsillos del tabardo una linterna, cuyo haz proyectó hacia la pared de enfrente. Pocos pasos más adelante, al desembocar la galería en el cruce, apagó la luz y, colocándose tras Cecilia, le tapó los ojos con las manos. Ella se temió lo peor, o lo mejor -no estaba como para juzgar las expectativas-.

                      -          No abras los ojos, hasta que yo te diga, dijo Alcides.

                           Avanzaron, casi abrazados, unos pasos. Luego él bajó lentamente las manos, hasta la altura de los hombros de su acompañante y susurró:

                      -          Ya puedes mirar, pero con calma.

                           Cecilia abrió los ojos, a la vez que Alcides volvía a encender la linterna, que orientó hacía uno de los rincones del recinto. La poetisa dio un grito penetrante y cayó casi exánime en brazos del policía. Allá al fondo, apenas perceptible en la penumbra, un individuo, con traje talar albinegro, la miraba con ojos escrutadores, llevándose ambas manos al pecho, sosteniendo a la vez un crucifijo.

                           Alcides volvió a susurrarle al oído:

                      -          No te asustes, querida. Te presento a San Jacinto.

                      ***

                           Del resto, Cecilia tenía un recuerdo, aunque borroso, mucho más apaciguado. Alcides la sentó en un resalte del muro. Sacó a la luz un pequeño remolque metálico de bicicleta, cargó a duras penas en él la imagen, de tamaño casi natural, la cual envolvió con esmero en una lona que cogió del piso del propio remolque, y volvió junto a la poetisa que, poco a poco, recuperaba el ánimo. Sin sentarse, acarició unas cuantas veces el cabello de Cecilia y dijo:

                      -          Presta atención, pues lo que ahora voy a decirte no lo repetiré, ni lo mantendré ante nadie más. A este lugar trajeron la imagen los pitanguienses que, el pasado 28 de abril, la sacaron de su capilla, sin fuerza alguna, a ciencia y paciencia del sacristán, que les facilitó la llave. Quiénes tuvieran tan absurda idea o por quiénes fue llevada a cabo, es algo que yo no indagaré, ni falta que les hace a los políticos de Rio. Qué pretendían conseguir, es cosa perfectamente deducible de lo sucedido y de la connivencia de las autoridades. Y ahora, ayúdame con la linterna, que vamos a devolver a San Jacinto al lugar que nunca debió abandonar.

                           Emprendieron el camino de vuelta, Cecilia en cabeza, Alcides empujando afanosamente el carro, cuyas dos ruedas de caucho se hundían parcialmente en el barro. Aunque empezaba a pintear, la mujer quedó plantada junto al canal de lavado, se volvió y preguntó:

                      -          ¿Cómo demonios, con dos días de investigación, llegaste a saber en dónde habían escondido al santo?

                      -          Dos días no, Cecilia. Con uno tuve suficiente. Comprenderás que, tan pronto llegué a la conclusión provisional de que no se trataba de un robo, sino de un inocente escamoteo, todo estribaba en que alguien cantase. Alguien cualquiera pues, en un pueblo como Pitangui, todos lo saben todo, casi tres meses después de haber sucedido. Era cosa de elegir. Yo opté por la persona más cercana y propicia a tener buenas fuentes de información: nuestra posadera.

                      -          ¿Saúde? ¿Y cómo conseguiste…?

                      -          Saúde era una de las personas más favorecidas con el impulso publicitario de su pueblo. Fíjate, turismo en una localidad que sólo tiene una pousada bien acondicionada. Un par de toquecillos fueron suficientes. Eso y mi promesa jurada (que tú también mantendrás) de no delatarla ni investigar la autoría del robo.

                      -          ¿Toquecillos? No me digas que la tuviste que maltratar.

                      -          Mujer, ¿por quién me tomas? No digo yo que a veces… Pero no en este caso, por supuesto. Me bastó con comprobar que destilaba y vendía cachaça sin licencia (y muy buena, por cierto) y que tenía más habitaciones de las autorizadas. Ante la perspectiva de cierre de O bom encontro, no sólo cantó, sino que me facilitó este remolque de los diablos, que apenas puedo mover.

                           Cecilia sintió piedad y se puso a su lado, a echarle una mano. Oliveira sonrió, le apretó brevemente el brazo y reanudó el camino, al tiempo que le decía:

                      -          He de confesarte que tal vez mis amenazas no hubieran conseguido tan fácilmente su propósito, si no hubiese sido por ti.

                      -          ¿Por mí?

                      -          En efecto. Verdadero o falso, Saúde me aseguró que lo hacía porque la señora pueda volver cuanto antes con sus hijitas, que es muy dura la orfandad.

                      -          ¡No me digas! ¡Qué mujer, esa Saúde!

                      -          ¡Qué mujer, esta Cecilia! Dudo que haya alguien que te conozca y no te quiera.

                      ***

                           A las ocho de la tarde, un grupito de personas penetraba en la capilla del Buen Jesús, mientras en la calle arreciaba el chaparrón. El alcalde y el concejal de cultura; el vicario y el capellán; el jefe de policía local; Carlos y Cecilia. Todos ellos, precedidos por Alcides y con el sacristán cerrando marcha, fueron colocándose en semicírculo frente al retablo del lado de la epístola, en cuya hornacina superior derecha lucía la imagen del falso San Narciso, con la peana iluminada por dos velas, gentileza de la señora Dasdores Pestana, indudablemente sorda, pero muy detallista para con sus santos vecinos.

                           Sin duda, todos –unos más que otros- esperaban una explicación, pero Alcides fue tajante. Primero, firmar el acta, redactada por él, certificando bajo testimonio de las autoridades la recuperación y entrega de la imagen a la capilla. Y luego…

                      -          Caballeros, señora: los aquí presentes tienen de lo sucedido tanta o más información que yo. Por otra parte, me es obligado presentar la primicia a mis superiores. Así que tengan ustedes muy buena noche y echen la llave al salir.

                           Y, dirigiéndose precisamente a Carlos D., agregó:

                      -          Tiene una copia de mi informe, en sobre cerrado, en la pousada.

                           Echó a andar, camino de la salida, sin esperar a nadie. Cecilia salió escopetada tras él, lo alcanzó en el atrio y preguntó:

                      -          ¿No vas a cenar con nosotros? ¿No nos veremos mañana?

                           Alcides tenía un nudo en la garganta; así que la voz le salió ronca e impostada:

                      -          Mañana, no. Pero, al menos yo, te veré siempre.

                           Bajó en tres saltos la escalinata, medio resbalándose, y se perdió en la oscuridad de la noche.





                        6.  Política e historia


                               Ya va siendo tiempo de concluir este relato. Pero, en la medida que tiene bastante de verdadero, necesario será satisfacer algunas curiosidades.

                               Sea la primera, que los sucesos de Pitangui, tal como los hemos contado, siguiendo los pormenorizados informes de Alcides de Oliveira y Carlos D., no parecieron lo suficientemente épicos para el gusto del Presidente Vargas y, sobre todo, del ministro Capanema, el más ilustre de los pitanguienses contemporáneos. Bien estaba recuperar indemne la imagen desaparecida, pero resultaban vergonzosos muchos recovecos de la historia real. Así que, en las páginas del Jornal do Brasil, la recuperación de la milagrosa y artística imagen de San Narciso apareció convertida en poco menos que una novela de piratas. Digamos, en honor de la verdad, que en el extenso  e imaginativo reportaje nada tuvo que ver Carlos D., pese a haberle sugerido el Ministro –y ofrecido el diario- que  fuera él quien lo redactase.

                               Muy pocos días después, el 17 de agosto, el ministro Capanema y un nutrido y brillante cortejo de próceres, tomaron parte en la solemne procesión cívico-religiosa que paseó la imagen de San Narciso por las calles de Pitangui, para concluir con romería y velada musical, como en otro tiempo fue costumbre del laborioso y hospitalario pueblo pitanguiense. Es muy probable que don Gustavo echase algún baile con la señora Saúde, en la improvisada pista del Jardín Público, ponto onde muitos casais que hoje formam as famílias de Pitangui namoraram[5].

                               En cuanto a los personajes secundarios de esta sencilla historia, no he sido capaz de encontrar referencias, más que de algunos de ellos. Esto es lo que averigüé, por si les interesa:

                          -          El profesor Apolonio Viqueira obtuvo, en 1939, una beca de investigación del Ministerio de Educación y Salud, para preparar y publicar un extenso trabajo sobre “El escultor João Batista de Neves Caldas y los retablos de la Capilla del Buen Jesús de Pitangui”. No me consta que el trabajo llegase a puerto, quiero decir, a editarse efectivamente. Menos mal.

                          -          La posadera, doña María da Saúde Rocha Laranjeira, regentó exitosamente durante varios años O bom encontro. Unos cinco años después, seguramente al no conseguirse el incremento turístico anhelado, doña Saúde cerró su acreditado negocio y casó con el alcalde de Pitangui. La pousada fue convertida en destilería de cachaça, siendo finalmente demolida en fecha indeterminada de la década de 1970.

                          -          El párroco, Don Matías de Sousa Cançado se jubiló en 1940, sucediéndole en la cura de almas de la parroquia pitanguiense don Celedonio, su coadjutor de la época del robo de la imagen, el cual adoptó la sabia decisión de suspender la romería de San Narciso, al entrar Brasil en la Guerra Mundial, sin que posteriormente fuese reanudada.

                          -          El periodista de O Estado de Minas, Gaspar Tostão Faria, abandonó el diario, por discrepancias con su director, Pedro Aleixo, y pasó a ejercer como lector de portugués en el San Jacinto Hall de la Universidad del Estado de Texas. Ignoro si una estatua del santo titular preside este recinto universitario o su capilla.

                          -          De Gustavo Capanema, la Historia refleja, no sólo sus grandes iniciativas y logros para la enseñanza en Brasil, sino el hecho de haber sido el ministro que más tiempo permaneció en el cargo, todo él durante la Era Vargas. No sé si este modesto cuento habrá dado alguna clave para explicarlo.

                          ***

                               Entre los protagonistas del relato, el inspector de policía Alcides de Oliveira falleció el 17 de noviembre de 1939, en el Hospital General de Uberlândia, a resultas de las heridas de bala recibidas tratando de repeler un atraco a mano armada, en la oficina principal del Banco da Lavoura en la ciudad uberlandense, donde se encontraba realizando un ingreso de efectivo. Como era de suponer, el Jefe de policía recordó en el funeral que Alcides murió como había vivido, saliendo al paso del crimen antes de que se hubiera producido. Entre las numerosas coronas florales recibidas de fuera, una llamó la atención por su leyenda: Yo también te veré siempre. Cecilia.

                               Me resta la ingrata tarea de confesar las obvias identidades de Carlos D. y Cecilia M. y, por extensión, las demás despachadas con meras iniciales en el texto. Y digo ingrata, por el atrevimiento que en mí supone haberme apoderado de sus enormes personalidades para fabular. Yo creo que ellos, de estar físicamente vivos, me habrían perdonado. En todo caso, he aquí la nómina, que forma parte de una de las más grandes generaciones de la inteligencia de Brasil:

                          -          Carlos D.: Carlos Drummond de Andrade.

                          -          Cecilia M.: Cecilia Meireles.

                          -          Heitor V.: Heitor Vila-Lobos.

                          -          Mario A.: Mário de Andrade.

                          -          Rodrigo M.: Rodrigo Melo Franco de Andrade.

                               Larga vida a Brasil, para que alcance a criar hombres y mujeres como éstos. Y larga vida a mis lectores, para que leyendo a los verdaderos Carlos y Cecilia, puedan disfrutar por lo menos tanto, como yo he gozado recreándolos en mi imaginación.

                               Y adiós.

                                 



                          [1]  El sentido de la frase resulta claro, si adelantamos que Carlos D. tenía casa en Itabira (Minas Gerais), de donde era natural, aunque llevaba varios años residiendo en Rio de Janeiro.
                          [2]  Me permito la escatología por motivos que comprenderán perfectamente quienes conozcan la identidad de Carlos D.
                          [3]  Forma abreviada de referirse a Belo Horizonte.
                          [4]  Es decir, El Cohete. Las razones quedan claras por lo que sigue en el texto.
                          [5]  No he querido perder nada del sabor de la prosa del número especial del Município de Pitangui, que recogió el evento. Aunque la traducción al español es casi innecesaria, aquí va: “lugar donde se enamoraron (o ennoviaron) muchas parejas que hoy forman las familias de Pitangui”.