viernes, 24 de junio de 2011

PERSONAJES DE UN DRAMA

Por Federico Bello Landrove

     Empecé este relato como una especie de almoneda, donde colocar y dar salida a algunos prototipos de la Guerra Civil, no recogidos en cuentos anteriores: el político desplazado en un ambiente cada vez más violento y pre-bélico; el anticlerical visceral y convencido que acepta, no obstante, dogmas y mesianismos bastante más violentos y menos acreditados; la madrina de guerra; los delatores… Al final, los hechos y los personajes cobrarán pulso y carácter, gracias a basarse en la realidad, y la ficción, inicialmente de circunstancias, obtendrá mi interés y aprecio. Ójala que también los de ustedes, amigos lectores



1.      Prólogo. Abril de 1964

     Quienes tengan la suerte, o el infortunio, de avanzar con pie ágil camino del siglo XXI no imaginarán la importancia y la intimidad, alcanzadas por los cafés de la posguerra civil. Claro está que, allá por 1964, la cosa ya no era lo que había sido. La televisión se generalizaba en los hogares y hacía de ventana electrónica, a la que los clientes de los bares levantaban la vista, con caras objetivamente de imbéciles. ¡Y qué decir de las cafeterías de aquí te bebo, aquí te pago! O de las barras de qué va a ser y consumo meteórico. Pero, con todo, aún bienvivían los cafés de toda la vida, como aquél “Español” de la Plaza Mayor de Castellar, reino de las mesas de mármol, de los divanes tapizados en terciopelo rojo, de las esbeltas columnas soportando techos supremos, con espejos afrontados que replicaban imágenes hasta el infinito, y un gran reloj de numeración a la romana, como árbitro y señor del paso indiferente del tiempo.

     Lo habrán sospechado. Yo vestí chaquetilla blanca y pantalón negro en aquella solemne sede de la cita y la tertulia, del enroque y el chamelo, del arrumaco y del trato. Llevé, sin orgullo y sin desdoro, la pajarita al cuello, los zapatos como espejos, el paño al brazo y la bandeja en equilibrio inverosímil. Hasta es posible que algunos de ustedes aún se acuerden de mí: Paco Camarzana, para servirles. Me despidieron en el año ochenta y cuatro, cuando desbarataron impiadosamente el café, para ubicar un banco y una boutique. Todavía tuve tiempo y gana de echar mi cierre, unos años más tarde, en la cafetería del hotel “Abolengo”. Fue lo más tranquilo que encontré para mis últimos años de brega, y lo más impersonal. A ciertas edades, uno rehúye hacer nuevos amigos, encariñarse con personas de otra generación. Así que, si son turistas o están de paso, mejor que mejor.

     Cuando me retiré, con los sesenta y cinco bien cumplidos, ni se me hubiera ocurrido escribir unas memorias, por respeto al personal y por torpeza propia. Lo pensaba y lo pienso, aunque vaya ahora a hacer una pequeña excepción. Y es que mi buen amigo y antiguo cliente tertuliano, don Sebastián Codoñer, me ha dado a leer, para entretener las horas en este asilo que llaman residencia, unos espléndidos cuentos sobre la Guerra Civil, que me han traído a la memoria un sucedido, allá por el 64, cuando nos dieron la matraca durante meses con lo de los veinticinco años de paz. Contárselo a don Sebastián y ponerse éste a tomar notas fue todo uno, sin que yo pudiera negarme, con lo bien que se estaba portando conmigo. Así que sólo le puse dos condiciones: cambiar nombres y algunos detalles demasiado precisos, y no publicar nada hasta que estuviese yo criando malvas. Me lo ha prometido y no me cabe duda de que cumplirá su palabra. De todas formas, tendrá que inventarse bastante porque, como es natural, yo cogí los relatos al vuelo, mientras hacía mi trabajo, y sin tener la caradura de pararme abiertamente a escuchar.

     No he sido capaz de saber por qué se reunieron los cuatro amigos aquella tarde, ni qué les llevó a contarse sus historias, como en los libros antiguos. Pongamos que fueran viejos camaradas, reunidos al llamado de la citada efeméride franquista, y que estuvieran recordándose mutuamente personajes que hubieran tenido un importante significado en sus vidas. Yo sólo sé lo que cuento… y que, al marchar, me dejaron una buena propina. Todo lo demás, redacción culta incluida, se lo dejo al señor Codoñer. Él sabrá lo que hace. A mí –como se figurarán- ya no me importa nada.



    2. El gran dimitente

           Como sabéis, Dionisio González era mi tío, y fue conocido en toda la ciudad cuando se convirtió en el primer presidente de la Diputación con la República. En mi casa nunca se ha hablado con claridad de la cosa, pero creo que su ideología política limitaba, por la derecha, con Azaña y, por la izquierda, con Indalecio Prieto. En cualquier caso, el 14 de abril se acostó envuelto en la bandera tricolor y, gustosamente o a disgusto, fue promovido a la presidencia con el voto unánime de las izquierdas y el apoyo personal de los socialistas.

           Sé, por referencias e indirectas, que mi tío no era una persona acomodaticia ni simpática. Vamos, que no valía para político. Pero, en ciertos momentos, se asume una responsabilidad pública estrictamente por afirmación de unos valores y espíritu de servicio. Sí, ya lo comprendo, todo eso parece una milonga, pero mi pariente lo rubricó de una manera tan reiterada y decidida, que mi familia lo pone como modelo de honestidad. Yo, aún admirándolo, lo considero, más bien, un ejemplo de persona desplazada o desengañada. Os voy a contar, brevemente y por lo poco que sé, el contenido y las causas de las dimisiones que jalonaron su vida política, a razón de una por año, entre 1932 y 1934.

           Cuentan que la situación de las entidades locales en aquella época era desesperada en lo económico, en parte, por la crisis, y en parte, por la necesidad de atender multitud de servicios y necesidades públicas, que el nuevo régimen político había traído como bandera de su carácter social. Los presupuestos eran insuficientes y se imponía buscar el crédito dondequiera que fuese. No todos los diputados lo veían con buenos ojos. Surgían, con mayor o menor sinceridad, voces contrarias a lo que consideraban despilfarro, mala administración, entreguismo a las entidades crediticias. En Castellar llegó a echarse en cara –y no sólo en la Diputación- favoritismos en los destinos del dinero y componendas non sanctas con las fuentes de aquél. Mi tío no llevaba nada bien esas murmuraciones, pero lo que no pudo soportar fue el no ser apoyado plenamente por sus propios correligionarios.

           Añádase a ello, la postura intolerante y patrimonialista de los sindicatos. No había peticiones: todo eran exigencias; no había instituciones públicas al servicio de todos, sino abiertas sólo para ellos. La República era de los trabajadores, en el sentido más clasista y sectario del término. Llegó un momento –por lo que se dice- en que los edificios públicos eran el destino de los vociferantes y la sede factual de los sindicalistas menos laboriosos. En ocasiones, la actividad de la Diputación resultaba imposible. Despachos, pasillos, salón de plenos, eran invadidos y profanados. Para un demócrata de izquierdas de los de entonces, era impensable apoyarse en la fuerza pública y desalojar a aquellos energúmenos.

           Resultado: mi tío dimitió a los nueve meses de su nombramiento. Ahora que lo pienso, la permanencia en el cargo se presta a la ironía fácil. Lo curioso es que la segunda dimisión debió resultar sietemesina.

           O don Dionisio seguía estando bien visto, o le dieron una patada hacia arriba, pues le propusieron ser Director o Subdirector General de no sé qué relacionado con la enseñanza; algo que convenía bastante mejor a su vocación y dedicación docentes. Corría aún el año 32 y mi tío mordió el anzuelo. Comenzó estrellándose contra cierta maestra muy bien apoyada pero poco cumplidora de su deber, a quien mi pariente sancionó sin contemplaciones, asumiendo las denuncias existentes contra ella. De esas cosas ha habido siempre, no es algo exclusivo de nuestro tiempo. Me figuro que quedaría tocado del ala (izquierda, por supuesto) lo suficiente, como para no resistir el segundo choque con la Superioridad.

           Es el caso que, en algún remoto lugar del sur –mi familia apunta a la provincia de Jaén-, funcionaba como institución docente necesaria un antiguo colegio de monjas reconvertido, por imposición de la Ley de Congregaciones, en una especie de cooperativa laboral, formada por sus maestros de siempre. Las fuerzas de progreso del pueblo exigían el cierre, pese a que no había plazas escolares mínimamente suficientes para todos los niños. Y allí que fue mi tío, acompañando al Subsecretario, para cerciorarse de la situación. La encuesta resultó altamente favorable para la calidad de la enseñanza en el colegio clerical y rotundamente contraria a la posibilidad de reemplazarlo a corto plazo. No obstante, el Subsecretario trató de imponer a mi pariente la decisión de cierre fulminante de la institución, que era incómoda para los nuevos caciques del pueblo. Mi tío presentó incontinenti su dimisión y pidió un último favor a su superior: que el coche oficial le llevara de regreso hasta Madrid, aunque él ya no fuera cargo público. Fue uno de los pocos viajes en que utilizó el privilegiado medio y supongo que de los más felices.

           La tercera dimisión provocó una pequeña tormenta política en Castellar. Con terquedad digna de mejor causa, el Partido socialista se empeñó en presentar a mi tío como candidato en las elecciones generales de noviembre de 1933. Salió elegido y ejerció como diputado hasta la revolución de octubre del 34. Aquél estallido de violencia, desorganización y antidemocracia fue demasiado para él. Entregó su acta de diputado al mes siguiente y dijo definitivamente adiós a la política, y ésta a él. Creo que muchos de los suyos no lo entendieron, incluso en su propia familia. Otros, sí: de hecho, si no lo fusilaron al estallar el Movimiento, es de suponer que fuera por eso. En todo caso, ya sabéis que la alternativa fue la cárcel y el sobrevivir, por poco tiempo, a la desgracia del país y de los suyos. He oído decir muchas veces que murió profundamente arrepentido de haber caído en la tentación de la política y por haber inoculado ese virus a sus hijos. Yo, tal vez por mi formación, contemplo su caso como un ejemplo darwiniano de inadaptación al medio. No te metas en un mundo que no seas capaz de asumir o de transformar. Y, ya que caigas en un ambiente mefítico, sal cuanto antes de él y no vayas dando tropezón tras tropezón, en la misma piedra.



        3.  El ilustrado

               Conocéis que procedo de Valhondo, pequeña ciudad junto a la cordillera, donde un abuelo mío fue elegido alcalde pocos días después de la proclamación de la República y, con el obligado intervalo de la suspensión de los ayuntamientos democráticos  por los acontecimientos revolucionarios a que ha aludido Germán, presidió el municipio hasta que los falangistas dieron con sus huesos en alguna ignorada fosa de la comarca; y digo los huesos, porque no fueron capaces de sepultar su alma, es decir, de hacer olvidar su memoria. De vez en cuando, vuelvo por aquellas tierras y constato que, ahora que empieza a poderse hablar, el apellido Cifuentes sigue siendo querido y recordado.

               No es extraño. Mi abuelo paterno fue una de esas escasas personas que, en tiempos de ira y división, supo ganarse a todos, cualesquiera que fuesen sus ideas, con honradez, tolerancia e imparcialidad. Acepto, con Germán, que su recuerdo pueda ser mejor que su ejecutoria o, como dice el otro, su sombra mayor que su estatura. Pero todavía quedaría lo bastante, como para poder afirmar que fue un hombre bueno y un político digno; lo cual ha servido de honor y lenitivo a su familia pues a él, el pobre, no lo libró del martirio.

               Según me contó hace unos años un anciano del lugar, sólo un pero, una crítica, hacían en su momento los adversarios de la gestión de mi abuelo. Era la de ser inflexible en el rechazo de todo lo que oliera a Iglesia. Claro que él se apoyaba en la restrictiva legislación vigente, pero actuaba con un rigor rayano en la intolerancia, con una vehemencia cercana al sectarismo. Por sus palabras y escritos, se deduce que esa fobia anticlerical tenía una causa patente: su amor por la racionalidad y la cultura, su creencia en la enseñanza laica como la llave de la igualdad y del progreso. Su mente de hombre ilustrado le hacía ver la actitud y la trayectoria de la Iglesia y de la mayoría de sus rectores y ordenados, como contraria a los ideales que para la humanidad él defendía. Nunca era más feliz que cuando cerraba un colegio religioso para abrir una escuela laica. Procesiones y actos públicos de culto no tenían cabida en Valhondo, aun respetando a las personas y las creencias.

               Paradójicamente, aquel tragacuras amparaba las iglesias, conocía a los místicos y murió aconsejando a su familia seguir a Cristo y repudiar la política. ¿Paradójicamente? Tal vez no. Quizá la paradoja esté en haber rechazado un oscurantismo, una superstición, un totalitarismo y, sin embargo, haber comulgado o transigido con las utopías políticas violentas, con la lucha de clases, con la verdad ovejuna de los partidos, con la destrucción y la antorcha.  ¿Qué diferencia, en el fondo, los ideales, si no es su posibilidad de plasmarlos y los medios para conseguirlo? Al menos, para mí, mediocre imitador de las cualidades de mi abuelo, me traen sin cuidado los epítetos y las posiciones relativas: progresista o reaccionario, confesional o laico, izquierda y derecha. Cuanto más vivo, aunque sea en este país de oscurantismo y de opresión, más me reafirmo en valorar a las personas por sus obras y a las ideas por sus resultados. Así que cuando últimamente retorno a Valhondo, a mis orígenes, me dicen muy poco los ditirambos de mi antepasado y –mal que le pese a mi padre- no me interesa en qué lugar se hayan podrido sus carnes.



            4.  La madrina de guerra


                   Si llego a saber que os ibais a poner tan trascendentes y paradójicos, no hubiera aceptado la invitación de Celso para acompañaros en esta tarde de remembranzas. La verdad es que mi historia, aunque más ligera, tiene la ventaja de que yo fui su protagonista. Es el inconveniente de llevaros unos años de edad. A mí, la guerra me pilló en Castellar, con diecisiete primaveras. Mi familia, por unas u otras razones, era de ideología opuesta a las de Germán y Alfredo, pero la política me traía al fresco. Como señorita de posibles y de solera, no me faltaban ocupaciones: piano, estudios universitarios, francés y aquellas prácticas piadosas de las que no pudiera escaquearme. No era agraciada ni decidida; así que no puede decirse que entre mis tareas usuales estuviese la de tontear con los chicos ni andar a la caza de ellos.

                   Con el visto bueno de mi madre, asumí el papel de madrina de guerra para un soldado cualquiera del frente, naturalmente, de nuestro bando. Me molestaban los comentarios e ironías de otras amigas mías, que ejercían el mismo oficio generoso, y tampoco quería tener que enfrentar a un soldadito desconocido, cada vez que le dieran un permiso. Opté por dar el nombre y dirección de una amiga mía, con el beneplácito de ésta. En definitiva, se trataba de hacer caridad sin contraer compromisos. Una carta al mes, un paquete de comida bimestral, alguna prenda de abrigo para el invierno…

                   El chico, que respondía al corrientísimo nombre de José García González, daba muy poca guerra a su madrina, la verdad. Sus cartas eran breves y escasas. Sus permisos, de existir, vividos no lejos del frente. Mi amiga Victoria decía que, entre tantos soldados interesantes, habíamos tropezado con un sieso. No era para tanto: mi ahijado era correcto y mostraba agradecimiento pero, por el motivo que fuese –y muchos tendría en el frente-, no era prolijo ni efusivo.

                   En noviembre de 1938 –me acuerdo bien, aún después de tantos años-, acabó la batalla del Ebro y se conoce que dieron un permiso muy general y prolongado. El hecho es que, por primera vez en casi dos años, Victoria y yo nos encontramos con el problema: José se animaba a venir por Castellar y se proponía conocer a su benefactora. Me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero echamos a suertes cuál de las dos pondría la cara como madrina y ella salió perdiendo, o sea, tuvo que asumir la tarea. Todavía me acuerdo del enfado victoriano y de su frase lapidaria: Será hola y adiós. ¡Que pasee al soldadito su abuela!

                   ¡Sí, sí! El tal José García resultó ser un muchacho encantador: serio, educado, bastante guapo y con una cultura que evidenciaba su condición de persona con estudios. Victoria tuvo, pese a todo, la gentileza de presentármelo en el Salón Ideal. Yo tenía la secreta esperanza de que mi ahijado sintiera la fuerza del parentesco espiritual y me reconociese. ¡Hasta empleé durante la conversación alguna frase literal de las de mis cartas! Pero el chico no tenía ojos ni oídos más que para mi amiga quien, fuerza es reconocerlo, era un auténtico bombón, aunque no solfeara ni supiese el significado de bonjour.

                   El permiso del soldado pasó en un vuelo. Victoria y él sabrán lo que hicieron con el tiempo. Pero a lo que voy es a que por fin dimos con muchas de las claves del comportamiento de Pepe. El joven era hijo de una familia de izquierdas, de tantas como fueron destrozadas por la guerra. Hombres, patrimonio, quehaceres, todo se fue como en un trágico sueño. Pepe, estudiante de Letras y miembro destacado de la FUE, tuvo que salir huyendo de Castellar y alistarse voluntario en León, desde donde le mandaron a pegar tiros al frente norte de aquella provincia. Luego, batallas, penalidades, heridas… y cartas. Según me contó Victoria, mis cartas y mi despreocupada dedicación al madrinazgo le habían servido de mucho. A lo mejor, le dijo bastante más pero, naturalmente, si así fue, ella no me lo reveló.

                   No era nada probable que el soldadito volviese por Castellar, ni vestido de cabo, ni terminada la guerra. Había muchas cuentas pendientes y muchos dispuestos a cobrárselas. Si yo quería decirle la verdad y tentar al destino, éste era el momento. Pasaba, como dijo el clásico, las noches de claro en claro y los días, de turbio en turbio. Era incapaz de decidirme. ¿Y si el tal Pepe era un mal bicho, o un individuo poco de fiar? Mi hermano mayor tal vez habría oído hablar de mi corresponsal:

              -          ¿José García González, dices? ¿No se tratará de Pepe Gegé, el hijo del tesorero de la Casa del Pueblo? Menudo cabrón. Se nos escapó por los pelos. Dicen que lo han visto por ahí de uniforme: eso le salva; pero, cuando acabe la guerra, no le va a ser tan fácil.

                   Después de esto, ¿qué iba a hacer yo, dubitativa y a mi edad? Le pasé el ahijado a Victoria a todos los efectos. Todavía tuvo el rostro de pedirme que siguiera yo escribiendo las cartas, que ella tenía faltas de ortografía y una letra muy distinta de la mía. ¡Y un cuerno!

                   Mi historia podría acabar aquí, pero le faltaría algo. Acabada la guerra, Victoria desapareció de Castellar, después de una boda casi secreta con Pepe, y fueron a vivir de tapadillo, por razones políticas, Dios sabe dónde. Yo casi olvidé el episodio y, en el cuarenta y cinco, me casé con Celso, aquí presente, que supo ver en mí virtudes ocultas, o una dote suculenta (es broma, querido). Dos años después, me encontré en la calle de Santiago con Victoria. Iba acompañada por dos niños, hijos suyos. Vivía habitualmente en Lugo, donde regentaba una panadería. Le pregunté:

              -          ¿Y nuestro Pepe?

              -          No pudo resistir la tensión de sentirse en peligro, ni el ambiente de hostilidad y opresión. Con lo que habíamos ahorrado, marchó para Venezuela. Quedó en reclamarnos cuando se estableciera, pero no sé… Va para un año que no me escribe.

                   No supe qué decirle. Iba yo a improvisar una disculpa, basada en la censura del correo, pero el colofón de Victoria me llegó antes:

              -          Tal vez habría sido mejor que hubieras perdido tú aquella maldita tarde.




                5.  La delatora


                       Mi esposa, Fina, con su experiencia de madrina de guerra, ha cambiado radicalmente el registro de vuestros relatos anteriores. Yo también voy a transmitiros una anécdota vivida en primera persona, en mi consultorio. Habiendo muerto hace años la paciente y cambiando algunos detalles, espero no atentar contra el secreto que me impone Hipócrates.

                       Poco a poco, la especialidad de Psiquiatría se va generalizando en nuestro país, pero hace unos diez años éramos los médicos de cabecera quienes lidiábamos con las enfermedades de la mente, hasta que la cosa se ponía tan seria, que el famoso doctor Villacieros tenía que tratarla en el Psiquiátrico de allende el Puente Colgante. Eso fue lo que motivó que apareciese por mi consulta una señora de unos cincuenta años de edad, de la que, en principio, me sorprendió que viniese sola a visitarme. Pero, cuando me contó, comprendí que no quisiera testigos de sus confidencias. Para dar más dramatismo al asunto, lo pondré en primera persona. Pues bien, más o menos, me dijo así:

                  -          Allá por el año 36, yo era una mujer aún joven, entregada a mi familia, que componían mi marido y una hija de catorce años de edad. Yo era modista y completaba con mi trabajo el corto salario de mi esposo, que trabajaba en los talleres del “Diario de Castellar”. Vivíamos en un segundo piso de la céntrica calle de…, justo enfrente de otra costurera, de mucha mayor fama que yo, prima del diputado Montejo, que salió elegido por las listas del Frente Popular. Le cuento todo esto, para que comprenda lo que viene después. Tampoco estará de más que le diga –por si usted no es castellarense- que el periódico en que trabajaba mi marido fue muy maltratado en la época de la República. Más de un incidente tuvo él que aguantar con los sindicalistas de la CNT, de modo que me tenía sobre ascuas cada día que llegaba muy tarde a casa, por necesidades de composición y tirada del Diario.

                  Una noche de octubre del 36, mientras entre visillos oteaba la posible llegada mi marido, en la casa de la modista de enfrente aprecié un movimiento sospechoso. Una sombra, aparentemente masculina, se deslizaba hasta el mirador y se envolvía en las pesadas cortinas de protección, quedando totalmente oculto a la vista de todos. Poco después, se encendió la luz de aquella estancia y varias personas iban y venían por ella, como buscando algo. Luego, la luz se apagó y, en unos minutos, tres individuos, que me parecieron uniformados, salieron del portal a la calle y se perdieron de vista, hablando en tono elevado. Finalmente, la vecina apareció por el mirador y las cortinas dejaron paso a la sombra de marras, de quien entonces percibí claramente que se trataba de un hombre vestido con una bata de andar por casa.

                  Como usted comprenderá, me picó la curiosidad, aunque no comenté nada con mi esposo. Abrí los ojos y los oídos al vecindario y en las tiendas próximas, pudiendo enterarme de que la visita que yo había columbrado, y otras que se habían ido produciendo periódicamente con antelación, obedecían a la búsqueda policiaca del diputado Montejo, al ser la casa de su prima costurera uno de los lugares en que podría estar escondido, si es que seguía en Castellar.

                  Desde esa noche, no perdí oportunidad de situarme resguardada ante el balcón cerrado, para comprobar mi sospecha. Le aseguro, doctor, que lo hacía más por curiosidad, que con el propósito de denunciarlo. Yo era una persona de derechas y, como le he dicho, mi marido no tenía motivos para apreciar a los del bando contrario pero, a fin de cuentas, aquel diputado nada tenía que ver con los anarquistas, ni era persona de mala fama entre sus adversarios.

                  Finalmente, una noche de fines de enero, volvió a repetirse la operación de escondite, con el mismo resultado que la vez pasada. Pero ahora yo había visto una foto del diputado, en un periódico atrasado que pedí a mi marido, y, con eso y la luz indirecta del pasillo del fondo, fue bastante para identificarlo. Tuve una sensación como de ahogo por la emoción del descubrimiento y no pude por menos de contárselo a mi marido cuando llegó a casa, poco después. No imaginaba cuál sería su reacción, pero lo cierto es que me echó una bronca por mi insana curiosidad y, acto seguido, me conminó para que me presentara a la mañana siguiente en la Comisaría y denunciara lo que acaecía en la casa de enfrente.

                  El resto, doctor, se lo puede usted figurar. Aunque a regañadientes, me di el sofoco de ir y contarle a la Policía lo que creía saber. Los agentes estuvieron muy amables. Me prometieron no contar a nadie mi patriótica acción (así la llamaron), para evitarme problemas con los vecinos. Según los periódicos, a la noche siguiente detuvieron al diputado, escondido una vez más entre las cortinas del mirador. Creo que a la prima modista también la llevaron a la cárcel, pero la soltaron a los pocos días. Mucho peor fue lo del pobre señor Montejo: ya sabe, hubo juicio y lo fusilaron meses después. Es algo que siempre he tenido sobre la conciencia, pero eran tiempos duros y yo no hice otra cosa que cumplir con mi deber cívico y obedecer a mi marido. ¡A saber lo que nos hubiera pasado si callamos! Por otra parte, más tarde o más temprano, lo hubieran cogido. Es lo que pasó con casi todos los que no pudieron escapar en los primeros días del Movimiento.

                  Hasta ahí, nada que me hiciese venir a visitarle. Pero es que, desde hace un par de años, es un no vivir. Constantemente veo el rostro del diputado fallecido y el mío propio. Viven junto a mí, me abrazan y me besan, juegan entre ellos, se pelean o se adoran. Crecen y se identifican cada vez más con las personas de quienes son imagen. ¡Dios mío!, tengo constantemente presente aquel malhadado episodio de mi vida, duermo con su trasunto, me siento culpable, me juzgo odiosa, maldigo a mi marido por haberme hecho pecar. La confesión no ha tranquilizado mi alma y, en el colmo del horror, he imaginado dar muerte a esos dos rostros queridos, a esas dos figuras tiernas, que perpetúan mi vergüenza y echan en cara inconscientemente mi perversidad.

                  -          Señora –dije yo-, ¿por qué no quiere acabar con ese tormento o destruir la imagen de su culpa? ¿No comprende que esa es la única forma de liberarse; que, en último extremo, los que la persiguen no tienen cuerpo ni realidad?

                  -          ¡Qué dice usted, desgraciado! ¡Acabar con esas criaturas que son sangre de mi sangre! ¿No comprende que le estoy hablando de mis nietos?

                       Y es que, amigos míos, luego pude saber que, ignorándolo todo, incluso su respectiva progenie, la única hija de esta señora había casado con el hijo mayor del diputado Montejo. Claro que obtuve esa información de otras fuentes, pues aquella paciente no volvió por mi consulta. La ingresaron en el Psiquiátrico y murió, como os dije, hace unos años, tirándose al río desde el Puente Colgante.





                  6.  Epílogo


                         Hasta aquí, el relato de mi buen amigo, el camarero Paco Camarzana (que en paz descanse), según las notas que yo le tomé y él se empeñó en prologar. Si sólo hubieran sido las historias, no me habría sentido autorizado para hacerles apostilla alguna. En cambio, el prólogo incurre en tantas inexactitudes, que no puedo por menos de advertirles de ellas, aunque sólo sea por respeto hacia ustedes y para que juzguen sobre la credibilidad del narrador. Fui su amigo, pero recuerdo la frase atribuida a Aristóteles: Amicus Plato, sed magis amica veritas.



                         Ni el café “Español” se desmanteló en 1984 –como los castellarenses, sin duda, recuerdan-, ni Paco trabajaba en aquella fecha, toda vez que murió en 1992, a los ochenta y cinco años de edad. No se empleó nunca en aquel ilustre recinto, ni llevó pajarita, que yo sepa. Yo lo conocí atendiendo a los clientes de aquel modesto, aunque famoso, establecimiento llamado “La Viña” – o La viña del Señor, según bromeaban sus propios dueños, porque de todo había en él-, cuya mayor relación con el “Español” era la de estar separados apenas por doscientos metros de distancia. Los camareros de “La Viña”, por supuesto, llevaban corbata vertical y no de lazo. Finalmente, Camarzana no tuvo más contacto con el hotel “Abolengo”, que el trabajar allí su esposa de limpiadora.



                         Pillado el osado prologuista en tantos renuncios, ¿quién nos dice que las cuatro historias que me trasladó no sean obra de su cacumen y no de las vivencias de cuatro amigos sentados en torno a una mesa de café? O, más probable aún, ¿no hablaría Paco por boca de Germán, Alfredo, Fina y Celso?



                         Me están dando ganas de contarles algo de mi camarero favorito. De cómo salió por pies de su Benavente del alma cuando el Movimiento, para eludir las peligrosas consecuencias de haber estado afiliado a la UGT, como bueno y concienciado mecánico. De cómo malvivió (él y su familia) en mil oficios en esta áspera ciudad de Castellar, que él odiaba cordialmente. De la mano tendida que, en su madurez, halló en otra familia represaliada, que le dio trabajo y cariño aunque poco o nada necesitara de sus servicios. De cómo Paco se convirtió en el mejor cliente del bar de su desempeño. De cómo yo lo conocí cuando era, no un ilustre tertuliano del “Español”, sino un pobre estudiante de Derecho, al que él reservaba una mesa en el sitio más recoleto y abrigado de “La Viña”, para que estudiase con buena luz y calefacción en las tardes de invierno, a cambio de un café que, en ocasiones, se olvidaba de cobrar. De cómo… De cómo…



                         Pero este relato ya va largo. Así que mejor les hablo de Paco Camarzana otro día. Que es lo que suele decirse cuando uno sabe que de alguien, o de algo, no tratará jamás.


                    


                          

                       



                        

                        


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