viernes, 3 de junio de 2011

PASEO BAJO LOS OLMOS, O LOS RECUERDOS DE PAULINA



Por Federico Bello Landrove
     Hubo un tiempo en que la Malibran y la Viardot fueron las más grandes divas del mundo de la ópera europea. Pocos saben que ambas eran españolas y hermanas, siendo su vida un prodigio de relaciones, aventuras y gloria. Yo siento debilidad por la más joven, cuya vida se prolongó entre 1821 y 1910, con tal brillo y romanticismo que, para pergeñar esta historia he necesitado más de la capacidad de resumir que de la imaginación. ¡Qué mujer!

1.      La señora del sombrerito negro

     Me llamo Paulina Viardot-García. La primavera pasada cumplí ochenta años, pero aún tengo suficiente energía como para recorrer por la tarde, con la ayuda de un bastón, la distancia que separa mi mansión de Bougival de la casa en que habitó Turguéniev. Verdad es que se trata de un recorrido de apenas diez minutos, a través de un camino en suave declive, sombreado por dos filas de olmos centenarios. Hoy se cumple la segunda semana del otoño; las hojas de los árboles tienen un bello tono rojizo y empiezan a alfombrar el sendero, suavizando el roce de mis pies cansados contra la firme y gruesa arena de la vereda. Diez minutos apenas, sí, y me hallaré nuevamente entre los muros de la casa de Iván, acariciando los muebles y ordenando por enésima vez sus papeles y mis recuerdos. Ya se han cumplido dieciocho años de su muerte y me parece que fue ayer cuando partió, enfermo y agotado, camino del hospital y de su destino final. El sol dejará sus últimos rayos en la pared del dormitorio del primer piso y yo sabré que tengo que regresar a mi otra casa: diez minutos, una leve cuestecita que mi corazón va acusando y, de nuevo, el caserón vacío, el piano, las órdenes a la servidumbre y mis recuerdos. También Luis, mi marido, se fue hace dieciocho años, a tiempo de estrechar la mano en señal de despedida al otro hombre de mi vida. Mis hijos andan por esos mundos y –aunque no es que me queje- cada vez me visitan y escriben menos. Los amigos han muerto casi todos y los discípulos me cansan ya, más que otra cosa. Pero ese diablillo de Corinne…
     Corinne es mi nieta, hija de Paul, mi ultimogénito. Tiene trece años y acaba de pasar unos días aquí, en Bougival. Cometí el error de llevarla conmigo en mi diario paseo vespertino y de no recatarme ante ella de palabra ni de obra. Innecesario es decir que tuve que darle toda clase de explicaciones al regreso y en los días siguientes, hasta su marcha. No me importa, ya no me importa casi nada. Por otra parte, se ha dicho y escrito tanto de mí, que soy lo que se dice un libro abierto, para mi familia y para casi todo el mundo. Lo curioso es que, según iba desempolvando recuerdos y buscando respuestas para mi nieta, más dudas y lagunas aparecían en mi memoria. Señor, ¿estaré chocheando? ¿O es que mi vida ha sido tan larga y compleja, que yo misma no tengo una idea clara de los sucesos y, sobre todo, de su causalidad y sentido? ¡Demonio de Corinne, pues no me han trastornado sus preguntas, hasta el extremo de no ser capaz de ordenar y explicar mi existencia! ¿Cómo voy, entonces, a ver llegar mi fin en paz, si no puedo rendir cuentas cumplidas ante el sacerdote, ni ante mi propia conciencia?
     No soy –ni lo fui nunca- amiga de diarios, ni, menos aún, de hacer mis mementos. Pero no puedo permanecer impasible ante el olvido y la incomprensión; no debo llegar a ser una extraña para mí misma. Yo creo que mi vida ha sido plena y generalmente positiva, pero ¡ay!, a lo que se ve, demasiado larga. Es probable que los árboles estén empezando a no dejarme ver el bosque. Tengo que hacer algo, pronto y sencillo. Consultaré con mi hija Luisa o, mejor aún, con Fauré.
***
     Dicho y hecho. Una semana después de lo relatado, Paulina tenía en sus manos la carta de contestación del ilustre compositor quien, con la sensibilidad y prudencia que solía, le aconsejaba: Tiene usted razón, Madame, en eso de que los árboles no dejan ver el bosque. Capturemos, pues, el bosque, reduciendo nuestra vida a un resumen de momentos-clave, que la hayan marcado y, en cierto modo, la compendien. No muchos, en verdad, para no incurrir en el mismo defecto que tratamos de evitar, pero sí los suficientes, como para que cubran todas las estaciones de nuestro tiempo. El suyo es ya felizmente longevo: ¿Qué le parecería contemplar los cinco momentos más importantes de su vida y esquematizar sus principales consecuencias?
     Madame aceptó el reto, sin prisa, pero con constancia. Reflexionó, tomó notas, cambió impresiones y, finalmente, escribió. Lo que sigue son las páginas, de letra menuda y aún firme, que redactó Paulina y fechó a 16 de enero de 1902, tal y como las encontró en un cajón secreto del escritorio de su antecámara su hija Luisa. ¿Qué cómo han llegado hasta mí?  Establezcamos un acuerdo: yo no revelaré mis fuentes y ustedes, amables lectores, me concederán el crédito que les merezca, no por mi palabra, sino por el contenido del texto. Helo aquí.


  1. La vida sobre el papel (primera parte)

     Nací en una familia en que se respiraba música. No tiene, pues, nada de extraño que mi principal ocupación haya estado siempre relacionada con ella: concertista, cantante, compositora… Y, cuando digo siempre, quiero decir exactamente eso. No me recuerdo a mí misma de niña, alejada del taburete del piano ni de las clases de canto.  Mi padre, Manuel, fue mi maestro hasta que falleció, cuando yo tenía once años. Me acuerdo, sobre todo, de los años felices pasados en Méjico, en los que cimenté mi técnica pianística y vocal. Yo prefería con mucho el piano, pero mi padre, aun respetando las predilecciones, formó mi voz a un nivel de exigencia tal, que ni las óperas más difíciles han alcanzado jamás. Pero, voy al momento decisivo, como Fauré me recomienda.
     Sin duda, ese instante fue propiciado por mi madre. Tenía yo trece años y ya nos habíamos instalado definitivamente en París, mi ciudad natal. Yo soñaba con el teclado y el gran Liszt me hacía temblar como una hoja, de pies a cabeza, cada vez que llegaba la hora de ensayar bajo su dirección. Se me auguraba un brillante porvenir como concertista, que mi progenitora cortó de raíz con una decisión impuesta “en bien de la familia”. Debería entregarme en cuerpo y alma a la ópera, como lo hacía mi hermana mayor, María, a quien todo el mundo –y lo subrayo, como textual- conocía por el apellido de su primer marido, la Malibrán. Yo lloré y supliqué desesperadamente en contra de tal resolución. No sólo rompía mi vocación, sino que potenciaba mi complejo de fealdad y daba lugar a una odiosa y desigual comparación con mi gran hermana, trece años mayor que yo. Todo fue en vano, en especial, cuando aquella fallecía a sus veintiocho años, a consecuencia de una caída del caballo. Ahora tenía que sucederla, por no decir sustituirla, cosa imposible. Estudié intensa y apasionadamente –como he hecho casi todo en la vida-, hasta el punto de recibir de mis familiares el elogioso apodo de la hormiguita. Superé, poco a poco, la pobre valoración de mi físico, por la que yo misma me consideraba una mona, y saqué todo el partido posible de una voz, tal vez no muy brillante, pero de tan amplia tesitura, que, siendo de mezzo soprano, me permitía dignos escarceos con otras tonalidades, de soprano hasta contralto. En fin, “haciendo de tripas corazón” (como dice mi hermano Manuel), adquirí un dominio interpretativo inusual en los cantantes y un encanto, que hizo olvidar a casi todos mi frágil físico y mi rostro de facciones imperfectas aunque, todo hay que decirlo, de grandes y expresivos ojos negros, que algún efecto causaban entre los caballeros.
     En fin, cedí a la imposición familiar, pero no transigí con que me limitaran. Saqué tiempo para seguir estudiando piano y composición y –como más adelante diré- no alargué mi carrera operística. Antes al contrario, me retiré con poco más de cuarenta años, a vivir para mí misma, mis amigos y mis alumnos. Algo es algo…
***
     Mi segundo momento decisivo tiene aire de salón romántico y está presidido por un nombre masculino de mujer, George Sand. Creo que fue mi admirador, el poeta de Musset, quien me la presentó. ¡Cielo santo, qué mujer, mi amiga Aurora! La conocí a poco de iniciar mi carrera de diva de la ópera, con apenas dieciocho años. Ella fue para mí la llave del mundo de la cultura y de la sociedad. Cuando yo era poco más que una chiquilla voluntariosa y con una gran voz, ella me modeló en todos los aspectos, desde el vestido, a lo que había de leer o con quien tenía que tratar. Con el tiempo, algunas de las infinitas atenciones que me dispensó las he llegado a juzgar equívocas. No en vano siempre se ha rumoreado que Aurora sentía atracción por ambos sexos. Pero, si mostró por mí un interés muy especial (y algo de ello parece trascender en la novela Consuelo, que me dedicó), tuvo la delicadeza de transfigurarlo en forma de apoyo y dulzuras, que ni ofendían, ni degradaban. Y, en fin, supo aconsejarme siempre con acierto, incluso en el tema de mi matrimonio.
     Sí, de mi matrimonio. No puedo menos que rechazar de corazón los muchos infundios que, a propósito de mi unión con Luis Viardot, se han propalado. Es cierto que yo era casi una niña y que él me doblaba la edad. También lo es que, como director de una gran compañía de ópera, el interés no era ajeno a nuestro acuerdo matrimonial. Pero todo lo demás es falso. Yo llegué a querer a Luis, con quien conviví más de cuarenta años. Mis hijos son suyos, dicho con la seguridad que una madre puede tener sobre estas cosas. Él era un notable hombre de letras, gran hispanista (lo que a mi familia y a mí no dejaba de enorgullecernos).  Nuestra unión, en lo físico, supo respetar la razonable  libertad de ambos, de forma que no hubo ocasión justificada de escándalo, a no ser por mi relación con Iván, de la que luego trataré. Hoy las cosas son muy distintas pero, a la altura de 1840 y años próximos, mi relación con Luis fue acomodada a su época y con niveles de respeto y armonía verdaderamente inusitados. Así que, visto en la lejanía del tiempo, el consejo de Aurora fue acertado, y pocas veces me he arrepentido de haberlo seguido.
     Quede pues fijado ese segundo momento de mi vida en el encuentro con la George Sand y, por derivación, en mi matrimonio conveniente con Viardot. Pero, como madre, tengo que añadir algo más, al hilo de la alusión a mi matrimonio. Me refiero al cuidado y la atención de mis hijos, cuando eran pequeños. He tenido cuatro, sensatamente espaciados en el tiempo. Los he amado –y los quiero- intensamente. He procurado dedicarles todo el tiempo que he podido. Intervine en su formación (y no sólo musical) de manera profunda y prudente. Es verdad que mi profesión y, en especial, los numerosos viajes y estancias en el extranjero me mantuvieron alejada de ellos durante largas temporadas. Pero eso era inevitable y –hasta si se quiere- no lo veo mal para su afirmación personal: ¡cuánto sufrí yo, en ocasiones, por la presencia continua y agobiante de mi familia, interfiriendo en mi vida de adolescente! Quiero decir, por tanto, que no me considero en absoluto una mala madre, ni mis hijos me han tenido nunca por tal. Quede claro para quienes han tratado de atacarme por ese flanco: podré tener muchos otros defectos, pero no el de ser una madre desnaturalizada, como se decía en los folletines de antaño.
***
     El tercer gran momento de mi vida tiene aroma ruso y ambiente de gran teatro, la Ópera de San Petersburgo, de la que fui primera figura durante tres años, allá por los veintipocos de mi vida. Rusia y la ópera, mi gloria y el exotismo grandioso de una cultura y una música, que he llegado a amar y a tener como propias. Pero falta el personaje, y no puede ser otro que el escritor Iván Turguéniev. Poco mayor que yo, alto, robusto, bien parecido, hubiera destacado de todas formas entre mis admiradores, aunque no hubiera sido un hombre culto y un verdadero artista. Su carácter parecía paradójico con la intensidad de su pensamiento: tímido, introspectivo, de hablar suave; pero también era firme y de reacciones a menudo incontenidas, lo que le granjeó enemistades tan famosas como las de Tolstoi y Dostoyevski, o amistades entrañables, con Gounod o con Flaubert.
     Yo no había encontrado el verdadero amor, pleno y apasionado, hasta que lo conocí. Durante un tiempo, me debatí entre la voz de mi conciencia y su obstinada persecución. Fueron momentos terribles para él y para mí, tan alejados de la felicidad y, a la vez, tan inmersos en la inspiración. Finalmente, triunfó su constancia y mi anhelo de conocer y vivir la sensualidad amorosa. Durante muchos años, él y yo no hicimos ni dijimos nada para despejar las dudas a este respecto. Ya no las habrá para quien leyere estas líneas. Iván y yo consumamos nuestra unión. Aunque, después de todo, ¿qué significa la consumación? Sin duda, es más grande y completo el amor si no tiene límites ni represiones, pero también puede llegar así antes a la saciedad y el final. De mutuo y tácito acuerdo, Iván y yo contuvimos la frecuencia y duración de nuestra vida en común, de nuestros encuentros, cada vez más espirituales y distanciados. Yo creo que, gracias a ello –fruto de su generosidad y de mi conciencia-, nuestro amor permaneció –para mí, todavía permanece-, evolucionó suavemente con la edad y dio los mejores frutos en la vida y en el arte. Haciendo por una vez un ejercicio de análisis -que detesto-, diría que este amor fue como el choque de dos genios con intereses comunes. Nos amamos, sí, pero hubo mucho más: amistad, colaboración, comunión de amigos y familia, cercanía artística. Aunque fuerza me es reconocerlo: yo fui mucho más el centro de su vida, que él de la mía. Después de todo, Iván dejó Rusia por mí y se integró en mi familia, renunciando a formar la suya propia.
     Y aquí llego al aspecto clave -para los demás- de mi unión con Turguéniev. Al hecho de que, junto a mi marido Luis, formásemos un ménage à trois, llegando a convivir bajo el mismo techo, a participar conjuntamente en multitud de actos sociales y, finalmente, a residir en Bougival, separados, o unidos, por el parque privado de la mansión Viardot. ¿Qué tuve yo que ver en ello? ¿Qué motivos hubo para dar un escándalo social tan notorio? Sinceramente, yo no digo que tal situación no me fuera ventajosa, afectiva y prácticamente, pero lo cierto es que, si mi marido hubiera puesto alguna seria objeción, tal cosa no hubiera sucedido. Supongo que actuó por bondad para con la soledad de Iván, o por deseos de complacerme y miedo a perderme, o porque le agradara después de tantos años la presencia del gran Turguéniev junto a él; o por todas esas razones juntas. También es verdad que nos importaba bien poco la opinión pública; que económica y profesionalmente estábamos por encima de ella; que nuestros verdaderos amigos se desentendían de la cuestión y nuestros hijos lo veían como algo completamente normal e inocente. Finalmente, fue Luis quien, en los últimos años, buscó la presencia de Iván, gestionó la construcción de su casa tan cerca de la nuestra y, en suma, pasó de la tolerancia a la inducción. Y es que Iván tenía algo de magnético, también para los hombres. Líbreme Dios de pensar nada inconveniente (aunque con Gounod hubo ciertas habladurías): simple cuestión de dulzura de carácter, de grandeza de espíritu y, con el tiempo, de rutina de gente mayor.
     En fin, quede dicho lo dicho  sobre ese tercer momento esencial de mi vida. Turguéniev o el amor, el Amor triunfante, al que él y yo cantamos durante cuarenta años de nuestra vida. Y permanezca el resto, para siempre, en el seno de mi alma inmortal.

  1. La vida sobre el papel (segunda parte)

     Parece que me siento liberada, tras perfilar los tres primeros momentos decisivos en mi vida. Me parecen los más comprometidos y, además, los más alejados en el tiempo. Los que restan, al fin y a la postre, marcan la segunda parte de aquella y, en cierto modo, siguen presentes en mi cotidiano existir, por más que la implacable vejez los vaya recortando día a día. Pero vayamos al grano, que el fin de año está encima y me había prometido a mí misma acabar la tarea en este de mi octogésimo aniversario, cosa que cada vez veo más improbable.
     El cuarto momento crucial tiene una fecha muy precisa, 1863, pero no un personaje determinante, pues me niego a conceder semejante preeminencia al mediocre de Napoleón III. Lo cierto es que se conjugaron varias causas para que yo dejara la ópera y Francia en dicho año: mi cansancio, después de veinticinco años de ser la prima donna; el regreso definitivo de Iván a Occidente, tras la incomprensión en Rusia de su gran novela, Padres e Hijos, y, por supuesto, la oposición de toda mi familia a la actuación errática y asfixiante del Emperador en el mundo de la ópera y de la política. Lo cierto es que nos exiliamos voluntariamente en Baden-Baden y allí reconstruimos paulatinamente el círculo de nuestros amigos y artistas. Luis se sentía un poco perdido, pero Iván era feliz, recordando sus años juveniles de la universidad de Berlín. Y yo, lejos del público y de las imperiosas obligaciones sociales, me encontraba radiante: ¡por fin podía hacer lo que quisiera! Atender a mis hijos, dibujar y pintar, componer música, formar nuevas voces juveniles… y hacer o reanudar amistades, como mis entrañables Meyerbeer y Clara Schumann. No me cabe duda de que, condicionada o no, mi retirada de los escenarios fue un acierto, que me permitió hacer un poco de todo, por mi gusto y con inspiración: era la devolución de la libertad, de la que mi madre me había privado treinta años atrás, como ya he dejado escrito antes.
     ¿Quién es, pues, la persona determinante para este cuarto momento? Creo que yo misma, deseosa de cambiar de vida, de dedicarme en exclusiva a mis seres queridos; de retornar, en cierto modo, a mis orígenes. Cierto es que nunca pensé que la etapa de mi vida iniciada entonces iba a durar tanto. Al paso que vamos, mis cuarenta y dos años de entonces eran la mitad del camino de mi vida, como diría el Dante. Ruego a Dios que no me deje corta en mi apreciación, pero que tampoco se retrase mucho más en llamarme a su seno.
***
     Y voy con el quinto y último momento. Yo lo denominaría al servicio de los jóvenes. Se inició en 1871 cuando, tras la terrible convulsión bélica, pudimos instalarnos al fin en Bougival. Poco después, el Conservatorio de París me incluyó a título honorario entre sus profesores, aunque yo no resistí la sujeción más allá de cinco años. ¡Quería libertad!, aunque fuera para hacer lo mismo que allí me encargaban. Era el momento de rendir tributo a la  nueva inteligencia. Chopin, Liszt, Meyerbeer, Berlioz y tantos otros quedaron atrás. Brahms, Massenet, Gounod, Rimski-Kórsakov, Tchaikovski o Fauré constituían la generación siguiente, a quienes ayudar o apoyar con mi influencia y estímulo. Mi enseñanza contribuyó a la gloria de voces como las de Artôt, Lavróvskaia, Panaeva o mi propia hija Luisa. Iván me dio los elementos de juicio y la fuerza para introducir en Francia a la intelligentsia rusa de la época, haciendo un poco de embajadora de su talento. Y así he seguido hasta ahora, aunque el cansancio propio y el olvido ajeno me hayan recluido en el mundo ambivalente de la soledad: grato cuando es elegido, trágico cuando nos viene impuesto. En fin, mis nietos palían un tanto la tristeza, en especial, esa tremenda personita de Corinne, principal responsable de que haya tenido que escribir estas páginas.
     Bien, ¿quién he sido yo? ¿Sé ahora algo más de mí o, al menos, recuerdo algo trascendente, que no supiera antes de iniciar este relato? Leo y releo su contenido y no llego a parte alguna. Es posible que el bosque esté más visible, que haya talado mentalmente algunos árboles que obstaculizaban su vista, pero sigo, más o menos, donde estaba al principio. Tendré que escribir nuevamente a Fauré…
***
     Los documentos que Luisa encontró en un cajón secreto del escritorio de su madre no incluyen, ni el borrador de la carta de Paulina a Fauré, ni tampoco la contestación de este. No obstante, tales misivas sin duda existieron (salvo que mediase una conversación directa entre ellos), a juzgar por lo que queda reflejado en el epílogo de mi transcripción, cuyo contenido conocerá quien lo leyere.


  1. Epílogo
     De letra de Paulina, figura una última cuartilla, encabezada por unas palabras crípticas, muy probablemente sugeridas por Fauré: El azar y lo contradictorio. ¿Qué es la felicidad? Lo que queda al final de todo. La recta y el círculo (el “nosos” de Ulises). Pero se ve que la gran Viardot-García fue incapaz de desarrollar estas ideas, o de responder a los interrogantes que encierran, porque el resto de la cuartilla quedó en blanco. ¿Serían ustedes capaces de hacerlo por ella? O mejor aún, ¿están ustedes en condiciones de aplicarlas y contestarlas para su propia vida?

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