viernes, 3 de junio de 2011

MORIR EN BADENWEILER

Por Federico Bello Landrove
     Pocos lugares más aptos para ser sede de un argumento literario que los balnearios. El alemán de Badenweiler tiene el dudoso honor de haber fallecido en él, con una diferencia de cuatro años, dos grandes escritores, víctimas ambos de la tuberculosis. El primero fue Stephen Crane (1871-1900). El segundo, Antón Chéjov (1860-1904). Este cuento los pone en inverosímil contacto.

  1. Trabajos de verano
     Hubo una época en que ningún profesor español de Derecho, que pretendiese hacer carrera, podía evitar una estancia, más o menos dilatada, en una universidad alemana. Si añadía otra italiana, el éxito podía darse por asegurado…, siempre que no asomase la oreja política, ni desairase a su catedrático.
     Si cuento esto –que es de dominio público entre la gente de mi edad-, no es para presumir de mi presencia en tierras germanas, sino para explicar someramente qué me llevó al bellísimo Friburgo de Brisgovia en el curso de 1970-71. La beca de que disfrutaba no me llegó para financiar todos los gastos, por parsimoniosos que ellos fueran, y tuve que sangrar a mi familia, modesta integrante de la clase media de entonces. Aunque nunca he sido muy decidido, el amor propio me impulsó a tomar un trabajo de verano, a fin de saldar las deudas con mis deudos. Mataba con ello varios pájaros de un solo tiro: ganaba un dinerito, terminaba de soltarme en el endiablado idioma de mis homónimos, Schiller y Novalis, y pasaba el estío en una de las zonas europeas más adecuadas para ello. La cuestión era, ¿dónde admitirían la indocta aportación laboral de un estudiante castellano? Pero, gracias a la inestimable ayuda del servicio de empleo de la propia Universidad friburguesa, obtuve colocación para dos meses en una encantadora librería de viejo, en la Dreherstrasse, casi a la vera de la catedral.
     Frau Wegener llevaba a la sazón en exclusiva la marcha del negocio. Su hijo había partido de vacaciones con el resto de la familia y la empleada habitual estaba de baja por alumbramiento. Me dijo la señora que de buena gana hubiera cerrado el establecimiento y escapado a Italia con los nietos, pero con ello hubiese roto la tradición casi secular y desairado a posibles clientes extranjeros, en plena temporada turística. Me dio la impresión de que no estaba muy conforme conmigo, ni por mi mediocre alemán, ni por mi sospechosa procedencia meridional. No obstante, bastó con mostrarle respeto y cumplir escrupulosamente el horario –incluidos ciertos extras sin repercusión en el salario-, para que doña Hedwig adquiriera confianza en mí y me tratase incluso con afabilidad.
     Una tarde calurosa, en que no era probable que entrase ni un alma en el comercio, la dueña me mostró unas cajas y carpetas colocadas al desgaire en la trastienda y me encargó poner cierto orden en lo que parecía ser un conjunto adquirido en almoneda o testamentaría. Recuerdo que comentó:
-          Es uno de los caprichos de mi hijo: comprar cualquier cosa que huela a antiguo, por el simple hecho de que sea barato o conozca al vendedor. Luego, se gasta más en ordenar y expurgar, que lo que puede valer lo adquirido.
     Pasé la media jornada limpiando el polvo a los libros y cuadernos que formaban el acervo, así como poniendo etiquetas e iniciando la catalogación. Al llegar la hora de cierre, me las tenía con una especie de dietarios tamaño holandesa, encuadernados en rojo, que llevaban impreso en el lomo el año en que habían sido utilizados. Algunos también llevaban grabado el nombre de alguna localidad: Freiburg, Mühlheim, Waldkirch… Dejé correr el reloj y me propuse terminar a toda costa la ordenación cronológica de la homogénea colección. Algún volumen tenía que ser el último el surgir de las cajas: rezaba
Badenweiler
1904
     Frau Wegener terminó su sencillísima tarea de reflejar en el libro diario las tres o cuatro ventas realizadas aquella tarde y se llegó hasta mi mesa. Gratamente sorprendida, ya de mi despreocupación cronológica, ya del armonioso espectáculo de los treinta y tantos dietarios colocados verticalmente, sonrió y tomó el que me faltaba por colocar, lo abrió y comentó emocionada:
-          ¡Válgame el Señor! Si son del doctor Schwörer. ¿Cómo habrán ido a parar a manos del sujeto que nos los vendió?
-          ¿Quién es ese doctor Schwörer?, pregunté por decir algo, ya que nunca había oído hablar de él.
-          Pues nada menos que el médico que me trajo al mundo en 1907, contestó Hedwig entre risas. Fue un médico muy famoso en toda esta zona. Murió hace ya un montón de años.
     Me picó la curiosidad. ¿Cómo sería el fichero o archivo de consultas de un galeno de tantos años atrás? No tenía plan para la noche y se me ocurrió pedir a la señora que me dejara llevar a la residencia de estudiantes uno de los tomos.
-          Está bien, contestó. Coge uno y mañana lo devuelves.
     No lo dudé. Tomé el que acababa de tener frau Wegener en sus manos y lo sujeté cuidadosamente contra el pecho hasta llegar a mi alojamiento. Algo me decía que llevaba una cosa que podía ser interesante.

  1. El paciente especial
     El dietario del doctor Schwörer, como es habitual, estaba ordenado por fechas. Cada página se correspondía con un día de consultas. Los domingos y festividades estaban en blanco, salvo alguna atención de urgencia. Las últimas hojas del libro estaban recortadas y marcadas con las letras del abecedario: en este índice, el doctor hacía constar los enfermos asistidos, por la inicial de su apellido. A continuación de cada nombre, había una serie de números, que pude comprobar se correspondían con las páginas en que figuraban las consultas que cada paciente hubiera pasado.
     Hojear el tomo, una vez aclarada su metodología, era sencillo y aburrido, a la vez, para alguien –como yo- sin relación con la Medicina. La letra era poco clara y las anotaciones escuetas, con abreviaturas, casi taquigráficas. En general, las referencias se limitaban a síntomas, diagnóstico y tratamiento prescrito.
     En tan árido entorno, había una sola cosa que me llamó la atención. Entre las páginas correspondientes a los días 2 y 3 de julio, figuraba un sobre tamaño cuartilla, pegado seguramente con goma arábiga. Dicho envoltorio permanecía cerrado y, por toda leyenda, figuraban dos grandes iniciales mayúsculas, en refinada caligrafía gótica:
  1. C.
     Picado de la curiosidad, repasé el listado de pacientes cuyo apellido comenzase por C: eran diecisiete. De ellos, con nombre empezado con A, la selección se reducía a tres. Y uno de ellos era… Antón Chéjov. Volví a las fechas entre las cuales se intercalaba el sobre. No cabía duda: en la página correspondiente al 2 de julio, constaba una llamada de urgencia en interés del escritor, la aplicación de una inyección de alcanfor y su fallecimiento.
     Con más tiempo y, si el sobre hubiera estado abierto, habría intentado sacar una xerocopia de su contenido. En las circunstancias en que me encontraba, no se me ocurrió mejor cosa que despegar cuidadosamente el atractivo apéndice y guardármelo, en la razonable esperanza de que nadie se hubiese percatado de su preexistencia. ¡Cómo estaría de asustado, que pasé toda la noche sin rasgar la envuelta y pensando qué hacer a la mañana siguiente en la librería de lance! De hecho, durante toda mi estancia en Friburgo respeté tímidamente la virginidad del anexo. Sólo me sentí un poco más tranquilo cuando regresó el hijo de la señora Wegener y, sin respetar los términos del contrato, me despidió ipso facto, por no ser ya necesarios mis servicios. Supongo que tal cosa alivió mi conciencia porque, días después, eché el sobre en la maleta y crucé la frontera franco-alemana, de vuelta a España. De todas formas, sólo cuando me encontré en mi casa de Castellar, osé franquear el paso a los dos folios escritos a máquina por ambas caras, que guardaba la cubierta hasta entonces inviolada. En lo que resta de este capítulo he procurado hacer una traducción fiel y, desde luego, completa del texto del doctor Schwörer. Vamos con ella.
***
     En Mülheim, a 13 de febrero de 1938.
     Hoy he cumplido setenta años. Lógico es pensar que me queden pocos más de vida; eso, sin contar con que no adelanten mi fin los secuaces de Hitler, debido a los orígenes impuros de mi madre. Vuelvo, una vez más, a los últimos días de mi paciente, Antón Chéjov, a quien, según este dietario, atendí en cuatro ocasiones, entre el 11 de junio y el 2 de julio de 1904, fecha ésta última de su fallecimiento, víctima de la tuberculosis. Vuelvo, digo, una y otra vez, sin decidirme a contar ciertos hechos extraordinarios que rodearon sus últimos días y de los cuales obtuve sus confidencias, más como su amigo y marido de una compatriota suya, que como médico. Es probable que mi ligereza a raíz de su muerte, haciendo a un periodista ciertas declaraciones impropias del secreto hipocrático, hayan mantenido mi boca sellada desde entonces, sin salir siquiera al paso de bulos y deformaciones de la realidad de las cosas. Como cuando se ha bromeado con mi decisión de aconsejar al enfermo la ingesta de una pequeña cantidad de alcohol, para potenciar los efectos de la inyección de alcanfor con excipiente oleoso, que le administré momentos antes de su óbito, en calidad de estimulante cardiaco con ligeros efectos relajantes. Es cierto que la bebida alcohólica que nos facilitó el servicio de habitaciones del hotel fue, precisamente, champagne, pero para el caso hubiera servido lo mismo una copa de borgoña o de mosela.
     No es mi propósito, sin embargo, aclarar conceptos médicos, sino exponer objetiva y resumidamente las visiones que el señor Chéjov tuvo en los últimos días de junio de 1904 y que, en mi opinión, le prepararon para su tránsito de manera excelente, hasta el punto de tener una de las muertes más dulces y resignadas que yo recuerdo, en pacientes afectados de su letal enfermedad. Ignoro quién y cuándo leerá estas líneas. A éste, quienquiera que sea, le digo: mi mente está serena y mi memoria sigue siendo excelente. No afirmo ni niego: sólo recuerdo y relato.
     El señor Chéjov llegó a Badenweiler en unas condiciones físicas deplorables, aunque mejores que las esperadas por lo avanzadísimo de su tuberculosis. Mi valoración del caso fue ratificada por el neumólogo, doctor Griffin, médico británico al servicio de la casa de baños. Expuse al paciente y a su esposa, en la segunda consulta, lo preocupante de su estado, pero él se comportó en todo momento con buen ánimo, con jovialidad, incluso. Más por estimularle psicológicamente que por otra cosa, le puse un régimen de vida y alimentación bastante estricto, que queda reflejado con detalle en las páginas correspondientes de este diario. Se trataba, en resumen, de una dieta rica en productos energéticos –para compensar su extrema debilidad- y de fijar un horario rígido, con actividades variadas –a fin de tenerlo entretenido- y masajes acuosos, tipo Vichy, para soltar sus articulaciones y aliviar los dolores externos.
     Por lo que yo supe, a través de su esposa y del personal del hotel (en un principio el de Villa Fredericke; el del Sommer, más tarde), el escritor respetó muy disciplinadamente mis prescripciones y mantuvo sinceras esperanzas de mejoría y relativa recuperación. Esta situación favorable, sin embargo, no duró más de quince días y cambió radicalmente, ya fuese por el progreso del bacilo, ya por el bochornoso calor que comenzó en los últimos días de junio, agravando su proceso asmático y volviendo muy penoso cualquier ejercicio, por moderado que fuese. Yo no lo visité hasta el 30 de junio, pero su esposa Olga encontró en varias ocasiones a mi esposa (moscovita como ella) y le mostró su preocupación por el desánimo de su marido, que se quejaba continuamente y proponía –contra toda lógica- la marcha de Badenweiler, hacia Italia o, incluso, al sur de Rusia. De nada habían servido las atenciones del personal del hotel y del balneario, ni la asiduidad de algunos compatriotas, entre ellos, un tal Lev Rabenek, joven estudiante de la Universidad de Berlín, según creo.
     Preocupado por mi paciente y temiendo que le fuera muy difícil desplazarse hasta mi consulta, decidí tomar yo la iniciativa de visitarlo en el hotel Sommer, en cuya terraza ajardinada lo hallé, recostado en una chaise longue. Se alegró al verme y del contenido estrictamente médico de nuestra entrevista nada diré aquí, pues figura consignado en el dietario. Sí señalaré que su apariencia era satisfactoria, tostado por el sol, con un traje de franela de algodón en color hueso, y con una voz sonora y firme, impropia de una persona en su estado. Aunque nuestro conocimiento de la lengua del otro dejaba, en ambos casos, mucho que desear, no quiso que nadie hiciese de intérprete, pues se le veía inclinado a hacerme algunas confidencias, bajo la debida reserva profesional. Me atreveré a recoger sus palabras, como si él las pronunciase, a fin de dejar bien definido lo que fue manifestación suya y lo que se debe a mis propias impresiones.
     Quiero consultarle, doctor, lo que me viene sucediendo en los últimos tres días, pues he llegado a ser incapaz de deslindar lo que pueda ser fruto de la fiebre y la debilidad de mi estado, de lo que efectivamente me esté sucediendo. Usted me dirá si la alucinación o el delirio pueden llegar con la tuberculosis hasta tal punto, que mi mente tome por reales y externas las criaturas de mi imaginación.
     Todo comenzó anteayer. Acababa de concluir, con gran esfuerzo, una carta a mi hermana Masha, quejándome, aunque con tiento, de todo: el calor, el aburrimiento, el asma, la pesadez de estómago. Mi esposa había marchado a Friburgo a comprarme alguna ropa acomodada a la canícula. Me hallaba, solo y desmadejado, donde me ve ahora, cuando hete aquí que se me acercó un individuo joven, de aspecto aventurero o, cuando menos, deportivo, rubio, menudo, de rostro agradable sombreado por un bigote algo más que mediano. Destilaba camaradería y optimismo. Me saludó, llamándome por mi nombre, y me hizo no sé qué alusión a la temperatura, al tiempo que, arrimando una silla, se sentó a mi lado y me pasó un vaso de granizado de limón, que debía haber traído desde la cafetería. Ante mi perplejidad por su amistosa actitud y conocimiento de mi humilde persona, me confesó que era un periodista de postín, corresponsal de guerra de diversos diarios americanos, enamorado de mis relatos y de La gaviota, única de mis obras teatrales que conocía a fondo. De forma aparentemente sincera, elogió mis trabajos literarios, demostrando buen conocimiento de los mismos, deteniéndose en especial en los valores que en ellos creía encontrar, como sensibilidad, piedad, humanitarismo y otros que –según él- hacían la vida más divertida, tierna y agradable a los lectores, inclinándolos a una mayor comprensión y benevolencia hacia sus semejantes.
     Sin apenas dejarme replicar a sus encomios, me invitó a dar un paseo por el jardín, camino del balneario. No sé de dónde sacó una sombrilla; me ofreció su brazo y he aquí que yo, momentos antes postrado y muy débil, tomé el bastón y me sentí con fuerzas para recorrer no menos de media versta, sin temblor de piernas o jadeo alguno. Durante todo el recorrido, no dejó de hablarme, en especial, de sus atrevidas aventuras en la guerra greco-turca y en la de Cuba, producidas ambas hace ya unos años, como usted, doctor, sin duda recuerda. La referencia bélica me hizo recordar la presente contienda de Manchuria con los japoneses, en la que algunos de mis familiares y jóvenes amigos están jugándose la vida, y ello hizo que me pusiera triste. Mi interlocutor, que se había presentado de modo informal como Steve, intentó tranquilizarme y desvió la conversación hacia mi viaje, tantos años atrás, a la isla de Sajalin, próxima al actual escenario de la guerra, y bromeó: Sólo faltaría que los japoneses les arrebatasen la isla. ¿Dónde iba el zar a ubicar sus presidios? Al llegar al balneario, mi acompañante me dejó en manos del personal de baños, aconsejándome tomar uno de aromas y, excusándose por no poder traerme de vuelta al hotel, dejó contratado un tílburi para que me recogiese al concluir la terapia.
     Eso fue anteayer. Ayer, también sin avisar, Steve se presentó en la terraza hacia las ocho y media de la mañana, cuando acababa yo de tomar esa pócima que usted me ha recetado, quiero decir, la bebida caliente a base de cacao con abundante mantequilla emulsionada en ella. Debía conocer mi tratamiento pues me dijo: Amigo Antón –permítame llamarle por su nombre de pila-, olvide hoy las gachas de avena de las diez y aprovechemos lo temprano de la hora para charlar y caminar antes que el sol apriete. Después del grato y sencillo paseo del día anterior, no me resistí en absoluto y lo acompañé sin ningún temor. Nos dirigimos hacia el espléndido mirador que queda a espaldas del arborétum que circunda el balneario. Ni que decir tiene que llegué hasta allí sin disnea ni síntomas serios de fatiga, con ese esfuerzo grato a la mente y que tonifica los músculos, dándole a uno la satisfacción del deber físico cumplido. Sentados frente al verde paisaje sin otros límites que las lejanas montañas de pórfido, Steve me preguntó por la salud, suponiendo que mi estancia en el balneario y los achaques que evidenciaba pudiesen tener por causa alguna enfermedad de mal agüero. Yo le abrí mi corazón, revelándole, no sólo la tuberculosis avanzada, sino lo difícil que me estaba siendo últimamente convivir con ella, sin perder el ánimo y poniendo buena cara ante mi familia y amigos. También en este punto, demostró mi interlocutor ser un compañero admirable. Resulta que también él tiene, o tuvo, el mal del bacilo, no siendo ésta la primera vez que viene a Badenweiler en busca de alivio. Aunque mucho más joven que yo, no mostró desesperanza o desánimo ninguno por su estado. Yo le pregunté por su receta para el alma y él, más o menos, me reconoció que no había ninguna perfecta ni eficaz para todos. Unos ponen la vida en manos de Dios; otros consideran la muerte algo natural, un final y un descanso en medio del dolor; algunos entregan su espíritu al recuerdo de quienes los aman y el cuerpo al Universo que un día les dio la materia. Yo me acojo a que, marcado por una enfermedad irremediable desde mi adolescencia, he vivido plenamente, devorando la vida y a mi antojo. Pero usted, querido amigo, no tiene más que mirarse las manos. ¿Mirarse las manos?, repetí. Desde luego. No hay muerte más dulce que la de quien ha pasado por el mundo haciendo el bien, llenando sus manos de obras buenas que ofrecer al Señor de la vida. Superando todas las adversidades, ha creado para sus hermanos las más bellas historias, los más grandes dramas, por los que, ni será olvidado en este mundo, ni dejará de obtener el premio en el otro. Usted, Antón, no morirá. Sonreirá al despedirse de esta vida frágil y se dormirá dulcemente, para despertar en el Más Allá. Lo miré de hito en hito. Él se atusó el bigote, me pasó el brazo por los hombros y dijo: Créame; no dude de mi palabra; se lo digo por propia experiencia. Y se echó a reír de manera tan contagiosa, que yo también rompí en carcajadas, inconteniblemente.
     Doctor, ya son las cuatro de la tarde y Steve todavía no ha venido hoy. Ignoro si volverá, ¿sabe? Nunca avisa. Pero su tardanza me ha dado tiempo de pensar. ¿Quién es él? ¿De qué experiencia habla? ¿En qué idioma común nos entendemos, siendo así que yo desconozco el inglés y él no tiene motivos para saber ruso? Y, sobre todo, ¿qué fuego habita en su interior, que ha encendido en mí la llama de la confianza absoluta, de la inextinguible esperanza? Y no la nacida de una vana piedad, como la que mi esposa o usted usan conmigo, ocultando el fin que se acerca, sino la que ha transfigurado ese fin en un tránsito a una vida mayor y más intensa.
     Iba a responderle no sé cómo, pero no me dio tiempo. Doctor –me dijo-, yo soy el primero que supuse que todo era un sueño, una visión, nada. Pero, ayer por la noche, en la alcoba, Olga me estaba contando trivialidades para entretener mi insomnio. Hablaba de su visita al dentista, de las compras de ropa en Friburgo. Y añadió:
-          Menos mal que he encontrado a una americana, que ha hecho mis últimos días más llevaderos. Se llama Cora y es la esposa de un periodista americano, que parece que además escribe novelas. ¿Lo conoces? Se llama Steve, bueno, Stephen Crane.
    
  1. Puntualizaciones innecesarias
     Los últimos renglones del texto del doctor Schwörer hacían algunas consideraciones personales, que me parecen innecesarias para el relato. Si acaso, por lo irreproducible de la diligencia, juzgo interesante consignar que el médico, tan pronto falleció Chéjov, realizó una completa indagación acerca de la posible presencia de Cora Crane en alguno de los hoteles de Badenweiler. Ello era poco probable, por supuesto, pero no imposible, dado que dicha señora no falleció hasta años después, concretamente, en 1910. La pesquisa del doctor no obtuvo otro resultado que el negativo. Yo he podido constatar que Cora Crane regresó a los Estados Unidos en 1900, acompañando el cuerpo del autor de La roja insignia del valor y no hay dato alguno de que volviese a Europa durante el resto de su vida. De modo que extraigan ustedes las consecuencias que estimen pertinentes de las susodichas manifestaciones de la mujer de Chéjov.
***
     En un post scriptum que seguía a la firma autógrafa de Schwörer, el doctor impetraba a quien encontrara y abriese el famoso sobre, que no revelara su contenido hasta veinticinco años después de su muerte. No era mi propósito precisar la fecha de tal óbito, ni se me daba un ardite por incumplir su requerimiento. Pero mi reputación de digno profesor de Derecho Procesal sí podía resentirse, si daba la campanada en los ámbitos literarios internacionales y llegaba ello a oídos de la despojada familia Wegener. Así que resolví depositar los dos folios antes transcritos en una notaría de Castellar de toda confianza, con el mandato de que el fedatario no  abriese el sobre sellado que los contenía sino después de mi muerte, dejando constancia en acta de su contenido y confiándolos seguidamente –junto con el presente relato- al secretario de la Real Academia Española, a los efectos oportunos. Así que ya saben ustedes que ha habido un muerto más en el asunto, aunque no haya sido de tuberculosis, ni en Badenweiler. Tal vez, para su gusto, yo haya tardado demasiado en seguir el misterioso camino pero, cuando tantas historias, ocurrencias y patrañas se han escrito sobre la muerte de Chéjov, no creo que otra más, ésta, vaya a importar a nadie.

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