viernes, 10 de junio de 2011

LA SINFONÍA FANTÁSTICA


Por Federico Bello Landrove

     ¿Qué vivencias y sentimientos impulsaron la creación de la espléndida Sinfonía Fantástica de Berlioz? ¿Por qué no dejamos que sea él quien intente aclarárnoslo? Eso, suponiendo que el compositor lo tenga claro para sí mismo, cosa que quizá no sea posible. Y es que, entre el amor y el arte hay tantos lazos concretos y precisos, como azares y nieblas inexplicables. Quedémonos, pues, con algo menos sutil y más asequible: la música del amor y el amor a la música.



     Hace dos días, he recibido la carta de pésame de Liszt por la muerte de mi esposa Henriette. El bueno de Franz, con tal de consolarme, incluye en su misiva una frase terrible: Ella te inspiró, tú la cantaste; por tanto, su tarea está hecha. En el fondo, nada diferente de lo que, entre líneas, ha podido leer nuestro hijo Luis en el mensaje que envié al Luisiana, para informarle de la muerte de su madre. En él, responsabilizaba a mi esposa del auge de mi carrera como compositor y, en particular, de haberme inspirado algunas de mis mejores obras: la Sinfonía Fantástica, Romeo y Julieta, La muerte de Ofelia y varias más. Pero, ¿es verdad todo eso? Y, más allá de que sea justo o inicuo que la vida de una persona se justifique por los efectos producidos en otra, ¿hasta qué punto Henriette ha sido decisiva en mi dedicación musical? Creo que merece la pena reflexionar un poco sobre estas cosas, con prudencia y con sigilo. Más adelante decidiré si el resultado de mi meditación debe, o no, ser publicado.


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     Así comienza el Cuaderno secreto que, un día de finales del siglo XIX, o principios del siguiente, sustrajo un bibliotecario infiel del recién creado “Museo Héctor Berlioz” en Côte Saint-André, aprovechando la primera catalogación de sus archivos y el hecho de que el difunto compositor había ordenado finalmente que su contenido permaneciera secreto, hasta cincuenta años después de su muerte. El documento se mantuvo, al parecer, en poder de la familia del sustractor hasta mayo del 68, perdiéndose la noción de su valor, conforme pasaban las generaciones. En tan afamado mes, un tío mío, estudiante a la sazón en la Universidad de Grenoble, fue invitado por uno de sus compañeros a pasar unos días en su casa, mientras permanecían cerradas las residencias universitarias y los estudiantes extranjeros eran “invitados” a abandonar Francia, en tanto duraran las algaradas y las huelgas. Fruto de esa convivencia episódica, fue un curioso intercambio de presentes: mi tío regaló a F. una primera edición inglesa de El hombre unidimensional de Marcuse, y, a cambio, su amigo le autorizó a coger de la biblioteca familiar el libro que quisiera. Mi tío, ya entonces aficionado a las viejerías  bibliográficas, escogió el Cuaderno de marras, sin tener en cuenta otra cosa que su datación (1854). En fin, de tío a sobrino, y heme aquí en posesión, desde 1997, de un manuscrito del gran Berlioz, de superlativo interés para la historia de la música. La voluntad de mi causante era la de que el texto se quedara en nuestra familia, pero yo acabé rechazando esa intención: me parecía injusto mantenerlo oculto y muy arriesgado darlo a la luz. Así que, al cumplirse en 2003 el bicentenario del nacimiento del músico, tomé el camino de los Alpes franceses y deposité el Cuaderno en manos del bibliotecario-jefe del Museo Berlioz. Sólo puse una condición, que fue aceptada: su publicación por vez primera correría a mi cargo. Y esta es la tarea que, por fin, culmino hoy, tras larga indecisión por mi parte y reiteradas conminaciones de la entidad museística. De todas formas, he decidido hacer un relato parcial, comprensivo únicamente de las primeras páginas del folleto; en concreto, de lo que se refiere a la Sinfonía Fantástica. ¿Razón? Adoro esa obra y creo que no hace falta más para resumir y comprender el pensamiento del gran Héctor. Así que, en cuanto al resto del Cuaderno, que lo divulgue el Museo, cuando y como lo estime oportuno.



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     Para empezar –escribe Berlioz-, creo en la predestinación del genio, con pequeñas ayudas o, al menos, con tal que no se le ahogue en el alma. Dicen de mí –no en Francia, mi país- que soy un gran músico, original como pocos y modelo para muchos. Y, sin embargo, no pasé en mi infancia de ser un razonable intérprete de flauta y guitarra, sin maestros ni formación musical. Mi voz es lo suficientemente buena para cantar a coro, no más. Con todo, mi mente adolescente bullía de melodías. El paisaje alpino de mi comarca natal me entraba no tanto por los ojos, cuanto por los oídos. Trataba de concitar el interés de las jovencitas mediante tonadillas y serenatas, en vez de con una conversación ingeniosa. ¡Señor!, ¿qué será de aquella deliciosa Estela Duboeuf, con la que tonteé a la vista de todos? En fin, ¿quién o qué imbuyó en mi ser el don de la composición, el deseo de ser un artista?

     Bien, un determinista negativo diría: la propia dificultad de la tarea, el espíritu de contradicción a los mayores. Y podría tener razón porque ¡anda que mi padre no me puso dificultades! Primero, que tenía que seguir su tradición, estudiando medicina o –a la desesperada- derecho. Luego, que no me compraba un piano, ni me pagaba las clases musicales. Finalmente, me bajó la asignación económica a límites de mera supervivencia; hasta tal punto, que tuve que completar ingresos cantando de noche por los locales de diversión. Vamos, que sólo le faltó lo decisivo: haberme hecho volver de París, el centro del mundo, la ciudad donde todo puede aprenderse y casi todo conseguirse. Entonces, convengamos en que la dificultad y la oposición potencian y hacen aflorar el talento. ¿O no?

      Porque también tuve la fortuna de cara. El movimiento romántico estaba en sus brillantes inicios, los de la conflagración parisina del genio, sin lo cual me hubiera sido casi imposible estrenar escandalosamente en 1830 la primera versión de mi Fantástica. El excelente profesor Le Sueur me tuteló en el Conservatorio, abriendo a mi memoria infalible y mi infatigable curiosidad un enorme acervo de partituras. La matriculación en dicho Centro me dio entrada libre para toda clase de espectáculos dramáticos y musicales. La piedad de mi padre y mi buena voz me mantuvieron durante casi cuatro años, hasta ganar el Premio de Roma, que cambió mi vida. Y Shakespeare, que, junto con Beethoven, fue mi verdadero maestro: precisamente entonces fue cuando conquistó París, con la compañía de William Abbot, de la que formaba parte Henriette. Así pues, ¿fue el ambiente favorable, las excelentes amistades, lo que fortaleció mi vocación y alumbró mi genio? ¿En qué quedamos?

     Yo creo que quedamos en que siempre hay argumentos para cada una de las dos tesis. El genio precisa, a partes variables, de trabajo e inspiración. En unos casos, la tranquilidad y la fortuna darán facilidades y dedicación para alcanzar el éxito. En otros, los reveses y la miseria serán el acicate para seguir adelante. En mi vida, hasta ahora, he tenido de todo. Pero de nada me hubiera servido si no hubiera confiado totalmente en mis posibilidades y ejercido una gran firmeza de carácter. ¡Cuántos artistas no se habrán perdido, incluso en mi propio entorno, por falta de confianza y de fortaleza! Ahí están las auténticas palancas del ambiente creativo. Y no es fácil mantenerse impasible, contra viento y marea. A fin de cuentas, los más grandes sólo han sido reconocidos póstumamente. A mí me ignoran en Francia, desde los tiempos en que Cherubini enseñoreaba el Conservatorio. ¡Allá ellos! Ese es mi grito de afirmación y de desprecio.

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     Y voy con mi Sinfonía Fantástica. A estas alturas de la vida, empiezo a sospechar que será mi obra más conocida por la posteridad. Razones, ciertamente, hay. Es grande, original, pintoresca, escandalosa para en su momento, de orquestación brillante y perfectamente comprensible para el gran público. Tal y como se estrenó en 1830, ya constituyó un manifiesto romántico, al modo del Hernani de Hugo. En su versión definitiva de 1832, era una obra redonda, fruto granado de cuanto había aprendido y reflexionado en Italia. Pero, ni un autor es buen juez de sí mismo, ni es eso lo que me lleva a tratar el tema en este Cuaderno. La cuestión es otra: ¿quién inspiró la Fantástica? ¿Para quién, o contra quién, estaba dedicada? ¿Se encontraba mi Henriette detrás de ella, como la Amada, adorada y odiada al mismo tiempo?



     Mucho la amé en mi juventud y mucho sufrimos juntos después, hasta la separación. Le debo la explosión amorosa (aunque la verdad es que yo he sido –y sigo siendo- bastante inflamable), el descubrimiento de Shakespeare, el interés por la lengua y la cultura inglesa, pero ciertamente ella no es la mujer detrás de la partitura. Tal vez no lo sea ninguna en particular o, quizás, haya más de una. Pero, si se ha de atribuir a una mujer concreta, ella sería la encantadora Camille, Camille Moke, que me hizo olvidar a Henriette, después de tantos excesos por mi parte y de tan grandes rechazos por la suya. Camille, casi una niña, excelente pianista, pronto sacrificada al Moloch del dinero y el prestigio social. Nunca estuve más cerca del asesinato que cuando su madre me comunicó por sorpresa su matrimonio con Pleyel. Si no hubiera yo estado en Roma y ellos en París, es probable que la guillotina hubiera puesto fin a mis días. Eso explica el cuarto movimiento de la sinfonía. En cuanto al quinto, tiene su sentido por la traición de la amada: Henriette no me había ofendido, aunque me rehuyera y fuera un poco casquivana; pero Camille me hizo apurar hasta las heces el cáliz de la decepción y la soledad.

     ¿O fue de otra manera? ¿Tal vez en 1830 yo quería vengarme de la esquiva y no abochornar a la débil víctima de los manejos de su familia? Mi memoria se pierde en los vericuetos del sentimiento. ¿Cómo hacer la crónica y el análisis de un corazón atormentado, más de veinte años después? Y, a fin de cuentas, ¿qué más da? Quizás en 1830 yo despreciase a Henriette y en 1832 no pudiera perdonar a Camille. Por otra parte, ¿qué mujer hubiera podido inspirar la idea matriz de una sinfonía programática sobre Episodios de la vida de un artista, o los Ensueños y pasiones del esencial movimiento inicial? ¿Incluiremos entre el personal responsable a una vendedora de opio? ¿Y por qué el vals, o la escena campestre, que nunca antes tuvieron lugar con la amada?

     Me duele la cabeza y no encuentro respuestas. O tal vez las preguntas sean retóricas e insolubles. Pero todavía hay algo más: la melodía de la amada. Tengo la sensación de que esta idea aglutinante y proteica hará fortuna. Pues bien, esas notas sencillas y nostálgicas fueron la reconversión de una cancioncilla de adolescente, dedicada a mi dulce Estela. Así que la amada no sería Henriette ni Camille, sino una tercera persona, familiar y lejana, a quien perdí por la torpeza de mis quince o dieciséis años.

     ¿Qué quiero significar con todo esto? Pues que mi buen Liszt puede que tenga razón, pero de forma muy transfigurada. Henriette me reveló la grandeza del universo de Shakespeare, como más adelante insistiré. Fue el instrumento que integró mi pensamiento y mi música en el mundo inmenso y revelador del gran dramaturgo. Así pues, ella me inspiró y yo la canté, pero ¡de qué manera tan sutil y enrevesadamente diferente de lo que muchos piensan! Si su tarea ya está hecha, será porque vivió, es decir, amó y trabajó. Afortunadamente, en buena parte, para mí y conmigo. Cuando, a mi vez, me llegue la hora, también yo querría que escribieran sobre mi tumba, con razón, ese mismo epitafio: Héctor Berlioz. Su tarea ya está hecha. La tarea de la música y la tarea del amor.

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     Hasta aquí, el contenido de las ocho primeras páginas del Cuaderno Secreto de Berlioz. ¿Confusas o clarificadoras? Cada cual dirá. Pero lo cierto es que, durante toda su vida, el gran artista jugó con las mismas ideas y se esforzó por llegar a conclusiones, yo diría que infructuosamente. Nadie mejor que él para cerrar este relato. Escribe en sus Memorias:

     ¿Cuál de las dos fuerzas, Amor o Música, puede elevar al hombre hasta las cimas más sublimes? Hay un gran problema, en el que me parece reside la respuesta: el amor no puede dar idea de la música; la música puede dar una idea del amor. ¿Por qué separarlos? Ellos son las dos alas del alma.



   

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