viernes, 10 de junio de 2011

HEILIGENSTADT (TERUEL)



Por Federico Bello Landrove

     Entre Oviedo y Teruel, un fotógrafo ejerce su profesión en tiempo de guerra, hasta que el drama se ceba en él –como en tantos otros- y le coloca en el fiel de la balanza, igual que a Beethoven en Heilingenstadt. Figuras señeras, como los generales Antonio Aranda (1888-1979) y Juan Hernández Saravia (1880-1962), u hombres y mujeres del montón, encauzarán su vida y harán de su experiencia bélica un mero paréntesis en su existencia sencilla, dedicada vocacionalmente a la fotografía



  1. El fotógrafo


     La necrológica de Anselmo Balbín era bastante más extensa de lo habitual. Tal vez El Diario no tenía mucho que contar ese día, o tal vez fuese que Balbín había llegado a ser una institución en el mundillo de Teruel. ¿Quién no había sido fotografiado de niño por él? ¿Qué pareja no lo había tenido revoloteando en derredor el día de su boda? ¿O qué turolense, ilustre o del montón, no había compuesto su figura cuando Selmo apuntaba hacia él el visor de su cámara en cualquier acto, oficial o mundano? Puede parecer exagerado pero, como concluía la referencia en el obituario, Teruel también existe, gracias al trabajo de personas como Anselmo Balbín.

     Y, sin embargo, Selmo había nacido muy lejos de las orillas del Alfambra. Para abreviar, sigamos la reseña periodística, con los necesarios cortes de lo superfluo:

     Este turolense de adopción, conocido y querido de todos, era natural de Pola de Siero (Asturias), habiendo llegado a nuestro solar en los terribles días de la batalla de 1937-38, cuando la guerra civil lo dejó, exhausto y mutilado, en un improvisado hospital de campaña en Corbalán. La benevolencia del general Aranda y el amor de Beatriz lo volvieron a la vida. Su devoción por la fotografía  y el reconocimiento de nuestros paisanos por el trabajo bien hecho hicieron el resto...

... ¿Quién no recuerda la magna exposición de sus fotografías de la primavera de 1988, en las salas de la Diputación, cuando nuestro Alcalde le entregó la medalla de oro de la ciudad y el título de hijo adoptivo de Teruel? Balbín contestó entonces al ofrecimiento con unas palabras que sonaron a lapsus, pero que algunos supimos entender: “Gracias por acordaros de que llevo cincuenta años viviendo en Heiligenstadt”....

     ...Ayer, Selmo nos dijo adiós, cargado de años y de obras. En su funeral, celebrado en la iglesia de San Martín, abarrotada como pocas veces se recuerda, fragmentos de la segunda sinfonía de Beethoven pusieron emoción y ternura en el acto...

     Creo que es suficiente, para deducir que Anselmo Balbín era una persona conocida y querida en su ciudad. Y, aunque fuera un hombre corriente, y hoy día seguramente olvidado, me ha parecido oportuno contar su historia, tal y como yo la escuché en Teruel, de labios de uno de sus nietos, en el verano de 2004, cuando se me ocurrió entrar en Fotografía Balbín a comprar dos carretes en color para mi veterana Agfa y comentar que venía de Salamanca y me apellidaba Saravia.

***

     ¿Qué pudo llevar al hijo de un tendero poleso de entonces a interesarse por la fotografía? Es un punto oscuro que no se me aclaró. El caso es que Oviedo estaba muy cerca y el chico se acogió a la hospitalidad de una tía carnal que, por módico estipendio, lo recibió en su casa del Vallobín. El marido de su parienta, ordenanza del Ayuntamiento, le buscó su primer trabajo, en la descarga de la estación, pero Selmo era demasiado joven y endeble para el esfuerzo requerido. Él mismo brujuleó y vino a dar en el estudio fotográfico de la familia Del Álamo, en la calle Canóniga, que, ya para entonces, tenía casi cincuenta años de historia a la espalda.

-          Pero, ¿a qué años estamos refiriéndonos?, pregunté a mi informador.
-          Hacia 1931. Mi abuelo solía decir que empezó a vivir con la República.
-          Tal vez quisiera decir otra cosa con esa expresión, sugerí.

     Sea como fuere, aquel estudio se había ido adocenando. Con una clientela segura y un equipo pesado y clásico, los descendientes del fundador se limitaban a poco más que retratar a parejas de novios, profesionales en traje de gala y familias numerosas de las de antaño. Claro está que, de vez en cuando, había que hacer reportajes sobre el terreno, pero para eso estaba Manolín, joven nieto de la estirpe alameña, unos años mayor que mi abuelo. Entre él y Selmo, cargaban el equipo a costillas o en bicicleta, y allá que se iban a poner “el arte al alcance de la vida”. Vamos, que la montaña había de ir a Mahoma, ya que éste no siempre podía ir a posar a la calle Canóniga.

     Compañeros de fatigas y de alardes técnicos, Manolín y Selmo hicieron una buena amistad y, por consecuencia, se convirtieron en cómplices de la necesaria renovación del estudio. Lectores empedernidos de las revistas del ramo, con las últimas novedades de Europa y América, los jóvenes se confabularon un día en que tenían que reportar el desfile del Primero de Mayo:

-          ¡Estamos hasta las narices de cargar con equipo del siglo pasado, gravoso, lento e inadaptado a las condiciones ambientales! -exclamó Manolín, utilizando su más florido vocabulario-. ¡Nos negamos a salir con estos cachivaches!

     Naturalmente, salieron, ¡vaya si salieron!; pero la amenaza y la razón cumplieron su objetivo. En un par de años, varias cámaras portátiles, ligeras y adaptables fueron adquiridas por el estudio y, como es natural, puestas a disposición de Manolín y Selmo, únicos interesados y capacitados para usarlas. Todavía recordaba Balbín, muchos años después, nombres y modelos. Ya se sabe, aquellos prodigios de fuelle, o en forma de caja, o incluso con ese diseño plano, ligeramente abombado en los costados para albergar las bobinas, que pervivió durante más de cincuenta años; y los primeros carretes de 35 milímetros, que “fueron a las cámaras, lo que los fusiles de repetición a la guerra”.

***

     La Revolución del 34 puso a prueba el acierto en la renovación del material fotográfico del estudio Del Álamo. Jugándose a veces el pellejo, Manolín y Selmo recogieron en vívidas instantáneas mucho del horror y la violencia de aquellos terribles días de octubre. Fue, sobre todo, espectacular su trabajo de captación de los desastres inmobiliarios. La Universidad, el teatro Campoamor, la Catedral y tantos otros monumentos quedaron perpetuados en su estado de ruina y desolación. El propio Víctor Hevia felicitó al estudio por sus excelentes fotografías, que podían ayudar a una más fiel reconstrucción de la Cámara Santa. Ello fue   buen motivo para hacer una espicha en el lagar de Gayola del Campo de los Patos, en el curso de la cual Manolo sacó a sus mayores una buena cantidad para novedades y una subida de categoría y de sueldo para Selmo, que no dejó de acompañarse de las consabidas bromas:

-          Anda, Selmo, que ahora no tienes excusa para pedir relaciones a la dependienta de Camilo de Blas.
-          Nada de eso. A mí la que me gusta es tu prima Inesina.
-          Pero a esa la vi yo primero, así que ni se te ocurra.

     Pocos meses más tarde, Selmo recibió uno de sus primeros encargos en solitario, como oficial del estudio:

-          Selmo, ve a casa de don Telesforo Cueli, que quiere que se le saquen unas fotos en su casa, con un invitado especial.

     Cogió Selmo su querida Kodak 620, con el correspondiente repuesto de flashes de bombilla, y tomó el camino del viejo caserón de la calle Argüelles, donde moraba el señor Cueli, dentista y conocido maestro de la logia masónica existente en el número 3 de dicha vía. En aquella ocasión estaba acompañado por un caballero aún joven, algo rechoncho, de amplio rostro agradable, adornado de bigotito y velado por gafas de evidente miopía. Selmo hizo su labor, como acostumbraba, ágil y rápidamente, tratando de evitar cualquier asomo de pose o nerviosismo de los retratados. El forastero, que le fue presentado como don Antonio, le pidió una tarjeta del estudio, al cantarle su anfitrión las excelencias de su trabajo:

-          Son gente seria y competente, y estos chicos hicieron un esfuerzo espléndido para reflejar lo del pasado octubre.

     Dos meses más tarde, a punto de llegar el verano, se presentó en el estudio el caballero del bigotito y las gafas, pero esta vez, con coche oficial a la puerta, chófer, ordenanza de servicio y uniforme de coronel.

-          No le parezca mal –dijo al Del Álamo que salió a cumplimentarle-, pero quiero que me fotografíe el chico que hizo el reportaje en casa del señor Cueli. Quedamos muy contentos con su labor.




     En fin, que el abuelo, más ancho que un ocho, tomó solemnemente, con las viejas y pesadas maquinonas, las fotos de estudio del Comandante Militar de Asturias, don Antonio Aranda Mata, mientras platicaban como viejos amigos. “Yo no recuerdo haberlas visto”, pues sólo tengo en la memoria a Aranda ya de general, pero hay quien las vio colgadas en casa del viejo militar y le encantaron por lo espontáneas. Es lo que tenía Balbín, que fotografiaba como si mantuviera con el sujeto de su atención una charla amistosa.

***

     No todo iban a ser parabienes y ascensos en la vida de Selmo. El estudio le ahogaba y su íntimo Manolín cada vez llevaba más camino de convertirse en don Manuel y dejar la cámara por el violín. Javier Bueno, el director del periódico socialista Avance, le ofreció el puesto de redactor gráfico, con sueldo y “aire libre” superiores a los del estudio. La despedida fue bastante tensa, incluso con veladas alusiones a peligros políticos. No obstante, Manolín le apoyó:

-          No hagas caso de mi familia. Lo tuyo es ser un gran profesional y labrarte un porvenir. En todo caso, siempre tendrás mi amistad, y la de Inesina, si se tercia.

     Desgraciadamente, todo fue por poco tiempo, pues hablamos de finales de 1935.

-          O sea, que su abuelo estuvo en el Avance unos meses, nada más. ¿Y cómo salió con bien del Alzamiento?
-          Pues porque estaba pasando unos días de vacaciones en Villaviciosa. De todas formas, no creo que Aranda hubiera consentido que le hiciesen nada, a juzgar por lo que sucedió después. Aunque no sabe uno nunca donde la tiene. Y, si no, he ahí el caso de Manolín.
-          ¿Qué le pasó al fotógrafo metido a violinista? ¿Acaso no era de derechas?
-          Aquí, derechas e izquierdas estaban separadas por unos metros. Murió en noviembre de 1936, defendiendo la posición de los Carmelitas, durante el asedio.
-          Ya. ¿Y qué fue de su abuelo?
-          Veo que tendremos que abreviar, salvo que quiera usted pasarse todo el día en la tienda, en vez de visitar Teruel. Si le parece, haremos una elipsis y nos colocaremos en el momento en que el abuelo vino a parar a tierras turolenses. Eso fue a finales de 1937, cuando la famosa batalla.



  1. En el fiel de la balanza

         Para finales de 1937, la Subsecretaría de Propaganda del Gobierno republicano convocó a Balbín a Valencia. Según su nieto, Selmo se había hecho un nombre como reportero gráfico de guerra, en particular en el Frente Norte. Además, entre las figuras de la cámara que pululaban por nuestros campos de batalla, era de los pocos españoles profesionales y perfectamente equipados.

-          Vea, todavía conservamos algunas de aquellas máquinas, tal y como el abuelo las dejó.


     Balbín nieto me hizo pasar al sancta sanctórum de la tienda y me explicó, ante las vitrinas correspondientes, historias y detalles que me sonaron a chino, dado mi desconocimiento previo en la materia:

-          Mire, mire, la Kodak 620, modelo D,  que el abuelo compró con su primer sueldo del Avance, más moderna que la que manejaba en el estudio Del Álamo.  Esta otra es una Brownie Seis, una portátil en forma de caja, algo pesada, pero ideal para las fotos fijas. Aquí, una Leica II, la joya de los reporteros de la época, por su versatilidad y la comodidad de su cartucho. Y ésta…
-          Déjelo, amigo Balbín, soy un zote para estas cosas.
-          No me prive de enseñarle esta joya de museo. Una Kodak Argus, modelo A, de 1936, color verde oliva, con película de 35 milímetros. Con ella sacó el abuelo la foto del general Saravia, con chaquetón de cuero y gorra de plato, en el frente de Teruel, famosa en todo el mundo. Creo que fue el 5 de enero del 38.
-          ¡Hombre, el general Saravia! Nació en Ledesma, en mi tierra, pero no tengo ningún parentesco con él, que yo sepa.
-          Pues lo siento. Al oír su apellido y que venía de Salamanca, llegué a pensar… Pero, en fin, acabemos con las presentaciones, que luego habrá tiempo de seguir con el relato.

     Abrió una vitrina y extrajo de ella una cámara de cine, con su correa de cuero para portar al hombro. Se trataba de una Double Run de 8 milímetros, de la Bell & Howell, llena de abollones y rozaduras, cuyas excelencias de pequeñez y adaptación a las condiciones meteorológicas y de iluminación cantó mi interlocutor. Luego, en voz baja, me reveló el secreto:

-          Es una cámara que apenas circuló por España, pero se la facilitó a mi abuelo en Valencia el famoso André Malraux, cuando supo que había sido comisionado para cubrir la ofensiva turolense. Se conoce que ya estaba preparando, o ideando, la película Sierra de Teruel y encargó a mi abuelo que tomara planos y secuencias, en especial, de aeródromos y aparatos en vuelo.


     Eran las dos de la tarde y no había entrado un alma en el comercio. Balbín me dijo:

-          Espere un momento, que cierro la tienda, aviso a mi mujer que no iré a comer y nos vamos a tomar un refrigerio junto a la iglesia del Salvador. Termino de contarle y luego le haré de guía por el resto de la tarde.
-          ¡Caramba, no hace falta tanto! ¿Quién va a quedarse en el establecimiento?
-          Hoy le toca a mi hijo Vicente, que se llama como yo. Las tardes de verano suelo dedicarlas al placer de la siesta y la lectura. Hoy lo cambiaré por el de la conversación.

***

     Después de casi año y medio de guerra civil, Balbín estaba harto de aire libre. Por muy profesional que fuese, había captado y hecho suyo todo el sufrimiento y la atrocidad que podía soportar; también heroísmo, y hasta humor, que todo hay que decirlo. Afortunadamente, “le habían respetado las lesiones”, en frase de su admirado Lángara, de suerte que casi todas sus dolencias eran espirituales. Aceptó la cobertura de la campaña de Teruel prometiéndose que sería la última como reportero; pero el deber era el deber y le picaba la ilusión desde que había oído comentar al general Rojo:

-          Ahora estamos bien preparados. Se van a enterar esos fascistas.

     El 15 de diciembre, el abuelo estaba en Barracas, donde el todavía coronel Saravia había ubicado el puesto de mando, en las instalaciones de un aeródromo, que Balbín barrió con su cámara, según lo que Malraux le había pedido. Pero aquello estaba lejos del frente, para la mentalidad de un reportero de guerra.  Se sumó a la 68ª división y con ella avanzó, Turia arriba, hasta Villastar. Allí le esperaba el encuentro con su destino.

          El día 18, a primera hora de la tarde, “a muy bajo cero” y con nubes de tormenta en el horizonte, aparecieron por el oeste aviones enemigos de caza y bombarderos, pronto interceptados por los aparatos republicanos. Selmo recordó el compromiso contraído, agarró la Double Run y filmó cada vez más en descubierta. Un Fiat CR-32 –según le dijeron- picó para librarse del acoso de un Mosca (“ya sabe, un Polikarpov I-16”) y, de paso, ametralló cuanto tenía al alcance. El atrevido reportero, que sólo veía por el visor de su cámara, fue alcanzado por dos proyectiles en una pierna. Cayó al suelo con la tibia destrozada. Una hora más tarde, fue recogido por los sanitarios republicanos, sin conocimiento y con síntomas de congelación. Los médicos le hicieron una cura y entablillado de urgencia. Pasó la noche en medio de fuertes dolores, apenas a cubierto de la feroz ventisca que se había desatado. A la mañana siguiente, lo evacuaron al hospital de campaña en Corbalán. El herido sólo parecía acordarse, en medio del delirio, de sus queridas cámaras. Un sargento le recogió el petate, que puso sobre la camilla, al tiempo que le decía:

-          ¡Qué pena, muchacho! A ver si te repones pronto y nos sacas una foto en la plaza del Torico.

***

     Contaba la abuela Beatriz –quien había hecho de enfermera en el hospital de Teruel durante el cerco- que la sanidad de aquellos días recordaba a la labor de las modistas: cortar y coser. Con razón o sin ella, a su futuro marido le amputaron la pierna izquierda por la rodilla. ¿Qué pudo sentir o pensar, si es que le dieron oportunidad de ello? ¿Qué experimenta un joven cuando, de golpe y porrazo, le fuerzan a escoger entre perder la vida o echarla a perder? Pero, ¿acaso hay elección o, más bien, eligen por ti?

     Balbín no soltó en adelante prenda sobre todo esto, como, seguramente, tampoco entonces. Nada se sabe de sus sentimientos, pero sí de su reacción visceral. Era la noche de año nuevo de 1938. Ya había tenido ocasión de explorar los alrededores, ayudado de una muleta, que manejaba más para levantarse del suelo que para avanzar sobre él. Un pozo con brocal de arenisca y arquillo de hierro servía a la provisión de agua no potable del hospital. Selmo se dirigió hacia él, tratando de alcanzarlo con las aviesas intenciones que son de suponer en un desesperado. La capa de nieve era tan alta, que su progreso resultaba lentísimo. Un par de sanitarios, medio borrachos, se percataron de su presencia y le echaron el alto, con una mezcla de piedad y de escarnio:

-          ¿Adónde vas, cacho loco, con la que está cayendo? ¿Tan necesitado estás de agua?
-          Vamos, vamos, soldadito, ven a beber con nosotros, que es Nochevieja. ¿Dónde has dejado a la novia?

     Resultó que uno de los sanitarios era gijonés. Balbín, emocionado  por el paisanaje y el trasiego de coñac, le soltó la famosa bravata de Belarmino Tomás, aunque no viniese a cuento:

-          El que mire al mar es un traidor.

     Al enterarse de que el soldadito era fotógrafo, se organizó un zafarrancho de imágenes. Le trajeron el petate al cuerpo de guardia y pasaron un buen rato posando en las más extrañas formas. El abuelo no se preocupaba de si tenía película, ni le importaba el enfoque. La trompa era soberana, y más para él, que no estaba acostumbrado. Por una vez en su vida, las cámaras quedaron por el suelo, mientras él se amodorraba cantando el Axuntábense. En honor a la honradez de sus compañeros, hay que decir que, a la mañana siguiente, el equipo estaba completo e intacto, dentro del saco de campaña, amarrado a los pies de la cama de Selmo. Bueno, el equipo, una baraja, medio chorizo y un culo de botella de Anís del Mono. Y, a partir de ese día, Rufo, el Moreno, Piojo y demás compañeros de farra no lo dejaron a sol ni a sombra. Al abuelo siempre se le humedecían los ojos, cuando recitaba sus nombres, como si fueran los de Lángara, Herrerita y Emilín. Invariablemente, tomaba entonces su muleta (más tarde, flamante y frío bastón inglés) y daba con ella unos pases taurinos, al modo de Rufo, cuando decía imitar a su paisano, Bernardo Casielles. ¡Pobre Rufo, seguro que no miró al mar cuando lo atravesó una bala en la sierra de Espadán!

***

     El día 5 de enero, dieron el alta a Balbín, tal vez, como regalo de Reyes. Abrazó a sus salvadores y montó en la camioneta que habría de llevarle de regreso a Segorbe. En esto que se forma un revuelo cuando, de entre la nieve y la niebla, aparece un convoy motorizado. Corre el rumor: ¡es Saravia! ¡El general Saravia! Y no sólo él. También Walter, el famoso comandante de las Brigadas Internacionales, y el mítico Líster. La camioneta se desocupa de los heridos que aún pueden moverse por sí mismos. Selmo vuelve en sí, recuerda quién es, y casi se tira al suelo, con la muleta en una mano y su amada Argus en la otra. Es la oportunidad de su vida. Pero nadie le espera, nadie posa, nadie llega siquiera a percatarse de la presencia de ese fotógrafo lisiado, que a duras penas se tiene en pie, con la muleta apoyada en la axila y las dos manos en la cámara. ¿Nadie? El Moreno se atreve a dirigirse a Saravia, que departe con los oficiales médicos y parece disponerse a revistar las instalaciones del hospital, aunque sólo sea como caridad, a mayor gloria de la Virgen del Carmen, de cuya Orden Tercera es miembro con votos.

-          Mi general, hay un herido que quiere sacarle una foto. Es profesional…

     Saravia se percata. Lo deja acercarse. Mete las manos en los bolsillos de su chaquetón de cuero. La gorra de plato apenas lo libra del sol bajo en la mañana invernal. Gira suavemente la cabeza y sonríe con pose de hombre cansado y bueno, como él era. Balbín comprueba la película, regula la obturación, calcula mentalmente la exposición y dispara. El general rectifica levemente la postura y espera una segunda instantánea. Selmo, avergonzado, le dice:

-          Perdón, general, se ha acabado el carrete. Pero no se preocupe, soy bueno y la máquina, mejor todavía. Con una vez, basta.
-          ¿Cuándo te hirieron, hijo?
-          Va para veinte días. Un avión. En Villastar. También para mí, con una vez ha sido suficiente.
-          ¿A qué te dedicabas, antes de esto?
-          Era fotógrafo profesional. Reportero gráfico. Pero se acabó.
-          ¿Cómo que se acabó? ¡La vida sigue y la fotografía también! ¿O es que la foto que acabas de sacarme no significa nada?
-          Perdón, no le entiendo.
-          Quiero decir que, si tú no puedes ir a ciertas realidades, otras vendrán a ti. Si verdaderamente amas lo que haces, si tienes arte y virtud, superarás los contratiempos y hallarás nuevos caminos.
-          ¿Contratiempos? ¿A perder una pierna lo llama el general contratiempo?
-          ¿Y cómo llamarías tú a que Beethoven perdiera el uso del oído?

     Los circunstantes empezaban a impacientarse. Saravia lo captó, puso su mano sobre el hombro de Balbín y dijo:

-          Heiligenstadt. Busca tu Heligenstadt. Suerte, hijo. Y ahora tengo que irme. Las cosas se están poniendo feas en Teruel y me va a tocar hacer allí de guardia de la porra.

     El general le guiñó imperceptiblemente el ojo y, volviéndose a sus acompañantes, concluyó:

-          Y ahora, vamos a ver un momento a esos muchachos.


     Selmo se quedó como petrificado por unos instantes. Luego, a toda la velocidad que le permitía su cojera, regresó a la camioneta y pidió que le tiraran abajo el petate. El cabo que acompañaba al conductor le preguntó extrañado:

-          ¿Pero no vienes con nosotros a Segorbe?
-          No, me quedó con Saravia. Aquí está mi puesto. Aquí está mi…, mi…. Heiligenstadt.



  1. Cambio de bando

     Cuando Selmo reveló la foto y se la hizo llegar a Saravia, el general ordenó poner un vehículo a su disposición, con salvoconducto para moverse libremente por toda la zona. Así que aún pudo fotografiar a los milicianos en la plaza del Torico. Pero por poco tiempo. Los nacionales contraatacaron y Teruel se convirtió en una ratonera. Balbín fue de los últimos en escapar, muy poco antes que las tropas de El Campesino, quien tan criticado fue luego por su retirada.

     La gasolina escaseaba en su bando y la aviación adversaria era cada vez más dueña del cielo. El abuelo decidió no moverse de Villastar, en parte, porque ya sería mala suerte que le volvieran a dar en el mismo sitio, y en parte, porque rimaba con Heiligenstadt. Un sargento le conminó a que desalojara:

-          ¡Pero vamos, hombre! ¿O es que quieres que te fusilen los fascistas?
-          Tanto me da. Para mí se acabó la guerra. Podréis arreglaros sin este inválido.

     Era el 21 de febrero, por la tarde. Balbín se sentó en un poyo junto a la carretera de Ademuz, con el petate a los pies, y esperó bajo el frío la llegada del destino. Tal vez volviera a rondarle la idea del suicidio, o tal vez no. Lo cierto es que el hado llegó en forma de batallón de la 83ª división del Ejército de Galicia.

-          ¡Manos arriba, paisano, o disparo!
-         
-          ¡Ponte de pie!
-          Malamente. ¿No ves que me falta una pierna?

     El cabo le miró, estupefacto. El resto de la sección hizo círculo.

-          ¡Mi teniente, que aquí hay un civil sin una pierna!
-          ¿Tendrá, por lo menos, una muleta?
-          Sí, mi teniente.
-          Pues conducidlo al pueblo para interrogarlo.

     Vicente, el nieto, casi se reía al recordar el incidente. Seguramente que su abuelo se divirtió menos pues, al comprobar el carácter militar del petate y su contenido fotográfico, pudieron suponer que se trataba de un espía y pasarlo por las armas.

-          ¿Y esto?
-          Soy fotógrafo profesional, reportero gráfico de guerra. Por aquí tengo mi credencial.
-          ¡Carallo, y la foto de un general! ¿Saravia, tal vez?
-          Desde luego.  Es que yo sólo retrato a la gente importante.
-          ¡Te vas a chotear de…!

     Está visto que Balbín se codeaba, efectivamente, con la gente importante. No había terminado el interrogador de pronunciar su amenazadora frase, cuando un revuelo de taconazos y “a sus órdenes” se oyó a la puerta de la escuela y Aranda en persona compareció en el improvisado puesto de mando. Es de suponer la sorpresa de todos y la alegría de Selmo, aunque, según su nieto, se limitó a ponerse en pie sin hacerse notar. Pero Aranda –como los republicanos habían aprendido demasiado tarde- era un lince:

-          Pero, ¿tú no eres el fotógrafo de Oviedo?
-          Así es, general. Con algunos años más y una pierna menos.

     Aranda miró y comprendió. Podía ser insensible, pero esta vez le tocó la fibra piadosa.

-          ¿Qué ha hecho?
-          Mi general, lo pillamos con un petate militar lleno de cámaras.
-          Hombre, siendo fotógrafo no lo iba a tener lleno de biblias. Déjenlo descansar y que se presente mañana a mí, al alba.

     La del alba sería cuando Selmo, bien lavado y desinsectado, se presentó a Aranda.

-          Balbín, ¿está usted decidido a mantenerse fiel a la República?
-          Tanto como lo estuvo vuecencia en julio del 36.
-          Pues entonces sígueme, que vas a hacer el reportaje de mi entrada triunfal en la gran ciudad de los amantes.
-          A sus órdenes, siempre que me provean de carrete.
-          Alguno habrá por ahí.



***

     El camarero llegó con los postres. Teruel y su mudéjar esperaban nuestra visita. Vicente Balbín tenía una evidente intención de abreviar.

     Aranda se portó muy bien con el abuelo. “Hicieron juntos”, como bromeaba Selmo, la campaña de ruptura, en la que, de modo fulminante, los nacionales deshicieron el ejército que se les oponía y, el 15 de abril, alcanzaban el Mediterráneo por Vinaroz, cortando así en dos el territorio republicano. La guerra parecía totalmente decidida.

     El general y Selmo tuvieron una última conversación, vis a vis, que éste relataba, más o menos, de la siguiente forma:

-          Bueno, Selmo, ahora, ¿al norte o al sur?
-          Si me lo permite, mi general, yo me retiro. Necesito una pierna nueva y vuecencia, fotógrafos nuevos. Es demasiado ajetreo para mí.
-          No me parece mal que digas adiós a las armas. Pero, ¿dónde pararás, por si necesito un día un retrato como Dios manda?
-          En Heiligenstadt, mi general. Vuelvo a Heiligenstadt.

     Aranda no quiso reconocer su ignorancia y dio por bueno el nombrecito.

-          Bien, pero de regresar a Asturias, ni hablar.

     Ahora fue Balbín  quien se quedó en la inopia; pero pronto se le aclararon las cosas. Aranda le mandó salir y esperar un momento en el antedespacho. Entró un escribiente. Al rato, apareció con un sobre cerrado:

-          Con los atentos saludos del general y que mucha suerte.

     Era un salvoconducto firmado por el traidor de Oviedo. ¡Qué digo un salvoconducto: un seguro de vida! En él, entre otras cosas, se decía:

     El portador del presente, Anselmo Balbín, es persona afecta al Movimiento Nacional, de toda confianza y fotógrafo excelente, como he podido comprobar durante el tiempo que ha estado a mi servicio…

-          Así que no es extraño –agregó Vicente, acabando su helado de tres gustos- que en casa se haya tenido a Aranda por una buena persona. Mi abuelo le felicitaba las Pascuas y por San Antonio, y se alegraba de la senda que el general tomó después de la guerra civil. También le felicitó cuando el Rey lo promovió, en desagravio, a Teniente General. Aunque Aranda nunca le contestó. Tal vez Selmo era demasiado poco para él, o tal vez no quiso comprometerlo. ¡Qué más da! Lo que tuvo que hacer por él, lo hizo y en paz.

***

     Esbocé un ademán de pagar, que Vicente deshizo con una mirada severa:

-          En Heiligenstadt, pago yo. ¡Pues estaría bueno!
-          Vamos a ver. Ya tengo una idea de lo que esa palabra significa: el testamento de Beethoven, su superación de la idea del suicidio y todo eso. Pero ¿cuándo llegó su abuelo a conocimiento de lo que este lugar significaba?
-          Pues por mi abuela. En fin, son las cuatro y media. Diez minutos más y se acabó el cuento.

     El abuelo regresó a Teruel, como buenamente pudo, y buscó afanosamente una pensión, a la menguada medida del billete de cien pesetas que Aranda había metido junto al informe de marras. Balbín era una especie de licenciado por mutilación que, además, por amor propio, no quería –ni  nunca quiso- la paga ni los privilegios de caballero mutilado. “Si tengo que pedir a alguien, lo haré al Duce”, afirman que dijo, aludiendo a su ametrallamiento por un Fiat de la Aviazione Legionaria.

     Cansado de recibir negativas, vino a dar con la Pensión Flora, de la calle San Francisco. Doña Flora no se encontraba en aquel momento en casa; así que abrió mi abuela Beatriz, ahijada suya y su huésped, mientras estudiaba piano en Teruel, aunque se examinaba en el Conservatorio de Zaragoza. Beatriz tuvo lástima y surgió en ella la vena de enfermera voluntaria. Lo llevó hasta la única habitación libre y aceptó un adelanto de veinticinco pesetas. De modo que, cuando la dueña regresó, tenía un alojado más, de manera inexorable.

     Beatriz, buena conocedora de la historia musical –y de la dulzura dialogante- fue quien hubo de aclarar a Anselmo, punto por punto, todo lo relativo a Helingenstadt. ¡Cuántas veces, sentados juntos en el cuarto de estar, escucharon la Segunda Sinfonía beethoveniana, en versión de la Filarmónica de Viena, dirigida por Knappertsbusch! Cuando empezaba el larghetto, ambos intercambiaban miradas tiernas y soñadoras: Beethoven, y ellos con él, habían comprendido…

     Un día, cuando Anselmo (lo de Selmo no sonaba bien a los oídos turolenses) ya empezaba a abrirse camino nuevamente con la fotografía y rumiaba alquilar un local para instalarse por su cuenta, Beatriz decidió tomar la iniciativa, de forma sutilmente musical:

-          Anselmo, ya te he hablado muchas veces de lo del testamento de Heiligenstadt, pero creo que no te he contado lo de la Amada Inmortal.
-          No. ¿Qué es ello?
-          Pues que el pobre Beethoven llegó tarde al encuentro con su adorada y, a la mañana siguiente, le escribió una maravillosa carta de amor que, finalmente, no envió y encontraron a su muerte metida en un cajón.
-          Ya. Paréceme a mí que Beethoven se desenvolvía mucho mejor como músico, aun siendo sordo, que como persona.
-          No lo creas. Puestos a ofrendar a la amada un amor eterno, nada mejor que dejar que ella lo ignore. Dicen que el amor imposible es el que más dura.
-          Eso es una tontería. Si yo me fuera a declarar a una mujer…
-          ¿Sí, Anselmo?
-          … Le diría… Beatriz, ¿quieres casarte conmigo?
-          ¿Es un suponer, Anselmo?
-          No, cariño, es lo que vengo pensando decirte desde hace más de un año y demorándolo, hasta tener algo que ofrecerte… y poder permanecer dignamente en pie en la ceremonia de nuestra boda.

     Dicho esto, el abuelo salió pasillo adelante, obviamente, en busca de una pierna ortopédica, que hasta entonces había ocultado. La abuela, aunque sorprendida, todavía acertó a decirle una frase, mientras él se alejaba:

-          ¡Qué detallistas sois a veces los hombres para lo superfluo! A ver si va a resultar que Beethoven llegó tarde a la entrevista con la Amada Inmortal por buscar afanosamente su trompetilla…












   

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