sábado, 18 de junio de 2011

EL TEATRO MALDITO




Por Federico Bello Landrove

   

      Historia y leyenda se dan la mano, con tanto de una como de otra, teniendo como ambiente de la peripecia un famoso teatro de una ciudad castellana. En el relato, decidí utilizar la consonante inicial, pero no me importa reconocer aquí que se trata de mi patria chica, Valladolid. ¡Larga existencia a su renacido Teatro Zorrilla, vuelto a la vida en 2009! 






     En la principal avenida de la zona moderna, en la ciudad castellana de V., se levanta desde hace años el gran convento de los frailes hijos de Francisco de Asís. Unos pocos padres lo habitan hoy y atienden el culto, así como las necesidades espirituales de una numerosa feligresía. Pero ni la actual ubicación, ni la penuria de vocaciones, pueden hacernos olvidar su pasado, glorioso y multisecular, bruscamente truncado en el siglo XIX, en un caos de destrucción y de signos sobrenaturales, de los que todavía dejan constancia leyendas y consejas que van cayendo en el olvido de las nuevas generaciones.



     Este tema salió a colación cuando, hace unos meses, charlaba yo con fray Pedro de la Concepción, de la comunidad franciscana de V., acerca de la inauguración del nuevo teatro Zorrilla, completa reconstrucción del que, durante un siglo, ilustró la vida cultural y profana de la ciudad desde su emplazamiento en la misma Plaza Mayor. Ante mi sorpresa, fray Pedro me corrigió:



-          Perdone, pero puede que no se trate de la segunda edificación del teatro, sino de la tercera.

-          ¿Tercera? No tenía ni idea de que hubiera habido alguna anterior a 1884.

-          Pues sí, aunque casi todos lo ignoran y muchos de los que lo saben se niegan a dar crédito a la especie. Si tiene tiempo, podría ponerle al corriente de ella, sin que eso signifique que yo tome partido por su veracidad.

-          Encantado, padre. Comience usted cuando quiera y permita que tome algunas notas de su relato, por si me decido a publicarlo.



     Fray Pedro consintió y lo que sigue es –con muy pocas aportaciones mías- su narración.



***



     Desde el siglo XIII, en que se fundó nuestra Orden, los franciscanos han estado presentes en esta ciudad, para bien de las almas de sus moradores. Dicen que fue doña Violante, esposa del Rey Sabio, quien dotó y mandó erigir el convento de San Francisco en lo que entonces eran las afueras de la población, pero con el tiempo se constituiría en Plaza Mayor de la villa. El cenobio creció y evolucionó con esta, hasta llegar a ser cabeza de nuestra provincia de la Inmaculada Concepción (cuya advocación me honro en llevar) y uno de los más amplios y numerosos de la Orden en Castilla. En el siglo XVIII, los padres llegaron a superar el centenar y se celebró en el monasterio el capítulo para elegir al General. Corría el año de 1740 y nada hacía presagiar que, algunas décadas después, aquel soberbio convento llegaría a su fin.



     Pero, más que la gloria terrena de San Francisco, importa reseñar que fue fuente y luminaria de la piedad y el fervor de los fieles. Muchos de ellos lo distinguieron con su favor y donaciones, fundando capillas y cofradías y solicitando ser enterrados en él. Mis antecesores no hicieron acepción de personas. Tan es así, que una de las más ilustres hermandades que allí encontraron su sede, la de la Pasión de Nuestro Señor y San Juan Bautista Degollado, tenía como uno de sus fines la recogida de los cadáveres y restos de los ajusticiados, que eran sepultados cristianamente, oficiándose funerales y rezos por sus almas. La Capilla de los Ajusticiados estaba situada a los pies de la iglesia, dato que conviene recordar para lo que más adelante he de contarle.



     La Guerra de la Independencia estuvo a punto de dar el golpe de gracia al convento, que hubo de ser abandonado durante varios años. No obstante, la destrucción del mismo y la dispersión de sus moradores se produciría tiempo después, en 1836, a consecuencia del proceso llamado de la Desamortización de Mendizábal. Al año siguiente, todo el conjunto amplísimo de sus edificaciones sería demolido, sin apenas salvar elementos u obras de arte, y saldría a subasta, dividido en parcelas, para edificar sobre su solar lo que los promotores tuvieran por conveniente.



     En su mayor parte, los adquirentes no fueron insensibles al respeto debido a la memoria del convento y de los muertos a él acogidos, y se limitaron a levantar viviendas o a abrir calles, desde las más modestas, a las ostentosas, como fue el caso del palacete ajardinado de don  Antonio Ortiz Vega, todavía hoy presente en forma de presuntuosa oficina bancaria. Pero otros no tuvieron consideración ninguna del antiguo carácter sagrado del espacio y decidieron dedicarlo a ocupaciones non sanctas. Este fue el caso, singularmente, del llamado “Círculo de Recreo”, eufemismo por casino, como todo el mundo en V. conocía “ese antro de lujuria y económica perdición”, como lo definió un diario local a raíz de su inauguración, allá por el año de 1860. Pero permítame que me detenga un momento en el destino y triste fin de aquel primer casino, porque puede servir de símil con los del teatro, que seguidamente abordaré.



***



     Refieren las crónicas de la época que la construcción del casino se desarrolló de forma muy lenta y plagada de percances. Tres obreros fallecieron al caer de los andamios. Dos albañiles y un encargado murieron por derrumbamientos y desplomes. El presidente de la sociedad promotora del Círculo de Recreo encontró su fin en la calle de la Constitución, atropellado por un carruaje, cuando acudía a inspeccionar la marcha de las obras. En fin, males sin cuento, que tal vez fueran ordinarios en una construcción de tal envergadura en aquella época…, si no fuera por ir acompañados de visiones y sueños, que acabaron por divulgarse en forma de rumores y bulos.


     Es lo cierto que, al cimentar el edificio, se desenterraron numerosos esqueletos, cuyos huesos fueron llevados a fosa común del cementerio municipal, tras las oportunas diligencias judiciales. Conectando este hecho con las desgracias reseñadas, el vulgo estableció una relación de causalidad entre lo uno y lo otro. De ahí, a propalar historias de aparecidos y amenazas del más allá, había apenas un paso, que la credulidad y los ánimos visionarios dieron sin pudor. El tiempo pareció confirmar esa opinión. Aquel lujoso edificio se arruinó relativamente en pocos años y hubo de abandonarse y demolerse antes de que acabara el siglo en que se erigió. Efectivamente, el casino que, tercamente, volvió a levantarse en el mismo lugar y que hoy conocemos, se inauguró en el año –no diré del Señor, dada su dedicación- de 1901.



     Tal vez se pregunte usted qué tiene el moderno caserón que le faltase al antiguo, toda vez que su longevidad es ya evidente. Yo no sabría contestarle. Un cínico aseveraría que mejores cimientos y técnica más depurada. Lo que sí estoy en condiciones de afirmar es que los nuevos socios del Círculo de Recreo aprendieron de los errores de sus predecesores. La primera piedra fue bendecida por un párroco de buenas tragaderas, con discreta asistencia del exorcista diocesano. En el proyecto arquitectónico, se reservó lugar noble para instalar una capilla, que dudo haya llegado alguna vez a usarse como tal. Finalmente, la Junta directiva se comprometió en acta a no consentir juego ni baile durante la Semana Santa ni en los dos primeros días de noviembre; una promesa que, por lo que al juego respecta, se cumplió exactamente a la inversa en los años de su prohibición por el franquismo, como los numerosos semanasanteros de V. y sus alrededores sin duda recordarán.



     Para concluir con el casino, sus avatares fueron bien conocidos en el V. de la época y seguro que sacarían buenas enseñanzas de ellos los osados que se atrevieran a emprender obras tan profanas como aquel. Como lo era un teatro, en la mentalidad clerical y de la sociedad de su tiempo.



***



     Don Luis Revilla y Zúñiga era un acaudalado terrateniente, que invirtió y sacó sustancioso partido a su fortuna en las subastas de bienes desamortizados y el ulterior trazado de las vías férreas. Allá por 1853 –cuando se decidió la erección del malhadado primer casino-, Revilla era vicepresidente de la sociedad Círculo de Recreo y, por tanto estuvo en un tris de ser él quien muriera bajo las ruedas de la calesa en la calle de la Constitución. Bueno, ironías al margen, don Luis aprendió de los errores ajenos y, antes de resolverse a acometer la  obra de su vida, decidió informarse.



     Lo que aprendió le puso los pelos de punta, como quien dice. El amplio solar franciscano de su propiedad, entre la Plaza Mayor y la calle de la Constitución, se correspondía con la entrada principal del antiguo convento y los tramos de los pies de su iglesia…, donde nada menos había radicado la Capilla y cementerio de los Ajusticiados. Ya se veía el pobre señor visitado por espectros sin cabeza y asediado por informes cadáveres descuartizados. Se dice que llegó a recibir en sueños las severas admoniciones de don Álvaro de Luna.



     Parecía ya inclinado el prócer a abandonar su proyectado teatro para la ciudad (el histórico de la Comedia daba por entonces sus boqueadas y aún estaban en el mundo de los futuribles los teatros Lope de Vega y Calderón, hoy felizmente existentes). No quería pagar la iniciativa, por positiva que fuese, con su tranquilidad o, tal vez, con su vida. En esto que, una mañana de 1854, recibió en su mansión de la calle Torrecilla la inesperada visita de quien le pasó para ser atendido, la siguiente tarjeta:



Pedro Botero Fogoso

Arquitecto Teatral



     Este último adjetivo impresionó vivamente a Revilla, quien inmediatamente acudió al vestíbulo e hizo pasar al visitante al salón de la casa. Entre tanto, iba captando los rasgos externos del sedicente arquitecto: impecable vestimenta negra, algo anticuada, rematada por capa del mismo color con forro escarlata; elevada estatura; complexión fornida; cabello y ojos negrísimos; barba corta, perfectamente recortada, con bigote de puntas enhiestas. Vamos, una presencia imponente, que su voz y su perfume –un sí es no es sulfúreo- no hicieron sino corroborar:



-          Señor Revilla, he tenido conocimiento de su propósito de levantar un teatro en esta ciudad y, abusando de su amabilidad, he venido a ofrecerle mis servicios.

-          Verá, señor Botero, no voy a ocultarle que tal era mi designio, pero he decidido cancelarlo por razones que me permitirá no haga explícitas.

-          Ni falta que hace, don Luis, ya que las conozco perfectamente, hasta el punto de considerarlas totalmente infundadas…

-          Pero, ¿cómo demonios?...

-          … Infundadas, siempre que me encomiende la dirección técnica de la obra y siga escrupulosamente mis indicaciones –concluyó el arquitecto, que pareció sentirse halagado por el exabrupto anterior de Revilla-.



          El arquitecto y el empresario se pusieron pronto de acuerdo. En realidad, las condiciones de aquel eran inmejorables. Trabajaría por una sola moneda de oro, por aquello de que algo debía remunerar a todo profesional. Se encargaría de contratar y pagar todo lo necesario. El proyecto era fascinante, a tenor de los planos que sacó de una carpeta rotulada “Capilla de los Ajusticiados”. Finalmente, el plazo de realización era el casi increíble de seis meses, “por no llamar excesivamente la atención, ya que no tendría dificultad para erigirlo en una noche”. El señor Revilla, que no era tonto y empezaba a sospechar con quién tenía que vérselas,  preguntó:



-          ¿Y qué beneficio saca usted de este trabajo? ¿No vendrá luego con la conocida historia de pedirme el alma?

-          De ningún modo –replicó el señor Botero, tras una carcajada-. Se trata de hacer un favor a mis amigos, los ajusticiados de V., que –como comprenderá- están casi todos haciéndome compañía. Son muy mirados con eso de la conservación de sus huesos y yo mismo comparto su interés. No es adecuado que el Día del Juicio me encuentre con que no tengo cuerpos que chamuscar, o con que los han asperjado con agua bendita, lo que –como usted sabe- dificulta muchísimo nuestra labor, allá abajo.

-          Y ese es el motivo de dos de sus condiciones: la de que no se bendigan las obras y la de que no se toquen las tumbas ni se trasladen los restos a otro lugar.

-          Efectivamente. Lo primero corre de su cuenta. De lo segundo, me encargo yo, puesto que mi proyecto no implica tocar el subsuelo del solar para nada.

-          ¿Y los cimientos? Mire que no puedo arriesgarme a que el teatro se desplome sobre los espectadores.

-          Descuide. Como sabe, el terreno mana constantemente agua, de los afloramientos del río Esgueva. Haré una edificación sobre sólidos pilotes de madera, como los palafitos de la Edad de Piedra, que resistían centenares de años.

-          Bien, quedan aclaradas –y concedidas por mi parte- esas dos condiciones. Pero la tercera no la entiendo. ¿Por qué amenazar con la destrucción total del teatro, el día en que se ocupen todas las localidades?

-          Podría decirle, amigo Revilla, que por razones de seguridad arquitectónica, pero no sería toda la verdad. Es, más bien, la justa compensación al ridículo coste para usted del teatro. No es justo que mi interés por los ajusticiados hinche su codicia. Si le dijese que dejara libres diez localidades, o cincuenta, o cien incluso, todavía saldría usted ganando. En cambio, no le pongo tasa fija. En usted está poner límite al riesgo y a la ambición. Pero entiéndalo bien, la ocupación de todas las plazas, cualquiera que sea el motivo, provocará la ruina total del edificio, con cuantos se encuentren dentro de él.



     Don Luis pareció echar cuentas durante unos momentos y, finalmente, dio su conformidad a la tercera condición.


-          Magnífico, dijo el arquitecto, vamos a firmar el clausulado del contrato.



***



     Los trabajos se realizaron con limpieza y rapidez maravillosas, de forma casi oculta para los curiosos, dado el carácter predominantemente interior del solar. Por las noches, se realizaban las obras y cada mañana el feliz empresario constataba sus avances. A los seis meses del inicio, conforme a lo pactado, el teatro estaba concluido. Revilla no pudo sino sentirse satisfecho. No era un local grande ni ostentoso, pero lucía como un ascua de luz, con sus terciopelos rojos; sus revocos en color marfil; los vivos de capiteles, máscaras y letreros, de oro; las férreas columnillas, en negro. Las luces dispersas y la gigantesca araña central brillaban con la moderna fuente del gas, hasta entonces desconocido en V.  Constaba de patio de butacas, palcos y dos pisos de localidades, protegidos por bellos antepechos labrados en bronce y cobre dorados. Como hasta el diablo puede equivocarse, algunas localidades resultaron ser ciegas, pero ello no era especialmente sensible, si tenemos en cuenta la tercera condición del pacto fundacional.



     Decidió don Luis ponerle al teatro su propio apellido, orgulloso de su iniciativa y de la calidad del resultado. En cuanto a la función inaugural, habida cuenta de que corría septiembre, resolvió celebrarla el día 1 de noviembre, con la famosa obra Don Juan Tenorio, muy popular desde que se estrenara diez años antes.



     Muchos preparativos había que hacer para convertir la efeméride en un día glorioso para V. y, por supuesto, para la familia Revilla toda. No me detendré en ello. Solamente he de recordar lo último que decidió don Luis, tras sesuda meditación, días antes de la solemnidad, hablando con el taquillero:



-          Felipe, bajo ningún concepto ponga usted en venta una de las localidades del teatro.

-          ¿Y cuál retiro de la venta, don Luis?

-          ¡Qué más da! La butaca número trece de la fila trece. Así evitamos el mal fario.



***



     A las ocho de la tarde de aquél 1 de noviembre de 1854, empezó el gran evento. Estaba presente la flor y nata de la sociedad de V., con sus mejores joyas y galas, incluidos todos los miembros de la familia Revilla. Pronunciaron solemnes e interminables discursos el propio don Luis, uno de los vates locales, en representación de Zorrilla, y el alcalde de la ciudad. Algunos echaron en falta la bendición religiosa, que bien sabemos era imposible. Finalmente, con el teatro abarrotado (salvo la butaca exenta) y el consabido no hay localidades, empezó la función.



     El drama avanzaba y el calor se hacía sentir. Los abanicos funcionaban a pleno rendimiento en manos de las damas y los caballeros enjugaban con los pañuelos el sudor de sus frentes. La emoción del argumento aceleraba los corazones y aumentaba el ardor corporal. El Comendador daba los tremendos toques de su llamada postrera y en el reloj las agujas estaban a punto de marcar las doce de la noche. El viejo Anselmo, antiguo caballerizo de la casa de Revilla y ahora jefe de acomodadores, no pudo sostener por más tiempo la bipedestación. Escudriñó la sala y, ya estaba a punto de sentarse en el suelo, cuando observó que una butaca estaba vacía. Se acercó hasta la fila trece y preguntó en voz baja al caballero de la localidad número quince:



-          ¿Está libre la butaca de su derecha?

-          Sí, replicó molesto el interpelado, retirando de ella el programa de mano.

-          Muchas gracias, es que no me encuentro bien.



     Anselmo pasó entre la fila doce y el extremo lateral de la trece. Alcanzó el asiento de dicho número y se sentó jadeando.



     Al punto, con un ruido pavoroso, desapareció el teatro y cuantos lo ocupaban, volviendo el terreno a su prístina naturaleza de solar.



***



-          Pues, a lo que se ve, fray Pedro, no sólo desapareció el teatro, sino la memoria del suceso. Y, por supuesto, V. debió de vivir a la sazón un periodo espectral, pues nadie echó en falta a los cientos de espectadores que tenían que haber desaparecido…

-          Hombre, don Federico, si empezamos a exigir a las leyendas la coherencia de una investigación judicial… Aunque no crea usted que no me ha hecho pensar un dato descubierto a raíz de la reconstrucción del Teatro Revilla (luego, Zorrilla) en estos últimos años.

-          Explíquese, por favor. Soy todo oídos.

-          Verá. Como es sabido, la primera edificación, racional y comprobada, de un teatro en terreno de San Francisco fue la de 1884, que pervivió aproximadamente un siglo. Pues bien, cuando los técnicos actuales vaciaron el solar para construir el que ha sido inaugurado en 2009, hallaron que el anterior edificio apenas tenía cimientos y se soportaba exclusivamente sobre pilares de excelente madera, estratégicamente colocados en el entorno prácticamente lacustre de los manantiales próximos al antiguo cauce del Esgueva.

-          ¿Y…?

-          No le diré a usted que aquellos arquitectos estudiaran con el señor Botero, pero respetaron las tumbas de los ajusticiados y utilizaron el mismo método que él.

-          Cosa que no han hecho, en absoluto, los técnicos actuales y, que yo sepa, la construcción se ha desarrollado dentro de términos de normalidad, aunque el tiempo dirá si su resultado es efímero o duradero.

-          Efectivamente, amigo, el tiempo dirá. Tal vez lo sobrenatural, o lo diabólico, tendrá menos poder y predicamento en tiempos venideros, por no hablar de los actuales.

-          Y, seguramente, eclesiásticos y demonios tienen hoy mejor opinión del teatro que hace siglo y medio.

-          Todo es posible, sentenció ambiguamente fray Pedro, poniendo fin a nuestra conversación.









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