viernes, 24 de junio de 2011

LA SEMILLA DE VALLEJO

La semilla de Vallejo

Por Federico Bello Landrove

     Nadie entre aquí sin haber leído el Paco Yunque de César Vallejo (1892-1938). Luego, podrá comprender –y, tal vez, paladear- el relato policiaco tejido en torno al cuento vallejiano y a la Revolución de Trujillo de 1932; conocer a algunos amigos del poeta, a su peculiar esposa Georgette y a Ciro Alegría; viajar por dos continentes sin pasaporte; en fin, elucubrar sobre la buena dosis de realidad que puede haber tras las más logradas fantasías literarias


1.       De poesía y justicia

     Soy nieto de Juan Domingo Córdoba Vargas, ministro de la Corte Suprema de Perú, buen amigo y conocedor de la vida y la obra del gran poeta César Vallejo, quien sacó en Versalles al vate y su novia entonces, Georgette, la famosísima foto de la mirada ceñuda y la mano en el mentón. Por cierto, siempre me ha extrañado que quien habitualmente andaba a la cuarta pregunta luciera tan espectacular solitario de estirpe florentina en la mano que sujetaba el bastón. Aquello fue en 1929; así que ya llovió.

     De tal palo, tal astilla. Mi padre, Ricardo Córdoba Céspedes, siguió la senda judicial de su progenitor y no hubiera tenido muchas dificultades en llegar a su misma categoría, pese a la difícil y cambiante situación del país; sin embargo, no pasó de magistrado en la Corte de Apelación de Trujillo, ciudad a la que había llegado de juez de instrucción en 1950, cuando yo tenía tres años. Mi señor padre sentía aversión por Lima, la ciudad de la indolencia, como él la llamaba, y mi madre se enamoró de la capital del norte, ciudad de la eterna primavera, cuyo clima y balnearios aliviaban mucho su prematuro artritismo.

     Con cierta pena de mi padre, yo no he seguido la carrera judicial: demasiados Córdobas en el escalafón. Pero no por ello he sido un hijo despegado. De hecho, cuando falleció mi progenitor en 1992 (centenario del Descubrimiento y de Vallejo), fui yo quien se encargó de ordenar sus papeles y objetos personales, tratando de cumplir con el dicho de mi madre: “nadie muere mientras se le recuerde”. Y que conste que lo de los papeles fue tarea hercúlea. Mi padre no era dado a llevar diarios, pero sí a guardar montones de documentos en carpetas de gomas (excepcionalmente, en ficheros), con tan curioso sentido del orden que, en el desván de la casa, compartía anaquel un rubro Homicidios, 1950, con una etiqueta Correspondencia de amigos limeños, 1968. Eso sí, el periodo cronológico siempre figuraba en la carátula. Otra cosa es que la realidad se ajustase en un todo con la datación.

     Gracias a esa referencia de las fechas, me acuerdo perfectamente de una modesta carpeta azul, que rezaba Casos importantes de 1952 (enero-marzo). Tan modesta era que, al tomarla con una mano y la gamuza en la otra, falló el cierre elástico y se desparramaron los diversos papeles: encartamientos, declaraciones, autos de prisión… y un cuaderno rayado en tono sepia cuya existencia llamó mi atención, tanto por el título, como por estar totalmente escrito de la mano de mi padre, con aquella letra clara, menuda y escasamente personal que le caracterizaba. En la portada, la siguiente intitulación: “Resumen de la instrucción 37/1952 (caso Paco Yunque[1]) y de la investigación personal ulterior”.  Y, por si fuera poca la sorpresa, una octavilla pegada con goma arábiga de la de entonces a la cara interna de la portada, signada por mi padre, venía a decir así:

     Se apremia a quienquiera que lea este texto para que no lo divulgue ni publique, antes del fallecimiento de cuantos en él son aludidos.

-          Mamá –le dije-, ¿sabes tú algo de un Paco Yunque real, que papá cita en sus papeles?

-          Desde luego –me repuso-. ¡Menudo interés se tomó tu padre con ese caso! Y, como no hay mal que por bien no venga,  pasamos en Puerto Rico unos días muy felices a costa del asunto. Nuestras únicas vacaciones durante vuestra infancia.

-          No me acuerdo yo de haber estado de niño en Puerto Rico.

-          Os quedasteis aquí, Laura y tú, con la abuela Matilde, ¿no te acuerdas? Claro que fuimos dos y volvimos tres.

-          ¿Y eso?

-          Aquel viaje fue en 1953, en febrero. Así que echa cuenta de la edad de tu hermana Matildina.

***

     Leí de cabo a rabo el vetusto cuaderno y ya sólo su contenido me dejó atónito y con ganas de contrastar los datos. Pero, junto a sus hojas, bajo la protección de un pliego de papel sellado, diversas cartas, artículos de revista y recortes de periódico completaban y hacían fe de lo preciso del resumen del caso por mi padre. No me preocuparé de hacer una enumeración exhaustiva, dado que los más importantes irán apareciendo sucesivamente en el decurso del relato. Pero, cuanto más leía, más impulsos me venían de repasar los obituarios para constatar si habían fallecido ya, o no, todos los personajes citados por mi padre. La cosa resultaba muy sencilla en casos tales, como los del propio Vallejo, Ciro Alegría, Juan Larrea o Georgette Vallejo, la esposa del poeta. Pero, ¿y Paco Yunque?  A tenor de los documentos del expediente, habría nacido en 1909 ó 1910. ¿Dónde estaría ahora, octogenario, o cuándo habría podido fallecer? ¿Cómo encontrar referencias de un quídam, bastante inclinado al nomadismo y poco dado a aparecer voluntariamente en la prensa? Manejé mis contactos y me llevé más de una sorpresa:

-          ¡Menudo mangante, el tal Yunque, jefe cocalero, sindicalista de pistolón y duro donde los haya! Tu padre le metió mano hace lo menos cuarenta años, pero no hubo forma de probarle nada. No tengo ni idea de dónde estará, ni si vive. Con la marcha que tenía, supongo que llevará mucho tiempo bajo tierra. (Esto me dijo, el comisario retirado Acebes, tomando un coñac en la Plaza de Armas).

-          Paco Yunque, ¿qué guasa no? Un pobre niño martirizado en el cuento y un tipo violento su homónimo de las calles. No le des más vueltas, Antonio, ese sujeto no ha vuelto por Trujillo desde el sesenta, por lo menos, y a saber adónde puede haberse marchado –me respondió el cronista de tribunales del diario “La Industria”, sin mayores precisiones-.

     Decidí tomar dos precauciones, para cumplir la voluntad de mi padre y garantizar mi integridad: constatar que en toda la provincia de Trujillo no hubiera un solo Yunque de la estirpe en los listines telefónicos y esperar al año en que el Paco primigenio hubiese cumplido el siglo de vida. Entre tanto, releí, refundí y resumí cuanto mi padre dejo sobre aquél escrito. El plazo se ha cumplido y ha llegado el momento de dar a la luz sus descubrimientos y lucubraciones. Espero que no venga ningún Yunque a exigirme responsabilidades por ello.



2.  Paco Yunque, al completo

         El grueso de la información que contenía el cuaderno se correspondía con lo que mi padre sacó a Yunque en persona, allá por 1952, y arrancaba de los oscuros sucesos que dieron lugar a la instrucción o expediente 37/1952 de su juzgado. Ustedes me perdonarán la licencia de que ahora utilice la primera persona para referirme a mi padre, por más que yo le retocara y abreviase el contenido de su narración. Habla, pues, don Ricardo Córdoba Céspedes, juez de instrucción del juzgado número 3 de Trujillo en las fechas de autos:

         En la madrugada del día 14 de febrero de 1952, aparecieron junto a la verja de la iglesia de Santo Domingo que da a la calle Ayacucho, los cuerpos salvajemente macheteados de dos individuos de mediana edad, que resultaron ser sindicalistas azucareros afines al APRA [2]. El asunto correspondió a mi juzgado y, en consecuencia, cambié impresiones con el comisario Cervera, que fungía de jefe de la Policía Judicial trujillana:

    -          Mal asunto, don Ricardo. Aquí impera la ley del silencio. No vamos a conseguir nada pero, si usted quiere, podemos detener a los sospechosos.

    -          ¡Claro que quiero! Y, ahora que lo pienso, ¿cómo tienen ustedes ya identificados a los sospechosos?

    -          Muy sencillo, le llevaré a los jefes del sindicato rival, unos amarillos que están a sueldo de los patronos: los hermanos Somoza y Paco Yunque.

         Por un momento, al colgar el teléfono, me quedé haciendo memoria. Llevaba poco tiempo en Trujillo; lo suficiente, empero, para saber quiénes eran los hermanos Somoza. Pero, ¿de qué rayos me sonaba el tal Paco Yunque? No sé por qué, lo asociaba en el subconsciente con mi padre. Lo llamé:

    -          Papá, ¿te suena el nombre de Paco Yunque?

    -          Claro que sí. Es el protagonista de un estupendo cuento de Vallejo que se publicó por vez primera en una revista, acá en Lima, el año pasado. ¿No recuerdas que te lo comenté?

    -          Perdona, papá, pero estoy tan agobiado de trabajo que ni para leer el diario saco tiempo. Verás, resulta que tengo aquí medio detenido a un tipo que se llama como el del cuento. ¿No podrías mandarme una copia del relato, para la remota posibilidad de que Vallejo se hubiese inspirado en un personaje real? Claro que él marchó de aquí hace casi treinta años y su protagonista tendría ya que ser un señor demasiado mayor.

    -          No lo creas, Ricardo, el personaje del cuento era un niño de primero de primaria. Enseguida te mando un número de la revista, con la contrapartida de que me informes de esa sorprendente reencarnación.

    -          Bah, papá, seguro que es una mera coincidencia nominal. En fin, leeré, le tomaré declaración y ya te contaré.

         En aquellos tiempos, las leyes eran de una flexibilidad extraordinaria para los derechos de los pobres. Me tomé, pues, el tiempo necesario para que llegase a mis manos el cuento y leerlo a mi sabor. En honor a la verdad, no me pareció de lo mejor de Vallejo –por decirlo con finura-, pero no dejó de emocionarme esa primera experiencia escolar de un niñito, desplazado y sumiso, en la vorágine de un gran colegio, sin duda, el trujillano de San Juan. Por un momento, pensé que, si el Yunque era uno y el mismo, no era de extrañar cómo había terminado, aunque sí dónde. Hubiera parecido más lógico que se convirtiera en un revolucionario de corte popular.

         En fin, asumido el Paco Yunque literario, había llegado el momento de abordar al de carne y hueso. La policía preparó a mi instancia una ficha del sujeto: cuarenta y tres años de edad, nacido en la provincia de Huamachuco, chino cholo[3], con un historial criminal variado y extenso.  Me lo trajeron a declarar cuando llevaba ya unos quince días detenido en el cuartel policiaco. Su catadura no era desagradable y la complexión podía calificarse de mediana. Quizá lo más llamativo de su físico era la nariz, y no porque desentonara con su raza o demás rasgos, sino porque me recordó inmediatamente a la de Vallejo, que algún español chistoso[4] calificó de boxeador. Después de la quincena de plantón por mi parte, me pareció justo mandarle sentar, quitarle los grilletes y llevar el interrogatorio con exquisita corrección. Y lo curioso es que el sujeto pareció agradecerlo, respondiendo con educación y respetando mi tratamiento. Claro que eso no quería decir que la verdad adornase sus corteses respuestas…

    ***

         Lo relativo al crimen de la calle Ayacucho se acabó en un santiamén. Al decir de Yunque, él era un sindicalista de orden, muy alejado de sus violencias de antaño y que apenas conocía a los finados. Por otra parte, había pasado todo el día anterior en el balneario de Huanchaco, tomando las aguas con su mujer y dos amigos (estuve a punto de indignarme por lo ridículo de la coartada) y no había regresado a Trujillo antes que los policías encontrasen los cadáveres.

    -          Estoy limpio, señor, se lo juro. ¿Qué podría ganar yo haciendo algo que me destrozase la vida, ahora que me van bastante bien las cosas?

         Conforme hablaba Yunque, yo iba perdiendo interés por aquellos dos sindicalistas, que seguramente habían sido tan buenas piezas como Paco y los Somoza. En último extremo, el hombre que tenía ante mí no era sino un sospechoso, con casi nulas posibilidades de inculparlo con pruebas sólidas. Me salió la vena literaria y, de sopetón, le pregunté:

    -          Oiga, Paco, ¿usted fue al colegio de San Juan en los años diez, junto con otro niño –inglés por más señas- del que era su muchacho?

         Yunque se quedó petrificado. Se apreciaba en él una total descolocación mental y absoluta perplejidad en cuanto a qué contestar. Resolví darle apoyo y abreviar trámites:

    -          Escúcheme bien, Yunque. Culpable o no, tengo lo suficiente para meterle en prisión preventiva hasta que la instrucción acabe, lo que puede tardar muy a gusto un par de años. Y también puedo soltarlo, con una fianza razonable, hasta que meta la pata de forma que podamos pillarle. Así que escoja.

    -          Por Dios, señor, soy inocente. No me meta en la cárcel. Pagaré la fianza y le prometo que no saldré de Trujillo en lo que dure la investigación.

    -          Eso me temo –pensé para mí-. Y, en voz alta: Pero, a cambio, tendrá usted que hacerme un completo resumen de su vida, si es que fue usted el niño del que habla este famoso cuento.

         Le tendí la revista y lo dejé leyendo el Paco Yunque vallejiano. Para mi sorpresa, pese a la notable extensión del cuento, lo terminó inusitadamente pronto. El interés y hasta la emoción resplandecían en su cara, cuando volví a sentarme junto a él.

    -          ¿Qué me dice? ¿Es usted el Yunque del cuento?

    -          Lo soy, señor. Hay muchas mentiras e inventos, pero puedo asegurarle que sí.

    -          Adelante, Paco, vamos a ver lo que hay de fantasía o de realidad.

         Entre él y yo, fuimos releyendo el cuento y destacando coincidencias y contradicciones. A estas alturas, no tenía sentido seguir dando a la conversación el marchamo de un acto procesal. Así que despedí a los funcionarios y –con gran sorpresa de ellos y de los policías que aguardaban a la puerta de mi despacho- me quedé a solas con Yunque, me puse a la máquina, metí en su carro folios de papel ordinario y me dispuse a tomar las pertinentes notas.

         Desde luego, me centré en resaltar las diferencias entre el personaje real y el del cuento. Para empezar, estaba claro que mi Paco no había conocido a su padre; de modo que la venida familiar a Trujillo había sido para que la madre sola se colocara al servicio de una rica familia extranjera que, ni se apellidaba Grieve (alusión obvia de Vallejo a su comportamiento con Paco[5]), ni se ocupaban en ferrocarriles, sino en el comercio de azúcar. No recordaba, tampoco, Yunque que su maestro de primaria fuera el sujeto frío y mayor que parecía reflejar el cuento, aunque no fue capaz de dar con el nombre del tal profesor, al que recordaba con cierto cariño: “él hizo lo que pudo por mí, pero tampoco se la iba a jugar por un mocoso desconocido”.

         Lo que sí había sido real, y bien real, había sido el malvado Humberto, el niño que usaba y abusaba de Paco. “Sí, el nombre era ese. Menudo cabrón. Y cuanto mayor, peor”. También era cierto que el maestro había confiado a Paco a otro niño, que le había servido de paño de lágrimas en cuanto pudo. “Pero no se llamaba Paco Fariña, ni mucho menos. Me acuerdo de su nombre como si fuera ayer: Ciro Alegría”.

         Esta vez fui yo quien dio un respingo al oír el nombre del importante novelista, de quien bien se sabía que había sido discípulo de Vallejo durante un curso, como él mismo recordó pormenorizadamente en un artículo aparecido en una revista mejicana. ¡Vaya, vaya! De escritor a escritor, el filón parecía no agotarse. Por entonces, me conformé con lo dicho y, haciendo un alto, dije a Yunque:

    -          La cosa se está alargando. Vamos a pedir unos cafés y luego me cuenta su vida, desde que salió del cuento, hasta ahora.

    -          Pero es que… -Paco palideció y se puso a la defensiva-.

    -          Tranquilo, hombre, no le pediré detalles. Y, a fin de cuentas, para eso está la prescripción.

         Yunque sonrió y preguntó:

    -          ¿Dónde puede comprarse este cuento?

    -          Lo siento. Se escribió hace unos veinte años, pero aún no se ha publicado formalmente, fuera de un adelanto en una revista el año pasado. Ya ve, Paco, los amarillos matan sindicalistas y, entre todos, procuramos matar a los escritores.

    ***

         Concluido el café, Paco me pidió de fumar. Seguidamente, se arrellanó un tanto en la silla de brazos y recordó su vida pasada, de forma general y con algunas interrupciones mías:

    -          Pues sí, parecía que mi vida hubiera de estar ligada para siempre a la familia Harrison y a aquel sádico de Humberto, que disfrutaba golpeándome y haciéndome víctima de sus caprichos y travesuras. Mi madre aguantaba y me pedía paciencia. ¡Pobre mujer! Si también ella tenía que sufrir lo suyo, trabajando de la mañana a la noche, y aún de noche. No debería contárselo, pero el administrador de los Harrison, un escocés pelirrojo y seco como un palo, tenía predilección por las indias –como él decía- y acabó por convertirla en su capricho nocturno.

    -          ¿Vive todavía su madre?, inquirí.

    -          No señor, la enterramos, por La Candelaria hará tres años. Afortunadamente, vivió para que yo pudiera darle todo lo que necesitaba y se merecía, aunque ella era un lince. Sabía de dónde venía aquella abundancia y no comulgaba con mi forma de vida.

    -          Ya. Continúe. Decía que las pasaron ustedes de a quilo en casa de los Harrison.

    -          Si yo le contara… En fin, Humberto y yo crecimos. No voy a escudarme en culpas ajenas. Ambos nos convertimos en unos golfos. Hasta que un día, allá por nuestros dieciséis años, por broma o por vicio, bueno, el caso es que abusó de mí. Lo que parecía el colmo de mi degradación lo convertí en tema de ventaja. Bajo el chantaje de divulgar su inclinación sexual, logré que me respetara de alguna forma y me convirtiera en partícipe de sus juergas y francachelas. La vida me fue fácil desde entonces y me convertí en la prolongación indígena y sin conciencia de los Harrison y su cuadrilla. Es más, el señor Harrison, el jefe, se percató de la ventaja de tener un íntimo de mi ralea y me hizo los peores y más peligrosos encargos para suavizar a clientes, atemorizar a obreros y castigar a servidores rebeldes. No le daré detalles, pero en aquella época sí que hubiera merecido mil veces la cárcel y aún la muerte.

    Ya sabe usted la que se armó aquí en el año treinta y dos[6]. Yo estaba al tanto de lo que se preparaba, pero no alerté a mi jefe. Qué quiere usted, encanallado y todo, yo era un cholo de la chusma, que no tenía más fortuna que el pago de mis crímenes. Eso y ciertas cuentas pendientes, que bien que me cobré en la revolución de julio. No me importa confesárselo porque estará en los papeles de la policía y porque ya han pasado muchos años. Me sumé a los francotiradores de Carlos Cabada y, a la primera oportunidad, con un grupo de camaradas, busqué a los Harrison y a su administrador donde sabía que se escondían y los ejecuté con mis propias manos. Sí, ejecuté, no se merecían otra cosa.

    Entre la venganza y la derrota, no me quedó más remedio que huir. Mi madre dice que me pregonaron y pusieron precio a mi cabeza, como asesino e insurrecto. Por eso le digo que la Policía debió averiguar algo, pues testigos hubo. El hecho es que, como tantos otros, obtuve ayuda y franquía de los apristas para viajar al sur, hasta Huánuco. Peor lo pasó mi vieja, que estuvo encarcelada y la torturaron para que revelase mi paradero. Ignoro por qué no la mataron, como a tantas otras.

    -          ¿Cómo se llamaba su madre, que en gloria esté?

    -          María Rosa. María Rosa Yunque, natural de Huamachuco. Allí nací yo y de allí vinimos a Trujillo, para nuestra desgracia.

    -          ¿Quién sabe? En fin, decía usted que le tocó huir a Huánuco, en el sur.

    -          Efectivamente. Allí no me conocía nadie y las contiendas políticas parecían algo lejano. Lo que son las cosas: yo, nacido para ser campesino, pero que nunca hasta entonces había empuñado la esteva, me vi forzado para sobrevivir a emplearme como jornalero en las grandes plantaciones de coca. En aquel entonces recién se iniciaba el comercio, digamos, maligno de la hoja, para convertirla en cocaína y enviarla a las grandes ciudades y a los Estados Unidos. Yo era más hombre de pistola que de azada. Me di a conocer como tal entre los grandes cocaleros y pronto volví a las andadas. Mis días de aprista revolucionario habían pasado. Por hábito y por economía, me tiraba más venderme al mejor postor; aunque ahora, si había que sufrir y humillarse, no sería yo quien lo hiciera.

    -          ¿Y cómo es que volvió usted al norte, si tan bien le iba en el negocio de la coca?

    -          Ya ve. Querencia de la madre y de la tierra, que viene a ser  todo uno.

    Es ello que, hace cinco o seis años, me presenté por aquí, con la esperanza de que aquello se hubiese olvidado. Me instalé primero en Salaverry, donde había posibilidades de colocación a la vera del puerto. Luego, lo uno lleva a lo otro, y he vuelto a recalar en los sindicatos del azúcar, como en los viejos tiempos, aunque más impersonal. Ahora ya no hay Harrisons, sino Sugarsa, United Sweet y cosas así. Pero la capacidad de convencer y de intimidar sigue siendo necesaria. Y las pistolas o los machetes, para cuando las cosas se ponen feas o la competencia achucha.

    -          Pero, hombre, Yunque. Ya cuarentón, ¿no se le ha ocurrido invertir los ahorros, formar una familia y dejar de jugarse la vida, o de quitársela a otros?

    -          ¿Y quién le ha dicho a usted que yo no he hecho previsiones y que no tenga un par de chinas esperándome, con un bebé en cada brazo?

    -          Ya, o en las carpetas de una clase de primaria en el colegio de San Juan.

    -          Tal vez, pero ellos no serían los muchachos de ningún cabrón inglés.

    ***

         Entendí que debía dar la conversación por terminada. De hecho, Paco parecía cansado y los policías de custodia ya habían entreabierto un par de veces la puerta de mi despacho. Llamé a los oficiales para que redactaran el mandamiento de libertad bajo fianza. Lo firmamos y le dije:

    -          Puede usted marchar y espero no volver a verlo por aquí, si es que no le llamo.

    -          Descuide. Y gracias, de verdad, tanto por la libertad, como por lo que me ha hecho recordar.

         El sujeto parecía sincero, aunque yo estaba vacunado de mentiras y argucias de los pacoyunques. Sin embargo, la vida te da sorpresas. Llegó hasta la puerta, fue a abrir, pero volvió sobre sus pasos y dijo:

    -          Por cierto, lo de los dos compadres de la calle Ayacucho fue obra de Dositeo Somoza. Los estuvo esperando en el bar “Las tres copas”. El encargado le dará razón.

         Ante mi estupefacción, hizo una mueca parecida a un guiño y salió.

    ***

         A la caída de esa misma tarde, llamé a mi padre a Lima y le conté todo lo sucedido. Pareció interesadísimo:

    -          ¿Y qué vas a hacer, Ricardo, a partir de este momento?

    -          ¿Cómo que qué voy a hacer? Seguir la investigación y trincar al Dositeo Somoza ese. No pretenderás que convierta la instrucción criminal en un ensayo literario.

    -          No seas cretino. Tenemos entre manos una bomba, tal vez la posibilidad de aportar un dato esencial en la vida y la obra del pobre Abraham[7]. Abre en la instructoria una pieza separada, arrancando de la declaración de Yunque, y vete haciendo en ella lo que yo te diga, o tu magín te sugiera. Cuando esté concluida, la das formalmente de baja y en paz.

    -          Pero, papá, ¿no sería mejor llevar la investigación literaria por métodos estrictamente académicos?

    -          Tú hazme caso. El trabajo puede ser difícil y costoso. Vale más que nos apoyemos en tus resortes como juez. No te preocupes, yo te cubro. Voy a pensar más detenidamente en los pasos a seguir. Ya te llamo.



    3.  El protector de Paco Yunque

           Permítanme que, desplazando a mi padre, vuelva a tomar las riendas de narrador. En la carpeta de marras figuraba una carta de mi abuelo Juan Domingo, fechada el 3 de abril de 1952, en la que le marcaba tres jalones sucesivos en la investigación. Primero, hablar con Ciro Alegría. Segundo, entrevistarse con la viuda de Vallejo. Tercero, pedir aclaraciones a Juan Larrea. Y añadía: El resultado de cada paso puede resultar decisivo para abordar el siguiente o, incluso, para cambiar de camino. Yo te ayudaré en lo que pueda. Con Larrea no hay problema. Ciro será más difícil, pues no lo he tratado, ni me gusta su manera de ser. Georgette, la viuda, es cosa tuya.

           Como mi abuelo era hombre muy lúcido, voy a seguir su orden de marcha, abandonando el cronológico. Quiero decir que, por cosas de la vida, mi padre tuvo que vérselas con Georgette Vallejo antes que con Ciro Alegría. No obstante, coloco antes en la narración la secuencia alegre, o sea, aquella de la que mi madre –según decía- volvió de Puerto Rico con exceso de equipaje. Bien, basta de excursos y dejo otra vez a mi padre en el uso de la palabra.

           Llevarle a Ciro a temas de Perú, y más un magistrado, era tarea difícil. A cada momento temía ser víctima de algún atentado y, por otra parte, no era lo que se dice un tipo locuaz. Mi padre tuvo que valerse de los buenos oficios de Luis Hernández Aquino, profesor y poeta borincano, que había tenido su parte de culpa en que Alegría se desempeñase como profesor de la Universidad puertorriqueña durante cuatro años, que iban tocando a su fin. En los recintos de Mayagüez y Río Piedras, don Ciro ejerció su magisterio con solvencia y cierta implicación: prueba de ella, su matrimonio con su colega Ligia Marchand y las colaboraciones en periódicos y revistas de la isla. Por fin, en las navidades de 1952, mi padre recibió el plácet y yo me dispuse a viajar a la isla, aprovechando el periodo vacacional veraniego en el hemisferio sur. Le dije a Matilde, mi mujer:

      -          Querida, Puerto Rico es una belleza y te debo varios años de vacaciones. ¿Qué tal si me acompañas? Podríamos dejar a los niños con tu madre.

      -          No lo dirás en serio. Veo que vas allí a trabajar y me vas a dejar más sola que la una.

      -          De ningún modo. En dos o tres semanas hay tiempo para todo. Y además, así te libras del calor de febrero.

      -          De acuerdo. Pero sólo quince días. Los niños son aún muy pequeños.

           La decisión fue todo un acierto. Resultó que Ligia y mi mujer congeniaron al momento. Aquella fue la más amable anfitriona para Matilde, quien correspondió obsequiándole una espléndida ajorca de oro, réplica de artesanía chimú, de la que la mujer de Alegría se había encaprichado al vérsela puesta a mi esposa. A partir de ese momento, la fraternidad reinó entre ellas y, por contagio, la cordialidad entre Ciro y yo. Por eso lamenté que el matrimonio naufragara poco después, a raíz de la marcha del novelista a Cuba y de un matrimonio ulterior.

           Pero, a lo que vamos: Ciro fue confirmando, punto por punto, la historia de Paco Yunque, tal y como este me la había contado y yo expuse al novelista, mediante copia de mis notas.

      -          Ya sabe, Córdoba, que va para diez años que publiqué en Cuadernos Hispanoamericanos unas extensas notas sobre mis recuerdos escolares de Vallejo. Tal vez, el paso del tiempo y el aplicar a entonces lo luego sabido, alteraron un poco la realidad y dieron a la narración un tono levemente hagiográfico de César.

      -          Conozco perfectamente esas páginas de que me habla. Son muy hermosas y reflejan cariño y admiración hacia su profesor, cosa que le honra. Pero el tema es ahora, para mí, si Paco Yunque fue real y cuáles fueron sus relaciones con Vallejo y con usted.

      -          De la realidad de Paco no debe tener ninguna duda. Existió (bueno, existe, según lo que usted sabe), y su personalidad y circunstancias escolares son precisamente las reflejadas en el cuento. También es cierto que yo debí de ser Paco Fariña, a juzgar por la procedencia y comportamiento del niño. Es verdad que Vallejo me encomendó, de manera más o menos sutil, que fuera compañero y sostén de Paco, cosa que creo hice lo mejor que pude en aquel curso. Luego, el poeta dejó el colegio y la ciudad, y Yunque y yo nos fuimos distanciando. De hecho, no lo recuerdo más acá de tercero de primaria. Ignoro si abandonaría los estudios o lo cambiarían de clase.

      -          ¿Y las relaciones de Yunque y Vallejo?

      -          Pues las normales entre un profesor populista y sensible, y un niño necesitado de ayuda y maltratado por motivos de clasismo. Yo creo que hizo cuanto pudo, pero castigar o meter en razón a Humbertito era tarea inútil. Ya se infiere eso del cuento, con la intervención del director del colegio, por muy nacional que este fuera. Y ¿quiere que le confiese una cosa? Para mí que, en la marcha fulminante de Vallejo al acabar el curso, tal vez  tuvieran que ver las presiones del padre de Humberto y de otros.

      -          Entonces, ¿cree usted que el caso de Paco Yunque afectó mucho a Vallejo? Quiero decir, más de lo normal en un profesor sensible.

      -          No me cabe duda. Yo diría que Yunque  era como la personificación de cuanto César quería hacer con y por nosotros, fracasando en gran parte en el empeño.

      -          Pero suele pensarse que el magisterio fue una actividad alimenticia para Vallejo, vamos, que no tenía continuidad y vocación. ¿No habría, pues, algo especial entre él y Paco, algo que rebasara los términos de una relación ordinaria profesor-alumno?

      -          No lo crea usted. Yo pienso que Vallejo era un notable profesor y que hubiera llegado a ser algo grande como docente, si no se hubieran mezclado otras muchas cosas. Y, decía usted… ¡ah, sí!, una relación peculiar. Tal vez, por piedad o por similitud de orígenes.

      -          ¿No se le notaba un cariño especial? En las excursiones o fuera de clase, por la calle, ¿no había algo más que con los restantes alumnos?

      -          No tengo idea. Yo era un niño de siete años y hablamos de cosas sucedidas hace casi cuarenta. De lo que no me cabe duda es que Vallejo sufrió una gran frustración por no poder acabar en su clase con la injusticia que Yunque sufría. Y yo también, desde mi alma infantil. En fin, creo que el haber escrito el cuento y el conservar el nombre real del protagonista son buena muestra de ello.

           Bien, mucho o poco, cuanto Alegría tenía que decirme había concluido. Cerré mi bloc de notas. La tarde empezaba a caer. Abandonamos el saloncito de mi coqueto hotel, el Plaza de Armas (me abruma llamarlo el Howard Johnson Old San Juan) y salimos a las calles de San Juan, en busca de nuestras señoras, que esperaban en el Parque de las Palomas. Alegría me aconsejó:

      -          El recinto universitario de Río Piedras es muy hermoso, un poco a la yanqui. Pero déjense de academicismos y vayan a tomar el sol y el mar a la zona de Isla Verde, aunque no sea el mejor momento del año. ¡Ah! y visiten el bosque pluvial de El Yunque, ya que su mujer parece muy inclinada a la contemplación de la naturaleza.

      -          El Yunque. ¿Pero también aquí hay un Yunque, profesor Alegría?

           Y ambos rompimos a reír inconteniblemente.



      4.  La mujer del poeta

             Georgette Philippart, viuda de Vallejo, había llegado a Perú, procedente de Francia, a mediados de 1951 y se había establecido precariamente en Lima, de la mano de algunos amigos y admiradores de la obra de su difunto esposo. Andando el tiempo, publicaría aquí y en Caracas toda la obra vallejiana; entre ella, el Paco Yunque literario, que nació para el mundo en 1967, aunque hubiera tenido aquella aparición fugaz para iniciados que ya ha quedado indicada.

             Más adelante, Georgette sentaría cátedra de mal carácter y visceralidad, pero, en junio de 1952, cuando mi padre le pidió audiencia, por intermediación de Raúl Porras, era una persona deseosa de abrirse camino en la sociedad peruana y lograr el apoyo económico de quienquiera que pudiese ayudarla. No es dudoso que, al ver que su solicitante era magistrado, hijo de un ministro de la Corte Suprema y recomendado de Porras (su principal introductor en el Perú), decidiera colaborar de manera franca, aunque implícitamente interesada.

             En el cuaderno sepia puede leerse, entre líneas, que mi padre no estaba muy seguro de cómo llevar la entrevista, la cual, por otra parte, no dejó transcrita sino mediante algunas notas y un resumen. Yo voy a permitirme dramatizarla un poco, aunque pudiera incurrir en algunas inexactitudes. A fin de cuentas, este relato no es un ensayo, sino la primicia de una interesante investigación. Concedamos, una vez más, a mi progenitor el protagonismo narrativo.

        -          En mi condición de juez instructor de Trujillo, he tomado contacto con un tal Paco Yunque, que anda blasonando de haber sido alumno de Vallejo y desencadenante del famoso cuento que lleva su nombre. Es de mi interés profesional preguntarle sobre todo cuanto pueda confirmar o desmentir tales aseveraciones.

        -          Es la primera noticia que tengo de la existencia real de Paco Yunque. Todo lo que puedo decirle es que Vallejo llevaba ese cuento escrito en el corazón desde su juventud. De hecho, cuando en 1931 le pidió un editor español una narración para niños, esa fue la que le ofreció, aunque finalmente no se la aceptaran por su tristeza.

        -          Pero, ¿la escribió entonces o la tenía ya redactada?

        -          No puedo asegurarlo. En cualquier caso, llamó al editor para entregársela apenas un par de días después de la petición. Mi marido estaba muy interesado en darse a conocer en España por algo más que su poesía, cosa que quedó definitivamente lograda, al publicar en ese mismo año El Tungsteno.

        -          Y, al rechazarle el editor el cuento, ¿hizo su marido algún comentario?

        -          Bueno, algo así como que era demasiado triste para leerlo, pero no para vivirlo; y añadió, “tal vez yo sea el menos indicado para andar haciendo denuncia social sobre la infancia”. Yo entendí el comentario como una ironía por su abandono de la docencia, o tal vez, por su intransigente postura ante la paternidad.

        -          Me alegro, doña Georgette, que toque ese tema. ¿Por qué no quería tener hijos su marido? ¿No contrariaba con ello los sentimientos de usted?

        -          Para bien o para mal, Vallejo se fue convirtiendo en un revolucionario, carente de tranquilidad, tiempo y fortuna. Decidió que no era esa la mejor forma de recibir y educar a un hijo. Ya sabe, los argumentos de Lenin y tantos otros. En cuanto a mi propia opinión, permítame que me la reserve. No creo que tenga relevancia para su investigación.

        -          No estoy tan seguro, pero dejémoslo así. ¿Está usted también cierta de que Vallejo no tuvo descendencia de otras mujeres? No siempre abrazó la postura revolucionaria que usted dice. Y, de hecho, cuando pasaron ustedes a vivir juntos, el tenía más de 35 años. ¿No podía ser que…?

        -          Nunca me hizo al respecto comentario alguno, lo que yo debo entender como negativo. Vallejo era tierno y sensible. Si hubiera sido consciente de haber sido padre, hubiera ofrecido a sus hijos su recuerdo, su ayuda, su calor…

        -          Entonces, bien pudiera ser que hubiese algo anterior y más profundo que su talante revolucionario para negarse a ser padre. Por otra parte –y usted me perdonará por traer a colación en tema-, llevó sus ideas tan a punta de lanza, que llegó hasta la inducción al aborto.

        -          ¿Qué está insinuando usted? –la señora echaba fuego-

        -          No me refiero a su caso, sino al de una limeña, muy anterior a usted, llamada Otilia Villanueva. Se dice que…

        -          ¿Y a mí que me importa, ni qué puedo saber de lo que pasó en Perú muchos años antes de que yo conociera a Vallejo? Señor magistrado, me parece que debemos ir dando por terminada esta entrevista.

        -          Le suplico que me conceda un momento más. Lo que quería indagar es la influencia de Paco Yunque en su difunto marido. Si no sería el caso de él, y otros similares, los que le llevaran a una conciencia de culpabilidad con la infancia desprotegida y, en consecuencia, a desechar a todo trance su paternidad. Vamos, algo más esencial y constante, que las veleidades revolucionarias.

             La palabra “veleidades” fue el detonante. Georgette se levantó del asiento, echó a mi padre una mirada fulminante y salió de la habitación sin cuidarse de él. Medio a oscuras, el flamante juez de instrucción de Trujillo tanteó el camino de salida, estuvo a punto de pisar un gato y logró dar con el picaporte de la puerta de entrada. En el camino, perdió una de las cuartillas en que había estado tomando notas del cara a cara con la explosiva francesa. Desde luego, no se le ocurrió volver a buscarla.


          5.  Aquí, un amigo

                  Mientras mi padre se las tenía con doña Georgette y, meses después, viajaba a Puerto Rico a charlar con Ciro Alegría,  mi abuelo se dirigía a quien había sido el mejor amigo de Vallejo en Europa, a la sazón profesor de Literatura española en Nueva York, don Juan Larrea.

                 Como esta narración ya va resultando larga, me voy a limitar a transcribir la carta de contestación de Larrea, expurgándola de cuantas referencias y alusiones no vengan al caso o tengan un mero carácter familiar. Estaba fechada en la ciudad de los rascacielos, a 12 de diciembre de 1952, y decía así:

                 “… No sabes la grata sorpresa que me ha producido el inesperado encuentro de tu hijo con el Paco Yunque que dio lugar al espléndido cuento de nuestro amigo. Y lo digo, no sólo a título de mera curiosidad, sino porque hace buena una premonición mía: la de que algo muy especial tuvo que sucederle a Vallejo, para mostrar tal rechazo a la paternidad y semejante hostilidad a regresar a las tareas docentes, una vez en Europa. Sí, ya sé la influencia que pueden haber tenido el carácter y la evolución política del poeta, pero tenía que existir algo más profundo y antiguo, experiencias vitales como la que debió suponer para él el calvario de Paco Yunque, vivido día a día y sin tener éxito en ponerle fin…

                 “No tengo la menor duda de que, sin tragos tan amargos como los que vivió en el colegio San Juan, en el Padrós, en el Guadalupe, Vallejo hubiese contemplado la infancia de muy otra forma. Pero el caso de Paco Yunque tiene algo de singular. Yo creo que se trata de la edad tan tierna del niño, por no hablar de la común procedencia serrana y de los abusos llenos de sadismo que sufrió. En cambio –y lamento echar agua a vino tan generoso-, puedes decirle a tu hijo que la nariz de boxeador puede haber sido una coincidencia, pero que nada induce a pensar en un César Abraham quinceañero haciéndole un chino a una presunta indiecita, llamada María Rosa. En fin, para el muy improbable caso de que tal hubiera sucedido, todavía estaría más justificada la inquina de Vallejo, aunque debería volverla en gran parte hacía sí mismo, por permitir y permitirse semejante canallada.

                 “… Así pues, querido amigo, dejémoslo así. En todo caso, si el Paco Yunque de carne y hueso no hubiera existido, no por ello sería menos triste y apodíctico el personaje del cuento. Y, a la inversa, que Vallejo haya tenido tan cerca la realidad, no hace menos sensible y hermoso su trasunto literario…

                 “Diga lo que quiera esa zorrilla[8], tuvo varios abortos provocados y estuvo a punto de sufrir graves consecuencias por ello. César y ella tuvieron una tremenda experiencia, más digna de lástima, que de censura. Pero está visto que Georgette no puede reconocer fallos humanos, y menos, si afectan a su querido galán que –como se sabe-, ni bebía, ni iba con furcias, ni debía a nadie un franco o una peseta. Desengáñate, Domingo[9], esa mujer acabará por poner a César en la capilla de los Santos Peruanos de la Catedral de Lima.

                 “Felicita a tu hijo por sus hallazgos y hazle saber que cumpliré –mal que me pese- su voluntad de no divulgarlos hasta recibir su autorización. Por su parte, él puede hacer de mi modesta aportación el uso que tenga por conveniente, incluso de lo referente a la viuda de Vallejo, por otro nombre, la desmemoriada.”


              
             





            [1] Aunque de todo punto innecesario, no me privaré de refrescar la memoria a mis lectores, recordándoles que ese es el nombre de uno de los cuentos más famosos de César Vallejo (1892-1938), cuyo texto ha llegado a ser de lectura obligada –según me refieren- en las escuelas peruanas. Otros diversos detalles de Paco Yunque pueden espigarse en las páginas que siguen.
            [2]  Alianza Popular Revolucionaria Americana, inicialmente un movimiento de pretensiones continentales, nacionalistas y socializantes, nacido en Perú, y reducido finalmente a importante partido político de ese país.
            [3]  Expresión típica peruana para referirse al mestizo de blanco e indígena. En otros países americanos, es lo habitual referirse a cholo, lo que en Perú supondría mestizaje de razas negra e indígena.
            [4]  César González Ruano (1903-1965), quien seguramente tenía muchísimo más de ingenioso que de chistoso.
            [5]  Ya que el verbo inglés, en su sentido transitivo, se traduce por agraviar, afligir, apenar, apesadumbrar.
            [6]  Paco Yunque alude a la revolución de Trujillo, en julio de 1932, dirigida por el APRA, y que, entre los enfrentamientos con el ejército y la represión ulterior, generó miles de muertos.
            [7]  Segundo nombre de César Vallejo, utilizado en ocasiones por sus amigos para aludirle.
            [8]  Apelativo ocasional que le daba el propio Vallejo. Quedémonos con el más literario de L’hirondelle, es decir, la golondrina.
            [9]   Mi abuelo tenía el nombre compuesto de Juan Domingo, pero habitualmente prescindía del Juan.