viernes, 13 de mayo de 2011

UN VENDAVAL SONORO

Por Federico Bello Landrove

      ¿Por qué el vendaval sonoro que muchos españoles llevaban al cuello, según el verso de Miguel Hernández (1910-1942) no fue de amor y guitarra, sino de balas y odio? ¿Por qué el apellido llevó al paredón y la vecindad al anonadamiento? Lugares y personajes reales de Castellar-Valladolid se funden con la historia esperanzada de una pareja, unida por la música y la ausencia de prejuicios. Tensión, música y un noviazgo que no acaba del todo mal: ¿qué más se puede, en principio, pedir?



  1. Pasado y presente


-          Lina, pon la mesa, que tu hermano ya está a punto de llegar.
-          Voy, madre. Termino de repasar esta lección y lo hago.

     Antolina Mateos, Lina -por coincidencia onomástica con su madre-, leyó apuradamente los dos últimos folios de la lección 35, La guitarra española en el siglo XIX: de Sor a Tárrega, que formaba parte del temario para su examen final de “Historia de la Música”, y pasó seguidamente a ocuparse de manteles y cucharas. Podría ser esencial acabar de una vez el curso en el Conservatorio, pero más importante aún era que su hermano llegase a mesa puesta. No en vano era el hombre de la casa y nada menos que guardaespaldas y persona de confianza del Caudillo de Castellar, como habían empezado a denominar sus seguidores al famoso político y abogado de la ciudad, Zósimo Cuadrado.

***

     Fernando Sor[1] era predilecto de Lina. Unos años antes, había tenido ocasión de escuchar al gran Andrés Segovia en el teatro Zorrilla y había quedado asombrada. Las Variaciones sobre un tema de Mozart[2] habían acabado por entregarla en cuerpo y alma a la guitarra. Aquella guitarra, ronca y mimosa, que su padre ilustró con dedicación y cariño en tantos conciertos con la rondalla del Centro Obrero y en celebraciones familiares, por no hablar de las propinas sonantes, que es como él jocosamente llamaba a las actuaciones remuneradas en bodas y cafetuchos. Pero de eso hacía una eternidad, en la medida sensible del tiempo de su hija. El guitarrista aficionado había muerto tres años atrás, de tuberculosis o de república, según ironía de su inseparable Dimas. Desde entonces, la familia tenía que vivir del menguado estipendio de portera de la madre, casa y carbón aparte. Menos mal que las damas catequistas[3] habían hablado con Cuadrado, ante la situación familiar que dejaba la muerte de Cándido, nuestro profesional calefactor y guitarrista aficionado. El caudillo había dado muestras de su habitual buen corazón:

-          Que venga el hijo por casa. Ya veremos qué tal se desempeña.

     Se desempeñó bien. Tan bien, que empezó como escribiente en el bufete y –como hemos dicho- acabó de hombre de confianza del político; cosa no muy recomendable, dados los tiempos que corrían. Pero, ¿quién le hace ascos a un sueldo estimable, viniendo de una persona a la que se le debe tanto?

***

     Mientras se las había con el servicio de mesa, Lina dejaba volar la imaginación. La vida de su admirado Sor no dejaba de tener ciertos paralelismos con la suya. Como él, las aficiones musicales de un padre habían alimentado su vocación incipiente. Como él, había tenido que sufrir la muerte temprana del progenitor, que se había llevado la llave de la despensa. La escuela catedralicia de Barcelona y la escolanía de Montserrat tenían su réplica en el vetusto caserón del Conservatorio castellarense de la calle Fraternidad. La madre de Sor se había desvivido por permitirle tiempo y dispendios para formarse musicalmente. Tampoco la suya  había escatimado desvelos para que la niña tuviese ocasión y tiempo de estudiar, si bien con beca, y con el recuerdo de la petición hecha por su Cándido en el lecho de muerte:

-          Antolina, antes irse a la cama con hambre, que quitar a Lina de estudiar. Que la escoba no arrincone la guitarra.
     Claro que le había tocado pechar con parte del trabajo, pues ella no era una señorita. La escalera del hermoso edificio de cuatro plantas era muda testigo de lo ligero de sus barridos y del esmero de su fregado. La niña se había convertido en mujercita junto al cubo y el plumero. Ya se lo había comentado a su madre Benita, la cotilla vecina de al lado:

-          Jesús, Antolina, dile a Lina que no tenga tanto remango, que don Isaías, el del segundo, no para de subir y bajar cuando friega ella la escalera.

      Lina se había puesto colorada como un tomate, sólo de recordarlo. “¡Sería viejo verde, el ferretero!” Menos mal que el resto del vecindario era bastante educado y correcto. Aunque su ojito derecho, sin duda ninguna, era Celso, el mediano de los de Andueza, el catedrático.

***

     Oyó la llave girar en la puerta de entrada. Ya estaba ahí José Antonio. Cogió la botella de vino de la fresquera y puso la sopa a dar un último hervor. En su cabeza seguía repiqueteando la biografía de Sor, mezclada con la voz vibrante y sonora de su hermano. Como de costumbre, ya traía consigo un ejemplar de La Trinchera, el periódico de la tarde fundado y dirigido por su jefe, con la tinta aún fresca y el contenido incendiario. De vez en cuando, Jose también colaboraba en las columnas de la sección laboral y la de deportes. Y es que su hermano era todo un atleta. Lo de obrero sería más discutible pero, como decía Cuadrado:

-          Tenemos pocos obreros a nuestro lado y, menos aún, que sepan escribir un poco. ¿Por qué se irán en España casi todos los trabajadores con las izquierdas?
-          No sé, don Zósimo –especulaba José Antonio-. Tal vez, los sindicatos católicos llegaron un poco tarde.

     Ese día, Jose había escrito un artículo, inspirado por el caudillo, que parecía conocer bien Alemania. Se titulaba Hitler da trabajo; Largo[4], bufidos. Se empeñó en leérselo a su madre, que lavaba la ropa en la galería, aprovechando el calorcito de junio. Lina prestó alguna atención, la suficiente para escuchar fragmentos de la prosa sarcástica y violenta de su hermano, que tan bien conocía. En cualquier caso, menos violenta que la pistola Beretta que, cuando no la portaba consigo, escondía entre los dos colchones de su cama. Insensiblemente, como si ascendieran con el humo de la sopa del cocido, ella volvió a los pensamientos musicales. ¡Qué tiempos, también, los del pobre Sor!, que pasó del mecenazgo de la de Alba y el de Medinaceli, a los campos de batalla y, tras un intervalo como afrancesado, al exilio de por vida.

***

     Durante la comida, oyendo a Jose hablar de maniobras y de salidas, Lina miraba a su madre, muda y cabizbaja, y no dejaba de pensar en aquel militar músico, que había enarbolado la guitarra y sus dotes de compositor, exaltando a los suyos con marchas y canciones patrióticas, para acabar desterrado y proscrito, sin poder obtener el perdón real, ni aún con el marchamo pontificio. ¿Qué esperaba a esta España de ahora, cuyos paladines jugaban a la guerra y la venganza, con armas y encuadramiento cada vez más efectivos? Su hermano, sin ir más lejos, parecía simbolizar esa juventud, inconsciente y fatalista, que se precipitaba hacia sus adversarios, guiada por políticos sin escrúpulos y financiada por el miedo y la intolerancia. La chica recordaba cómo -¡ay!, demasiado tarde- Sor se fundía en un abrazo con su rival artístico, Dionisio Aguado, hasta convivir en el mismo hotel y tocar a dúo en los auditorios. Los dos, juntos, habían despertado en la capital del mundo el entusiasmo por la guitarra, trocando las afluencias exclusivamente hispanas, por el tout Paris, enamorado del instrumento. Sin embargo, su hermano seguía y seguía hablando: prácticas de tiro en los Torozos, vitriolo puro en las páginas de La Trinchera, escarmientos a los cenetistas…

-          ¿Quieres postre, hijo?, preguntó Antolina, tal vez tratando de cortar la maléfica retahíla.
-          No, deja, que he quedado con unos amigos para tomar café en el Novelty y ya voy retrasado.
-          Pues anda, que si no llega a tener prisa…, dijo para sí Lina, esbozando una sonrisa por primera vez en toda la comida.

     Apartó suavemente a su madre del fregadero, birlándole estropajo y asperón. Ya iba acabando el repaso, por lo más triste: la temprana muerte de Carolina Sor, veinteañera, dejando a su padre sumido en la más negra tristeza. ¡Eso sí que valía la pena, que era verdaderamente grave! Luchar por la vida, no por la muerte; amar, no odiar; unir y no separar. Lina ya no sabía en qué tiempo estaba, pero sí lo que sentía. Veía su época, hosca y ominosa, desde la inmensa distancia de una guitarra que cantaba y de un corazón que sólo sabía amar. La voz de su madre, desde el cuarto de costura, la sacó de su ensoñación:

-          Hija, ¿a qué hora tenías el examen?

     ¡Cielos, a las cinco y media, en la calle Fraternidad! Y aún no había repasado el tema del Nacionalismo musical. ¡El nacionalismo! Dejó escurriendo los cacharros, se dio un pasavolante y bajó las escaleras al galope corto. A la altura del segundo, se dio de manos a boca con el ferretero verde:

-          ¡Caramba, niña, que prisas te gastas!
-          ¡Que van a dar las cinco, don Isaías! ¿No va a abrir la tienda?

    La respuesta del vecino, si la hubo, la pilló un piso más abajo. Ya se iba poniendo en situación: Smétana, Dvórak, Sibelius, Grieg…

***

     El examen era oral. Acompañando al profesor titular de la asignatura, don Casimiro Beceña, estaba un muy joven director de orquesta, a quien Lina recordaba de sus primeros años de Conservatorio. “Es Mariano de las Heras. Va para figura”, decían.

     Lina, arrebolada de sofocación y de nervios, tomó asiento. Beceña, tan atento como siempre, dejó que se serenara, mientras informaba a su improvisado colega de la especialidad instrumental de la joven y de su excelente técnica. La aludida se puso aún más colorada, pero ahora, de satisfacción.

-          Ejem, señorita, empecemos por una pregunta de la lección 35, que seguramente resultará de su agrado: “Fernando Sor. Su Método para la guitarra”.

     Una hora más tarde, Lina degustaba un helado de vainilla en el Parque del Poniente con Javier, compañero de estudios y especialista en laúd y bandurria. Su rostro delataba la alegría que la recorría por dentro.

-          Un año más y tendremos el título en nuestras manos, más o menos por estas fechas. Este 1934 está resultando estupendo –comentó el muchacho-.

-          No sé si el año será tan estupendo, pero hoy es un día feliz –replicó Lina-. Y todo, gracias a Fernando Sor.



2.  El espíritu de la contradicción

     Un piso más abajo, moraba Celso Andueza, el ojito derecho de Lina. Hermano mediano entre los varones de su generación, tenía cuatro años más que su vecina, diferencia de edad más que suficiente para haberlos mantenido durante mucho tiempo en mundos distintos. El mozo, aunque escasamente conflictivo, era bastante terco y más cerrado que una ostra, al decir de su tía Rosa. Mucho menos sociable y brillante que su hermano mayor y sin las dotes literarias y artísticas que adornaban al pequeño, Celso navegaba entre aquella familia famosa y brillante, como un cometa, excéntrico y mudo. Tal vez, la sensibilidad fuese por dentro –de hecho, era el preferido y paño de lágrimas de su hermana benjamina, Tati-, pero aparecía como frío y muy poco expresivo. O quizá sería que la vitalidad iba por fuera, quiere decirse, más allá del ámbito familiar, pues nunca le faltaban amigos e, incluso, amigas, desde luego, fuera del círculo de las amistades paternas. Pero la gota que derramaba el vaso hubo de ser su rotunda negativa a las sugerencias de Ricardo, el mayor:

-          Celso, ya vas a empezar tercero de bachiller. Ha llegado el momento de que te afilies a la FUE[5].
-          Ni hablar. No quiero perder el tiempo con reuniones y monsergas.

     Allí fue Troya, pero ni la amable intervención paterna cambió las cosas. El chico decidió ir por libre y frecuentar los centros juveniles, en función de los amigos de cada momento. Cuando le vieron salir de los salones de los Luises[6], la cosa se puso fea:

-          Celso –dijo con solemnidad su padre- ya tienes dieciséis años y ha llegado el momento de que te tomes en serio tu participación en la sociedad.
-          Lo sé, papá, y ya lo hago, pero la verdad es que las mesas de ping-pong de los Luises son las mejores de Castellar.
-          Este chico –terció Ricardo- no tiene remedio. No le dice nada el apellidarse Andueza. Acabará por dejarnos en ridículo.

     Tía Rosa decidió suavizar la discusión, entrando en el salón a tocar el piano, como todas las tardes, en la fingida creencia de que la dependencia estaba vacía. Su madre, moviendo la cabeza, cerró la discusión con la frase tópica que encabeza este capítulo:

-          Tal vez, sea la edad, pero lo cierto es que Celso parece el espíritu de la contradicción.

***

     Andando el tiempo, hubo otros motivos para seguir afirmando su independencia, desde la frecuente asistencia a actos de culto, hasta su celebrado tonteo con una dulce empleada de la confitería La Ideal. La autonomía de Celso fue asentándose con la edad, ya sin estridencias ni ganas de llevar la contraria. Por otro lado, su padre –Director de la Escuela Normal y concejal- empezó a comprender mejor a su hijo, por la vía de la propia experiencia:

-          ¿Sabes, María? –le dijo un día a su mujer, en el año treinta y dos-, cuantos más calabazones me doy en la política, más creo que nuestro Celso puede haber elegido el camino mejor.

     Ya para entonces, el muchacho –por una vez, poco original- había escogido la carrera de Derecho y seguía estudios en la misma Facultad castellarense en que su hermano mayor ya ejercía con brillantez y polémica como profesor ayudante de Administrativo. Más de una vez, hubo de arrepentirse de su elección, no porque lo jurídico le resultase aburrido ni indigesto, sino por tener que desenvolverse en un ambiente tenso, en que su apellido lo marcaba. La bestia parda de Gibert, que estudiaba tres años por delante de él y alardeaba de pistola, se la tenía jurada, simplemente porque no se atrevía a enfrentarse directamente con Ricardo. Celso lo esquivó cuanto pudo, sin rechistar. Finalmente, se armó de valor y le cogió por sorpresa en un pasillo de la Facultad:

-          Oye, Gibert, ¿no se te ha ocurrido que yo me apellido Andueza, pero que la política se me da un ardite?
-          Tú lo que eres es un flojo y un cobarde pero, en el fondo, piensas como toda tu familia.
-          En efecto, pienso. Y, además de pensar, practico gimnasia y tengo muchos y buenos amigos. Así que ándate con tiento.

     Gibert se le acercó, hasta casi tocarse. Celso irguió su buena estatura y crispó los puños. Tras unos momentos de miradas fijas, la bestia parda se dio despectivamente la vuelta con un  “no vale la pena”. Su antagonista, por el contrario, pensó que sí la había valido.

***

     En junio de 1934, cuando Lina se examinaba de las asignaturas del penúltimo curso del Conservatorio, Celso se licenciaba. Había llegado el momento de decidir su futuro profesional. Ricardo, profesor, flamante abogado del Estado y letrado ejerciente –en especial, en causas políticas-, le exhortó:

-          ¿Por qué no haces oposiciones a la judicatura? Tú siempre has sido reflexivo y equilibrado.
-          No me va la toga. Voy a preparar notarías.

     Ricardo se indignó. ¡Notarías!: el paradigma de la indolencia y del capitalismo. No, si no podía ser de otro modo. No le bastaba con hacer ascos a la política, ni con vivir de espaldas a la realidad, no; tenía que asumir una profesión de ricos, tantas veces esbirros de los chupasangres. Celso reía a carcajadas y la cosa iba subiendo de tono. El padre intervino:

-          Casi todas las profesiones dependen de cómo se ejerzan. Ya ves, tú, abogado del Estado, no tienes por qué cumplir servilmente con la atención al gobernador o al ministro de turno.
-          ¡Hombre, papá, sólo falta que tú lo defiendas! Así nos ha salido el chico. Menos mal que Alberto (el hermano varón más joven) es de otra manera. A su modo, pero con sensibilidad y respeto por nuestra posición en la ciudad.
-          Vamos, de izquierdas, resumió Celso, que empezaba a trocar la risa por la indignación.
-          Chicos, chicos –suavizó su madre-, estábamos hablando de la vocación de Celso, no de política. En fin, habrá que pensar en un preparador; tal vez, Monsalve…

***

     Evidentemente, Celso estaba ayuno de que fuera el ojito derecho de Lina, si bien uno y otro ojos se le iban hacia la mocita cuando la veía dedicada a las tareas de cenicienta, o camino del Conservatorio, con su inseparable guitarra al brazo. Lina, en cambio, sí que recordaba perfectamente el día en que el señorito Celso había dejado de ser para ella un chico mayor, convirtiéndose en un joven grato y asequible. Fue un martes en que, como casi todos, estaba dedicada al fregado de la escalera, entre el segundo piso y el tercero. Celso salió de casa, camino de la Facultad, y la saludó cortésmente. Ella, un tanto azorada, trató de despejar los peldaños con demasiada premura; tanto así, que el caldero volcó y el agua, jabonosa y algo sucia, se vertió escaleras abajo y, a través del hueco, hasta el portal. Celso posó la cartera y, tomando la bayeta de repuesto, ayudó a la joven en la labor de secado más urgente. Seguidamente, corrió escaleras abajo y se enfrentó con la zona más encharcada. Doña Ascensión, la anciana inquilina del primero derecha, le rezongó:

-          Ya podía tener más cuidado esta portera. Me he resbalado en el piso mojado y he estado a punto de caer.
-          Perdone usted, fui yo, que bajaba muy deprisa y me llevé el cubo por delante.

     Lina tenía muy buen oído. Al subir nuevamente Celso para coger la cartera, le dijo emocionadamente:

-          Gracias, señorito Celso. No ha debido molestarse.
-          Señorito, señorito. Óyeme bien, Lina, como vuelvas a llamarme señorito, o a tratarme de usted, paso a llamarte Antolinita, hasta el día de tu boda.
-          ¡Jesús!, no se le…te ocurrirá, replicó risueña, ¡y hasta el día de mi boda! Pues no me lo fías largo.
-          No tanto, no tanto. Y, desde luego, si los pretendientes escasean –que no lo creo- no será por falta de prendas.
Lina se había erguido, sin saber qué decir. Nerviosamente, se restregaba contra el delantal las manos enrojecidas. Celso estuvo a punto de decir algo más, pero se contuvo. Tomó la mano derecha de la niña y la besó con respeto.

-          Muchas gracias, señorita, por franquearme tan diligentemente el paso de la escalera. Ojalá ponga la misma dedicación en abrirme camino al tesoro de su afecto.

     Dijo Celso, sonrió de esa manera tan dulce que Lina –y los demás- apenas conocían, fuese y no hubo nada. O, tal vez, sí.


3. Historia en una escalera

     Apenas iniciada la preparación de las oposiciones, llegó el mes de octubre y una tormenta azotó a la familia Andueza. Ya en crisis su creencia y práctica en la política, el padre dimitió de todos sus cargos y permaneció como simple afiliado al partido de su vida, en la opción o tendencia más templada. Ricardo, en cambio, se multiplicó, defendiendo a procesados y represaliados y sosteniendo posiciones cada vez más beligerantes. Menudeaban las discusiones y Celso estaba hasta la coronilla de Largo y Prieto, Azaña y Besteiro, quienes empezaban a decirle mucho menos que Castán, Sánchez Román o de Buen[7]. Afortunadamente, Ricardo acababa de contraer matrimonio y había montado su propio hogar. Aún así, por respeto o por proselitismo, visitaba casi a diario a su progenitor y le animaba a no desmayar en la lucha por la causa.  En el piso de arriba, la tensión era también ostensible, aunque de muy otro cariz. Jose estaba exultante por el rapapolvo que estaban recibiendo los de izquierdas, descabalgados de los ayuntamientos y encarcelados muchos de ellos. Pero nada le parecía suficiente.

-          Este beatón de Gil Robles es incapaz de coger el toro por los cuernos. ¡Mira que tener que seguir gobernados por Lerroux! En fin, habrá que irse preparando.

     El que también se preparaba, de muy otra forma, era Celso. Metido en la habitación de la casa que lindaba con la galería interior y la cocina, pasaba horas y horas subrayando textos y recitando temas, como si interiormente sintiera una voz que le impulsara a darse prisa, a no cejar. Su preparador, Monsalve, estaba encantado de los resultados, aunque inquieto por el ritmo de su alumno:

-          Celso, esto es una carrera de fondo de dos años, por lo menos. Nadie te va a quitar la plaza, si no eres tú. Así que cuídate y descansa lo preciso.

     Se acostumbró a dar una cabezadita después de comer y un buen paseo antes de cenar, a ser posible, con algún amigo disponible. Pero el resto del día era para el estudio. Arriba y abajo de la habitación, perdiendo de vez en cuando la mirada en el triste panorama que divisaba por el balcón al patio: la antracita, en la carbonera; la ropa tendida de doña Amparo, la vecina de enfrente; el humo de las chimeneas, un piso más arriba...

     Un día de noviembre, dorado y tibio, se produjo la conjunción astral. Celso abrió para ventilar y se dio de manos a boca con la dulce imagen de Lina asomada momentáneamente a la ventana. El chico saludó y dijo:

-          Hombre, Lina, ¿qué tal? ¿Tomando el fresco?
-          Ya ves, descansando un poco. Voy estando algo harta de las Variaciones Mozart [8].
-          ¡Qué pena que sea tan temprano! Si no, te invitaría a dar un paseo.
-          Mejor que eso. ¿No has oído nunca las Variaciones?
-          Ahora no caigo, pero me encantaría oírlas por tu mano.
-          Pues espérame hoy a las ocho.
-          ¿En el portal?
-          En la escalera.

     Ni que decir tiene que la tarde fue larguísima. Celso hizo numerosas visitas al balcón, inútilmente. Bueno, no del todo. Dejándolo entreabierto, le llegaban apagados los acordes de la guitarra de Lina. ¡Qué bien tocaba! ¿No podría ser esa una razón más para sacar cuanto antes la oposición?

***

     A las ocho en punto, Lina se asomó por la barandilla e invitó a Celso a subir a tierra de nadie, es decir, al descansillo entre sus respectivos pisos. Se sentaron, codo con codo, en el penúltimo escalón, mirando hacia la casa de la portera. La niña sintió con agrado el calor de Celso y colocó la guitarra del lado opuesto. Durante una media hora sacaron los atrasos de tantos meses de hola y adiós. Los estudios y la política les llevaron la mayor parte del tiempo, aunque el corazón tenía palabras y gestos sus manos, que no necesitaban oírse. La tenue luz de escalera los envolvía en una penumbra acariciadora. Se oyó una puerta, más abajo, y Lina recuperó la compostura.

-          Bueno, habías venido a verme asesinar a Sor y ya va siendo la hora de la ejecución.

     Se separó lo justo del galán, colocó amorosamente en posición la guitarra, previamente afinada, y con los ojos entreabiertos inició el soricidio. Las notas y los acordes fueron fluyendo, enérgicos y céleres en unas variaciones, solemnes y pausados en otras, en un crescendo que mostraba como Lina, inconscientemente, superaba con la emoción la prudencia. La escalera parecía resonar al ritmo con que las ondas de su cabello acariciaban el mástil y los dedos de su mano derecha herían con firmeza las cuerdas. Pero Celso estaba hipnotizado por la mano izquierda de Lina. El pulgar sostenía levemente la guitarra –como Segovia recomendaba- y los otros cuatro dedos, en un prodigioso ejercicio de elasticidad e independencia, pulsaban firme y ágilmente los trastes, abarcando longitudes increíbles. Avanzaban y retrocedían por el diapasón, en calculada danza, como... como... ¡sí!, como las patas de una araña en su tela, laboriosas y letales. Lina era Aracne, tejiendo con sonidos el tapiz del amor o, tal vez, envolviendo en un níveo capullo su propio corazón. Y, sin embargo, él no sentía temor ni añoraba la libertad.

     En esto, la música se apagó. Celso seguía en su mundo de ensoñación. Lina lo trajo a éste con una consideración breve:

-          Es la pieza que he escogido para el examen de fin de carrera, pero todavía me queda mucho por perfeccionar.

     El joven replicó de manera totalmente inconexa, como si despertara de un éxtasis:

-          Estar enamorado no es nada. Ser enamorado, ¡eso, eso es lo que vale! ¡Para siempre! Lina, quedémonos siempre aquí.

     Es probable que la muchacha, perpleja, hubiera estado de acuerdo con él, pero la puerta de su casa se abrió lentamente, proyectando un cuadro de luz en los peldaños:

-          Lina, hija, ¿estás ahí? Ya es hora de preparar la cena.

     La interpelada acarició la frente de Celso y, por un momento, su bella figura se recortó en el contraluz, abrazando la guitarra.

-          Si quieres, mañana...

     Esas tres palabras y la puerta se cerró tras ella, lentamente, sin ruido.

***

     A partir de aquel día, la vida de los dos jóvenes giró inexorablemente en torno a la escalera. Celso ascendía once peldaños, se sentaba y aguardaba la puntual aparición de Lina, que descendía otros tantos. Repasaban juntos sucesos, compartían vivencias, anudaban lazos de cariño y confianza. De vez en cuando, la guitarra se incorporaba, como una amiga participante de los secretos y sentimientos de la pareja. Naturalmente, no siempre los encuentros concluían en la escalera. El buen tiempo, la vitalidad física y la propia conveniencia de no propiciar habladurías vecinales daban con ellos en el Campo, en la calle Santiago o en la Acera de Recoletos, o aligeraban su menguada economía en algún café sin connotaciones políticas o, mismamente, se refugiaban en algún cine. Los fines de semana hubieran podido ser más prolíficos en posibilidades, pero Lina solía estar ocupada en  actuaciones públicas para foguearse y apoyar la economía doméstica. Gracias a tales gajes, pudo comprar, para las navidades del treinta y cinco, una guitarra Bellido de concierto, que para nada arrinconó la heredada de su padre, única que juzgaba digna de participar de sus amores y momentos más sentidos.

     Un día, a la hora de comer, la madre de Celso le propuso:

-          Celso, ¿por qué no invitas a merendar en casa a Lina, el día de tu cumpleaños?
-          ¡Eso, eso!, apoyó Tati –apenas quinceañera-. Tienes que presentarnos a tu novia.
-          Por supuesto, agregó Alberto. Compondré un soneto en su honor.
-          Bueno, bueno, chicos –intervino el catedrático Andueza-, seriedad y compostura, que no deja de ser un paso importante.

     Tía Rosa, con voz apenas audible, dejó caer al oído del corrido galán una pregunta, ciertamente comprometida:

-          ¿Irás en serio, verdad?, porque es una buena chica y su madre no tiene más que a ella… Bueno y al tarambana del hermano.
-          Desde luego, tía. Si no sonase cursi, te diría que es la mujer de mi vida.
-          Cursi, ¿por qué? Romántico, más bien. Anda, invítala y dile que baje la guitarra. Intentaré improvisar con ella un dúo al piano.

     Aquella tarde maravillosa de formalización del noviazgo fue a mediados de enero. Al concluir la velada, los ya novios ante la familia no se privaron de sentarse en su escalón de costumbre. Lina estaba exultante, pero seguía siendo precavida:

-          No debiera sentarme hoy aquí con este vestido. A ver si voy a mancharlo.
-          ¿Crees realmente, cariño, que este peldaño podrá alguna vez estar sucio?
-          Desde luego que sí, tonto: si lo sabré yo, que lo friego todas las semanas.

     En fin, su historia, personal y mínima, estaba indisolublemente ligada a aquella escalera, pero también otros pasos pasaban –y pisaban- por ella. Otros talantes y otras gentes, que también hacían historia, aunque no tan joven y pura. Ahí estaban, sin ir más lejos, las elecciones del mes siguiente, las del 16 de febrero, cuya campaña ponía los pelos de punta. Con todo, las inquietudes de nuestros jóvenes iban por otro lado. Lina echó a correr hasta su casa y apareció con un disco primorosamente empaquetado: era la grabación de Katiuska, dirigida por el propio Sorozábal, regalo de cumpleaños que no había juzgado correcto entregarle en presencia de toda la familia. Celso adivinó una dedicatoria en el envés de la cubierta. Subió hasta situarse en el haz de la tímida lámpara del cuarto piso:

Por nuestro amor; a ser posible, sin revolución



4.  El vendaval

     Jose llamó a capítulo a Lina, a hurtadillas de su madre:

-          Hermana, no te negaré que me cae bien tu novio, pero su familia está marcada. Avísale discretamente que se mantenga al margen y, si las cosas se ponen difíciles, que salga de Castellar cuanto antes.
-          Pero Jose, son una familia estupenda y jamás han participado en ninguna violencia.
-          ¡Qué sabrás tú! Se avecina una gorda y, quien más, quien menos, va a cargarse a todos los contrarios que pueda.
-          ¡Dios mío!, ¿hasta ese extremo hemos llegado?
-          Así están las cosas –Jose se encogió de hombros-. Los del Frente Popular predican revoluciones sangrientas y, esta vez, ni los militares ni nosotros nos vamos a achantar.

     Lina no sabía qué hacer con la advertencia de su hermano. No quería intimidar a Celso y, menos aún, en vísperas de sus exámenes. Por otra parte, le parecía horrible hacer algo por salvarle, dejando a su familia en la estacada. Optó por una solución que la implicaba directamente: bajar por él con cualquier pretexto, a la menor alarma, y meterlo en su casa. No van a hacerle nada en casa de un falangista destacado, pensaba ingenuamente.

     Llegó junio y, con él, los exámenes finales de Lina en el Conservatorio. Celso la acompañó el día de su ejercicio final. Cuando la joven anunció su pieza, los miembros del tribunal se miraron con asombro: sin duda, la más difícil de cuantas oiremos aquí esta tarde, bisbiseó Beceña a Celso, sentados entre el escaso público. Pero no hubo fallos: Aracne se deslizó por los trastes de modo magistral. Número uno en guitarra, aunque ya se sabe que el premio extraordinario será para piano o violín, como es costumbre, concluyó Mariano de las Heras, todavía con las manos calientes de tanto aplaudir.

     Al mes siguiente, fue el turno de Celso. Había sido sorteado con uno de los números más altos y era probable su participación en la oposición hacia el 25 de julio. Su padre, de acuerdo con Monsalve, tuvo una decisión trascendental:

-          Celso, no hay nada peor para el rendimiento de un opositor que estar pendiente a distancia de las listas de cada día y viajar justo para las pruebas. He hablado con tu tío Gerardo, que vive muy cerca del sitio donde os examináis. Así que no lo demores más. Haz un equipaje con los textos más esenciales y el sábado por la mañana, para Madrid.

     Celso refunfuñó, pero la palabra de Monsalve era ley. Eres plaza segura, y entre los diez primeros; de modo que tú, a estudiar y yo, a aconsejarte. Dominador del programa y triste por la partida, alargó cuanto pudo los encuentros con Lina. Hasta se excedió y el día del Carmen dejó el estudio de la tarde y se fueron al Pinar a comer la tortilla. Algo flotaba en el ambiente, de tenso y triste. Ellos lo achacaban a la trascendencia del examen y la necesidad de separarse unos cuantos días. Lina minimizó con sorna la importancia de la separación:

-          Vamos, Celso, cualquiera diría que no vas a ganar una oposición y a jubilarme de fregar escaleras y tocar en las tabernas.
-          Lo sé, Lina, pero tengo malos presentimientos.
-          ¿Sobre la oposición?
-          Sobre la vida.

     La joven se echó a reír por aquel rasgo de pesimismo filosófico, pero guardó las palabras en su corazón.

***

     El dieciocho, Celso partió. Lina quería acompañarle a la estación, pero él se mostró inflexible.

-          De ninguna manera. Los besos saben mejor en el peldaño número trece.

     Tal vez, la niña le habría gastado alguna sorpresa, pero las noticias de la radio eran alarmantes. Su hermano lo confirmó:

-          Deja que se vaya y no lo marees más. No sabes la suerte que tiene. Aunque Madrid…

     Lina estuvo acechando desde la puerta de su casa. Cuando lo oyó salir, se asomó, le tiró un beso y, tomando la guitarra, inició sus Variaciones. A Celso se le puso un nudo en la garganta. Ella esperó a oír el chirrido de los goznes de la cancela. Luego, se derrumbó.

***

     Cuando volvió en sí, el mundo parecía haberse hundido bajo sus pies. Su hermano Jose, que no había podido salvar la vida de su idolatrado don Zósimo, yacía en alguna fosa, en la zona de Gandesa. Ricardo Andueza, fusilado. Su padre, muerto en prisión, de enfermedad y miseria. Alberto, tras cambiar las metáforas de izquierdas por el fusil de derechas, había sobrevivido a la guerra y trataba de acomodarse a su destino lejos de aquel poblachón de niebla y odio. Las mujeres –su propia madre, mamá Andueza, la tía Rosa-, de luto riguroso, vivían solas, aunque solidarias, aquel vendaval de muerte y silencio, que sólo a Antolina había perdonado el desprecio. ¡Claro! Su muerto era de otra clase, aunque ni llorarlo pudiera en una tumba con su nombre.

     Lina volvió al mundo y vio que era malo, pero el único posible. Odiaba la sola vista de las guitarras; ya no saltaba por sobre el escalón sagrado; sentía náuseas al pasar por los lugares que él le había hecho amar. Escoba, bayeta, llanto; fogón, mercado, llanto. ¿Tenía sentido vivir? ¿Para qué amar lo que otros podían arrebatar a su capricho? No es, pues, de extrañar que, cuando vio por la mirilla la cara del profesor Beceña, estuviese a punto de no abrirle la puerta. No obstante, se contuvo.

-          Querida Lina, tal vez debería haber venido antes, pero no sé si sabe que estuve un tiempo, digamos, enfermo.
-          Me alegro de su recuperación, don Casimiro, pero si viene a animarme a retomar la guitarra…
-          ¡Oh, no! No se trata de eso, aunque debería. Pero, en fin, es para traerle esta carta que he recibido a mi nombre en el Conservatorio, si bien es usted su destinataria.

     El profesor depositó la misiva en el velador y se levantó simultáneamente, dando por terminada la visita. En el umbral se despidió:

-          …Y ya sabe que, si quiere y puede volver a la música (que yo creo que sí), tiene plaza asegurada de profesora ayudante en el Conservatorio.

     Lina cerró la puerta, un tanto enfadada y volvió por la carta.

-          ¡Qué pesado! Debe de ser que ya chochea. En fin, vamos a ver qué es ello.



5. La esperanza

     De un cartel, fijado en los sitios de costumbre, en Castellar, a fines de 1944.

Teatro Carrión

Gran concierto de Navidad
de la Orquesta Filarmónica Castellarense

Programa

Primera Parte

Obertura “Rey Esteban” de Beethoven
Sinfonía Italiana de Mendelssohn

Segunda Parte

Concierto de Aranjuez de J. Rodrigo

Director de Orquesta: Mariano de las Heras
Solista de guitarra: Lina Mateos

***

     En el camerino principal, Antolina daba los últimos toques al vestido largo, color azul cobalto, de Lina. La concertista le urgió concluir:

-          Vamos, mamá, que está acabando la Italiana y necesito quedarme un ratito sola para concentrarme. Espera en el foyer a que acabe y ocupa seguidamente tu butaca.

     La mamá echó desde la puerta un último vistazo admirativo a su deslumbrante retoño y cerró tras de sí. Lina se sentó cuidadosamente ante el espejo, retocando las trenzas que circundaban su cabeza como una guirnalda de azabache. El postizo de flores, sencillo, de color rosa fuerte, resaltaba en el busto como una nota de fuego. Y justo bajo él, remetido en el sujetador, un papel que su portadora acarició por cima del vestido. Finalmente, tomó la guitarra y le arrancó unos acordes, para cerciorarse de su correcta sonoridad. Algo especialmente agradecido en el flamante teatro, insólita joya del Castellar de posguerra, cuya acústica era generalmente alabada.

     Los aplausos del público le advirtieron del final de la primera parte del concierto. Momentos después, asomó por el camerino el rostro redondo y aún juvenil del maestro de las Heras, para darle ánimos y tranquilidad. Lina bromeó:

-          Sin problemas, don Mariano. En peores plazas me ha tocado torear.
-          Todo lo contrario, Lina, el público está expectante y entregado. Es la primera vez que van a oír en Castellar el Concierto, así que figúrate.

     Volvió a retocar el vestido. Creyó notar que el afortunado papel crujía levemente a ciertos movimientos suyos. Suspiró, lo sacó de su seno y, como si la fascinara, lo leyó por enésima vez:

     París, 1 de septiembre de 1944

     Amada mía: Esta no es una carta más. Por fin el tiempo corre y el fin de la guerra está próximo. Lo escribo y no lo creo, pero sí: lo estoy haciendo desde la Place Vendôme. Los maquisards [9]  también hemos entrado en París. Y este guerrillero ¿a qué no sabes lo primero que visitó tras la ceremonia oficial en Notre-Dame? Pues el hotel Favart, todavía en pie y activo, donde Sor y Aguado convivieron amistosamente durante años. Entré y pregunté al recepcionista por la habitación de Monsieur Sor. ¿Querrás creer que me dijo que ese señor no estaba hospedado allí?

     Perdona, Lina de mi alma, que parlotee y divague, pero empiezo a sentirme feliz. Una cosa más. Has de saber que tu Celso será famoso en este país. La editorial Gallimard va a publicar mis Petites histoires du maquis, prologadas por María Casares[10], quien dice de mí que aúno la fidelidad y precisión narrativas con la sensibilidad y el humor más refinados. ¿Te imaginas? Ahora voy a ser yo el literato y el hombre sensible de la familia. ¡Pobre Alberto!, mi entrañable “fabricante de metáforas”: tu hermano te ha ganado por la mano.

     Es casi seguro que a todos cuantos hemos luchado con la Resistencia nos concedan la nacionalidad francesa. Cuando esto acabe, gestionaré mi regreso a España en la forma que mejor cumpla a nuestras autoridades. Español o francés, no me negarán el derecho de reunirme contigo. Y, si así no fuese, París te espera con los brazos abiertos. No creo que nuestro Sor tuviese mejores perspectivas en 1813.

     Es duro escribirte una y otra vez –en todo caso, menos de lo que quisiera- y no tener tu contestación la mayoría de las veces. El bueno de Beceña asegura que mi correspondencia con el Conservatorio es menos llamativa que la suya con un curtido y escurridizo hombre de acción. Por lo menos, las pocas cartas tuyas que me han llegado en estos cuatro años que llevo resucitado no presentan huellas de haber sido abiertas por la censura. Algo es algo.

     Termino, mi amor, para evitar que el volumen de las cuartillas llame la atención de los vigilantes del correo. Hazme saber de ti, de tu vida y del trabajo. ¡Qué emocionante, hacer tu presentación como concertista en Castellar, en ese teatro nuevo que tanto ponderas! En espíritu, yo estaré allí. Me costará trabajo abandonar el decimotercer escalón, pero no faltaré. Espero que me reconozcas, a pesar de mis treinta años, mi pelo canoso, mis hombros declinantes y mis manos ensangrentadas. Pero sigo siendo enamorado de ti.

    Cariño mío: nos lo han quitado todo; todo, menos tu guitarra y la esperanza.

   Tuyo,

   Celso.

  P.S. Adjunta va la carta para mi madre, como siempre. Por supuesto, podéis hacer intercambio, aunque no sé si será bueno que se ilusione demasiado con mis proyectos de retorno. Besos.

***

     El eco de los aplausos al final del concierto se ha apagado. La concertista, tras varias retiradas por el foro y salidas a escena, ha tomado su silla hasta colocarla al borde del proscenio, sintiendo casi el calor de su madre y –algo más lejos- de mamá Andueza, la dulce Tati y la tía Rosa. Siente que las lágrimas le afloran y la voz va a entrecortársele, pero no ceja. ¡Hasta ahí podíamos llegar, a flaquear ahora! Hay que dar la propina musical, que el público reclama.

-          Señoras y señores, para los afortunados que hoy están aquí y, en especial, para quienes no hayan podido venir por cualquier causa, las Variaciones sobre un tema de Mozart, de Fernando Sor.




[1]  Fernando Sor (bautizado como Josep Ferrán Macari Sorts i Muntades), notable virtuoso, profesor y compositor, nacido en Barcelona en 1778 y fallecido en París en 1839.
[2]    Variaciones sobre un tema de La Flauta Mágica de Mozart, por Fernando Sor, opus 9, que pasa por ser una de sus composiciones para guitarra más difíciles de ejecutar, obra verdaderamente para maestros de las seis cuerdas.
[3]    Denominación por la que son conocidas las colaboradoras formales de la Obra Social para obreros fundada por Dolores Rodríguez Sopeña, aprobada en España en 1902. Subsiste actualmente con el nombre de Obra Social y Cultural Sopeña (O.S.CU.S).
[4]  Alusión evidente al político y sindicalista de la UGT y del PSOE, Francisco Largo Caballero.
[5]  Federación Universitaria Escolar, la más importante de las asociaciones de estudiantes izquierdistas en la época de la Segunda República española. Había sido fundada en 1926.
[6]   Denominación coloquial de una organización juvenil dirigida por los jesuitas. Dada la supresión de las actividades de esta Orden durante la Segunda República, es de suponer que el incidente narrado acaeciese antes de tal supresión, legalizada el 24 de enero de 1932.
[7]  Reconocidos civilistas de la época, contrapuestos en la narración a famosos políticos de la Izquierda.
[8]  Recordad el contenido de la nota 2.
[9]  Guerrilleros franceses antinazis, integrantes de la Resistencia, en especial, los de las zonas rurales.
[10] Famosa actriz del cine y el teatro francés, hija del político español Santiago Casares Quiroga.

 

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