sábado, 21 de mayo de 2011

LA PETICIÓN DE MANO

Por Federico Bello Landrove
     Un poco conocido episodio de la vida de Rubén Darío (1867-1916), abordado con humor y una fantasía tal, que permite introducir en el relato a otros escritores, singularmente al joven Azorín (1873-1967). Mi personal conocimiento de la zona y de sus costumbres de compromiso matrimonial puede que den al cuento una erudición, no reñida con el humor ni el pintoresquismo.

-          Pero, Rubén, ¿tú crees que es una buena idea?
-          Por supuesto que sí, Valle. Se lo debo en justicia y, además, a Paquita le hace mucha ilusión.
-          Pues, chico, yo no lo entiendo. ¿No podéis esperar a que tu mujer te conceda el divorcio?
-          Si tan largo me lo fías…  Además, tenemos la intención de irnos a vivir juntos; así que, de hacerlo, tiene que ser ahora.


     Los dos interlocutores interrumpieron su coloquio, ya fuera porque quedasen pensativos, ya para concentrar su atención en dos espléndidas mozas que pasaban junto a la mesa del aguaducho en que estaban sentados. Al cabo de un momento, tras un guiño de Valle y una sonrisa cómplice de Rubén, este volvió a la carga:

-          Anda, Ramonciño, acompáñame, que me da no sé qué ir yo solo.
-          Ni Ramonciño, ni gaitas. Ya empiezan los fríos del otoño y no sabes tú lo que es Ávila. ¡Y donde Santa Teresa dio las tres voces! Nada, nada, no cuentes conmigo, aunque comprendo tu deseo de aguantar el chaparrón en compañía.
-          Entonces, ¿qué me sugieres? Ni que se tratara de la batalla de Santiago de Cuba.
-          ¿Por qué no se lo dices a Benavente?, preguntó maliciosamente Valle.
-          ¡Tú estás loco! Yo solo, por esos caminos, con ese bujarrón. ¿No tienes otra sugerencia mejor que hacerme?
-          Déjalo de mi cuenta. Procuraré buscar algún soldado de cuota, pero yo, desde luego, me quedo en casa.

     Dos días después, Valle hizo llegar a su amigo una esquela del siguiente tenor literal:

     “Querido Rubén: Ya tengo el soldado de cuota ideal. Es joven, medio anarquista y muy dado a viajar por ahí visitando pueblos perdidos. Además, es literato en ciernes y te admira. Me he atrevido a concertaros una cita en la misma terraza de anteayer, para mañana a las doce. Él ya te conoce de vista, así que se te presentará. Se llama José Martínez Ruiz. Suerte, Valle”.

     A mediodía del día siguiente –una jornada de octubre de 1899-, el famoso poeta americano y el entonces poco conocido autor de Las prisiones se encontraban frente a frente. Rubén había bebido mucho más de la cuenta la noche anterior, por lo que decepcionó bastante al soldado de cuota, que no conocía ese penoso perfil de su admirado vate:

-          Vaya, vaya. Así que de la provincia de Alicante. ¿Y qué es lo último que has escrito?
-          Acaba de aparecer. Una Sociología criminal, que me ha prologado Pi y Margall.
-          Diablos, Ruiz, no me figuré que escribieras esas cosas. Y lo de montar en burro, ¿qué tal se te da?
-         
-          No, hombre, si lo digo porque, para llegar hasta nuestro destino, tendremos que emplear semovientes.
-          Si no le importa –Ruiz no se acostumbraba aún al tuteo-, prefiero ir a pie. Estoy bien entrenado. Tengo en mente escribir un libro titulado Los pueblos y me estoy documentando sobre el terreno.
-          Espléndido, vamos a pedir una botella de champán para brindar por el éxito de nuestra expedición. No te preocupes, chico, que corre de mi cuenta.

***

     La expedición guerrera que preparaba el ínclito Rubén Darío era una visita al pueblo de su novia, para pedir la mano de esta. La cosa no hubiera tenido nada de particular, si no fuera porque el poeta estaba casado y bien casado, por lo cual no era cuestión de ir preparando el camino de una nueva boda, sino de irse a vivir lisa y llanamente con Paquita, su conejita, como él cariñosamente la llamaba. En fin, añádase que el pueblo de la joven era una aldea al pie de la sierra de Gredos, a unos cincuenta kilómetros de la capital de la provincia, y encontraremos prudente el rechazo de Ramón del Valle Inclán a acompañarle.

     He dicho “casado y bien casado”, de manera sarcástica. Rubén siempre argüía que su segundo y vigente matrimonio había sido un error, fruto de la coincidencia de un contrayente borracho y una novia muy deseosa de llevarle al altar. La cosa resultaba poco creíble, pero lo cierto es que los esposos apenas habían convivido, y de eso ya habían pasado varios años, pero la garza morena nunca había querido ni oír hablar de divorcio.

     El hecho es que, a poco de llegar a Madrid, a finales de 1898, el ya autor de Azul y Prosas profanas había sido invitado, en unión de Valle, por el marqués de Borjas, a visitar los jardines de Palacio. Allí (otros dicen que en la Casa de Campo) había tenido ocasión de conocer a Paquita, joven y hermosa hija de un jardinero guardián, y el amor y el deseo habían brotado entre ellos, más allá de estados civiles y de las enormes diferencias culturales. Y ahora, ante la decisión mutua de establecer una vida en común, la chica había comentado una tarde:

-          ¡Qué pena me da que no te conozca toda mi familia y de que tú no hayas ido a Navalsauz!
-          ¿Navalqué?
-          Eres tonto. Es mi pueblo, en la sierra de Gredos. No te creas, que es un sitio muy hermoso y tenemos allí una casa toda de granito, de planta y piso, lindamente enjalbegada y con un pequeño jardín por delante, lleno de flores y sombreado por grandes parras.
-          ¡Caramba, Paquita! Lo has descrito tan bien, que me están dando ganas de ir por allí y saludar al resto de la familia. ¿O es que te crees que tengo miedo al qué dirán?
-          Tú no, pero yo sí. Menuda la que se organizaría, si se enteran en el pueblo de que no nos podemos casar.
-          Pero tus padres ya lo saben y transigen con ello.
-          Son todavía jóvenes y tienen el barniz de Madrid, pero el resto de la familia serían capaces de tirarnos piedras, o de mantearnos.
-         


     Rubén era un poco echao p’alante y le sirvió de acicate la probable intolerancia del entorno de Francisca. Volvió una y otra vez sobre el tema, hasta que logró de la chica y sus padres el consentimiento para hacer el paripé en Navalsauz. En realidad, se pensó en una especie de presentación oficial de Rubén como novio formal de la moza, pero él lo rodeó de un halo de contradicción, y dijo a Miguel de Val:

-          Voy a ver si compro un anillo o una pulsera decentes para la pedida de Paquita.
-          Eres el colmo –replicó el director de Ateneo-. Si necesitas también un padrino, cuenta conmigo.
-          No es mal ofrecimiento, aunque no creo que la cosa acabe con un duelo –bromeó el poeta-.

     Quince días antes del viaje, Rubén y Paquita dieron los últimos toques al programa. Y he aquí que surgió un punto esencial, hasta entonces olvidado:

-          ¡Ahí va, el pijardo!, exclamó Paquita, echando las manos a la cabeza.
-          ¿Y eso?, balbuceó Rubén estupefacto.
-          Pues que, si no hay pijardo, no puede haber boda, o compromiso de ella.

     El nicaragüense (como nuestros sesudos académicos, según su diccionario) no había oído hablar nunca de la costumbre pijardesca, por lo demás, extensa y multisecular. Se trataba de que el mozo que pretendía casarse con chica de otro pueblo había de ganarse la cesión y la amistad de los convecinos de ella, mediante una buena cuchipanda pagada por él. Los menos detallistas, o los más atareados, preferían entregar a los mozos homenajeados una cantidad de dinero para que se sirvieran ellos mismos. Los más precavidos entregaban tal donativo a la familia de la novia, para que se encargara de aprestar vino y viandas. En fin, Rubén recibió la lección etnográfica con gran interés. Tanto, que, en contra de los consejos de Paquita y de sus padres, decidió:

-          Nada, nada, yo me encargo de hacer la compra. Así que vino, chorizo, panceta, sardinas y, si me pagan a tiempo en La Nación, un jamón entero. No se preocupen, salvo las sardinas, el resto lo compraré en Ávila.
-          No, hijo, por Dios –replicó el padre de su amada-. Ávila está a día y medio de camino en caballería. Cómpralo en Navarredonda o en Hoyocasero, que son buenos pueblos cercanos al nuestro.
-          ¡Qué nombres tan sonoros para una anacreóntica que celebrara el suceso!
-          Mejor no prepares un poema por anticipado, Rubén, que los mozos no suelen estar para nada fino en este tipo de fiestas, dijo la experiencia por boca de Paca.

***

     En el día prefijado, Rubén y Ruiz, el futuro Azorín, se encontraron en la Estación del Norte, media hora antes de la salida del expreso de Irún, vía Ávila. El poeta, provisto de fuerte traje de pana, esclavina pañosa y sombrero chambergo, quedó atónito cuando vio al de Monóvar con impecable traje de calle, camisa blanca de cuello duro y corbata a finas rayas, todo ello entrevisto a través de un abrigo macfarland sin abotonar. Completaban el atuendo un sombrero hongo, un paraguas de tamaño descomunal y -¡por fin!- unas polainas de cuero marrón, por cima de gruesos zapatos camperos. Como los escritores siempre tienen algo en común, en este caso compartían la opción por sendos grandes bolsos de viaje, de fuelle y cierre metálico, si bien el de Ruiz se destacaba por su llamativa cubierta de tela escocesa. Lo que aquí ha quedado prolijamente descrito, fue comentado por Rubén de forma lacónica:

-          Cielos, Ruiz, que es una pedida informal, no la boda.
-          Descuide, Rubén, caminos peores he hecho con esta ropa.

     Ávila llegó tras un par de horas largas de viaje, entretenidas por el poeta con frecuentes tientos a la petaca de absenta. Al entrar en la estación, conforme a las indicaciones del padre de Paquita, se dirigieron a la cantina y preguntaron por Celes, habitual proveedor de caballerías de la familia. Ruiz se empeñó en que él no necesitaba ayuda animal. En cambio, Rubén se sintió ufano y pidió “un caballo tranquilo o, si no, una mula”. El tal Celes sentenció:

-          Un burro para cada uno y no se hable más. Es lo mejor para quien no tiene costumbre.

     Salieron del recinto amurallado y encontraron los jumentos prometidos en unos establos, junto a la ermita de San Segundo. Nada más ver la catadura de los animales, Ruiz decidió entrar en el templo, tal vez para contemplar el sepulcro obra de Juni, o quizá para pedirle al santo un feliz viaje. Rubén, tan fanfarrón como siempre que libaba de más, cabalgó al rucio por la izquierda y descabalgó, aún más deprisa, por la derecha. El gañán de cuadra le aconsejó:

-          No se me amontone, señor. Váyase haciendo con el animal poco a poco y, entre tanto, llévelo del ronzal y háblele, que se acostumbre a su voz.
-          Está bien, le contaré un cuento. ¿Qué le gusta más, la prosa o el verso?
-          Pues ahora no caigo, respondió el mozo, rascándose la coronilla bajo la boina.


     Concluidas las oraciones del alicantino, zarpó la flota a eso de mediodía, rumbo a Gredos. Todavía acertaron a oír el último consejo del atribulado caballerizo:

-          No hagan el viaje de un tirón… y dejen que los asnos coman algo de camino.

     Más de uno empezó a creer que lo de la pedida y el pijardo no había sido una buena idea.

***

     Se les hizo de noche en el puerto de Menga. Unos carreteros que coincidieron con ellos, les aconsejaron pernoctar en Cepeda la Mora, una vez bajado el puerto, donde había unos ventorros para descanso de caminantes y alguna casa particular donde daban comidas. Afortunadamente para Ruiz, aunque ya había despotricado de Cepeda y de las moras, vino en su ayuda su elegante atuendo, bien que bastante ajado del trayecto.  La mora que le sirvió la cena manifestó:

-          De ninguna manera consiento que unos señores se vayan a dormir en las yacijas del ventorro. Tienen una cama doble a su disposición. Y pueden dejar los burros en un portal aquí al lado.
-          ¿Quiere decir cama de matrimonio?, inquirió Ruiz.
-          Sí señor, pero amplia y muy limpia, precisó la casera.
-          No te inquietes, amigo Ruiz, que yo me voy con los carreteros, no sea que te desvele por los ronquidos. Me basta con poder asearme mañana antes de desayunar.
-          Descuide usted –ofreció la cepedana-. Tendrá agua caliente y hasta jabón de olor.

     Nuestros viajeros, ciertamente, habían pasado noches mejores, pero la de Cepeda la Mora les reconfortó lo suficiente, como para hacer de un tirón el recorrido restante. Tía Inés, la posadera, les aconsejó:

-          No hace falta que vayan a otro sitio más lejos. Pueden hacer buena compra en Hoyocasero, que es un pueblo importante.
-          Estupendo, bromeó Rubén, así podremos caernos en el hoyo, con burros y todo.
-          Vayan de mi parte a “Casa Frade”, que les servirán bien, concluyó tía Inés, sin parar mientes en la interrupción.

     Ciertamente, en “Casa Frade” les atendieron de maravilla. Rubén llevaba en la cabeza las indicaciones de Paquita y de sus padres, en orden a calidad y cantidad de los víveres precisos para dejar satisfechos a los mozos del pueblo. No obstante, cumpliendo aquello de más vale que sobre, que no que falte, hizo las delicias del señor Frade y el sufrimiento de los jumentos porteadores. Al final, y recordando que no había adquirido en Madrid las sardinas, amplió el arsenal de productos del cerdo con unas espectaculares costillas y un par de paletas o lacones. Ruiz sentía que se le revolvía el estómago con tanto olor a adobo y carne curada, teniendo que salir  precipitadamente a tomar el aire. Su compañero le animó:

-          Aspira, aspira bien el aire de Gredos, que es lo único que no nos puede cobrar el señor Frade. Y que cobra bien, por cierto.
-          Todo es de primera. Seguro que van a quedar ustedes como los ángeles.
-          Pero, cómo sabe usted que…
-          En estos sitios pequeños todo se sabe. Enhorabuena al novio, no sabe la joya que se lleva –Frade se dirigía a Ruiz-.
-          Oiga, oiga, corrigió Rubén, que el novio soy yo, aunque sea mi amigo el que parece que vaya vestido para la boda.

     En fin, como dijo Rubén al reanudar la marcha, rumbo al muy cercano Navalsauz, “llegué, ví y pagué… y me quedé sin un duro”. Todo fuera por quedar bien con la joya que se llevaba.

***

     Al llegar a su destino la pequeña caravana charcutera, ya les estaban esperando a la entrada del pueblo el padre de la novia y un hermano de esta, quienes los acompañaron hasta la casa del emparrado. El grupo se fue convirtiendo en amplia comitiva, según avanzaban y la apetitosa carga de los jumentos pregonaba el convite. El padre de Paquita les puso al corriente del programa de actos y les aseguró sobre las amplias existencias de buen vino de Méntrida, con que pasar el generoso suministro cárnico. Los sarmientos y las parrillas ya aguardaban junto a la iglesia el fuego purificador. Y, en fin, la novia esperaba en la casa, vestida con el severo traje de fiesta propio de la comarca, al que había añadido un bellísimo mantón o echarpe, primorosamente bordado a realce, cuyo fondo de seda negra resaltaba un paraíso multicolor de decenas de flores diversas.

     No cansaremos a los novios y su familia husmeando en la intimidad de la ceremonia. Sólo diremos que Rubén fue presentado a los familiares más allegados, conversando con ellos unos momentos y recibiendo el refrigerio de perrunillas y aguardiente, propio del caso. Aseados, repuestos y presentados, hizo su luminosa aparición Paquita, bella como una princesa de cuento de hadas. Rubén, por una vez, se quedó sin palabras. Hasta Ruiz pensó que habría merecido la pena el viaje, si la moza le hubiera tenido a él como destinatario.

     Repuesto de la emoción, el novio cumplimentó verbalmente a la madre y abuelos de Paquita y, seguidamente, dirigiéndose a su padre, le pidió formalmente la mano de la joven. Como es natural, la concurrencia quedó admirada de la brillantez del discurso, aunque no entendieran la mayor parte de las imágenes y figuras que lo adornaban; así que, entre su color moreno cetrino, sus rasgos exóticos, su acento y elocuencia, Rubén quedó a gran altura en la consideración de los sauceños, para satisfacción de Paquita y de su familia, quienes empezaron a pensar que “a lo mejor” podía acabar bien la cosa.

     La entrega del modesto anillo de pedida coincidió con la entrada en la sala del señor cura párroco del pueblo, quien se empeñó en bendecir dicha prenda y en que los novios fueran a postrarse ante la Virgen, “como anticipo de la próxima boda”. Rubén estaba poniéndose lívido de ira, compensando el intenso rubor de Paquita. Ruiz hizo intentos de escabullirse. Finalmente, como en un tácito acuerdo, se levantaron todos e improvisaron una desvaída comitiva hacia el modesto templo de piedra berroqueña, encabezada por los futuros contrayentes. El poeta mascullaba algo relativo a casarse en Madrid, a ver si el reverendo perdía fuerza, pero él, erre que erre de la Señora y de lo bonitas que resultaban las bodas en la sierra. En esto que, a punto de entrar en el templo, Rubén se percató del lindísimo campanario en espadaña que, exento y sobre un pedestal de roca natural, tenía acceso mediante una rústica escalinata de varios tramos. La idea cruzó por su mente como un rayo:

-          Anda padrino, vamos a tocar la campana, para que se entere todo el pueblo, dijo dirigiéndose a Ruiz.
-          Pero, ¿a qué ton?, empezó a contestar el anarquista literario.

     Pero su ahijado ya subía dando tumbos, escaleras arriba, como si la solitaria campana fuera para él un imán. Remontó, casi a gatas, los últimos peldaños, encajados en la estructura arquitectónica, y empezó a repicar y voltear con todas sus fuerzas. Los circunstantes, tras el primer momento de sorpresa, se concentraron al pie de la espadaña y empezaron a aplaudir y jalear al improvisado campanero. A Paquita le entró una incontenible risa nerviosa, que contagió a sus familiares y al párroco. Hasta Ruiz, tan circunspecto como siempre, apenas pudo articular entre risotadas su frase lapidaria:

-          Este Rubén pone en casi todo más voluntad que acierto.

     Así que el cura ni abrió la iglesia y, cuando fue concluyendo la algarabía, consintió:

-          No creo que ninguna oración llegase a la Virgen más clara y directa que este campaneo.


***

     Si la comida familiar tuvo algo de atávico y solemne –para satisfacción de Ruiz, que mentalmente tomaba notas-, la sobremesa fue cada vez más alterada por las copiosas libaciones de licores y la paulatina concentración de mozos junto al murete perimetral de la casa. Y no era sólo el deseo de juerga: es que Rubén había caído bien, por su campechanía y elocuencia; caracteres que estaba empezando a potenciar en exceso el aguardiente. Tras sorprenderle pellizcando las nalgas de su amada, el padre de esta puso fin a la reunión intramuros, con estas palabras:

-          Bien, ya es hora de tomar un poco el aire e ir preparando el fuego.

     No es el principal objeto de este relato el de describir el desarrollo de un pijardo. Nos limitaremos, pues, a dejar constancia de que los mozos deudos de Paquita, bajo la experta dirección de su padre, prendieron fuego a los sarmientos que, convertidos en brasas, dieron su rescoldo a las parrillas, en las que se fueron asando lentamente las viandas porcinas. Convertido en sangría, o sin bautizar en absoluto, el vino fue llenando botas y porrones, procedente de los oscuros barriles de roble. Primero los mozos y, poco a poco, mayores y niños de ambos sexos, fueron acercándose al resguardo de la iglesia y de los canchos rocosos inmediatos, aprovechando la solana de la tarde.

     El festejo fue amenizado por tres vecinos del pueblo, padre y dos hijos, habituales hombres-orquesta en las celebraciones de la comarca, quienes, en honor del ilustre poeta, tocaron unas habaneras, que era lo más próximo al folclore nicaragüense que sabían. Si se puede, también, calificar de forma de amenizar, recordaremos –con los vecinos del pueblo- las aleluyas de dedicación recitadas por Rubén, para solemnizar el acto, las cuales fueron muy aplaudidas, pese a la expresión embrollada y pastosa propia del declamador en aquel momento. Y es que en ocasiones –como su amigo Valle solía decir-, no hay palabras más exitosas que las que el vulgo no puede entender.

     El padrino Ruiz, despertados sus instintos por los aromas de la panceta y las costillas, fue perdiendo su natural compostura, habida cuenta de que empleaba generosamente la bota para pasar tanta carne adobada. La falta de costumbre y el natural mohíno hicieron su perdición. Así, le dio por ponerse filosófico y moralizar acerca de la bigamia y la indisolubilidad del matrimonio y, tras afirmar que “como padrino, no podría seguir viviendo con ese remordimiento”, se desanudó la corbata y encaminóse escaleras arriba, hacia la campana de la iglesia, con ademán de colgarse del madero que la sujetaba. Percatados algunos mozos de tan funesta intención, tomaron en volandas al sinsorgo que así osaba perturbar la diversión. El recorrido a hombros terminó con la sonora zambullida de Ruiz en el pilón de la fuente, ante la atónita mirada de dos vacas y una novilla avileñas, que dificultaron muy mucho el normal reflejo del nauta, al tratar de erguirse y salir del acuático recinto. Desternillados de risa, los mozos fingían ayudarle, aunque, como le dijo uno:

-          Después de una buena comida, nada mejor que un baño y vaquillas.

***

     Días después, Rubén y Valle volvían a encontrarse sentados a un velador de la consabida terraza del Prado, disfrutando del veranillo de San Martín y de los recuerdos imborrables de la visita a Navalsauz. El gallego, con mucha sorna, preguntó a su interlocutor:

-          ¿Qué pasó con Pepe Ruiz, que no me dijo ni mu cuando le pregunté por  el viaje?
-          Creo que fue demasiado para él –contestó Rubén -. En cualquier caso, si él no dice ni mu,  hubo tres que sí se lo dijeron a él.
-          ¿Ruiz con tres? ¡Increíble!
-          Serían los aires de Gredos, que dan un vigor extraordinario.

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