viernes, 27 de mayo de 2011

LA GAVIOTA

Por Federico Bello Landrove

     Una canción alegórica inspira este breve relato, que habla del amor y de la libertad. ¿Son inseparables?  La mente lleva la respuesta positiva hasta nuestros labios. Ojalá la traslade, también, hasta el corazón.

In memoriam, Miquel Laboa Mancisidor (1934-2008)



     Mis sucesivas profesoras de yoga no habían dejado de insistirme: despacio, tranquilamente, sin esfuerzos agobiantes y, sobre todo, sin emulación. No se trata de superar a nadie, ni de impresionar, sino de sentirse a gusto con uno mismo y con la naturaleza circundante. Pero, en aquellas clases, la naturaleza circundante eran una serie de mantas, dobladas en cuatro y con toallas encima, sobre las que hombres y mujeres ya talluditos desarrollaban sus habilidades físicas, ante la maestra yogui que, en una pequeña tarima elevada, iniciaba y dirigía los movimientos, con fondo de música relajante.

     He dicho hombres y mujeres: no he mentido, pero sí realizado una afirmación sin referencias cuantitativas. Las mujeres superaban a los hombres en proporción de tres a uno. Razón de más para que los varones –hablo por mí- nos esmerásemos y no dejáramos en mal lugar a nuestro sexo o, como ahora se dice, a nuestro género. Tal cosa no siempre es fácil pues, en lo referente a flexibilidad y equilibrio dimensional entre tronco y piernas, las señoras solían llevarnos ventaja.

     Siempre hay alguien que destaca, en esta como en las demás facetas de la vida. Ese alguien nos servía de modelo cuando perdíamos el norte postural o, simplemente, deseábamos admirar lo que es capaz de hacer un cuerpo trabajado, aunque no sea joven. De ordinario, se sobresalía por razones físicas, pero aquella señora destacaba por algo mucho menos corriente e imitable: la elegancia y adorno de sus movimientos.

     Llegaba invariablemente unos minutos antes de empezar la clase. Extendía su toalla en medio de la sala (lo que me admiraba, pues las paredes siempre eran un seguro en los equilibrios) y se colocaba en postura de meditación, con gesto levemente sonriente, como para anticiparse a las mínimas salutaciones de sus aledaños. Hasta ahí, nada fuera de lo común. Tampoco lo era su estructura, maciza y longilínea, ni su fisonomía, grata y coronada por el inevitable peinado de cola de caballo o, en ocasiones, sujeto por una cinta azul celeste. Nada diré de su edad pues le debo reserva: no era muy distinta de la mía, a la sazón, próxima a la cincuentena.

      Mal empezamos. Después de cuatro párrafos no les he contado lo principal, lo que es un defecto imperdonable para un narrador de historias breves. Era ello que el encanto de Laura (llamémosla así) para formar y deshacer las posturas llegaba al arabesco, cuando se trataba de mover los brazos hasta colocarse en posición. Y no era un ademán espontáneo ni necesario: era como si, de pronto, sus extremidades se convirtiesen en alas milagrosamente articuladas y su manos, en hojas que cantaban al viento, ora con dulzura, ora vigorosamente y con la rapidez del rayo. Uno, que tiene cierta cultura, no había visto nada comparable, no siendo de lo que son capaces las grandes damas del ballet.

     Todos conocemos, aunque sea de referencias, el variado repertorio de posiciones de yoga que imitan y toman su nombre de las aves: la paloma, la grulla y la cigüeña; el pavo real, el cisne o el cuervo. Pero no se trataba de eso. Laura despegaba, revoloteaba, posábase a cada figura, en cada movimiento, como si quisiera imprimir a su cuerpo la libertad del viento, la levedad del éter.

***

     Dos veces al año, la clase se interrumpía a mitad de su horario, nos vestíamos aprisa y compartíamos el modesto refrigerio con que anfitriones y profesoras nos agasajaban con motivo de la Navidad y del fin de curso. Era la ocasión de cruzar unas palabras con los compañeros de fatigas, vestidos de calle y sin el pie forzado de la ubicación establemente asumida. Creo que fue el segundo año de mi asistencia, cuando me percaté de que faltaba Laura a uno de esos festejos. Por decir algo, comenté a la profesora:

-          Parece que hoy nos ha abandonado pronto la gaviota.
-          ¿La gaviota?, inquirió mi interlocutora, un tanto sorprendida.
-          Es que no conozco su nombre, repliqué. Me refiero a la señora que se coloca en el centro de la sala y que…
-          No me digas más. Te refieres a Laura. ¡Qué mujer, qué valor tiene!

     Y, de manera sucinta y respetuosa en lo posible de la intimidad, me refirió una de tantas historias de matrimonios mal avenidos y de separaciones conflictivas, que dejan tras de sí el drama y la responsabilidad de unos hijos rebeldes.

-          Te lo cuento, concluyó la instructora, porque por tu profesión estarás cansado de conocer casos parecidos y de mantener sobre ellos la oportuna reserva. Con esto tienes la explicación, por muy subliminal que ella sea, de por qué Laura se mueve como una gaviota, según tu propia expresión, bastante ajustada por cierto.

     Yo, la verdad, me quedé en ayunas. Mi interlocutora concluyó:

-          No me sacarás ni una palabra más. Sólo te daré una pista, el nombre de una canción: Txoria. Si la sigues, entenderás todo.

     Soy una vocación tardía a la informática y un pigmeo musical. Como, por otra parte, el asunto me interesaba bastante poco, lo dejé estar y seguí disfrutando de las maneras de Laura, hasta que dejé las clases de yoga, al concluir el tercer año, por razones de trabajo que no vienen al caso.

     Pasó el tiempo –más del que yo habría deseado- y un día, por los pasillos de los juzgados, me crucé con una señora que, pese a los estragos de la edad, identifiqué sin dudar: era Laura, la condiscípula de las clases de yoga. Como éramos simples conocidos y no está bien husmear, me limité a saludarla y seguí mi camino. Ella respondió a mi gesto, aunque su rostro me dio a entender que no me había identificado.

     Al llegar a mi despacho, provisto desde hacía años del consabido ordenador conectado a Internet, me vino a la cabeza la palabra de marras, indudablemente vasca, y que me perdonen que yo asociara en la memoria con chorizo. El resultado mereció la pena, pues letra y música son muy hermosas, como muchos saben. La traducción del poema viene a ser la siguiente:

El Pájaro

Si le hubiera cortado las alas
habría sido mío,
no habría escapado;
pero así
habría dejado de ser pájaro
y yo…
lo que amaba era un pájaro.

     Al final de la jornada, pregunté al colega encargado de los juicios de aquel día:

-          ¿Has tenido el juicio de una señora llamada Laura, una señora tal y tal?
-          ¡Ah, sí! Chico, qué burro el marido. Después de casi veinte años separados, todavía la esperó en el portal de su casa y le dio una paliza. Hasta le rompió un brazo.
-          ¿Recuperó del todo la movilidad?
-          Relativamente. Por cierto que cuando el defensor la preguntó, ella tuvo una salida muy irónica. Le dijo: puedo hacer todo, menos volar. Eso para una mujer no es preciso, repuso el letrado. Se equivoca, señor, eso es, precisamente, lo único importante.

    

    

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