viernes, 13 de mayo de 2011

EL TOQUE DE NELSON

Por Federico Bello Landrove

     Admiro a Horacio Nelson (1758-1805), por muchas razones, la mayoría de las cuales ajenas a su genialidad como estratega y táctico naval. He decidido poner algunas de ellas en su boca, la víspera de la batalla de Trafalgar (octubre de 1805). Todo pudo perfectamente haber sucedido así, como lo cuento.



     La conferencia con los capitanes había concluido y se habían apagado los ecos del brindis final. Una vez más, el almirante[1] los había entusiasmado con la precisión y brillantez de su plan de batalla, es decir, de ataque, pues esa era la única táctica que conocía Nelson, una vez que iba a enfrentarse con el enemigo. Después de todo, ¿de qué serviría la mejor marina del mundo, sino para obtener indiscutiblemente el dominio de los mares?

     Esta vez, el Héroe había aprovechado para reunirse con su banda de hermanos el día del cuadragésimo séptimo cumpleaños. Seguramente por ello, los capitanes a sus órdenes habían estado especialmente efusivos. No se trataba sólo de cariño, sino de la confianza que les inspiraba su todavía joven comandante, y del hecho de que la mayoría ya había luchado a su lado o bajo sus órdenes en ocasiones anteriores.

     De los veintisiete capitanes de las ocas blancas, cuatro de ellos se rezagaron a la hora de embarcar en los botes que habían de llevarlos hasta sus navíos. Nelson, buen fisonomista y de excelente memoria, los identificó en seguida, aunque alguno de ellos era novato en su flota. El jefe se les acercó por la espalda, aspirando ávidamente el aire libre de la noche, tras el rato pasado en su congestionado camarote. Acertó a escuchar que comentaban el plan de batalla, que el capitán Hargood calificó como brillante muestra del toque de Nelson.

     Con una sonrisa, el almirante se incorporó repentinamente al coloquio, con esta frase:

-          ¿Toque de Nelson? ¡Y yo sin enterarme! ¿Qué diablos es ese toque del que todos hablan y nadie se atreve a definir?

     Los capitanes quedaron cortados, entre otras cosas, porque la pregunta les parecía retórica. ¿Quién mejor que el que la hacía para contestarla? Pero Nelson permaneció en silencio, mirándoles alternativamente. Así que el más decidido, el propio Hargood, que había aludido antes al famoso toque, respondió:

-          Para mí, señor, lo esencial es la claridad táctica. Sus planes  son sencillos y luminosos y sabe comunicarlos y convencernos de su bondad, de una forma totalmente cercana y entusiasta.
-          Pues, en mi opinión –manifestó al capitán Bullen, emulando a su colega-, lo más significativo es la confianza y seguridad que emanan. Están a la altura de la mejor Marina y del más grande capitán. A la altura, ni más, ni menos, siempre –claro está-que cada hombre dé lo mejor de sí  mismo.
-          Me atreveré a añadir –apuntó el capitán Freemantle- que los planes son exactos, ajustados al lugar y al momento, y siempre ambiciosos: luchar y vencer de manera efectiva y aplastante.
-          Bien, puntualizó el capitán Berry, ya que soy el último en intervenir, asumo cuanto han expuesto mis compañeros, pero sostengo que lo esencial del toque de Nelson es que brota de su ciencia y de su conciencia, sin servilismo a la disciplina y sin importarle el riesgo personal, físico o para su carrera.

     Nelson, que había escuchado atentamente, sonrió y compendió:

-          Así pues, señores, me han definido como hombre de mar y guerra, con cuatro notas: claridad, confianza, exactitud y personalidad. No sería mala cosa que mis planes y mi jefatura tuvieran efectivamente tales caracteres. No obstante, ninguno de ustedes se ha referido al atributo por el que más me gustaría ser recordado por los marinos de mi país: la humanidad.
Los capitanes se miraron, entre sorprendidos y perplejos. No parecía muy creíble que un guerrero pospusiera la gloria a la bondad. Por otra parte, Nelson tenía una bien ganada fama de superior exigente y de reacciones destempladas en ocasiones, ya fuera esto último fruto del orgullo, ya de cierta tímida contención. No dejó el  almirante de percibir su discrepancia tácita, por lo que puntualizó:

-          Tal vez deba precisar un poco mis anteriores palabras y perfilar lo que entiendo por ser humanitario. Es mucho lo que en ello comprendo: cumplir rigurosamente las ordenanzas; respetar los derechos del último marinero, tanto como los del primer oficial; armonizar la exigencia a otros de su deber, con mi acrisolado ejemplo personal; conocer a mis hombres y saber bien lo que de ellos puedo esperar; preferir la apelación a la autoestima, al castigo; entender cada barco y cada flota, como una empresa común, cuyos resultados a todos sus tripulantes serán atribuibles. ¿Me hace justicia el retrato, o enuncio un mero deseo?
-          No cabe duda que ese es el gran Nelson, de cabo a rabo, aseveró Hargood. Y quien lo dude, no tiene más que preguntar a cualquier marinero de la escuadra, por no hablar de los capitanes y los demás oficiales.
-          Y no se trata de meras palabras –agregó Berry-. En la jornada de Copenhague, uno de mis hombres cayó herido y hubo que amputarle el brazo izquierdo. Cuando, concluida la batalla, le visité en señal de condolencia, me dijo: “Esto no es nada, señor. Nelson perdió el brazo derecho, y siendo ya contralmirante”.

     Sir Horatio se conmovió. Aunque las lanchas estaban preparadas para llevar a los cuatro capitanes de vuelta a sus barcos, les pidió un momento de su atención, pues iba a desvelarles definitivamente el verdadero alcance de su toque, a condición de que no le dieran más publicidad que la estrictamente conveniente. Seguidamente, apoyó su espalda en la borda del Victory y les contó la siguiente historia, que se difundió después de su muerte.

***

     En el verano de 1792, llevaba ya cuatro años a media paga, en mi casa de Burnham Thorpe, no diré que arrastrando una vida vacía, pero sí deseando volver a la mar. Un día de agosto, recibí un correo de Lord Hood, invitándome a formar parte del tribunal de doce capitanes que había de juzgar a los amotinados de la Bounty. Ya saben ustedes la notoriedad y exageraciones que  este caso alcanzó en la prensa, en especial, cuando interesadamente se quiso presentar al capitán Bligh como un vesánico o un malvado. La verdad es que yo lo tuve a mis órdenes en Copenhague y se portó como un hombre valiente y un excelente marino. Pero, a lo que voy. El asunto se había desbocado hasta tal punto, que decidí declinar el envenenado ofrecimiento. No obstante, como no quería pasar por cobarde o indiferente, empleé los dos meses siguientes en releer las Ordenanzas de la Marina y proponer en ellas reformas tan amplias, que constituían una verdadera revisión, incluidos los Artículos de Guerra, que regían para los castigos y penas. Seguidamente, envié el resultado de mi tarea a Lord Hood, al tiempo que le felicitaba por el correcto desarrollo del consejo de guerra y por el moderado y razonable veredicto alcanzado a su conclusión.

     Me cabe el honor de señalar que la mayor parte de mis observaciones fueron acogidas y que, a fecha de hoy, la Marina inglesa se cimenta sobre unas reglas que, no diré sean totalmente justas ni satisfactorias, pero sí que han dejado atrás sus peores defectos. Con una aplicación equitativa de estas normas, con el deber y la conciencia por suprema ley y con la ayuda de Dios, Inglaterra, no sólo podrá enseñorear los mares, sino hacerlo con merecimiento. Me parece que a eso vamos, señores; tal vez por última vez bajo mi mando, pero les dejo una hermosa herencia. Por ella desearía ser recordado.

***

     La víspera de la batalla, Nelson escribió en su diario una plegaria. En ella se decía: Quiera el omnipotente Dios, a quien adoro, conceder a mi país, y en beneficio de toda Europa en general, una victoria grande y gloriosa, de modo que ningún desacuerdo pueda empañarla y que, después de ella, la característica fundamental de la Marina británica sea el humanitarismo…

     Como es bien sabido, el día 21 de octubre de 1805, el almirante ordenó izar en las drizas de su buque insignia una grande y colorida bandera, que expresaba su mayor deseo: Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber.

     Tal vez por todo lo ello, y por su vida pasada, el Héroe concitó admiración y respeto, tanto de sus amigos, como de sus enemigos. De manera emotiva y coloquial, lo expresaron así algunos andaluces del momento: Aunque el Señorito ha arruinado a la Marina española, sentimos sinceramente su muerte.



[1]  Empleo, por tradición y sencillez, la palabra almirante para referirme a Nelson. En realidad, en la época de Trafalgar (1805), su grado exacto era el de Vicealmirante. Es curioso que el más grande marino británico de todos los tiempos no llegara a alcanzar en vida la graduación de Almirante, en sentido estricto.

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