viernes, 1 de abril de 2011

UNA VIEJA FOTOGRAFÍA

Por Federico Bello Landrove

     Entre el misterio y la música, una antiquísima fotografía desencadena la búsqueda de una verdad a varias bandas y concluye como una historia de amor. Ambientada en el Cádiz de nuestro tiempo –con diversos guiños a su pasado-, rinde tributo a las librerías de viejo y a los turistas que no se conforman con lo que está escrito en las guías. Si saben algo de fotografía, o de la vida de Federico Chopin (1810-1849), les será muy útil.

1.       “Libros de lance”
     Hace unos pocos años, me encontraba paseando por el intrincado casco viejo de la ciudad más antigua de Occidente, cuando un rótulo despertó mi curiosidad de lexicólogo aficionado:
La Carpeta
Libros de lance
     La apariencia del establecimiento –apenas una puerta estrecha y un escaparate de confuso y abigarrado expositor- resultaba especialmente atractiva para quien deambulaba al tuntún y acalorado, haciendo tiempo a que abrieran la iglesia de San Francisco para la misa de la tarde. El interior de la librería, sombrío, irregular y profundo, era toda una tentación para perderse entre los miles de ejemplares que abarrotaban las estanterías hasta el techo, con bastante más polvo que orden aparente. Los dependientes dejaron que curioseara entre los volúmenes, sin inquirir mis intenciones, cosa que, en principio, es muy de mi agrado en estos casos. Finalmente, y recordando de repente un nombre y un paisanaje, me dirigí al empleado de más edad y pregunté:
-          ¿No tendrán alguna obra de Manuel Marliani, el historiador gaditano [1]?
     El hombre pareció menos perplejo de lo que yo había supuesto. Se encaminó sin vacilar a un anaquel y volvió con un notable ejemplar de El combate de Trafalgar, edición princeps de 1850. Por hacerle los honores, me atreví a preguntar el precio. El librero –pues resultó ser el dueño del negocio-,  con un gesto de suficiencia que me molestó (aunque no hasta el punto de volverme manirroto), dijo:
-          Está tasado en seiscientos euros. También tenemos una edición de la Historia política de la España moderna de hacia 1915, por un precio mucho más asequible.
     Hojeé el ejemplar con cierta curiosidad, sobre todo, desde el momento en que detecté un ex libris de Augusto Conte [2]. Decidí devolverle, de algún modo, la petulancia:
-          ¡Caramba! No tiene mala procedencia el libro. Gente ilustre y, como es sabido, del círculo de amistades del autor.
     Por el hilo llégase al ovillo. Un cuarto de hora más tarde, nos hallábamos degustando un delicioso té con canela en lo más apartado de la librería, junto a media docena de libros de Marliani y algunas de las joyas bibliográficas de mi interlocutor. El tiempo corría y se hizo la hora en que me proponía visitar San Francisco. El bueno de Edmundo –que este era el nombre del librero- llamó a uno de sus jóvenes empleados, con esa mezcla de cortesía y gracejo, propia de gente sencilla y bien educada:
-          ¡Niño, acompaña al señor hasta San Francisco, y por la sombra, que no está acostumbrado a estos calores!
     Mientras el niño terminaba de colocar unos libros, su principal se encaminó, sin decir palabra, a los interminables ficheros en que se apilaban cientos y cientos de tarjetas postales de colección y volvió con una fotografía, más o menos, de ese tamaño pero no de tal finalidad, y la puso sobre la mesa, junto a mí, con una sonrisa sibilina. Debidamente reducida, su figura era la que encabeza este relato. 
-          Estimado señor Roces –dijo, dirigiéndose a mí-. Esta fotografía se encontraba entre las páginas de El combate de Trafalgar, del que antes hablamos. Ignoro si se trata de un improvisado marcador de página o si tiene algo que ver con el texto, su autor o sus poseedores. Lo evidente es que, aunque en deficiente estado de conservación, se trata de una fotografía o daguerrotipo de la época romántica. Con mucho gusto se la regalaría, en recuerdo de la charla tan agradable de esta tarde, pero mi oficio impone su ley y, por otra parte, estoy seguro de que usted no permitiría…
-          Desde luego que no, amigo Edmundo. ¿En cuánto tiene usted valorada la fotografía?
-          ¿Qué le parece 60 euros?
-          Correcto. Pero quedamos en que no se trata de una mistificación, sino de una foto de época…
-          De eso puede usted estar seguro, pues me he informado por algunos entendidos. Lo que no puedo es darle detalles acerca del señor retratado, del nombre del fotógrafo ni de la fecha, siquiera aproximada, de la fotografía. Pero me parece que, si le sigue la pista, puede pasar momentos divertidos y hasta tener alguna sorpresa.
     Me acompañó a la puerta, con ciertas zalemas, que llegué a considerar debidas a mi generosidad sin regateos en la adquisición de aquella fotografía, ajada y sin gracia, que acababa de mercar casi por compromiso. No habría de tardar en pensar de otra forma, pero ello ya sería de vuelta a casa, a muchos quilómetros de la librería de lance de la calle Argantonio y del Crucificado de la Veracruz, de la iglesia de San Francisco.

2.  El señor de la corbata de lazo
     No creo interesen mucho al amable lector –o lectora- los detalles de mis primeras indagaciones sobre la  fotografía que ilustra el capítulo anterior. El hijo de un buen amigo mío, excelente fotógrafo artístico y razonable conocedor de la historia de su afición, pudo confirmarme, por técnica y materiales, que, efectivamente, se trataba de una fotografía, no de un daguerrotipo, ni de una postal, y que hacía honor a las características –y a las deficiencias- de las imágenes de estudio de los primeros tiempos de la profesión:
-          Yo diría que de hacia 1850 –me comentó-. No hiciste mala compra, no. Por fotos de esa época, bastante mejores desde luego, se han llegado a pagar decenas de miles de euros. Claro que habría que ver cuántas copias perviven hoy día y saber algo del fotógrafo que la sacó y de la persona fotografiada. ¡Mira que si es alguien famoso!
-          Famoso de narices, dije, permitiéndome un retruécano, basado en el espléndido apéndice nasal del inmortalizado.
     El hecho es que me había picado la curiosidad. En mi cabeza martillaba la frase de despedida del librero Edmundo: hasta puede tener alguna sorpresa. Mis bastantes años me otorgan algunos privilegios, entre ellos, el de poder tocar casi todos los palillos. Un buen amigo mío, Julio, estaba felizmente casado con una excelente diseñadora de vestuario cinematográfico. Pronto obtuve de ella respuesta confirmatoria de las impresiones precedentes: vestuario y peinado permitían datar la fotografía a mediados del siglo XIX, década arriba, década abajo. Además, Fátima dejó caer una observación mucho más precisa:
-          Da toda la impresión de ser un artista de punta en blanco, presto a actuar. No sé, parece un poeta antes de un recital, o un músico a punto de dar un concierto…
     Siguiendo el consejo de Edmundo, decidí pasar momentos divertidos. Eludí el abordaje directo del asunto y comencé a acechar a mi incógnito amigo mediante un acercamiento más sutil. Pero hubo de ser la casualidad la que me aportara el dato decisivo; una casualidad en forma de profesora del Conservatorio de Castellar, con la que –como todos los primeros jueves del mes- tomaba café en La Alsaciana.
-          Verás, Charo, me han dado el soplo de que el individuo de la foto que voy a enseñarte puede ser un músico, y había pensado que tú...
-          Hombre, Rafael, si es un compositor famoso, o un pianista insigne, podré orientarte, pero, en otro caso, me temo que podría serte más útil la consulta de imágenes en internet.
     Le entregué una fotocopia de la fotografía en cuestión. Charo se quedó mirando durante su buen medio minuto. Luego, dijo:
-          No es lo que se dice una obra maestra pero, con todo, me recuerda bastante a otra que tengo en mente, pero que no te quiero revelar, para no ilusionarte en vano. Veo que se trata de una fotocopia: ¿podría llevármela a casa para consultar mis referencias?
-          Por supuesto, pero hazme el favor de actuar rápido, no me tengas sobre ascuas.
-          Está bien. Si invitas tú, no te haré esperar al mes que viene.
     No hizo falta la invitación. Esa misma tarde, tenía en mi correo electrónico la fotografía de contraste, con una escueta nota de mi profesora: El parecido es bastante razonable. Si opinas lo mismo, puedes tener una foto de Federico Chopin que, al menos para mí, resulta totalmente desconocida.
     La fotografía enviada por Charo –que luego he podido constatar que resulta muy familiar en ambientes musicales- era la que reproduzco a continuación:


     Creo haberles dicho que soy un hombre de recursos, con la ayuda de mis amigos y conocidos. Buena prueba de ello es que simpatizara con un vecino mío, que estaba al frente de la sección de Policía Científica de la comisaría castellarense. Le entregué las dos fotografías y, unos días más tarde, me dio su impresión antropométrica:
-          Caramba, Roces, vaya papeleta que me ha encasquetado. La foto indubitada no está mal, pero ¡anda que la dudosa! No puedo darle más que una simple opinión, que no defenderé en público, así me cuelguen. Pero, en fin, con todas las cautelas posibles, estoy por asegurar que se trata de la misma persona. Y aún diría más: el personaje de la foto discutida era obviamente más joven que cuando le sacaron la otra fotografía; no mucho, tal vez cuatro o cinco años, o menos aún, si es que –como parece por su rostro demacrado- se encontraba enfermo y la dolencia avanzó con rapidez.
     Llamé jubiloso a Charo para informarle del dictamen del experto policial. Se mostró encantada y me adelantó algunos detalles de la fotografía indiscutible de Chopin, para que sacase yo mis consecuencias respecto de la otra:
-          Se da casi por seguro –por la mala cara que tiene el pobre- que la foto sea de 1849, año de la muerte del compositor. Es una fotografía sacada en un estudio parisino o, al menos, por su titular, Luis Augusto Bisson. Tienes otros varios detalles en internet, pero nunca se ha aclarado lo esencial: fecha exacta y origen del retrato. Curiosamente, hace unos años se hizo una exposición en la Biblioteca Nacional de Francia sobre los hermanos Bisson, fotógrafos, y la imagen fue excluida de la muestra.
     No hará falta que les diga que estaba encantado con mi ilustrísimo huésped, al que envolví en inmaculado papel de seda, recluí en un sobre de burbujas y sepulté en lo más hondo de uno de los cajones de mi librería. No me movía el lucro, sino la curiosidad. Tenía la impresión de haber dejado cabos sueltos en la investigación. Difícilmente podía llegar más allá, sin perder –tal vez, inútilmente- tiempo y dinero. Pero…, como siempre, la noche vino en mi ayuda y el insomnio fue mi mejor aliado. ¿Y si, por ahora, me olvidara del retrato y me dedicase a indagar qué lazos podían haber unido al gran músico con Augusto Conte o con Manuel Marliani? La cosa no parecía muy difícil ni original, como luego les contaré. Sin embargo, tal y como el librero Edmundo me había vaticinado, no tardaron en producirse algunas sorpresas.

3.  Los amigos y los espectros
     Dejando volar la imaginación, suponía a Manuel Marliani en posesión de numerosos recuerdos del gran Chopin, habida cuenta de la relación íntima de la esposa del gaditano con la escritora George Sand, mantenida hasta la muerte de aquella, en 1850, un año después que el compositor. La condesa de Folleville, esposa de Marliani, había sabido conservar su exquisito trato y buena relación con el gran pianista, incluso después de su tormentosa ruptura con la Sand, un par de años antes de que la tuberculosis se lo llevara para siempre.
     Yo soñaba con un Chopin, en el ocaso de su vida, viviendo de la inspiración pasada y de las lecciones presentes, asediado por mujeres que traían a su alma todo menos paz, repartiendo su tiempo entre la Gran Bretaña y París, y con interés y vida social, todavía, como para posar ante grandes y pesados artilugios, hijos de la cámara oscura, que le daban la oportunidad de obsequiar con su imagen a amigos y admiradores. Seguro que, entre ellos, se contaría Carlota Marliani, dulce, entrometida y generosa, a través de la cual mi foto-problema habría pasado a poder de su esposo, al morir ella.
     De ronda nocturna por la casa, a la luz incierta de las farolas del parque, seguía el supuesto viaje de la poco agraciada fotografía, de Marliani, a Augusto Conte, el ilustrado diplomático, con el que aquél coincidiría en Florencia, apenas un par de años después. La familia de Conte, melómana y cosmopolita, habría recibido de buen grado –e, incluso, con emoción- el retrato del famoso Federico, frío, elegante, difuminado en un juego de contraluces y claroscuros, que apenas permitían entrever su fisonomía. Pero, ¿cómo y cuándo el hipotético regalo? De creer a Edmundo, aquella fotografía tenía que ver con el libro apologético sobre Trafalgar de Marliani, pero yo me resistía a creer en un destino tan prosaico como el de servir de marca-páginas. Y, por otra parte, ¿era Edmundo sincero? ¿Qué sabía él de la fotografía, cuando la había vendido a un precio caprichoso y hasta ridículo?
     Regresé a la cama, para encontrarla compartida, en batahola, por Carlota y George Sand; por Solange, la complicada hija de ésta, y Marliani; por Chopin y Augusto Conte. Edmundo me hacía gestos de burla y complicidad, mientras  Mendizábal bailaba una mazurca en el claustro de Valldemosa y Charo tocaba furiosamente la Polonesa Militar en un piano Broadwood. Finalmente, me sentí abducido por el objetivo de una gigantesca cámara Giroux, con forma de boca de la verdad romana, y me quedé profundamente dormido.
     Al día siguiente, al volver de mi trabajo, tenía en el contestador un mensaje telefónico de Charo, reclamando mi llamada a la mayor brevedad posible. La bronca que me aguardaba fue de campeonato:
-          Así que fotografía desconocida de persona incierta, ¿eh? ¡Menudo bochorno me has hecho pasar con mi compañera de Historia de la Música! Habría bastado que navegaras con atención por internet, para descubrir otra copia de tu famosa foto. ¡Anda, anda!, haz la prueba y, por una vez, pon tanto cuidado como curiosidad. En fin, he de reconocer a tu favor que la tal fotografía es muy poco conocida y hasta tienes la chiripa de que haya, al parecer, un sólo ejemplar catalogado hasta ahora. Así que tienes en las manos un verdadero tesoro..., si es que no te han timado con una lámina de calendario.
-          Bueno, pero, al menos, ¿es de Chopin?
-          Sí, bonito, sí. No va a ser del general Espartero.
     Me faltó tiempo para arrojarme al proceloso océano del ordenador y, media hora más tarde, di con la famosa foto desconocida; por cierto, sin referencias precisas al lugar de su ubicación ni al número de copias existentes. Pero eso ya me traía al fresco pues –como les tengo dicho- podré ser muy curioso, pero no materialista. Lo que me encendía era el chasco padecido, del que se sentía víctima mi amiga, hasta el punto de acalorarse bastante más que de costumbre y dudar de mi competencia y buen sentido. Mis sienes parecían latir al ritmo de la palabra calendario y, ante mis ojos, surgían el bigote y la perilla del Duque de la Victoria, por cierto, correligionario de Marliani. Tardé una hora en encontrar la fórmula y dos en presentarme ante Charo en su despacho del Conservatorio.  Algo debió de notar en mi rictus y desaliño, porque me sonrió en forma conciliadora, hizo además de cerrar mis labios con su mano y me condujo hasta un pequeño sofá, que ocupamos codo con codo:
-          Vamos, vamos, Rafael, no te lo tomes tan a pecho. Tal vez, me pasé un poco en los reproches, pero es que me molesta muchísimo tirarme un planchazo fenomenal, con colegas como testigos.
-          No, si tienes toda la razón y, de hecho, vengo a pedirte disculpas...
-          Algo completamente innecesario, siendo amigos.
-          ... Y a implicarte en un plan para descubrir si la maldita foto vale un potosí, o es una lámina de calendario, como insinuaste.
     Charo me miraba, entre divertida e interesada. Me animé a continuar:
-          De modo que te invito a tomar café el mes que viene, en la bella ciudad de Cádiz.
-          ¿Cómo?
-          Sí, hija, sí, en la Tacita de Plata, para entendernos. No me tendrás miedo, después de que estamos haciendo ahora la escena del sofá.
-          ¿Miedo? Pero como a un nublado. Tienes un peligro... –acertó Charo a balbucir entrecortadamente, entre risas-.
-          Pues ya puedes irte proveyendo de carabina, porque quiero que seas protagonista y testigo de mis indagaciones. Así no volverás a decir que soy un tío superficial y metomentodo.
-          No, si no me refería yo a peligros que aconsejen una carabina -que en ese aspecto te tengo confianza-, sino a que vayamos a meternos en un berenjenal peor que el anterior.
-          Olvido tu cáustica alusión a la confianza que te inspiro en ciertos aspectos y me quedo con el plural que acabas de emplear. Voy a sacar los billetes: dos y de ida. La vuelta la dejaremos abierta, por si el berenjenal resulta ser un latifundio.
     Tras fijar los días del viaje a la medida de nuestras exigencias laborales y dejar, por mi parte, bien sentado que los gastos serían con cargo a una posible venta de la lámina de calendario, Charo me dejó libertad, en lo referente a los preparativos; aunque, en el fondo, todo cuanto podía hacer yo era imaginar la táctica para entrarle al librero Edmundo. ¡Ese sí que tenía más peligro que un miura con banderillas de fuego!

4. Un librero con retranca
     Nos hospedamos en uno de esos hoteles con encanto, no lejos de la plaza de San Antonio, donde Marliani había recibido el agua de cristianar. Durante el viaje desde Castellar, Charo había ido captando el plan, con la perspicacia y talento en ella habituales, pero fue poner los pies en Cádiz y empezar a comportarse como una turista retozona. Pasaba todas las horas del día (y parte de las nocturnas) callejeando, tomando el sol en la playa o en la terraza con piscina  del hotel y disfrutando de los indudables placeres de su maravilloso spa, que parecía una gruta encantada. Al tercer día de estancia, tuve que utilizar la argucia de llevarla, como quien no quiere la cosa, hasta la calle de la librería “La Carpeta” (libros de lance) y meterla de rondón entre los anaqueles penumbrosos. Y allí estaba, al fondo, cual araña en el centro de su tela, el famoso Edmundo, por quien cada vez había yo ido experimentando más antipatía.
     Yo diría que, al verme, torció el gesto, mas no puedo asegurarlo, no sólo por la poca luz, sino porque tuve que recordarle con cierto detalle nuestra amable charla vespertina, de apenas tres meses antes, que él decía haber olvidado. Hice las pertinentes presentaciones, aunque la pillina de Charo decidió perderse por entre las interminables estanterías, diciendo buscar no sé qué método de piano, y me dejó solo, frente a frente con el librero. Empecé a recitar el preparado discurso, con una mezcla equilibrada de seriedad y cortesía:
-          No sabe lo acertado que estaba usted, Edmundo, en lo de que aquella fotografía me traería distracción y sorpresas. De hecho, si he vuelto por Cádiz no ha sido tanto por acompañar a esta amiga, cuanto por comentarle mis descubrimientos.
-          Pues yo hubiera jurado lo contrario –replicó maliciosamente mi interlocutor-, a juzgar por la belleza y buenas prendas de la señora.
-          Bien, iré al grano. La fotografía en cuestión ha resultado ser de un personaje bastante famoso y, por su antigüedad y rareza, necesito imperiosamente saber su procedencia. De otro modo, correría el riesgo de hacer el ridículo, o algo peor, si decido exponerla o, incluso, venderla a algún coleccionista.
-          Hombre, señor Roces, por cincuenta euros…
-          Sesenta.
-          Pues, por sesenta euros, no pretenderá que le extienda un certificado con la firma de dos peritos. Ya le dije que me había informado…
-          A eso voy, Edmundo. Usted me dijo que el retrato había aparecido entre las páginas de un libro que había llegado a sus manos y que me enseñó la vez pasada. Por tanto, no se trata de andar con certificados ni peritos, sino que me aclare cómo, cuándo y a través de quién se hizo con el libro. A partir de ahí, yo podría indagar…
-          Perdone, señor Roces, pero eso es imposible. Me debo a la confidencialidad y, además, da la casualidad de que vendí el ejemplar de Marliani hace quince días a un turista canadiense.
-          ¿Está seguro de ello? Pues qué raro. Debe ser que tenía usted dos ejemplares igualitos en la tienda, ¡y con el mismo ex libris!
     Esta última intervención correspondía a mi amiga Charo que, por lo visto, había cambiado el piano por la historia y –según me dijo luego- había solicitado los servicios de un dependiente para localizar el libro.
     Edmundo se demudó y quedó en silencio por unos momentos. Llevaba visos de reponerse e inventar cualquier plausible excusa, cuando Charo cortó por lo sano y le entró a fondo, de una manera que provocó mi completa estupefacción:
-          Aquí hay algo raro, Rafael, que tal vez merezca tu intervención profesional. ¿Qué demonios hace en una librería de viejo un tomo perteneciente a la biblioteca de la familia Conte, siendo así que el último miembro directo de ella [3] la legó, hace más de treinta años, a la Caja de Ahorros de Cádiz?
-          No creo que haya que llegar a tanto –repliqué conciliadoramente-. Estoy seguro de que Edmundo va a satisfacer nuestra curiosidad, sin que sea preciso meter a la Justicia en este tema.
     Oír la alusión a la virtud cardinal y venirse abajo, fue todo uno. Apenas pudo balbucir:
-          ¿Entonces es usted juez?
-          No tal, pero sí abogado criminalista y de los buenos –intervino Charo-; y con muchas relaciones con los magistrados gaditanos. Precisamente, esta mañana íbamos…
     Edmundo no quiso seguir escuchando. Antes bien, nos pidió que tomásemos asiento y contó, con muy escasas interrupciones por nuestra parte, la siguiente historia:
-          Tengo una hermana que casó con un archivero quien, a falta de trabajo más estable, se empleó en el cuidado y llevanza de la biblioteca y archivo familiar de don Augusto Conte, a quien la señora acaba de referirse. Allá por 1971, falleció el buen hombre, quien no tuvo mejor idea que la de legar sus fondos bibliográficos a la Caja de Ahorros, dejando a mi pariente sin trabajo, ni la menor compensación o manda, después de quince años de servicios. El caso es que, desesperando de encontrar pronto trabajo y en la necesidad de alimentar a su mujer y cuatro pequeños, tuvo la mala idea de hurtar una caja de cartón, rotulada “Chopin”, que don Augusto y sus antecesores habían guardado como oro en paño, y de cuya existencia y contenido tenía mi cuñado sólo ligeras nociones. Esa fue, sin duda, una mala idea, pero peor para mí fue la de que apareciese con el alijo por mi tienda (o, por mejor decir, la librería en que yo era entonces un simple empleado) y pretender que fuera dando salida a sus diversos componentes, a fin de subvenir a sus necesidades.
-          ¿Y qué contenía la caja? ¿Cuáles eran sus componentes, como usted dice?, interrumpió Charo.
-          Déjeme concluir, por favor. El caso es que, afortunadamente, ni yo seguí sus indicaciones, ni la penuria llegó hasta el extremo. Pero el mal ya estaba hecho ¡y cualquiera iba al director de la Caja de Ahorros a contarle el cuento! Por otra parte, no dejaba de tener razón mi pariente, cuando decía que más derecho tenía él a una parte del botín, que los señorones de la Caja.
-          Hombre –repliqué-, supongo que la Caja habrá puesto la biblioteca al alcance de los gaditanos…
-          Bien –continuó sin hacerme caso-. Durante treinta años, la caja permaneció intacta en lo más escondido del almacén de esta librería. Murió mi cuñado; sus hijos volaron y mi hermana, como suele suceder, quedó sola y con una pensión miserable. Decidí ayudarla en su pobreza y pagarme con el contenido de la caja, que ya era como de la familia, después de tanto tiempo con nosotros. Hace cosa de un año la abrí, por primera vez en mi vida, y me llevé una enorme sorpresa. Lo que yo creí libros y documentos de algún valor constituía, en realidad, un acervo documental de interés incalculable. Juzguen, juzguen ustedes mismos.
     Edmundo desapareció tras una puerta casi invisible, camino del almacén, y volvió al cabo de unos minutos con la caja de cartón chopiniana, cuyas dimensiones se aproximaban a las de una caja grande de zapatos. Volcó su contenido, con cierto desdén, sobre la mesa a la que estábamos sentados y, durante no menos de media hora, nos dejó disfrutar de sus maravillas. Datadas entre 1846 y 1850, allí convivían, en aparente armonía, cartas de George Sand a Carlota Marliani; notas y misivas de Solange a Chopin; dos epístolas de Espartero a Manuel Marliani, con otras varias de Marliani a Augusto Conte Lerdo de Tejada; una tarjeta de visita de Mendizábal a Marliani; en fin, notas de economía doméstica, programas de concierto y recortes de prensa, recibos y facturas, dijes y bocetos de Delacroix. Yo trataba de descubrir y memorizar nombres y fechas, pero Charo rebuscaba con prisa, como tratando de encontrar algo que esperase hallar ansiosamente.
     Mientras estábamos dedicados a tales menesteres, sin prestarle mucha atención, Edmundo terminó su historia:
-          Sólo faltan ahí dos cosas y de ambas han tenido ustedes noticia. Una es el libro de Marliani sobre la batalla de Trafalgar, que he tratado de escamotearles hoy: a fin de cuentas, no es más que un ejemplar no muy valioso, de una edición todavía bien representada. El otro, más personal desde luego, es el retrato de Chopin que usted, señor Roces, adquirió a tan buen precio y del que ahora ya conoce su ilícita procedencia. No le costó mucho, desde luego, pero espero que, con lo que ahora sabe, no se le ocurra venderlo: yo no se lo perdonaría, ya me entiende.
     El librero empezaba a ponerse nervioso y se aplicaba en recoger cada vez más aprisa los objetos que nosotros tratábamos de retener todavía un poco más. Le interpelé:
-          No tengo la menor intención de vender. Si se lo dije antes, fue para exhortarle a darme la explicación que yo pretendía. Pero, ¿y usted? ¿Qué va a hacer con todos esos documentos y recuerdos  valiosos? ¿Malvenderlos a algún turista canadiense?
    Edmundo sonrió con cierta tristeza:
-          Evidentemente, no. Podré no ser de la aristocracia gaditana, pero me daré el gusto de legarlos a la Biblioteca Popular de La Caleta. No creo que los señorones de la Caja de Ahorros de Cádiz, ahora Unicaja, aten cabos…
-          Descuide, Edmundo, nosotros no les ayudaremos en tan improbable tarea.
     El librero hizo un gesto de agradecimiento. Miró de soslayo el cabello cobrizo de Charo, bellamente arrebolada por la emoción y las prisas, y le dio como un pronto.
-          Esperen, ahora que recuerdo, no les he dado el certificado de autenticidad de la foto de Chopin, para que puedan lucirla donde les plazca. Seguro que a la señora le va a gustar.
     Y, rebuscando entre los papeles más menudos, nos extendió una octavilla milagrosamente blanca, de buena caligrafía a pluma con tinta negra, donde podía leerse en francés:
     He recibido del señor Federico Chopin la cantidad de diez francos por las fotografías encargadas por dicho señor y sacadas por mí en mi estudio de la calle Rivoli, a 12 de febrero de 1847. Firmado: Blanquart-Évrard.
-          Bien, ahí tiene usted, señor Roces, su credencial. Ahora la señora, si lo tiene a bien, puede leer el reverso.
     Charo cogió el recibo, le dio la vuelta y estuvo a punto de desmayarse, por apenas cuatro palabras de una nota intranscendente:
     Con cargo a las lecciones de la señorita Stirling. F. Chopin.
-          Es mi gusto que la señora guarde el papelito –dijo melifluamente Edmundo, mientras nos acompañaba hasta la calle-. ¿En qué mejores manos podría estar?
     A mí me pareció una especie de precio del silencio. Con la fotografía había ganado mi complicidad y, ahora, con el autógrafo chopiniano, era obvio que Charo se llevaría a la tumba el secreto. Miré a mi profesora, pero aún no había vuelto del siglo XIX. Tendió la mano al librero, como si esperara un ósculo en ella y sólo se le ocurrió decir:
-          No, señora no. Demoiselle [4].

5         Aunando esfuerzos
     Cenamos en el comedor del hotel, que ocupaba el patio de columnas en torno al que se distribuía la hermosa arquitectura de aquél, heredada de un palacio andaluz anterior. Charo había aprovechado la tarde, casi con seguridad, para hacer compras, mientras yo me llegué hasta Jerez, para ver la Cartuja. En consecuencia, yo iba medianamente trajeado, mientras mi compañera de fatigas lucía un espléndido vestido de noche de color malva, que hizo de ella el centro de todas las miradas. A fuer de sincero, diré que estuvo muy cordial y atenta conmigo, aunque compartía su interés con un hermoso piano Steinway situado en un ángulo del salón, a la espera de manos sensibles y expertas  -tal vez de nieve- que le arrancaran las notas.
     Finalmente, Charo no pudo aguantar más. Tan pronto hubimos tomado el postre, se levantó sin decir una palabra y fue derecha hacia el piano. Momentos después, la ejecución del Scherzo número 2, en si menor, de Chopin llenó el recinto y provocó el silencio casi absoluto de los comensales. Fueron diez minutos de ensueño, seguidos de unos breves aplausos. Charo regresó a la mesa. Tomé su mano derecha, la besé suavemente y, descomponiendo un tanto el adorno floral de centro, le entregué un clavel rojo, con estas palabras:
-          Verdaderamente, Charo, eres un encanto.
-          Bah, me replicó, simplemente formamos un buen equipo.
     El día había sido largo en emociones y fatigas; de modo que, un par de copitas más tarde, llegó el momento de emprender la retirada. Camino de nuestras respectivas habitaciones, Charo se detuvo bruscamente y me dijo:
-          ¿Sabes, Rafael, que tenemos un problema muy serio, en el que no había caído hasta ahora?
-          ¿De qué se trata?
-          Pues de que tú tienes la foto de Chopin y yo el justificante de su autenticidad.
-          ¿Y qué se te ocurre que podamos hacer?
-          Aunar esfuerzos.
     Me quedé, como vulgarmente se dice, in albis. Menos mal que Charo vino en mi ayuda, en forma de susurro al oído:
-          Quiero decir, cariño, que tengo la habitación 235 y que esta noche no pienso cerrar la puerta.
    







[1]  Manuel Marliani Cassens (Cádiz, 1795-Florencia, 1873). Ilustre historiador, diplomático y político, al servicio sucesivo de España e Italia.
[2]   Augusto Conte y Lerdo de Tejada, diplomático gaditano, nacido en 1823, autor de una famosa obra en tres tomos, Recuerdos de un diplomático (1901, 1903), que se dice fue consultada con provecho por Galdós para alguno de sus Episodios Nacionales.
[3]  Alusión de mi amiga al notable historiador y académico, D. Augusto Conte Lacave quien, al fallecer en 1971, había formado una extensa biblioteca de alrededor de 16.000 volúmenes.
[4]  Casi me da vergüenza indicar que la traducción española de esta palabra, y de su homólogo mademoiselle, es la de señorita.

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