sábado, 16 de abril de 2011

UNA VIDA EN EL DESVÁN

Por Federico Bello Landrove
     Relato alegórico, en que un desván, y la vida dentro de él, figuran la frecuente y diaria realidad de las personas que se encierran en sí mismas y crean un ambiente del que ya nunca podrán ni querrán salir. Pero, ¿hasta qué punto esa vida ha sido asumida voluntariamente y puede llegar a ser tan rica y real como la exterior? ¿Es posible a los demás penetrar en ese mundo tan personal y sugestivo, o arrancar al cautivo sus cadenas y lanzarlo a la realidad exterior? He aquí algunas sugerencias para responder a estos interrogantes.



     David Rincón nació en una casa con desván. Comunicado interiormente con la vivienda por una escalera de un solo tramo, escrupulosamente pulida y dotada de hermoso pasamanos de torneados balaustres, era todo un lujo para lo que se estila en este tipo de espacios. Levemente abuhardillado, recibía la luz a través de un airoso lucernario central en pirámide y de sendas troneras que daban a las dos fachadas exentas de la casa. El interior, amplio y relativamente desembarazado, era pulcro y claro. La madre de David –que ya había tenido en él vivencias de juego e intimidad- lo había preparado cuidadosamente para su hijo en cuanto nació. Su marido comentaba:
-          Cualquiera diría que vamos a poner el despacho en el trastero.
     La madre siguió a lo suyo. Internamente, algo le decía que aquella dependencia despreciada, tan importante en su infancia y juventud, habría de serlo también para David.
***
     Las primeras visitas al desván fueron en compañía de su madre. La memoria consciente no conservaba recuerdo de ellas. Lo cierto era que la habitación y su contenido tenían para él el aroma conocido y amigo de las cosas captadas cuando bebé, en brazos de su madre, quien le susurraba al oído nombres y llevaba sus manitas hasta los cuadros, los juguetes, los tejidos. Sus ojos, aún torpes, habían desarrollado inusitada adaptación a la oscuridad, cuando ella le acunaba al compás de la chirriante mecedora o le señalaba la luna y las estrellas, al pie de la claraboya de limpios cristales. Las atenciones maternas; los mágicos nombres y texturas de los objetos; el gozo del cielo, de la noche y de la lluvia; los sonidos inciertos y los olores hogareños, todo eso se asoció con el desván en la vida y los recuerdos de David, incluso antes de que pudiera subir solo los peldaños, tras retirar la falleba que aseguraba la portilla puesta por su padre al pie de la escalera, “para evitar accidentes”.
     El tiempo pasa rápido –aunque sólo para los adultos- y el niño pronto no necesitó de ayuda ni compañía para subir al desván, convertido por gracia de su fantasía en selva, barco o castillo. A él llevaba los juguetes más preciados, los objetos más insólitos, los dones más íntimos. Muchas veces no era preciso añadir nada: el desván proveía de armarios, telas, libros ilustrados, juegos de antaño. Su madre marcó con dulzura las reglas: no romper, no correr, ordenar. Paulatinamente, este piso de la casa fue convirtiéndose en posesión particular de David. Los amigos le acompañaban a invitación suya, pero las visitas solían durar poco, por recelo de los visitantes o cautela del invitador. Por otra parte, no tenía hermanos  y la casa era lo suficientemente amplia, como para que los adultos no tuvieran que hacer del desván un uso frecuente.
     Insensiblemente para David, con la edad, el desván se transformó en centro de sus ilusiones y esperanzas. También en refugio para sus disgustos y sus penas. Era su recinto, el territorio propio y exclusivo, que había ido midiendo, definiendo y construyendo paso a paso. Sede de sus retiradas, trampolín para sus energías, luz de sus ensueños. Nada más normal, pues, que se refugiara en él cuando murió su madre. Fueron momentos duros para todos, en los que, más que brotar o crecer un sentimiento solidario, David y su padre se distanciaron definitivamente. Es posible que el desván fuera el detonante. Al menos, recordaba una frase de su progenitor, que le dejó un sabor amargo:
     -  Tú no necesitas el desván para aislarte. Tienes tu propio desván interior, en que no dejas entrar a nadie.

      Fue, más o menos, por aquella época cuando David sufrió sus primeras alucinaciones, que, por supuesto, no comentó. De forma cada vez más nítida, empezó a ver en una de las paredes del desván imágenes desvaídas y a percibir apagados ecos de voces que parecían brotar de ellas. No se inquietó por su causa: nada de lo que aquel habitáculo produjera podía serle ajeno, ni ominoso. Antes al contrario, empezó a buscar deliberadamente las apariciones, sentándose en la mecedora después de cenar, en medio de la oscuridad y del silencio. Cuando la visión o el sonido eran más claros, trataba de establecer contacto y diálogo con el producto de su fantasía. No siempre lo lograba y la experiencia se reducía a un monólogo consigo mismo, en que inquietudes, dolores y esperanzas se mezclaban e invitaban a la reflexión y los proyectos. Acabó por dar insensiblemente la razón a su padre: no sabía hasta qué punto aquellos delirios tenían algo de egoísta y de morboso, o bien, eran un producto razonable y práctico de su mente, ya adolescente.
     Una noche que su padre había salido, a tanto llegó su sinceridad y acercamiento a su primer amor, que la exhortó a subir al desván. La dulce y anhelante joven temía y deseaba a la vez otro tipo de encuentro, pero lo cierto es que David le contó sus sensaciones anteriores y la invitó a sentarse en la mecedora para compartir con ella la vivencia. La chica aguantó cosa de un cuarto de hora y, luego, aparentando un dolor de cabeza, salió del desván y de su vida para siempre. Allí quedó su fotografía, modestamente enmarcada, en que sonreía a la cámara, levemente apoyada en una cómoda adornada con un arbolito de navidad.
     No fue la única en salir bruscamente de su entorno. David llegó también a reparar en la ausencia de su padre. No se hubiera atrevido a jurar sobre el cómo y el cuándo, pero imaginaba el porqué. Eso sucedió por los días en que había conseguido coronar sus estudios con un atractivo trabajo. Retiró el sillón que presidía la mesa del comedor y llevó al desván la foto de boda de sus padres. Así, acompañado de una hermosa joven con un ramo de lirios, el padre ausente adquiría para él un cierto sentido, un tono algo más humano.
***
     El ejercicio profesional no tardó en convertirse en monótona tarea alimenticia. No siempre resultaba fácil atender las exigencias de los usuarios ni convivir con los compañeros. Por lo menos, la oficina quedaba cerca de casa y el despacho individual propiciaba furtivos encuentros con libros literarios o de historia, con música clásica, con láminas artísticas. Los ratos libres eran cada vez más extensos y frecuentes. Su evasión hacia mundos abstractos o pasados era la comidilla de los colegas, que fueron aprendiendo a ignorarlo. El joven David, el adulto señor Rincón, volvía una y otra vez al desván para encontrar la ayuda y la compañía que le permitieran seguir llevando una vida relativamente normal.

     La pared de sus fantasías se había ido poblando de visiones más y más precisas y variadas. Los líderes del pasado, los artistas, los sabios, visitaban a David y entablaban con él un diálogo cada vez más rico y diverso. No dejaba de darse cuenta de que él propiciaba el encuentro, con su fantasía y ansias de saber, pero los invitados se presentaban ya de improviso y tenían su propia personalidad. En vano trataba de programar y ordenar las presencias mediante textos y músicas propiciatorios. Las apariciones brotaban aleatorias, discutían sus asuntos, le forzaban a penetrar en su mundo histórico, si quería intervenir. No dejaba de ser hermoso conversar con Mozart o dormirse con Federico el Grande, pero David comprendía que las ansias de saber y de vivir mil vidas eran a costa de sacrificar su autonomía y ceder de su personalidad.
      La magia de las visiones empezó a orientarse intensamente hacia su propia existencia. Sus padres, sus amores, los amigos del pasado y los compañeros de hoy, aparecían en todo su inicial esplendor para que él les pusiera vida y movimiento, cambiando la realidad, imaginando vivencias, alterando episodios. Entonces, devenía dios y señor de su destino, viviendo mil historias tal y como hubiera deseado que sucedieran o, tal vez, como habrían sucedido si él hubiera sido más sensible, menos acomodaticio; vamos, en el fondo, menos apegado a su desván.
     Una tarde, se percató de que su ámbito estaba cada vez más desordenado y más sucio. La asistenta tenía vedado el acceso, cuidadosamente cerrado con llave. Decidió que había que poner fin a semejante desaseo, que habría avergonzado a su madre. Contrató unas horas suplementarias de limpieza general y decidió estar presente, en evitación de indeseadas alteraciones. Nunca había sentido más que curiosidad hacia la sirvienta, de procedencia lejana, ni joven, ni  hermosa. Pero bajo la luz cenital del lucernario, moviendo su cuerpo al compás de los quehaceres, la mujer le pareció el compendio de todas las gracias. Por unos momentos, el desván se llenó de fuego y de deseo. La ninfa se le abandonó de tal manera, que ni siquiera recordó luego los mil y un nombres que él vertió al oído durante el abrazo, ninguno de los cuales era el suyo propio.
     Nada era igual que en el piso de abajo. David subió al desván la cama de latón del cuarto de huéspedes. La exótica asistenta no tardó en despedirse pero, en honor del galán, hay que reconocer que el lecho conoció más frecuente uso en su nueva ubicación que en su primitivo emplazamiento. No todas las visitas apreciaban favorablemente el lugar del encuentro amoroso, pero la relajación ulterior resultaba espléndida, a la luz de la luna o bajo la cambiante bóveda de nubes y pájaros. El desván llegó a adquirir una cierta notoriedad en ciertos ambientes de la pequeña ciudad. Tras la experiencia inicial, David nunca había sugerido a ninguna chica que se sentara junto a él a contemplar las visiones; quiere decirse, que no pretendía ya compartir con nadie su vida y su futuro. No obstante, un rumor crecía incontenible, alimentado por las bocas que, con conocimiento de causa o sin él, comentaban: Parece otro. ¡Qué bien que David fuera siempre como en el desván! Los compañeros empezaron a aparecer de rondón por su casa y a sugerir tomar la copa en el piso de arriba. El anfitrión rendía tributo a tan tardía como inesperada popularidad con paciencia y buena cara.
Comprendió que la situación se le empezaba a ir de las manos, cuando el párroco lo encontró en la calle y, pese a su conocimiento meramente superficial, le preguntó con impertinencia:
-          ¿Qué tal, amigo David? ¿Cuándo salimos del desván y nos damos una vueltecita por las charlas sobre la Biblia?
-          Lo siento, padre, pero no cambio las experiencias del desván por una clase sobre el Dios del Sinaí.
     Y lo dejó con la palabra en la boca. De haber agotado el tema, David habría tenido que dar una lección de teodicea. En el fondo, su argumento estribaba en entender más consistente, para creer y entender la vida espiritual, la acción en él de una sinfonía del difunto Beethoven, que no el fuego inextinguible de una zarza en versión de un apócrifo Moisés.
***
      Llegó la tercera edad,  prólogo de la vejez, hecho de recuerdos y de olvidos. David se acogió a una jubilación anticipada y sus salidas del desván fueron cada vez más infrecuentes. Apenas leía el periódico o abría su mínima correspondencia, para leer las esquelas, para constatar la acción inexorable de la muerte. Cada familiar, amigo o compañero fallecido era bien recibido entre los muros iluminados por la claraboya, como si hubiese dejado el cuerpo en el cementerio para aposentarse en espíritu en el desván. La pared de las imágenes era ya por completo insuficiente para acoger la plétora de inscritos en el obituario. David no daba abasto a introducir, a presentar, a platicar. Las sombras parecían no hacer caso de él; iban y venían entre los trastos, cada vez más y más mugrientos; tenían su propia vida, al margen del anacronismo y de la simpatía. Como mucho, le dejaban observar, escuchar y meter baza de vez en cuando. Por otra parte, él ya no era el de antes: la incapacidad física, la torpeza mental le iban privando de acciones, de gestos, de nombres. Trataba de recordar penosamente la identidad de las figuras, la autoría de las músicas, la razón de haber conocido a quienes le sonreían desde los retratos.
     Subir los escalones le sofocaba. De tanto asirse y hacer palanca, los balaustres de la baranda se desencolaban y gruñían, advirtiendo del peligro. Decidió instalarse permanentemente en el desván y tratar de poner disciplina en el pandemonio en que se iba convirtiendo. De día, sus habitantes aceptaban sus siseos y se retiraban a los rincones cuando trataba de ordenar y limpiar la estancia. De noche, indisciplinados, gritaban, aullaban y giraban en torno suyo, forzándole a esconderse bajo la ropa de la cama de latón, en postura fetal. Cuando no podía más, buscaba el interruptor de la luz ansiosamente, para comprobar con terror que sólo la luna venía en su ayuda, ya que, al menos, ella se le daba gratis y no necesitaba para lucir del pago de la factura de la electricidad.
     Más tarde o más temprano, sucedió lo que era de esperar. Vecinos alarmados y parientes codiciosos solicitaron el auxilio de las autoridades y entraron en la casa. Lo que vieron les repugnó. David trató de explicarles que estaba viejo y enfermo, que no podía sobreponerse a la miríada de criaturas que poblaban el desván, que tal vez con su ayuda podría expulsarlos o, cuando menos, atenderían a razones. Todo fue en vano. Lo cogieron casi en volandas y allá fue, escaleras abajo, rumbo a una lejana residencia de ancianos, con atención psiquiátrica, habitaciones colectivas y hermosas vistas a la campiña. Tan sólo una chica, hija de unos vecinos, tuvo un gesto de piedad. Tomó del desván dos fotografías y se las entregó cuando esperaba en el recibidor que le hicieran la maleta. Sería casualidad, pero eran las instantáneas de boda de sus padres y de una sonriente quinceañera con un arbolito de navidad tras ella. Por cierto, ¿cómo se llamaba? Con los nervios, se le había olvidado, pero seguro que más adelante recordaría. Tomó los retratos y los escondió bajo la chaqueta de lana. Aún los tenía asidos cuando, tres días más tarde, subió al desván de la residencia y se tiró de allí abajo. Y es que era más moderno que el de su casa y tenía una hermosa terraza, desde la que echarse a volar.


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