sábado, 23 de abril de 2011

LA VENUS PÚDICA

Por Federico Bello Landrove

     Ya se sabe que la deformación externa no tiene por qué afectar a la belleza interior. En este breve relato, una profesora mastectomizada encontrará en el arte la prueba de la verdad anterior.

      Era el hallazgo arqueológico de su vida. Las ruinas de Termancia, a las que había dedicado gran parte de su trabajo en los últimos doce años, por fin le rendían pleitesía y fama. Las excavaciones de la Casa del Acueducto hacían surgir, como de las entrañas de la tierra, una bella copia de la Venus de Menofanto, cuyo original se encuentra en el Museo Nacional Romano.
     Bien es verdad, que se trataba de un bronce de no más de cuarenta centímetros de altura pero, aun sin necesidad de limpiarlo y examinarlo a fondo, podía apreciarse la belleza del rostro, la finura y esbeltez del cuerpo, la calidad de los pliegues del ropaje con el que apenas cubría el pubis. El corte y la forma del peinado revelaban que –como en ciertos casos, ya antes reseñados- se había tratado de honrar a una beldad de la época de los Antoninos, dando su rostro a la diosa.
     La escultura estaba maravillosamente intacta. Hasta los dedos de las manos parecían sujetar con firmeza las ropas al salir del baño, o cubrir coquetamente el seno izquierdo, sin lograrlo por completo.
     La profesora no lo dudó. Tan pronto estuvo libre la estatua de lo más grueso de la arcilla adherida, envolvió la pieza cuidadosamente, la colocó en una caja y salió con ella para Madrid. No se encontraba en condiciones anímicas como para conducir; de modo que pidió por teléfono un taxi al Burgo de Osma y, al subir, dijo al conductor, ante la perplejidad de este: “Conduzca usted con mucho cuidado, que llevamos un pasajero excepcional”.
     El viaje se le hizo muy corto a la profesora. Con el mágico paquete bien sujeto en todo momento, su mente recorrió los múltiples caminos de su vida y sus tareas. Pero siempre iba a parar al mismo punto de destino: el día, tres años atrás, en que le comunicaron los resultados de un reconocimiento médico y estuvo a punto de perderlo todo: fuerza, ilusión, amor, trabajo… y la vida. Bueno, es cierto que el amor se quedó en el camino: no todos eran tan fuertes y generosos como ella había llegado a ser. Con todo, a la siguiente campaña de excavaciones, estaba de nuevo al pie del cañón, y ahora…  Ahora, regenerada, animosa y con buen pronóstico en las revisiones clínicas, acababa de recibir una alegría que lo compensaba todo.
***
     Entregó personalmente la Venus en el Museo Arqueológico Nacional a su querido maestro, entre abrazos y alguna que otra lágrima por ambas partes al comentar el hallazgo. Comieron juntos, rápida y gozosamente, en un restaurante próximo (“tengo que estar en El Burgo para cenar”) y, al despedirse, el viejo arqueólogo le dijo:    
-          Felicidades, doctora. Me encargaré personalmente de dirigir los trabajos de limpieza y restauración. Te llamaré tan pronto estén concluidos…,  aunque no te creo capaz de resistir hasta entonces.
     La doctora, en efecto, no fue capaz. Dos semanas más tarde, regresaba al Arqueológico con un pretexto cualquiera. Su maestro no se encontraba presente, pero exigió que la llevaran hasta su Venus, para comprobar la marcha de los trabajos. Los pasillos y escaleras se le hicieron interminables. Finalmente, llegó y vio. El corazón galopaba y las rodillas apenas la sostenían. Sobre un pedestal provisional, a contraluz, era una visión sublime. Se acercó lentamente, hasta que sus ojos parecieron cruzar una mirada con la dulce y pura de la diosa…
Un grito agudo, apenas contenido por la presencia del ordenanza, brotó de su garganta. Bajo la mano derecha de Venus no había pecho alguno, de suerte que los dedos velaban la carencia, no la turgente curvatura.
     Por unos momentos, estuvo a punto de salir huyendo. Pero, finalmente, extendió el brazo, tocó con el dedo índice el pecho ausente y, como en un sueño, besó la mejilla de la estatua y pronunció tres palabras de manera apenas audible:
-          Te comprendo, querida.
     La voz del empleado la trajo a este mundo, de manera un tanto brusca:
-          ¿Le pasa algo, profesora?
     La profesora sonrió y dijo:
-          No es nada. Sólo que, por un momento, creí encontrarme frente a un espejo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario