sábado, 9 de abril de 2011

FANTASÍA O REALIDAD

Por Federico Bello Landrove

     Dicen que la Historia se repite, pero ¿y la fantasía? El presente relato, ambientado en Castellar-Valladolid en los años de la Guerra Civil, parece dar a entender que sí. El argumento de El cazador furtivo de Weber y la vida del soldado Benito, protagonista de mi narración, se dan la mano, en ambos casos con un final feliz, nacido de la compasión y el amor, que nos hace preguntar: ¿fantasía o realidad?  Aunque, a lo mejor, tal interrogante carezca de sentido.

1.      El cazador furtivo
     El verano pasado tomé con mi esposa unas cortas vacaciones en el balneario de C., entre montañas próceres que apenas permitían el paso a un río modesto, de aguas limpias y orillas de tupida vegetación. Hicimos allá coyunturales amigos –como es habitual en tales ocasiones-, entre ellos, una simpática pareja, de edad próxima a la nuestra y oriundos de la misma ciudad en que nosotros vivimos.
     Nuestro vespertino paseo por los alrededores ajardinados del balneario se vio interrumpido una tarde por la típica tormenta de verano, apenas anunciada por el gruñido de los truenos y las ráfagas de viento. A duras penas nos dio tregua el aguacero, hasta llegar a la minúscula cafetería, tanto más pequeña, al lado de los gigantescos árboles centenarios que crujían y aullaban a cada ventolera. Tal vez, la soledad del recinto y nuestro propio empequeñecimiento ante las fuerzas de la naturaleza, desvió la conversación por derroteros un tanto tenebrosos:
-          Por mucho que el progreso avance –filosofaba yo-, no dejamos de sentir fuertes impresiones, y hasta algo de miedo, en tardes tan violentas y oscuras como esta.
-          Ciertamente –apostilló Carlos-; sentimientos que propician reflexiones profundas y pensamientos fantasiosos.
-          Hombre, Carlos –replicó mi esposa-, no nos dejemos llevar hacia terrenos románticos, de corte más o menos becqueriano.
-          ¿Y por qué no? –intervino Lucía-. ¿Acaso ya no creéis en el poder y la acción de lo sobrenatural o lo fantástico?
     Una sonrisa de suficiencia debió de dibujarse en nuestros labios, pues Lucía prosiguió:
-          Bien, no aseguro que lo extraordinario e inexplicable siga vigente a día de hoy; pero, al menos, puedo asegurar que sí campaba por sus respetos hace unas cuantas décadas. Y, si no, ahí tenéis la historia de mi abuelo.
     Escuchar estas palabras y pedirle que relatara lo sucedido a su antepasado, fue todo uno. Repusimos el café en nuestras tazas, nos arrellanamos en el canapé y nos preparamos para oír lo que imaginábamos un simpático cuento o una jácara divertida. Lucía, en todo caso, no se hizo de rogar y narró la siguiente historia.
***
     Mi abuelo materno –comenzó Lucía- era un joven como de veinte años en vísperas de nuestra guerra civil. Poco inclinado a los estudios, estaba predestinado a seguir con el negocio de ultramarinos de su padre, quien había reclamado su ayuda en la tienda, apenas el mozo terminó los días escolares. Benito –que así se llamaba mi abuelo- era un buen muchacho y no hacía ascos al trabajo. Sus dos únicas y grandes aficiones eran las chicas guapas y la música clásica. Lo primero no requiere de más explicación y lo propiciaba con pequeños favores a las agraciadas, tales como una pequeña sobrecarga en el platillo de la balanza, un mínimo descuento en el total de la factura, o llevarles el pedido a casa puntualmente y por propia iniciativa. Ni que decir tiene que criaditas e hijas de familias modestas lo tenían en gran concepto y no hacían ascos a sus invitaciones; todo –como decía la zarzuela- con buen motivo, claro está. A fin de cuentas, se consideraba todavía muy joven para comprometerse y, en cualquier caso, no había dado aún con la chica de su vida. Tal vez, las chicas de la vida de uno no vayan a hacer la compra a la tienda de la calle Alcalleres…
     Lo de la música clásica era un misterio. El abuelo Benito no tenía formación musical, ni buen oído, ni dinero para frecuentar los teatros y salas de conciertos, tan poco abundantes y de tan menguada programación en Castellar. Pero es el hecho que la mayor parte del importe de propinas y sablazos a su padre era sistemáticamente invertido en aquellos discos de pizarra, alimento del espectacular gramófono, que yo aún llegué a conocer: alta base octogonal de madera y metal plateado,  espectacular bocina estriada de latón, con aguja de acero inoxidable y una formidable velocidad de setenta y ocho revoluciones por minuto. En fin, la discoteca del abuelo, por supuesto, era muy modesta, no más de quince o veinte discos. Entre ellos, uno cuyo contenido reproducía una y otra vez, aún a riesgo de rayarlo. Contenía obras de Weber; ignoro cuántas pero, entre ellas –sin ninguna duda-, la Invitación al vals y la obertura de El cazador furtivo.
***
Un día del mes de febrero de 1936, el abuelo Benito vio sobre la valla de un solar el cartel anunciador de una función de ópera. Acercóse a leerlo con detalle y cuál no sería su emoción y sorpresa, cuando pudo constatar que se trataba de su Cazador weberiano. La daban en el principal teatro de la ciudad y hasta allí marchó el joven, demorando por un rato los pedidos. Una vez en el zaguán, se aproximó a la taquilla y escrutó la lista de precios. Las localidades de deficiente visibilidad o acústica estaban casi al alcance de su economía, pero las que verdaderamente merecían la pena doblaban, cuando menos, el importe de sus ahorros. Vacilaba sobre el camino a tomar, cuando hete aquí que se le acercó un caballero, aún joven, bien trajeado, “con sombrero, gafas y bigote” –recordaba el abuelo, mucho tiempo después-, y le dijo, más o menos, lo siguiente:
-          Muchacho, ¿te interesaría una entrada de platea? La había sacado días atrás y ahora resulta que no puedo asistir esta noche.
-          ¡Claro que me gustaría, señor!, pero, si ya al precio legal no puedo permitírmelo, mucho menos al de reventa.
-          ¿Y quién te ha dicho que quiera cobrarte un precio?
-          Entonces, ¿qué es lo que quiere usted a cambio?
-          Todo lo que encuentres dentro del teatro, durante la representación.
     El abuelo Benito no era tonto y desconfió al instante de tan generoso ofrecimiento. Pero la fuerza del Cazador era casi irresistible. Por otro lado, ¿qué podía tener que entregarle? El programa de mano; tal vez, alguna moneda, o un pañuelo que perdieran o dejasen olvidado otros espectadores… En fin, que cedió y se manifestó de acuerdo. El caballero sonrió y le entregó la entrada. Mi abuelo le dio las gracias y, cuando iba a retirarse, se acordó:
-          ¿Cómo podré encontrarle, si es que hallo algo y he de entregárselo?
-          No te preocupes, chico: seré yo quien haga por buscarte.
***
     Con sus mejores galas y un poco discreto tufo de lavanda a granel, el abuelo tomó asiento en la platea, tras saludar colectivamente a los asistentes aledaños. Repasó el programa y fijó por un momento la mirada en el llamativo telón de boca del escenario. Por poco tiempo, pues acababa de llegar y tomar asiento a su lado derecho una verdadera preciosidad, de edad parecida a la suya, que inmediatamente lo deslumbró. Muchos años después, él nos contaba el encuentro, describía al personaje y detallaba su vestuario con todo lujo de detalles, pero con notables variaciones a cada vez que lo relataba. Lo cierto es que Benito no se separó de Aurora en toda la noche, aprovechando los entreactos, la momentánea soledad de la joven y su común conocimiento y amor por aquella ópera. Al concluir la función, la acompañó hasta su casa en la plaza de los Arces y logró de sus labios un tímido compromiso de salir juntos al domingo siguiente:
-          Yo suelo ir a misa de doce a San Miguel, dejó caer la joven, por toda respuesta.
     Los meses siguientes transcurrieron emotivos y veloces. Mi abuelo trabajaba con más seriedad y rapidez que nunca, a lo que contribuía, sin duda, no tener ya que complacer ni dar palique a las bellas compradoras. Y es que no tenía ojos ni palabras más que para su dulce Aurora, quien también se sentía atraída –aunque mucho menos fogosamente- por el oficial de tendero. Mi bisabuela debió de percatarse del cambio y su causa, y le preguntó:
-          Benito, pero ¿quién es esa chica? ¿A qué se dedica? ¿Y su familia?
     Y Benito callaba o simulaba ignorancia. No le hacía mucha gracia tener que confesar que Aurora florecía en una familia de clase media, bastante significada políticamente, y estudiaba Químicas en la Universidad de Castellar. Después de todo –como él decía-, la República pregonaba la igualdad de todos los ciudadanos y la libertad de ideas. Bueno, también se decía algo  de la lucha de clases y el muy mal ambiente de rivalidad política, pero eso no rezaba con ellos.
***
     A primeros de junio, Benito y su bicicleta de pedidos casi atropellan al atildado y generoso caballero de la entrada. Mi abuelo siempre sospechó que el encuentro no fue casual y se hacía de cruces por lo inesperado:
-          ¿Querrás creer que no lo vi hasta que estuvo encima? Como si hubiera aparecido de la nada.
     Sea como fuere, tras unas frases tópicas y un poco tirantes, el encontradizo fue al grano:
-          Bueno, bueno, mi joven amigo,  ¿y qué, encontraste algo en el teatro?
-          Nada, ni un pañuelo, ni un cigarrillo, ni cinco céntimos. Nada. Bueno, como no sea el programa que nos dieron al entrar…
-          No, hombre, no. Yo me refiero a otro tipo de cosas más importantes. No sé, un abrigo, un billetero, alguna persona…
-          ¿Cómo persona? –mi abuelo se pudo en guardia-. No pretenderá que le entregue a alguien, como si fuera un esclavo. Además, yo entendí…
-          Pues creo haber sido muy claro: deberías entregarme cuanto encontrases en el teatro durante la representación. No, desde luego, lo que ya fuera tuyo o conocieses de antes, pero sí lo que hallases de nuevo y retuvieses o quisieras como propio. No hubo distinción entre personas y cosas. Y tú aceptaste de buen grado.
     Mi abuelo creyó habérselas con un chiflado y, en cualquier caso, no estaba de buenas aquel día:
-          Oiga usted, o deja de molestarme pidiendo tonterías, o llamo a un guardia de seguridad.
     El caballero también se remontó y replicó desabridamente:
-          Has de saber, jovencito, que estoy perfectamente al tanto de lo tuyo con esa damisela de los potingues y la alquimia. Así que no te queda más que una alternativa: o me la entregas de la forma que yo te diré, o la dejas, disculpándote conmigo y ofreciéndome alguna otra promesa; esta vez, con propósito ineludible de cumplirla.
-          ¿Ah, sí? ¿Y de qué modo habría de ofrecérsela? ¿Envuelta en celofán, tal vez?
-          No es precisamente su cuerpo lo que yo quiero. A ti cumple corromper su alma. El resto es cosa mía.
     Mi abuelo debió suponer que era víctima de una ensoñación o de los delirios de un vesánico. El caso es que montó nuevamente en su bicicleta y “salió pedaleando como alma que lleva el diablo”. Ignoro si tal comparación la hacía, o no, a propósito. Sí me consta que no volvió a tener noticias del extraño caballero hasta que, mes y medio más tarde, se topó con algo aparentemente más ineludible y peligroso: la guerra civil.

2.  Un tirador infalible
     Dada la edad de mi abuelo, inmediatamente lo llamaron a filas, si es que no fue él quien se presentó voluntario. Apenas tuvo tiempo de despedirse de Aurora, agobiada, a su vez, por la oleada de detenciones y represalias que, por razones políticas, sufría por entonces su familia. La angustia de Benito era grande, pero la camaradería militar y el poner en juego la propia vida dejó pronto en segundo plano todo lo demás. Se alistó en el Regimiento de Infantería número 25, de guarnición en Castellar, y le tocó la sección mandada por un tal teniente Samiel, que, desde un principio, le resultó a mi abuelo extrañamente familiar. Si no hubiera sido por los cambios en el corte de pelo, la supresión del bigote y la desaparición de las gafas, amén de una mayor delgadez y apariencia juvenil,  hubiera dicho que era el famoso caballero de la polémica que os he relatado antes. Sin embargo, el teniente no daba señales de conocer a mi abuelo ni, menos aún, de estar a mal con él. Antes al contrario, lo distinguía especialmente con los mejores servicios de armas y cuartel, y hasta le invitaba a compartir en ocasiones sus viandas. Ni que decir tiene que el soldado le respondía con el mayor de los respetos y correspondía con algún regalo del almacén de su tienda de la calle Alcalleres.
Un día antes de concluir la rapidísima instrucción que recibían los individuos de tropa antes de mandarlos al frente, Samiel llamó aparte a mi abuelo y le dijo:
-          Benito, eres el mejor de los hombres de mi sección y te he tomado un especial afecto. Nada mejor para demostrártelo que hacerte un obsequio que puede salvarte la vida.
     Y, ante la estupefacción de mi abuelo, el teniente sacó de un bolsillo de su guerrera un peine con siete balas de deslumbrante brillo, y prosiguió así:
-          Estas balas, por la calidad de sus materiales y la perfección de su fábrica, tienen el  maravilloso poder de alcanzar cualquier blanco, por pequeño o alejado que esté. Pudiera decirse que se dirigen con la mirada del tirador. Eso sí, tal poder sólo puede ejercerse con seis proyectiles de cada siete. El séptimo, por un defecto del artesano, tiene tan grande y caprichoso índice de desviación, que indefectiblemente fallará en alcanzar su objetivo.
     Samiel tendió el peine a mi abuelo quien lo recibió, entre dubitativo y esperanzado. Antes de guardarlo en la cartuchera, se atrevió a preguntar:
-          Mi teniente, ¿cómo puede distinguirse la mala bala de las perfectas?
-          Por una muesca, apenas visible en el casquillo. Pero no te preocupes, si yo estoy a tu lado cuando la dispares, procuraré que no produzca otro daño que aquél que estuviera escrito que haya de acaecer.
***

     Antes de marchar para el frente, el pelotón de mi abuelo salió a patrullar por las calles de Castellar, en previsión de asaltos de guerrilleros o saqueadores. Era de noche, sin apenas luces por temor a la aviación. En el barrio de las Delicias, oyeron los gritos apagados de una mujer y unos bultos agrupados, que daban a suponer un intento de violación. Las voces de los patrulleros no parecieron impresionar a los agresores, quienes estaban aún a distancia tal, que hacía presumir pudiesen consumar su propósito. Mi abuelo buscó casi a tientas el peine de las balas mágicas, cargó con una de ellas su mosquetón, encaró el arma y la disparó, sin apuntar apenas.
-          ¿Estás loco, soldado?, gritó el sargento comandante. Puedes haber matado a la mujer.
     Pero no. Al llegar al lugar del asalto, el cuerpo sin vida que yacía con la sien atravesada era masculino. Sus compinches habían huido, abandonándolo. La mujer, sollozando, acertó a decir:
-          Ese maldito era un vecino mío. Iban a violarme y él resultó ser el peor de todos.
     Pero casi nadie atendía las razones de la señora. Todos los ojos eran para mi abuelo. El sargento gruñó:
-          En mi vida he visto puntería semejante.
     La hazaña se divulgó por todo el regimiento y llegó a oídos del Gobernador Civil. Todavía por aquellas fechas paqueaban algunos republicanos irreductibles. Aprovechando la noche y su conocimiento de terrazas y tejados, hacían inseguro el tránsito por las calles desde la puesta del sol. Uno de ellos, apodado El Estrecho, tenía especial fama, al haber fijado algunos pasquines jactándose de no dejar vivo a militar o guardia que se aventurara por el barrio de Santa Clara. En fin, que a mi abuelo y dos tiradores más de élite de otras unidades les tocó jugársela en la oscuridad, frente al Estrecho y los suyos. Toda la noche estuvieron saltando de tejado en tejado, intercambiando disparos. A punto de amanecer, apenas una sombra se perfiló junto a una chimenea. Mi abuelo extrajo una bala del peine especial, cargó, apuntó y disparó. Un cuerpo rodó tejas abajo, hasta impactar contra los adoquines del pavimento. Era El Estrecho, con una bala en el corazón. Días más tarde, el coronel del 25º de Infantería condecoró a mi abuelo y le entregó los galones de cabo. No pudo disfrutarlos en Castellar pues, al día siguiente, su regimiento salió camino del frente en la sierra de Madrid.
***
     El abuelo recordaba perfectamente la ocasión en que tuvo que emplear la tercera bala maravillosa. Entre riscos de granito y pinos montanos, los milicianos tramaron una avanzada que dejó cercada a la compañía de Benito. Dos cenetistas, con bayoneta calada, se echaron sobre su mejor amigo, Elías, compañero de colegio y ebanista de manos prodigiosas. El abuelo tiró de proyectil mágico y dejó seco a uno de los del pañuelo rojinegro. El otro atacante quedó paralizado por un momento, el que empleó Elías, ya alertado, para mandarlo al otro mundo de un pistoletazo a bocajarro.
     Pero, si inolvidable fue el episodio de la tercera, aún lo fue más el de la cuarta bala. En una avanzada, montaña arriba, Samiel, al frente de sus hombres, cayó en una trinchera y se vio rodeado de una escuadra enemiga. Mi abuelo no lo dudó. Lo siguió como un poseso, gritando y aullando, empleó su mágico proyectil para derribar al cabo que estaba apuntando a Samiel y la emprendió a culatazos con los demás. Lejos de sentirse conmovido, Samiel le preguntó, una vez pasado el peligro:
-          ¿A qué haber empleado una bala en mi defensa? No pretenderás que te agradezca el despilfarro.
-          Hombre, mi teniente, yo pensé que la vida tendría un valor para usted.
-          A veces creo que ya he vivido demasiado. En cualquier caso, en lo sucesivo, cuídate tú, que yo me basto y sobro.
      Ciertamente, en los meses siguientes, mi abuelo tuvo necesidad de cuidarse muchas veces y en dos de ellas gastó las dos balas maravillosas que le quedaban. Él no recordaba muy bien en dónde había sucedido tal cosa: que si en Somosierra, que si en la Ciudad Universitaria o en el Jarama. Ello es que, a las órdenes de Samiel, ya promovido a capitán, luchó mucho y con gran valor, alcanzando el grado de cabo primero y el derecho, allá por mayo del treinta y siete, a un bien ganado permiso de un mes en Castellar.
***
     Algunas veces –pocas, la verdad-, el abuelo Benito me recordó la última ocasión en que vio a su Aurora. Fue junto a la iglesia de San Pedro, cuando ella venía de llevar algún alimento a su padre en la Cárcel Nueva. Huidiza, demacrada, sin hablar apenas, diríase que casi no lo reconoció. Él hizo por acompañarla hasta su casa, pero Aurora miraba con aprensión el uniforme caqui, sobre el que resaltaban los galones dorados y las polícromas condecoraciones.
-          Ya no vivimos donde antes –acertó a decir, con un hilo de voz-. Nos han acogido unos amigos en la plaza de San Nicolás. Es que en nuestra casa hubo un pequeño incendio y, entre el fuego y el agua, quedó inhabitable. Ya ves, a perro flaco…
     Mi abuelo le dio cuanta conversación pudo y, ya a la altura de las Brígidas, aprovechando el estar la plaza desierta, atrajo dulcemente, sin resistencia alguna, a Aurora hacia sí y debió de decirle, más o menos, estas palabras:
-          Querida, maldigo esta guerra, que entre todos trajeron pero que sufrimos en especial quienes menos culpa hemos tenido en ello. Soporta el sufrimiento inexorable, pero ten por seguro que no estás sola; que, cuando acabe –como todo en este mundo-, volveré a ti y formaremos una nueva familia, sin miedos y sin bandos.
     Supongo que le daría un beso, pero el abuelo sólo recordaba que ella había posado un brazo en el suyo y que, como una sonámbula, le había acompañado, cada vez más firmemente asida. Llegados que fueron al portal del temporal albergue de Aurora, mi abuelo le pidió verla de nuevo. Ella no contestaba, yerta, inexpresiva, doliente. Su Benito comprendió que podrían haber sido demasiadas emociones para aquella, a quien sólo sostenían la rutina y la impasibilidad. Posó un beso en su frente y le metió un billete de veinticinco pesetas en el bolso del chaquetón. Se quedó como pasmado en la acera mientras la joven era engullida por la semioscuridad del portal e iniciaba penosamente la subida de la escalera. Luego, el apuesto y valiente cabo primero corrió a ponerse al amparo del santo obispo de Myra y, cayendo de rodillas a los pies del templo, rompió a llorar inconteniblemente.

3.  La séptima bala
      Aun cuando el mes de junio hubiese apenas comenzado, la siega iba ya de avanzada, madrugadora y ubérrima. Casi todas las auroras –excluidas las de domingo y fiestas de precepto-, los camiones llevaban, San Isidro arriba, su carga de vida, convertida instantes después en fardos de muerte, entregados a sus familias o tirados de modo inmisericorde en fosas comunes. Así sucedería a la mañana siguiente, como supieron los soldados del Regimiento de Infantería número 25. Y es que había un pequeño problema, del que les informó el comandante Casquero:
-          Muchachos, les tocaba a los de artillería, pero ayer mismo han salido para el frente. Así que nos ordena el Gobernador Militar que formemos nosotros mañana el pelotón de ejecución.
     El sorteo distinguió a la compañía de Samiel. Aunque su graduación le exoneraba de dirigir la operación, pareció muy interesado en hacerlo personalmente y en escoger por sí mismo a los tiradores para tan funesto oficio del amanecer. Como es lógico, uno de los elegidos fue el infalible Benito Montero. Mi abuelo torció el gesto y estuvo a punto de protestar, pero Samiel le cortó en seco:
-          Dentro de un par de días volvemos al frente a seguir matando. No creo que te importe un par de fiambres más o menos. Y –prosiguió muy por lo bajo-, si no quieres mancharte las manos con alguno, ahí tienes la séptima bala.
     En un momento, mi abuelo comprendió la utilidad de la bala defectuosa y pensó que ninguna ocasión mejor para emplearla.
***
     Por cuatro veces, sonaron cerradas descargas de fusilería, seguidas del llamado tiro de gracia. El abuelo había cargado su mosquetón con las balas ordinarias y disparado al bulto, insensible, desganado, procurando dejar la mente en blanco. El quinto y último condenado quedó frente a la boca de las armas. Era un hombre algo mayor, alto, estevado, de pelo casi blanco y con barba. En una de sus manos sujetaba lo que parecía ser un crucifijo. La luz era aún tenue, pero a Benito le pareció que se trataba de una persona conocida. Incluso, diría que podía tratarse del padre de Aurora, a quien, en mejores tiempos, había visto en contadas ocasiones y de lejos. Por si acaso, echó mano de la bala imperfecta y la embutió en la recámara de su máuser. Por casualidad, se cruzaron las miradas de Samiel y suya. Aquél sonreía misteriosamente.
     A la voz de fuego, mi abuelo disparó un poco a la derecha del reo. Una precaución completamente innecesaria, pues la bala tomó una trayectoria mucho más divergente, perdiéndose a fatal velocidad, camino de la ermita del santo patrón de los campesinos. Pero, con las balas de sus compañeros de pelotón fue suficiente para segar la vida de aquel desgraciado. Mi abuelo preguntó:
-          ¿Quién era el último ejecutado?
-          Un concejal de Izquierda Republicana, apellidado Vallecillo.
     Justo: el padre de Aurora.
     Esa misma tarde, empezó a correrse un rumor, que El Noticiero de Castellar confirmó al día siguiente:
     “Trágico accidente en San Isidro.- En la madrugada de ayer, mientras asistía a distancia a la ejecución de su padre, fue alcanzada por una bala (presumiblemente, perdida de uno de los soldados del pelotón) la joven Aurora Vallecillo, de diecinueve años de edad. El accidente ha sido muy comentado, tanto por su trágico efecto, como por lo insólito de que un proyectil se desviara tanto y a tanta distancia. El señor Gobernador Civil ya ha dado las órdenes oportunas para que no vuelvan a repetirse sucesos como el que hoy nos entristece.”
     Afortunadamente para mi abuelo, el rumor no pasó de tal en los dos días que aún faltaban para regresar al frente. Desde luego, no conoció en aquellos momentos la identidad de la joven fallecida. No obstante, otra gran sorpresa estaba a punto de alcanzarle antes de la partida. Tras regresar el pelotón al cuartel, el capitán Samiel había desaparecido sin dejar rastro. Se hicieron numerosas indagaciones con nulo resultado. Nadie le había visto salir del recinto, ni se le conocían domicilio o amistades en la ciudad. El revuelo fue considerable, pero el coronel ordenó reserva, para no afrentar al honor del militar ni menoscabar el ánimo de la tropa a sus órdenes. Se hizo cargo de la compañía el teniente más antiguo y santas pascuas.
     Al hacer el petate para partir, mi abuelo encontró en su taquilla una nota manuscrita de Samiel, que éste debió de meter por una holgura del mueble, antes de desaparecer. Doy fe de su existencia y contenido, porque yo llegué a verla, arrugada y amarillenta, e hice una copia, que guardo en casa y recuerdo casi de memoria:
     Amigo Benito: Creíste burlarte de mí con el lance del teatro, pero olvidaste que el diablo es más listo que nadie y, como en tu querida ópera, te gané por la mano con el truco de las balas mágicas. Bien aprovechaste las seis infalibles (bueno, aprovechaste cinco, pues comprenderás que yo no necesitaba para nada tu ayuda, siendo inmortal), pero yo dirigí la séptima hacia tu perdición. Lamentablemente –algún día puede que lo sepas-, no pude hacerme con el alma de tu amada, pero, a cambio, me haré con la tuya, cuando conozcas lo que has hecho y te desesperes y odies por ello.
    Tu capitán, que te espera allí donde ahora marcha,
   Huberto Samiel Negro.
-          ¿Huberto Samiel Negro?, preguntamos a una mi esposa y yo a Lucía, nuestra infatigable narradora.
-          Claro –nos respondió-. Huberto, por el santo patrón de los cazadores. Samiel, que era el nombre del diablo de El cazador furtivo. Y Negro, por el apodo de  Cazador Negro, que daban a aquél los lugareños, en la misma ópera. Para mi abuelo, la cosa debió estar clarísima, en lo relativo al firmante. Del resto de la misiva hubo de instruirse dos años más tarde, cuando regresó a Castellar al terminar la guerra, convertido en un curtido y desengañado sargento.
***
     Pues bien –prosiguió Lucía-, a las alturas de 1939, Benito ya estaba al tanto del fallecimiento de  Aurora y de sus penosas circunstancias. Es más, no tenía dudas de que su bala hubiese sido la causa de la muerte. Pero estaba lejos de albergar odio o desesperación, como Samiel le había pronosticado. Era dolor lo que abrigaba su alma; dolor y un ansia incontenible de desvelar toda la verdad y ponerse a bien con Dios y con la familia de su inocente víctima. Por lo demás, repasando mentalmente el libreto de El cazador furtivo, ya había recordado el dato maliciosamente ocultado por su particular diablo: que la séptima bala, en realidad, no había seguido un camino aleatorio, sino que tenía que haber sido dirigida a su destino por el propio Samiel.
     Los pasos lo llevaron inconteniblemente hasta la ermita de San Isidro. El ermitaño, con el hábito recogido, preparaba la tierra de su huerto y recibió su presencia con extrañeza:
-          ¡Cuánto bueno, hermano! ¿Qué le trae por aquí?
-          Verá, padre, fui amigo de la chica que murió junto a esta ermita hace dos años y quería saber…
-          No me llames padre, pues no estoy ordenado. Sólo soy un siervo de Dios. Pero, sí, en efecto, aquella santa joven, Aurora, cayó herida de muerte, más o menos, donde tú estás ahora, mientras rezaba de rodillas por el alma de su padre y por las de quienes le quitaban la vida.
     Y, poco a poco, desgranando recuerdos y emociones, el ermitaño le fue revelando los pormenores de aquella madrugada. No había subido Aurora a su calvario para divertirse con el espectáculo –como tantos señoritos de Castellar-, ni para aborrecer y maldecir, como quería y había esperado Samiel, sino para orar cerca de su padre y hacer suya la primera palabra de Cristo en la cruz, de ella bien conocida y practicada: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
-          Murió compartiendo el sufrimiento de las víctimas y perdonando a los victimarios. No me cabe ninguna duda –que Dios me perdone, si blasfemo-. Murió en su santa gracia y desde aquel día está con él en el Paraíso.
     Mi abuelo, sin disimular la emoción, se arrodilló, besó el suelo y también rezó, lo poco que recordaba después de tres años de muerte y lucha fratricida. Luego, sacó de los bolsillos cuanto dinero llevaba y se lo entregó al ermitaño:
-          Yo fui quien disparó la bala que acabó con su vida. Tenga, para que se digan misas por su alma.
-          Hijo, tú no acabaste con su vida, sino que le abriste la gloria eterna. Ella no precisa de misas, pero, tal vez, haya necesitados en este mundo a quienes ofrecer con provecho tu limosna.
     Y, devolviéndole todo el dinero, puso su mano derecha sobre la cabeza  de mi abuelo y volvió a prestar su amorosa atención al plantel.
***
     Bien –puntualizó Lucía-, la historia podría acabar aquí. No obstante, un final relativamente feliz siempre reconforta, y más, en tarde tan siniestra y con una historia tan triste. Lo cierto es que mi abuelo, inspirado en parte por las palabras del ermitaño, fue a visitar a la familia de Aurora, que ya había regresado –aunque minorada en sus dos varones- a la casa de la plaza de los Arces. Hubo de darse a conocer, como figura borrosa de un casi desconocido pasado. Apenas cerraban la tienda de la calle Alcalleres, Benito se encaminaba al hogar de las de Vallecillo, donde la madre perdía la vista y luchaba contra la artrosis, cosiendo camisas y cortando pantalones, mientras su hija Cecilia la ayudaba, tras volver de la oficina de la Electra, y la benjamina, Francisca, repasaba sus lecciones y hacía los ejercicios de matemáticas, ayudada por mi abuelo. La conversación volvía, una y otra vez, hacia Aurora y los buenos tiempos, llamados antiguos, por más que estuviesen tan próximos.
     Una tarde de otoño, mi abuelo no pudo más y les contó el episodio de la ejecución y la bala maldita. La madre, doña Leonor, estuvo a punto de desmayarse y bien creo yo que no le perdonó nunca a Benito su participación tan especial en los trágicos sucesos. Francisca permaneció todo el tiempo con la boca abierta, mientras las lágrimas rodaban por su rostro. Pero Cecilia pronunció aquellas palabras que guardamos en nuestra familia como el mejor de sus recuerdos:
-          Pobre Benito, ¡cuánto habrás sufrido! Sólo eso faltaba para sentirte uno con nosotras.
     Lo que no habían logrado limosnas, provisiones, compañía, lo había podido la camaradería en el dolor. Cecilia, mi abuela Cecilia, había sabido sublimar el sufrimiento en amor, digna émula y sucesora de su hermana mayor.

4.  Epílogo
     Como buen físico, puedo ser sensible y apreciar un interesante relato, pero necesito distinguir la verdad de la fantasía, lo cierto de lo dudoso, las voces de los ecos. Así que, tan pronto estuvimos de regreso a Castellar, me puse en contacto con el Regimiento de Infantería número 25 –ahora 32- y solicité una autorización para consultar, en su archivo histórico, los expedientes de oficiales de la guerra civil.
     ¡Y allí estaba! Capitán Huberto (por cierto, sin hache: ¡qué le vamos a hacer!) Samiel Negro. Se había presentado en el cuartel el día 19 de julio de 1936, afirmando ser teniente de una poco conocida unidad de infantería de guarnición en Madrid, adonde no podía incorporarse, por razón de sus ideas de derechas. Intachable hoja de servicios. Acciones de guerra diversas y honorables, hasta el mes de mayo de 1937. Dos condecoraciones y ascenso a capitán por méritos de guerra. Desaparecido en vísperas de reincorporarse al frente, el día 6 de junio de 1937. Apertura de instrucción criminal por posible deserción, archivada provisionalmente dos años después, sin tener noticias de su paradero. Y nada más. ¿Suficiente, no?
     Así que, en lo que a mí respecta, estoy hecho un lío. ¿Fantasía o realidad? Juzguen ustedes mismos.
   
   

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