sábado, 30 de abril de 2011

EL VIOLINISTA CALLEJERO

Por Federico Bello Landrove

     Es todo verdad y, en mi opinión, no precisa de exordio.



     En mi camino del trabajo coincido con frecuencia con un hombre, aún joven, que toca el violín, acompañado de un perro. Nada original: un músico callejero, con un repertorio de Vivaldi a los Beatles, que espera una moneda y sonríe agradecido cuando la consigue. Nada original, la compañía de un paciente golden retriever, cuyo nombre –como el de su colega- ignoro. Nada original la calle, ni las personas que la recorren afanadas, ni yo mismo. Y, sin embargo, algo cambia y se transfigura cuando el arco acaricia las cuerdas y las notas, amorosas o rítmicas, se difunden por el aire contaminado de la ciudad y llegan a mis oídos. La memoria escarba entre los recuerdos; el paso se acomoda al ritmo de las piezas; mis ojos buscan la fuente sonora, como si yo temiera el delirio; el corazón late con mayor fuerza. En breves segundos, los sonidos se insinúan, crecen, son identificados, se mezclan con las imágenes, menguan y se extinguen. La ley del cuadrado de la distancia se cumple, inexorable; pero, más allá de la física, persiste el acorde de sueño y vida; trato de que el oído interior repita hasta la saciedad la melodía. Hay una burbuja de sonido dentro de una esfera de ensoñación, dentro de un espacio de memoria, dentro de un círculo de energía. Como la luz del día, cual las ondas en un estanque, la música llega adonde la materia no avanza y se va difuminando y perdiendo en un horizonte hostil y desmemoriado. La rutina hace la magia cada vez más frágil y más corta, salvo cuando pulsa la cuerda de mi propio corazón, amasado de vivencias irrepetibles, sean ellas exclusivas o compartidas.
     Camino en el tiempo y el espacio porque trabajo y me afano y busco realidades exteriores. Pero algo diferente me mueve a frecuentar precisamente esa calle, a anticipar las mismas sensaciones, a aminorar la frecuencia de mis pasos; a mirar siempre de soslayo al músico que conozco sobradamente, a acariciar mentalmente a su perro; a intentar repetir ritmos y melodías, aunque sé que mi oído es pobre y perezoso. Algo diferente, porque la música llena el espacio, lo altera con sus  notas diversas, hechiza mi mente y me exhorta a vivir el trabajo de hoy con las vivencias del ayer, con las personas ausentes, con los valores de la sociabilidad, con el futuro de mi tarea por hacer y de aquellas que, probablemente, ya no haré más.

      Alguien me ha dicho que el violinista callejero viene de familia de músicos  procedente de lejanas tierras, que su padre era –o es- un profesional del instrumento, que acaso tenga otros quehaceres y muy otras posibilidades. ¡Qué más da! La música es la lengua universal de los hombres y de los ángeles, superior incluso al amor, porque puede dar una idea del mismo, pero no a la inversa. No quiero saber más de lo que preciso, no quiero que se rompa el arcano entre mi músico y yo, de la misma manera que no quiero que se quiebre la sutil vibración que me hace, por un momento, un poco más grande, más vivo, más feliz.

      Tal vez un día me acerque al músico callejero y le cuente lo que ha llegado a significar en mi vida, en la de tantos otros –sin duda-, y le pida que no se vaya,  que no cese la música,  que toque un poco más, que siga despreciando el ruido de las alarmas y el bullicio de quienes no se percatan de su trabajo, ni siquiera de su existencia.

     Ese día compensará mi ridículo presente, cuando me aproximo al joven, deposito una moneda junto a él y esbozo una sonrisa de fraternidad. Esa misma sonrisa que él me devuelve, generoso y cordial, aunque yo me diga a mí mismo lo que él intuye y calla: Amigo, la limosna te la doy yo a ti.

No hay comentarios:

Publicar un comentario