viernes, 1 de abril de 2011

EL BAILE DE FIN DE AÑO

Por Federico Bello Landrove

     Viejas melodías y antiguos sentimientos se mezclan, con la conclusión de que todo es posible, si somos capaces de prescindir de esas ataduras ubicuas y aparentemente indestructibles del espacio y el tiempo.

      Huyendo de los recuerdos y soledad de un fin de año cualquiera, di con mis huesos en un crucero de esos que hacen periplos por el Mediterráneo. Precisamente, en la tarde del 31 de diciembre, coincidí tomando un coñac en la barra de la cafetería de segunda con un caballero, más o menos de mi misma, y avanzada, edad. La conversación brotó espontánea:
-          ¿Qué tal será la orquesta para esta noche?, preguntó mi interlocutor, por puro formalismo.
-          Me es indiferente, pues bailo como un pingüino emperador. Con tal que no desafinen…
-          … Y que no toquen Auld lang syne… Ya sabe, la canción para fin de año de todas las películas clásicas.
-          ¡Ah, ya! ¿Y qué tiene de malo, aparte de fomentar la nostalgia?
     El caballero se me presentó e inquirió:
-          ¿Tiene usted algo que hacer en la próxima media hora?
-          Nada, excepto contemplar las olas.
-          Pues vamos a sentarnos y le contaré una pequeña historia que le explicará mi recelo ante la susodicha melodía.
     Una vez acomodados, el señor M. relató, sobre poco más o menos, lo siguiente:
-          Hace tres años, divorciado por dos veces y con mis hijos y nietos felizmente ausentes –quiero decir, no por razón del desafecto-, se me ocurrió hacer el primer crucero de mi vida. Escogí, como ahora, el Mediterráneo, por aquello de pasar no mucho frío, y me vi sumergido en la barahúnda de la fiesta a bordo de fin de año, con su séquito de banquete, champán, antifaces, bailes y confeti. Creo que hasta portaba un estúpido gorro cónico, encasquetado por alguno de mis ocasionales compañeros de mesa. En esto que sonaron las doce campanadas y la orquesta atacó  los compases de Auld lang syne. Por tradición, nos pusimos todos en pie y, quien tarareando, quien con conocimiento de la letra, comenzamos a cantar la canción, echando el brazo por el hombro al sujeto más próximo. Yo, seguramente, por mor del alcohol ingerido, ni me percaté de que me tomaba tal familiaridad con una señora. El hecho es que, como es de cortesía, acabada la canción atraje a mi pareja y posé en sus labios un beso, apenas correspondido. La miré atentamente por primera vez y ¿a quién dirá que vi?
-          No sé. A una conocida quizás, o a Liz Taylor, ¿quién sabe?
-          Pues a mi primer amor –ni siquiera puedo calificarla de novia-, una chiquita de mi vecindad de adolescente, a quien nunca me atreví a besar. Hacía casi cincuenta años que no había vuelto a verla. Ya sabe, los padres, la vida…
-          Verdaderamente, sí que es una casualidad. ¿Y qué pasó después?
-          ¿Querrá usted creer que apenas cambiamos unas palabras? Sin saber muy bien lo que hacía –o lo que hacer-, me dirigí al buffet a cogerle una copa. Cuando regresé, ya no estaba allí y no la encontré en toda la noche. A la mañana siguiente, solicité como favor especial a uno de los oficiales que comprobase la lista de pasajeros. Fue en vano. Débora no figuraba en ella.
-          Mala suerte. ¿No sería una visión, o alguien parecida a ella?
-          …O efecto de una noche de farra, ¿verdad? No, amigo. La voz y la sonrisa eran inconfundibles, aunque hubiera pasado media vida.
-          ¿Entonces?
-          No tenía, ni tengo, mucho que hacer. Regresé a la ciudad de mi infancia e hice por encontrarla. No lo conseguí, pero sí me dieron noticias de ella: ¿Débora, Débora Lafuente? Falleció en Madrid hace unos años. Vinieron a enterrarla acá.
     No supe que decirle, ni falta que hizo. Como un consumado actor, se levantó e hizo mutis por el foro. Pero, a medianoche, mientras yo procuraba besar a alguna que mereciese la pena, a los sones de Auld lang syne, mis ojos dieron con el señor M. que, en medio del salón, volvíase en todas direcciones, con la mirada perdida, y no solo por efecto del alcohol.
 

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