sábado, 23 de abril de 2011

COMPLETANDO A SCHUBERT


Por Federico Bello Landrove

     Pocas dudas ofrece que obras o relaciones formalmente inacabadas pueden ser más hermosas y decisivas que las que aparecen como conclusas, como si el que accede a ellas solo pudiese contemplarlas, sin poner nada de su parte. La Sinfonía Inacabada de Schubert sirve de punto de partida para ilustrarlo y una relación epistolar para desarrollarlo en el relato. ¿Quién no ha vivido la agridulce experiencia de que sus cartas no sean contestadas?


1.   Fuego y humo

     Sentada a la vera de la chimenea, Alicia Harrison alimentaba el fuego echando lentamente a las brasas pequeños grupos de cartas. Junto a ella, una mesita baja, aún con varios paquetes de misivas, relativamente gruesos y con apariencia de antiguos. La mirada, perdida en las volutas de humo; el gesto, levemente crispado; los movimientos, parsimoniosos. El cabello, casi totalmente blanco, se agitaba superficialmente en la corriente establecida entre la fogata y la ventana entreabierta. El rostro enrojecido traslucía, a un tiempo, el calor del lugar y la emoción del momento. Y es que, como quien dice, la profesora Harrison se estaba despidiendo de su pasado, iba haciendo cenizas su testimonio más querido.

     Dos meses atrás, había dado la última clase a sus alumnos de la Universidad de Cornell. No había querido alharacas: una comida con sus colegas de cátedra en un recoleto restaurante de Ithaca –ramo de flores y placa de plata incluidos-  era todo cuanto había consentido que solemnizase su adiós a cuarenta años de docencia y su bienvenida a la octava década de su vida. Ni discursos, ni panegíricos en el Daily Sun o en el Chronicle; sólo un brindis a cargo del Presidente de la institución, antiguo alumno suyo, cuyas palabras le habían sonado a tópico y afectación. Por su parte, ella había hecho honor a la fama de rigor y carácter que la acompañaba, con una contestación lacónica y precisa:

-          Amigos, no es este el momento para dejar volar la memoria y los sentimientos y menos aún, una veterana profesora de la Liga de la Hiedra[1]. Así que sólo diré dos palabras, de corazón: perdón y gracias. ¡Ah, y adiós! El clima de Nueva York no me sienta bien; de modo que tengo previsto acabar mis días en Florida. Ya les mandaré las señas.

     Tal vez, más que la salud, había influido en su decisión la insistencia de sus dos hijos, que residían en Houston y Atlanta y solían veranear conjuntamente en Palm Springs. No entraba en los designios de Alicia irse a vivir con ninguno de ellos, pero sí frecuentarlos en navidades y otros periodos festivos. Las nueras eran cariñosas y tenía nietos que, por carácter o edad, congeniaban con ella. Precisamente, Vicky, la menor de todos, voluntariamente había prolongado su estancia como alumna de primer año en Cornell, para ayudarla con la mudanza. Regresó súbitamente de darse una zambullida en el lago Cayuga y encontró a su abuela de fogonera, como hemos visto. Alicia no dio muchas explicaciones, ni Vicky se las pidió, por más que había captado al vuelo la naturaleza del material inflamable:

-          ¿Te ayudo, abuela?, preguntó maliciosamente.
-          No, cariño. Me las arreglo yo sola, aunque con calma.

     La nieta salió respetuosamente de la sala y abuelita apresuró la quema. No le vino mal, porque estaba pasando un mal rato y le remordía bastante la conciencia.

     Cenaron las dos solas, en la cocina del apartamento a medio desmantelar. La mudanza las tenía a ambas confusas y agotadas. Ni una ni otra tenían muchas ganas de hablar y desechaban mentalmente los temas de conversación que se les ocurrían. Finalmente, Vicky jugó con su astucia habitual:

-          No sabes lo bien que me ha sentado el baño. El agua estaba deliciosa. En cambio, tú, aquí, con la chimenea encendida y con lo que humea el papel al quemarse…
-          Descuida. La tanda de hoy era la última. Todos los documentos que quedan son para meterlos en cajas y dejarlos en la Universidad o llevarlos a Florida.
-          Me alegro, abuela, porque a tu edad tiene que ser doloroso desprenderse de tantas cosas. Juzgo por mí, que lo guardo todo, como una hormiguita.
-          Espero que Dios me conserve la memoria. Mientras pueda retener y recuperar los recuerdos en ella, no necesito reliquias. Nunca he sido fetichista.

    La conversación giró hacia otros derroteros, aunque Alicia sentía ganas de sincerarse. No obstante, hizo lo que solía: pensárselo dos veces antes de confiar a nadie sus secretos. Pero las palabras que había pronunciado acerca de la memoria todavía sonaban en sus oídos cuando se despidió de Vicky con un beso. Comprendió que fiar tan importante recuerdo al incierto futuro no dejaba de ser una temeridad. Así que colocó su entrañable Underwood portátil sobre el tocador de su dormitorio, cogió un rimero de folios y una caja de papel de calco de la mesa del despacho y se sentó a escribir, a solas con sus recuerdos. Le llevó más de la mitad de la noche, y eso que escribía rápidamente y sin apenas hacer correcciones. El resto de este relato recoge literalmente el texto, amorosamente conservado por su nieta menor, quien añadirá en el epílogo alguna observación de su cosecha. Con esa condición me ha dejado publicar los recuerdos de su abuela, tal y como quedaron cifrados una noche de agosto de mil novecientos ochenta.


2.  Los recuerdos de Alicia

     Vine a Cornell, desde mi casa familiar en Topeka, al comenzar el curso de 1928. Me acuerdo bien del año por un detalle nimio, pero que se me ha quedado grabado profundamente. Un señor del asiento frontero del vagón entretenía el largo viaje leyendo no sé qué diario. Destacada, una noticia: El pianista Frank Merrick gana el premio de la Columbia para completar la Inacabada. Eso (que no me atrevo a calificar de disparate, por lo que luego se verá) sucedió sin duda en 1928, centenario de la muerte de Schubert. Bueno, también podría fijar la fecha por lo que acaeció cuando yo estaba en segundo curso: me refiero al crac del 29, que arruinó a mi familia, entre otros varios millones de ellas. Si yo no hubiera contado con una generosa beca del Washburn College de mi ciudad de origen, habría tenido que abandonar los estudios y dedicarme a escribir panfletos publicitarios y solicitudes de empleo, en vez de poemas y novelas. Pero eso tampoco estoy muy segura de que hubiera sido una desgracia para la humanidad.
     El consejo de mi padre y el montante de la beca eran favorables a descartar mi alojamiento en el campus, como contrario a la intimidad y a la economía. Yo fui del mismo parecer en cuanto conocí Ithaca, deliciosa pequeña ciudad, rodeada de colinas y bosquecillos y acariciada por las aguas de un lago. No lo dudé. Alquilé una espaciosa habitación en East Seneca Street, con buena comunicación para Cornell. Lo primero fue instalarme y hacer un par de veces el recorrido de la Universidad. Lo segundo puede resultar un tanto extraño para quien no tenga la perspicacia y desconfianza de mi difunto padre: alquilar un apartado de correos, a fin de recibir la correspondencia de forma totalmente segura y sin interferencias o curiosidades ajenas. En fin, cosas de mi progenitor, que en gloria esté.

     En la estafeta de correos tuve la suerte de cara. El empleado me comentó:

-          Suele ser difícil conseguir apartado, porque muchos estudiantes lo solicitan, pero has llegado muy oportunamente. Acaban de darse de baja en el 146.

     Y acompañó sus palabras con la exhibición de dos llaves, que en seguida acabaron en mi bolsillo. Las probé en la casilla correspondiente y salí eufórica del lugar. Había conquistado, cara al mundo, la independencia personal. Aunque, después de todo, ¿quién demonios iba a escribirme a mí, no siendo mi familia y algunos amigos de Topeka?

     La pregunta anterior tuvo una inesperada respuesta días después (en cualquier caso, menos de una semana, por lo que luego diré). En mi apartado esperaba una carta con la siguiente dirección:

A.M.H.
Apartado 146
Ithaca (N.Y.)

     No presté excesiva atención al sobre de la misiva, toda vez que mi nombre completo es Alicia Marion Harrison. Así que la eché a la cartera, dado que tenía prisa por llegar a la Universidad, y allí hubo de esperar su lectura hasta después de la cena, en mi habitación. Si hubiera sabido la sorpresa que me reservaba, es seguro que la habría abierto en la estafeta, con muy otras consecuencias.

***

     La carta en cuestión era una relativamente extensa epístola, escrita a mano, con letra firme y clara. No tenía nada de particular, como no fuera lo cuidado de su expresión y la precisión expositiva. Dedicaba la primera parte de la misiva a dar cuenta de una miscelánea de hechos y datos personales que habían acaecido por aquellos días en la ciudad de residencia del remitente, la cual se infería había sido también la de origen de la destinataria. La segunda parte de la carta eran recuerdos y reflexiones personales que el autor –Ted, según la firma- vertía dulce y sensiblemente en el alma de su destinataria, a la que reiteradamente aludía con el nombre de Anny.

     Un poco avergonzada por haber leído íntegramente la carta que, ya sin duda posible, había constatado como recibida por error, paré mientes en el sobre, tratando de encontrar datos externos del envío. El matasellos correspondía a la ciudad de Norfolk, en Virginia. Los datos de remitente constaban, como los de destinataria, por tres iniciales: E.R.B. Vamos, que salvo el obvio Edward del nombre, lo demás resultaba indescifrable.

     Aunque me esté mal el haberlo hecho, el caso es que leí otras dos veces la carta, más por averiguar datos, que por interés hacia el texto. No cabía duda de que Ted y Anny parecían viejos conocidos, con amigos comunes y ligados a Norfolk desde mucho tiempo atrás. Me atreví a sospechar que entre ellos pudiera haber habido –o, tal vez, hubiera aún- un afecto muy especial. Nada deduje entonces acerca de edades o actividades profesionales, como no fuese que Anny debía de ser una intelectual, probablemente en la órbita de Cornell. Bien, no estaba mal como indagación policiaca de una aficionada, sobre una sola carta.

A la mañana siguiente, gané tiempo para ir temprano al correo y tratar de sonsacar al empleado. Recordaba perfectamente que este había usado un plural impersonal para referirse al anterior titular del apartado. También tenía clarísimo que yo no iba a restituir la carta, abierta como estaba, ni aunque pudiese justificar que sus iniciales coincidían con mi nombre. En consecuencia, divagué:

-          ¿Conservan ustedes referencia de la identidad de los antiguos tenedores de los apartados?
-          ¿Por qué lo dice, señorita? ¿Acaso ha recibido usted alguna carta dirigida a la anterior usuaria del 146?
-          No, no, lo digo por simple curiosidad, ante la eventualidad de que eso sucediera, o de que, en su momento, yo me dé de baja.
-          Verá usted. Al darse de baja, queda anulada cualquier inscripción relativa al titular, para el caso de que este no tuviera la autorización de ser anónimo desde un principio. Sólo en el supuesto de que desee que se le reenvíe la correspondencia posterior, dejará sus nuevas señas, a fin de que las cartas no pasen al almacén general, donde pueden ser reclamadas en un plazo de diez años, pasado el cual se devuelven al destinatario o, caso de ser desconocido, se destruyen.
-          Excelente. Gracias. Otra cosa, y perdone que insista. ¿Dejó nueva dirección la persona que me precedió en el 146?
-          No sé si debo… Pero, en fin, no, no dejó señas ni manifestó el menor interés en que le reenviáramos la correspondencia. Pero, en todo caso, el deber de usted, jovencita, es el de entregarme cualquier envío equivocado o ajeno que encuentre en su apartado.
-          Por supuesto. Ha sido amabilísimo. Pero permítame que me presente…
-          No es necesario, tengo buena memoria. Es usted la señorita Harrison. Me acuerdo de su firma en el libro-registro, el otro día. Le deseo una feliz estancia entre nosotros. ¡Ah!, yo soy Isaías Trelew. Si se le ofrece cualquier cosa relacionada con el correo o con la pesca en el lago Cayuga, no tiene más que decírmelo.

     Bien, pensé al salir, no parece que el empleado sospeche nada. Y, burla burlando, he conseguido dos datos importantes: Anny no parece tener ningún interés por seguir recibiendo las cartas de Ted  y, si yo no las acepto, dormirán el sueño de los justos en un almacén, hasta que les corresponda la inexorable destrucción. ¿Qué hacer? En fin, tal vez no haya una próxima carta.

***

     Pero sí que la hubo. A la semana siguiente llegó y, puntualmente, otras tales fueron sumándose a las precedentes a intervalos entre cinco y diez días. Cartas cortadas por el mismo patrón: inicios informales, y aún humorísticos, con multitud de alusiones a episodios de un pasado común o al presente de familiares y conocidos; una segunda parte, de reflexiones y sentimientos alusivos a un posible presente o futuro juntos; casi siempre, un final alegre y hasta ligero, que desdramatizaba la situación y se permitía expresiones confianzudas, buenos consejos y sutiles atrevimientos.

     No quiero entrar en detalles. Ya que yo fui en exceso curiosa y poco respetuosa de la intimidad ajena, no deseo extender la incorrección plasmándola en el papel, a disposición de quienes puedan leerlo. Sí diré que pronto comprendí, no sólo que Ted escribía sin esperar respuesta por parte de Anny, sino que, muy probablemente, tal contestación nunca, o sólo muy al principio, se había producido. Las palabras del señor Trelew repiqueteaban en mi cerebro: “no manifestó el menor interés en que le reenviáramos la correspondencia”. ¿No sería precisamente a causa de las cartas de Ted? ¿Se habría cansado de ellas, no las leería ya, le remordería la conciencia cada vez que viera la letra de quien se decía su “amigo del alma”? Bien, voy a añadir una cosa más y será la última: era obvio que Ted y Mary habían sido novios; tal vez, el primer amor uno de otro; y, por supuesto, estaba claro que habían roto y que él deseaba volver. A partir de ahí, todo eran conjeturas, pues también Ted era al respecto pudoroso y bastante injusto: le encantaba cargar con todas las culpas y pedir perdón por ellas, en tanto tenía a Anny en una especie de pedestal inalcanzable para el error, la descortesía o la injusta dureza.

     Si me he impuesto ser lacónica en cuanto al contenido de las cartas, seré simplemente pudorosa en lo relativo al efecto que en mí fueron produciendo. Sola y novata como yo era entonces, la llegada del correo de Norfolk fue convirtiéndose en uno de los momentos más anhelados de la semana. Con curiosidad y atención, iba completando el rompecabezas de personajes, episodios y relaciones, como si reconstruyera mentalmente el pasado que desconocía, para entender el presente e integrarme en el porvenir de aquél mundo de letras y sueños. El universo epistolar se me hacía más y más familiar y compartido. Los sentimientos de Ted, sus anhelos y esperanzas, tenían en mi corazón una caja de resonancia, que los repetía y potenciaba. La espectadora casual y curiosa se iba convirtiendo en un alma ávida de saber, aprender y sentir. Mi vida en Cornell, la incipiente vocación literaria, los sufrimientos de mi familia, destrozada por la ruina y el paro, todo ello iba teniendo en las cartas reflejo, modelo y consuelo. Me fui haciendo y formando, a partir de mis dieciocho años, con la compañía y la ayuda de la misiva semanal, mi modelo de dolor transfigurado, de soledad constantemente superada, de cariño más allá de toda razonable esperanza.

     Muchas veces me he preguntado cuánto debo yo, como escritora, a las cartas de Ted, en el fondo y en la forma. Es verdad que mi vocación era anterior y que no fueron malos mis primeros pasos literarios. Los trabajos coetáneos (casi todos, inéditos) se nutren de personas y sentimientos alumbrados por aquel aluvión de correspondencia, que enriquecía mi escasa experiencia de entonces. Pero hay una vena profunda y constante en mi obra de “delicada ironía y acariciadora sensibilidad, en dosis espontánea y sabiamente calculadas” –como, de manera tan rebuscada, dijo un crítico de Harper’s Magazine-  que creo haber aprendido de Ted, por más que otros lo hayan valorado como un reflejo de mi feminidad. ¿Quién sabe?

     En más de una ocasión, me sentí tentada de conocer Norfolk y buscar a Ted o, al menos, de confesarle por escrito mi atrevimiento y sus positivas consecuencias. Nunca me atreví a realizarlo. En el fondo de mi mente, construí a este respecto una trinidad argumental contra la que se estrellaba toda contrición y mudanza: Ted necesitaba escribir; Anny no deseaba su correspondencia; yo era feliz con las cartas. Dejemos, pues, obrar al destino. Un azar que, incluso, se llevó de Ithaca al señor Trelew, camino de un puesto más relevante en Albany. Se despidió de mí:

-          Adiós, señorita Harrison. Espero que algún día reciba en el apartado 146 la comunicación del Nobel de Literatura.
-          Isaías, por Dios, ¿no sabe usted que la primera noticia la dan por teléfono? Y, según dicen, la primera es la que cuenta.
-          No va a comparar a la A.T.T.[2] con el Servicio Postal de los Estados Unidos. Donde esté el romanticismo de recibir una carta todas las semanas…

     Para mí que el maldito siempre sospechó de mi impostura, aunque me dejara hacer. Así que recibí su marcha como una bendición. Con todo, iba a disfrutar de la seguridad por poco tiempo. Apenas unos meses después de su partida, dejé de recibir cartas de Ted. Eso fue por las fechas en que Hitler llegó a canciller de Alemania, o séase, a comienzos de 1933, cuando yo iniciaba mis estudios de post-grado y estaba a punto de conocer a Bob, mi futuro marido. Esperé en vano durante meses, confiando en que se tratase de un  percance o enfermedad pasajeros. Desde luego, nada hacía suponer el final de la correspondencia, a juzgar por el contenido de las últimas cartas. Sin embargo, la espera fue en vano. Hubieron de pasar varios años hasta enterarme del porqué.



3.  Las confidencias de Ann

     Corría el año de 1940, cuando recibí una de las mayores alegrías profesionales de mi vida. A mis treinta y dos años, casada y con dos hijos, con cuatro libros publicados, me llegó a Cornell la invitación para asistir al congreso anual del Pen American; sólo que esta vez no se trataba de una simple convocatoria, sino que se me ofrecía el honor de pronunciar la conferencia inaugural. Era una ocasión solemne e irrepetible, mi ascenso al Olimpo de los escritores consagrados. De modo que solicité las oportunas licencias académicas, pedí a Bob que hiciera de madre durante unas semanas y me encerré a preparar la disertación. Todavía me acuerdo del nombre, aunque prefiero no hacerlo de su mediocre recepción: El guión, como enlace entre la Literatura y el Séptimo Arte. También recuerdo sin vacilar la llamativa sede del congreso de aquel año: el delicioso campus de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign.

     Mi condición de conferenciante supuso el dudoso honor de sentarme en la mesa presidencial del banquete de inauguración. A mi derecha, el vicepresidente del Pen Club neoyorkino; a mi izquierda, una hermosa y madura mujer, catedrática de Literatura, en representación de la Universidad anfitriona. Su nombre Ann Myers Holmes; tres palabras que yo conocía perfectamente, como lectora de sus obras de creación y, sobre todo, de sus excelentes trabajos académicos; pero tres palabras que yo no asocié con mi pasado hasta que, con amabilidad, me dijo:

-          ¿Qué tal se mantiene la vieja Cornell? Buenos años los que yo pasé allí; buenos, aunque ya demasiado lejanos.

     Como en un fogonazo deslumbrante, se fundieron en mi memoria las alusiones de las cartas de Ted, las iniciales A.M.H., su lejana estancia en Ithaca y –no en último lugar- la serena y clásica belleza de la profesora, tantas veces aludida o cantada por su enamorado. Comprendí que era la ocasión, única e irrepetible, para cerrar el círculo y conocer el final de la historia. Aun a riesgo de ser descortés con los demás comensales, me pasé todo el almuerzo dando palique a Ann, cosa que pareció agradarla. Yo soy muy buena escuchando y ella lo era charlando. Agotamos todos los temas comunes, Ithaca, Cornell, literatura, familia. Por cierto, que  estaba divorciada, “tras un matrimonio del que vale más no hablar”, y con un hijo al que le había dado por ser marine. “Fíjate tú, con la que parece avecinarse”.

     A fuerza de darle vueltas a cómo traería yo a colación a Ted, corrí un riesgo calculado:

-          Ann, tú eres de Norfolk, ¿verdad?
-          En efecto. Allí nací y viví hasta los dieciocho años. Luego, me fui a estudiar a Cornell y mis padres se mudaron a Baltimore por razones laborales. Eso fue meses antes de nuestra entrada en la guerra, en 1917.
-          Ya. Lo digo porque he oído hablar de una familia de Norfolk, que eran conocidos o proveedores de mi padre: los Merryweather, que tenían una fábrica de muebles.
-          ¡Caramba, que casualidad! Vivían muy cerca de casa y eran amigos nuestros.

     Se había tragado el anzuelo. Es más, como si hubiera pulsado una fibra sensible, empezó a hablar de sus primeros años y a recordar a más y más personas. Yo, ayudada del elenco de personajes de las cartas, iba sonsacándola, con la disculpa de que, por unos, había oído hablar de otros, como aquello de las cerezas de un cesto. En fin, la comida acabó y nosotras, dale que dale. Pedimos otro café. Atardecía y los camareros no nos echaban de milagro. Ann rompió a reír y me ofreció:

-          Vamos a mis habitaciones. Están aquí mismo, en los apartamentos de profesores.

     Me enseñó “su cubil”, como ella lo llamaba. Yo escudriñaba tratando de descubrir fotos antiguas, por si acaso aparecía Ted. En vano. No iba a tener más remedio que improvisar algún pretexto:

-          ¿No tendrás alguna fotografía en que estén los Merryweather?

     Ann se levantó de buen grado a otra habitación y volvió con dos álbumes de instantáneas, que acabamos hojeando íntegramente, con mayor o menor detenimiento. ¡Y ahí estaba! Joven, apuesto, con un bigotillo un poco ridículo y vestido de soldadito de Pershing [3]. Lo delataba la dedicatoria, con una letra que yo conocía muy bien:

A Anny, mi razón de vivir y de volver

-          Vaya, vaya, Anny  -dije-, rompiendo corazones desde 1917.
-          ¡Bah!, nada importante. Nos quisimos mucho y sufrimos aún más. Ya sabes, interferencias familiares, torpeza de adolescentes y todo eso. Cuando esa foto, ya estábamos enfadados y yo alejada de Norfolk, como te conté. Él tenía veinte años y se alistó voluntario. Me hizo llegar la foto por conducto de mis padres y ahí está, con dedicatoria y todo, tan serio y tan solemne como él era.
-          ¿Era? ¿Murió en el frente?
-          ¡Oh, no! Fue mucho después, hace unos seis o siete años. ¡Qué muerte tan absurda! Le atropelló un vehículo cruzando la avenida Webster, cuando salía de la oficina de correos. Había quedado algo cojo por una herida de guerra y no pudo librarlo.
-          ¿Trabajaba en correos?
-          No, no. Según me contaron mis padres, venía de echar una carta. Tenía la manía de echarlas en la oficina principal de correos de Norfolk. “Es la mejor forma de que no se pierdan”, solía decir.
     Me pareció sentir un estremecimiento en su voz pero, como es lógico, no estaba yo en ese momento como para fijarme  en detalles.

***

     No volví a ver a Ann. Me felicitó las navidades del 40 (anteayer le tocó pasar por el fuego a su tarjeta postal), pero yo no la contesté. Será ridículo, pero no podía perdonarle su obstinado silencio para con Ted. Cualesquiera que fueran las razones, hablando se entiende la gente, como dicen; sobre todo, si la gente maneja las palabras tan profesional y artísticamente como se supone en una profesora de literatura.

     Años después, ya retirada de la docencia, Anny debió de regresar a Norfolk. Lo cierto es que escribió entonces el que yo considero el libro de su vida, en toda la extensión de la palabra. Lo tengo ahora ante mi vista, Cuentos de Hampton Roads, un fresco deslumbrante de relatos sobre su infancia y las personas que conoció en su ciudad natal. En la contraportada, una breve presentación de la obra, empleando palabras de su autora: “Con este libro cierro el círculo de mi vida, como Ulises al llegar a Ítaca. Pienso que he de sentirme dichosa. No sólo he vuelto a mis orígenes, sino que creo haber hecho un buen viaje”.

     Un viaje para el que no quiso contar con quien, sin duda alguna, habría sido su mejor compañero.


4.   Epílogo, a cargo de Vicky

     Anny falleció en 1974, a los setenta y cinco años de edad. Mi abuela Alicia reposa en el Señor desde el año de gracia de 1990, tras “haber tenido la dicha de ver derrumbarse el muro de Berlín, ¡y de que maravillosa manera!”, como me comentó poco antes de morir. Por tanto, las protagonistas de esta historia ya no pueden sufrir por su publicación quebranto alguno. Con todo, he exigido para dar mi autorización, que las referencias personales y locales concretas fueran alteradas, para evitar demandas y habladurías. De todas formas, antes de promover su divulgación, hice una cosa que creo hubiera encantado a abuelita. Fui a Norfolk para visitar la tumba de Ann, situada en una deliciosa altura que domina el río Elizabeth. ¿Estaría junto a la de Ted? Si así hubiera sido, ¿para qué decir más? La completitud de la historia habría sido obvia y las alusiones de mi abuela a Schubert, hasta cierto punto injustificadas.

     Pero no, no estaban juntos. Es más, Edward Robertson Brown (E.R.B.) ni siquiera figuraba entre los ocupantes de aquel camposanto (mis buenos esfuerzos, y dólares, me costó comprobarlo). Así que resultaba inevitable contarlo todo, si no quería calificarse esta historia como incompleta. ¡Pues no, señor! La espléndida sinfonía puede, por mí, permanecer inacabada por los siglos de los siglos, pero, en lo que respecta a los amores de Ted por Anny, el destino se encargó de llegar hasta el fin. Bien es verdad que no fue el que él hubiera deseado, pero ¿qué hombre o mujer puede ser dueño absoluto de sus actos y de las consecuencias de los mismos?




[1]  Expresión casi oficial con la que se denomina genéricamente a ocho de las mejores instituciones de enseñanza superior del nordeste de los Estados Unidos. La Universidad de Cornell se encuentra entre ellas.
[2]  Siglas de la compañía American Telephone and Telegraph, monopolística de estos servicios en los Estados Unidos entre 1913 y 1982.
[3]  John Joseph Pershing (1860-1948), general en jefe de las fuerzas expedicionarias americanas en Europa durante la primera guerra mundial.
 

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