sábado, 30 de abril de 2011

EL VIOLINISTA CALLEJERO

Por Federico Bello Landrove

     Es todo verdad y, en mi opinión, no precisa de exordio.



     En mi camino del trabajo coincido con frecuencia con un hombre, aún joven, que toca el violín, acompañado de un perro. Nada original: un músico callejero, con un repertorio de Vivaldi a los Beatles, que espera una moneda y sonríe agradecido cuando la consigue. Nada original, la compañía de un paciente golden retriever, cuyo nombre –como el de su colega- ignoro. Nada original la calle, ni las personas que la recorren afanadas, ni yo mismo. Y, sin embargo, algo cambia y se transfigura cuando el arco acaricia las cuerdas y las notas, amorosas o rítmicas, se difunden por el aire contaminado de la ciudad y llegan a mis oídos. La memoria escarba entre los recuerdos; el paso se acomoda al ritmo de las piezas; mis ojos buscan la fuente sonora, como si yo temiera el delirio; el corazón late con mayor fuerza. En breves segundos, los sonidos se insinúan, crecen, son identificados, se mezclan con las imágenes, menguan y se extinguen. La ley del cuadrado de la distancia se cumple, inexorable; pero, más allá de la física, persiste el acorde de sueño y vida; trato de que el oído interior repita hasta la saciedad la melodía. Hay una burbuja de sonido dentro de una esfera de ensoñación, dentro de un espacio de memoria, dentro de un círculo de energía. Como la luz del día, cual las ondas en un estanque, la música llega adonde la materia no avanza y se va difuminando y perdiendo en un horizonte hostil y desmemoriado. La rutina hace la magia cada vez más frágil y más corta, salvo cuando pulsa la cuerda de mi propio corazón, amasado de vivencias irrepetibles, sean ellas exclusivas o compartidas.
     Camino en el tiempo y el espacio porque trabajo y me afano y busco realidades exteriores. Pero algo diferente me mueve a frecuentar precisamente esa calle, a anticipar las mismas sensaciones, a aminorar la frecuencia de mis pasos; a mirar siempre de soslayo al músico que conozco sobradamente, a acariciar mentalmente a su perro; a intentar repetir ritmos y melodías, aunque sé que mi oído es pobre y perezoso. Algo diferente, porque la música llena el espacio, lo altera con sus  notas diversas, hechiza mi mente y me exhorta a vivir el trabajo de hoy con las vivencias del ayer, con las personas ausentes, con los valores de la sociabilidad, con el futuro de mi tarea por hacer y de aquellas que, probablemente, ya no haré más.

      Alguien me ha dicho que el violinista callejero viene de familia de músicos  procedente de lejanas tierras, que su padre era –o es- un profesional del instrumento, que acaso tenga otros quehaceres y muy otras posibilidades. ¡Qué más da! La música es la lengua universal de los hombres y de los ángeles, superior incluso al amor, porque puede dar una idea del mismo, pero no a la inversa. No quiero saber más de lo que preciso, no quiero que se rompa el arcano entre mi músico y yo, de la misma manera que no quiero que se quiebre la sutil vibración que me hace, por un momento, un poco más grande, más vivo, más feliz.

      Tal vez un día me acerque al músico callejero y le cuente lo que ha llegado a significar en mi vida, en la de tantos otros –sin duda-, y le pida que no se vaya,  que no cese la música,  que toque un poco más, que siga despreciando el ruido de las alarmas y el bullicio de quienes no se percatan de su trabajo, ni siquiera de su existencia.

     Ese día compensará mi ridículo presente, cuando me aproximo al joven, deposito una moneda junto a él y esbozo una sonrisa de fraternidad. Esa misma sonrisa que él me devuelve, generoso y cordial, aunque yo me diga a mí mismo lo que él intuye y calla: Amigo, la limosna te la doy yo a ti.

EL ANILLO DE SU EMINENCIA

Por Federico Bello Landrove
     Hubo una época apasionante y conflictiva en la archidiócesis de Valladolid, en que convivieron el cardenal Cos declinante (aquél que tiene casi todas las papeletas para ser el magistral de La Regenta) y el futuro cardenal Segura en ascenso (Después de Cisneros, Segura, que dijo Alfonso XIII). Claro que este cuento no trata de Valladolid, sino de Castellar; Cos se apellida Font, y Segura atiende por Cernuda. Y es que nada es del todo cierto y,  menos aún, las viejas historias.

“El error no tiene ningún derecho a la existencia”  
(Pedro, Cardenal Segura; año 1952)

1.      Una merienda canónica
    
     En enero de 1916, Europa ardía en guerra, pero el cabildo catedralicio de Castellar tenía sus querellas particulares. Nada mejor para zambullirnos de golpe en ellas que entrar, aun sin ser invitados, en la merienda que, como canónigos –lo que son en realidad-, tienen cinco de ellos en un segundo piso de la calle de las Angustias, esquina Solanilla; una especie de reunión de estado mayor previa al desencadenamiento abierto de las hostilidades. Aunque la niebla es espesa, los prebendados han ido llegando de uno en uno, mirando recelosamente para atrás y, una vez en casa de la hermana del lectoral –castellarense por más señas-, han cerrado los postigos y la puerta, y hablan en voz baja. Los mojicones y los bizcochos de soletilla, acompañados de aromático y quemante chocolate con toque de canela, han dejado paso a las copitas de anís y los cigarrillos, que todavía en esa época son pecado venial. La conversación se anima, conforme las mentes se caldean y empieza a ser relativamente sencillo seguir el hilo, escuchando con oídos atentos cabe la puerta.

-          No podemos esperar ni un día más –aduce don Daniel, quien como vicario general parece dirigir las operaciones-. Sé de buena tinta, por la Nunciatura, que les ha llegado una petición del cardenal, para que lo nombren obispo auxiliar y que le ayude.
-          ¡Cáscaras con Cernudita! –apostilla el susodicho lectoral, a quien llamaremos Ildefonso, apeándole el tratamiento, por economía procesal. Nos estábamos temiendo que te quitara el puesto y resulta que pretende nada menos que elevarse al episcopado.
-          Y si por lo menos fuera con buenas artes –lamentó Matías, el arcediano de Medina la Vieja-. Pero ya sabemos cómo actúa, por lo cínico y solapadamente. Ya conocéis la última. Se está adueñando de la iglesia de La Cruz, bailando el agua a la cofradía, y organizando unas sabatinas para llevarse de calle a la gente de Castellar, que hasta ahora no había oído hablar de él, ni falta que hacía.
-          Desde que se calzó con la secretaría de cámara y gobierno de don José Font, no hay nada que no consiga. Claro, con él se muestra humilde, callado y servicial, y lo va metiendo en un puño. ¡Y es que chochea! A buenas horas ese enano le habría hecho sombra al cardenal hace diez años –gruñó Alberto, el magistral-.
-          No minimicemos sus méritos –se permitió matizar Enrique, el penitenciario-. Como canónigo doctoral y catedrático de la Pontificia, ha sido un tipo eficacísimo y de rígida ortodoxia. Se ha hecho con un nombre justamente y ahora no sé cómo vamos a tratar de ponerlo en su sitio. Quizá si le diéramos una patada hacia arriba, nos lo quitaríamos de Castellar y allá penas.

     Sus cuatro colegas se le echaron encima, haciéndole ver el daño y las humillaciones que podrían sufrir durante mucho tiempo, por no hablar del riesgo de que designaran a Cernuda sucesor de Font. Enrique aún intentó quitar hierro al asunto:

-          Hombre, bonito estaría que fuesen a nombrarlo de golpe y porrazo arzobispo. A éste le quedan unos cuantos años dando tumbos por esas diócesis de Dios.
-          Verás, Enrique, no se trata sólo de sortearlo unos años –suavizó Matías la polémica-. Tenemos que hacernos valer o, cuando menos, ponerle las cosas difíciles. Tú eres aún joven y yo tengo cuarenta y siete años. Figúrate si pasados, pongamos, ocho o diez años, regresa y nos tiene comida la moral. Ya podríamos pedir traslado a alguna parroquia vacante en las quimbambas.

     Daniel, el vicario general, se revolvió en su asiento, nervioso por la imprevista discusión y trató de resumir y lograr un consenso nemine discrepante:

-          Amigos, a ese caballero le faltan sólo dos resortes para hacerse con el mando total: la vicaría que yo ostento y el provisorato, para que ningún juez pueda pararle los pies. Personalmente, a mí me huelen las posaderas a pólvora y, en cuanto al provisorato, ¿sabéis a quién quiere nombrar fiscal de curia, con muchas posibilidades de conseguirlo? Pues a su hermanito Emiliano, que no sabe más que hacerle de turiferario y que se apoda a sí mismo la cola del brillante cometa.

     Ante esta última noticia emilianense, el cabildo de emergencias decidió de modo unánime: había que hacer algo, pronto y decisivo; vamos, dar la campanada sin que Cernuda imaginara siquiera de donde le venía el golpe. Pero ellos no podían tomar por sí la decisión: había que contar con el deán, don Eusebio, hombre experto y astuto donde los haya. Dubitativamente, Ildefonso, sugirió:

-          ¿No deberíamos decir algo también al provisor? Nadie mejor para aconsejar en materia de Derecho.
-          Déjate por ahora de derechos y cuantos menos estemos en el ajo, será mejor –replicó Enrique, súbitamente enfervorizado-. ¿Quiénes van a hablar con Eusebio?
-          Yo mismo, ofrecióse Alberto, y Matías, que es el menos sospechoso. Y, tan pronto estemos de acuerdo, nos volvemos a reunir. Aquí mismo, si Veneranda nos admite…
-          Descuida, aseguró Ildefonso, yo me encargo.

     Fueron saliendo espaciadamente. Enrique, el más detallista, fue a buscar a Veneranda a la cocina y la felicitó:

-          ¡Qué mano tienes hija! Que Dios te la conserve.
-          Mejor que me conserve las dos, ilustrísima, le replicó irónicamente la alabada.



2.      El plan de operaciones

     El deán, don Eusebio –le respetaremos el don por su edad y prestigio-, recibió a los embajadores rebeldes en su piso de la calle del Jabón. Aquéllos no habían abierto la boca durante el paseo que los había traído desde la catedral. Parecían, no obstante, más relajados que en la merienda de la que hemos disfrutado –hasta cierto punto- y ello se debía a que el funesto Cernuda había ido a celebrar el cumpleaños de su madre al pueblo burgalés en que era maestra. Una vez aposentados en la sala, Alberto y Matías, sin excesivos circunloquios, pusieron a don Eusebio al corriente. Contra lo que esperaban, éste se resistió:

-          Por lo que veo, tramáis una defenestración en toda regla…
-          ¡Hombre, deán!, -replicó Matías- no pretenderás que le propinemos unos cachetes. Como le demos la oportunidad de levantarse, nos acogota a todos, empezando por los más importantes del cabildo.

     Don Eusebio, como su autoridad máxima, formalmente hablando, encajó la crítica y asintió:

-          Estoy con vosotros. Sólo que ya sabéis que somos paisanos y que a mí me trata con cierta consideración. En fin, si pudiésemos contar con el cardenal…
-          Eusebio, por el amor de Dios –refunfuñó Alberto-. Si pudiéramos contar con el arzobispo, Cernuda no se hubiera subido a las barbas, a él y a los demás.
-          No somos nada, suspiró el deán. Y todo por la maldita vejez. Ya anda por los setenta y siete o setenta y ocho. Cuando yo lo conocí en el año uno…
-          Sí, claro –cortó tajante Alberto-, o cuando estuvo en Madrid o en Mondoñedo, por no hablar de lo de Oviedo, que debió de ser un hombre de una vez.

     Don Eusebio se remontó, para lo que él era:

-          Si vamos a empezar con las habladurías… Ya sabes que esa novela [1] es el colmo del escándalo y la calumnia.
-          Bien, a lo que venimos, saltó Matías. ¿Nos vas a apoyar o no?

     El deán suspiró:

-          Todo sea por la equidad y el buen orden de nuestro cabildo. Tenéis mi refrendo para descabalgar a Pedro, pero con el menor daño posible de él y del cardenal.

     Minutos después y escaleras abajo, Matías, un poco mosca, preguntó a su colega:

-          ¿No se volverá atrás? No lo veo muy decidido.
-          Es lo más que sacarás de Eusebio –respondió Alberto-, pero ha sido suficiente. Ahora, a maquinar el plan y, cuando más daño para Cernuda, mejor. Dejadlo de mi cuenta, que creo contar con la persona adecuada.

     Se despidieron en el portal. El magistral tomó por la calle Platerías, con la iglesia de La Cruz al fondo. Rezongó:

-          El señorito quería La Cruz, pues cruz va a tener, como me llamo Alberto.

***

     El Seminario Conciliar de la archidiócesis castellarense había sido erigido, treinta y tantos años atrás, junto al Hospital Provincial. Se dice que la ubicación fue bien recibida por los de siempre, con el siguiente argumento: allí podrán hacer sus ensayos los ordenados in sacris, atendiendo a los moribundos. Y es que hay gustos para todo.

     Tan imponente edificio y la institución que éste albergaba eran gobernados casi desde su origen por el rector, don Isaías Guzmán, quien había ido enterrando a tres arzobispos –y lo que cuelga-, gracias a sus dotes de mando y astucia reconocida. Por ésta, alguno podría haberlo tildado de pícaro, sin necesidad de tomar pie en su apellido. Lo cierto es que los seminaristas lo llamaban Guzmán de Alfarache, juntando así la cualidad y el patronímico.

     Ya en su vejez, no había dejado de sufrir don Isaías los despiadados embates del doctoral Cernuda que, en su condición de secretario de cámara y gobierno del cardenal Font, le pidió las cuentas del seminario de los diez últimos años, a fin de revisarlas a fondo. Era una pretensión que el rector había considerado ofensiva, no tanto por la suspicacia que podía revelar, cuanto porque parecía un primer paso para mandarlo al retiro, a decir la misa matinal a las monjitas del Hospital. Hasta se había rumoreado que el depredador pensaba colocar a su hermanísimo Emiliano en el puesto de don Isaías.

     Con semejante preámbulo, queda ya claro por qué Alberto decidió no dar un paso contra su colega de coro sin contar con el rector y pedirle consejo. Había, por supuesto, otras razones; motivos que conocerá quien siguiere leyendo estas líneas. Pero, sean cuales fueren sus argumentos, el magistral, previo recado de atención, tomó aquella tarde el camino del Prado del Hospital y fue a confiarse –no diremos confesarse, para evitar equívocos- con su más que probable aliado in partibus infidelibus, es decir, fuera del recinto catedralicio.

***

     El rector adoraba al magistral, como a uno de sus alumnos más aventajados. Por su parte, Alberto confiaba plenamente en los recursos y la gramática parda de don Isaías, al que jamás apeaba el tratamiento de respeto, por edad y en recuerdo de épocas pasadas.

     El porte grave y la voz baja del magistral hicieron suponer a su interlocutor que la visita era reservada y no debían ser molestados. Así que, en vez de al despacho rectoral, lo condujo a la sacristía de la capilla. A estas horas no hay misa ni cultos, dijo por toda explicación.

     Alberto, en pocas palabras, le puso al corriente de cuanto nosotros ya sabemos. Concluyó:

-          … De forma que ha llegado el momento de ajustarle las cuentas. ¡Ahora! Si no, será demasiado tarde.
-          Ya veo, ya, rezongó el rector. Pero ¿cómo y quién?
-          Del quién, llegado el momento, me encargo yo. Lo del cómo, don Isaías, es lo que he venido a consultar con usted.
-          Formas hay muchas. La cuestión es hasta dónde queramos llegar.
-          Hasta el final. O le atizamos fuerte, que no tenga forma de levantarse, o el cardenal es capaz de perdonar y olvidar. Ya sabe lo coladito que está por esa sabandija.

     Don Isaías no pudo menos de sonreír con la metáfora. Pensó unos instantes y dijo:

-          ¿Qué tal un escándalo con delito de por medio? ¿Faldas, tal vez?
-          No se le conocen esas veleidades, aunque vaya usted a saber.
-          ¿Codicia? ¿Algún hurto significado?
-          ¡Hombre!, por ahí sí que vamos bien. El dinero le encanta, aunque sólo sea para ponerlo al servicio de su vanidad.
-          Pues con el dinero le tentaremos. Algo de valor y bien ostentoso. Déjame pensar unos días y nos vemos; pero no vuelvas por aquí, que las paredes tienen ojos y oídos. Ya me dejaré caer yo una mañana por la catedral, cuando acabéis el servicio de coro, y hablaremos.

     Los dos colegas de ignominia salieron de la sacristía cogidos del brazo. Al pasar ante el Santísimo en la capilla, se arrodillaron y rezaron con fervor durante unos momentos. ¡Vaya usted a saber, si en pro de sus cabildeos! Después de todo, ¿no se reza por el triunfo de cada bando cuando se declara una guerra?  

***

     Los quince días, más o menos, que don Isaías estuvo pensando, fueron casi decisivos en el ascenso diocesano de don Pedro Cernuda. En este ínterin, Daniel fue llamado a conversar por el arzobispo Font, quien le agradeció los servicios prestados y le hizo saber que, cumplidos diez años como vicario general, había de ceder el puesto a otro compañero de cabildo más joven y con renovados ímpetus: vamos, que blanco y migado… El emplazado (puedes seguir hasta Semana Santa) quemaba en la siguiente reunión más que el chocolate de Veneranda. Apremió a sus colegas:

-          Pero bueno, ¿para cuándo vamos a dar el golpe? Nos va a dejar a todos en la  calle.
-          Un poco de paciencia, sentenció Alberto. Don Isaías ya está a ello y sabéis que es certero como las flechas de Paris.
-          Déjate de monsergas, refunfuñó el todavía vicario, y aprémialo, que el día menos pensado vemos a Cernuda de obispo auxiliar.
     No fue preciso apremio ninguno. Dos días más tarde, el rector del seminario apareció por la catedral a eso de las once. Hizo como si rezara, a los pies de la iglesia. El olfato de Alberto hizo el resto y, media hora más tarde, estaban sentados a la mesa camilla del magistral, en su casa de la plaza de Los Arces.

-          Bien, Alberto, no acabo de dar con los detalles del plan, pero la clave puede ser ésta: robar el anillo del cardenal.
-          ¡Cáscaras! ¿Y cómo hacer recaer las sospechas, sólida y solapadamente, en Cernuda?
-          Pues eso es lo que no acabo de ver claro; sobre todo, teniendo en cuenta que él no va a ser el ladrón.
-          Ya, ya. Y, por otra parte, si mezclamos a la policía, el cardenal va a empezar a tronar contra el escándalo y a exaltar la sacrosanta exención de la jurisdicción eclesiástica…
-          Por ahí, ningún problema, Alberto. Nadie va a llamar a la policía. El caso es que haya una investigación privada y el anillo nos lleve hasta las manos de Cernuda. Y yo diría más: aunque no nos lleve con seguridad. Basta con que el cardenal pierda la confianza en él. Ya sabes lo que valora ese anillo.
-          ¡Toma!, como que costó un pico. Una generosa cuestación de los fieles y una derrama de la diferencia, a cargo de nuestros estipendios. Claro: rubí, sangre de pichón, de las minas de Birmania. Todavía me acuerdo de la publicidad.
-          Bueno, pues ahí está la clave. Encontrar algo que inculpe al secretario de cámara y de gobierno. Pensemos, pensemos. Y, por otro lado, ¿ya has decidido quién podría birlar efectivamente la joya? Ya sabes que el cardenal no se la quita ni para…
-          Para dormir, sí.
-          ¡Recórcholis! ¿Y cómo te has enterado?
-          Tengo mis fuentes, replicó misteriosamente el magistral. Y seguras. No se irán de la lengua y nos franquearán el paso.
-          ¡Jesús!, concluyó el maestro de seminaristas. Empiezo a sentirme como un delincuente. Si no fuese la cosa tan grave como es, diría que va a ser peor el remedio que la enfermedad.

***

     Era el más joven de todos, pero no el menos avispado, pues dio con la solución a las cuitas generales, en mitad de la Cuaresma. Matías, el arcipreste de Medina la Vieja, susurró al oído de Alberto:

-          Lo teníamos ante nosotros y lo estábamos buscando. ¿No dices que la clave es la codicia de Pedro? Pues démosle por la codicia. Codicia y soberbia, ¿qué mejor matrimonio?
-          Explícate, Matías, que no estoy para acertijos, gruñó el magistral.

     Matías se explicó. Dos días antes había llegado a los mejor informados curiales castellarenses lo que era un runrún ominoso desde meses antes. Para la fiesta de San Pedro Biendonado, se haría pública la designación de Pedro Cernuda como gobernador eclesiástico sede plena de Castellar, debido a los achaques del cardenal Font. El nombramiento como obispo auxiliar con plenos poderes habría de esperar un mes más, al 13 de junio.

-          ¿Y qué?, insistió Alberto. ¿Qué quieres decir? ¿Qué ya es demasiado tarde para nosotros?
-          No hombre, no. Todavía tenemos dos o tres meses. Es la ocasión pintiparada. No sospechará nada y se tragará el anzuelo con el anillo, como en los cuentos.

     Alberto se dejó caer en un mullido banco del salón del trono del palacio arzobispal. Matías, como un Mefistófeles con sotana y roquete, destiló su veneno:

-          Se trata de presentarle en público (desde luego, estando Font) un obsequio de todo el cabildo, conmemorativo de su ya conocida e inmediata promoción episcopal. Algo único, que sólo él pueda poseer; inconfundible, vamos. Y, para que no recele, podríamos empezar con tener un detalle hacia su persona, aunque él lo tome a adulación o rebajamiento. Después de todo, es normal, en vista de que la Nunciatura y la Santa Sede lo han enaltecido. ¿Qué te parece?
-          No está mal, replicó Alberto, lamentando que no se le hubiese ocurrido a él. Pero ¿qué le regalaremos? ¿Qué gesto previo haremos?
-          Chico, no voy yo a dártelo todo hecho. Del regalo te ocupas tú. El rasgo de rendición es cosa mía, de acuerdo con el deán.

     En aquél mismo momento, unos rayos de sol rasgaron las nubes y penetraron por las polícromas vidrieras, yendo a incidir sobre el birrete de Matías. Alberto no pudo menos de reconocer su mérito, con sorna:

-          Creo que se te está formando un halo irisado alrededor del cerebro. Debe de ser por la poca costumbre que tienes de pensar.

***

     Para no eternizarnos con el relato, digamos que el gesto de sumisión por el que optó el cabildo de Castellar fue el de poner en el coro a don Pedro un cojín mullido de raso, para que no se tuviese que arrodillar en el duro suelo, ni en la inhóspita madera de la silla que ocupaba a la izquierda del sitial arzobispal. Algunos, que no lo conocían bien, temieron que no aceptara el obsequio hasta recibir la consagración episcopal. Sin embargo, Cernuda, sonriente, dejó caer ante sus pies el dulce reposo de su genuflexión y dijo:

-          Gracias, hermanos, es todo un detalle que os hayáis dado cuenta de que la rodilla derecha la tengo un poco delicada.

     Y, con esa disculpa, el cojín entró en funciones y Cernuda confió un poquito más en la benevolencia de sus colegas o, más bien, en su obsequiosidad y servilismo para con el casi preconizado obispo. Como había dicho Matías, era ya el momento del obsequio de todo el cabildo; ése que preciso sería determinar, adquirir y ofrendar.



3.      El profesor de Física y Química

     Por bien pergeñado que estuviera el plan, no era cosa de marginar al rector del seminario. De modo que el magistral volvió a tomar el camino del Prado del Hospital y visitó a don Isaías.

-          ¡Qué bueno lo del cojín!, dijo el anciano, muerto de risa. Menos mal que se lo aplicó a las rodillas en vez de a las posaderas.
-          Todo se andará, profetizó Alberto. En fin, venía para ver qué le parece el plan que hemos urdido.

     Diez minutos más tarde, con el orden de batalla bien explicado, el rector opinó:

-          No me parece mal, no. Le vais a dar a Cernuda un buen escarmiento, aunque un poco tardío. No sé si producirá resultado en el Vaticano, cuando ya están las cosas tan avanzadas. Bien, de todos modos, no dejará de ser una buena venganza, por tanto como él ha caciqueado y trepado a costa ajena. No obstante…
-          ¿Qué hay de malo?, suspiró el magistral, acostumbrado a la puntillosidad de don Isaías.
-          No me convence lo de escamotear el anillo de cardenal. Puesto a pensar con alguna lógica, sería más oportuno para un futuro obispo hacerse con el anillo episcopal que, por otra parte, el cardenal echaría mucho menos en falta.
-          ¡Uf!, y dónde diantre lo guardará don José. Mira que si se lo ha regalado a algún conocido al ascender...
-          No conoces tú al cardenal. Como buen Font, hijo de payeses, mira por sus cosas con el mayor de los celos. Y, por otra parte, ese anillo no es moco de pavo. Lo de menos es la amatista. Lo verdaderamente espectacular y carísimo es el engaste en oro y esmaltes, con dos angelotes a los lados sosteniendo el crismón.
-          La verdad, yo no me acuerdo. Como le hicieron cardenal va para cinco años y yo llevo poco más de canónigo magistral…
-          Bueno pues estás de suerte. No os será difícil identificarlo y seguro que lo tiene menos controlado que el cardenalicio de rubí. Y por otra parte aún no está resuelto el tema del regalito envenenado, quiero decir, del obsequio a Cernuda que sea inconfundible y que me figuro dejaréis caer en el lugar del crimen.
-          Pues sí. ¿Se le ocurre algo?
-          Por supuesto. Algo episcopal, para seguir halagando su vanidad. Déjame pensar, una cosa lucida y cara –aunque no mucho- y que no tenga que ver con las joyas, por no ser repetitivos.
-          Don Isaías, no me parece mal que piense, pero ya sabe que tenemos muy poco tiempo.
-          Sí, hijo, sí. Me daré prisa y, de paso, os resolveré un problema en que seguramente no has pensado.
-          ¿De qué puede tratarse? Mire que no me gustan los acertijos.
-          No te sulfures. Me refiero a quién haya de ir a comprar lo que se decida. Si va uno de vosotros, podéis quedar en evidencia, si la cosa sale mal y se producen represalias. Y eso lo puedo solucionar yo. Tengo la persona adecuada.
-          ¿Quién? Oiga, don Isaías, no metamos a más gente en el ajo, no vaya a haber filtraciones.
-          Quia, Alberto. Constante es muy prudente y me debe muchos favores.
-          ¿Constante? ¿No será Constantino, el párroco de La Pilarica?
-          No, hombre, no, es Constante, así como suena; vamos, Constante de Planck.

***

     Ricardo del Solar era el profesor titular de Física y Química (vulgo, Física) del Seminario Conciliar de la Archidiócesis de Castellar. Eso es lo que rezaba en las tarjetas de visita que se había hecho en la Librería Religiosa hacía cuatro años. Vocación relativamente tardía al sacerdocio, había cursado estudios en la Universidad de Zaragoza hasta tercer curso de su especialidad. No sabemos –ni falta que hace para el relato- qué inescrutables designios lo trajeron hasta Castellar a poco de ordenarse. A cambio de esa imperdonable laguna en su biografía, declararemos que era como de treinta y cinco años de edad, alto y fuerte, pelo abundante que empezaba a encanecer, rostro agradable sin ser hermoso, espiritualizado por unas gafitas de incipiente miopía, y vozarrón como para sobreponerse al jolgorio de la clase más díscola. Tuvo la suerte de llamar a la puerta del seminario cuando el viejo titular de la asignatura era llevado al cielo por las mefíticas nieblas del Pisuerga altivo, según oración fúnebre de don Tarsicio, el profesor de Preceptiva Literaria. Todo lo demás corrió de cuenta de don Isaías, que era un lince a la hora de captar la preparación y dotes pedagógicas de sus claustrales. A juzgar por lo que acabamos de escucharle, el rector creía haberle hecho muchos favores. La verdad es que Ricardo no había necesitado de ellos para imponer su buen hacer profesoral, aunque sí para salir con bien de ciertas habladurías sobre él y una chica de la limpieza… Pero no seamos cotillas: don Isaías supo dar buenos consejos, acallar rumores y poner de patitas en la calle a la moza de la bayeta y la escoba. Eran otros tiempos.

     Para ser detallistas, tenemos que referirnos a la conversión de Ricardo del Solar en Constante de Planck. Al segundo año de enseñar en el seminario, le encargaron la lección inaugural del curso, con presencia de las autoridades religiosas, Font incluido, y de algunas personalidades civiles, empezando por el alcalde. Tema de la disertación: La influencia de la Física en el mundo actual. Dentro de lo abstruso de la cuestión, todo fue más o menos bien, hasta que el conferenciante se empeñó en dar unas nociones de Física cuántica y de que su auditorio comprendiera la constante de Planck (no pongo nota a pie de página pues les considero a ustedes, con toda justicia, al cabo de la calle en la materia). Allí fue Troya –por no decir Berlín-. Los murmullos, y algunos bostezos, aconsejaron a Ricardo concluir su esfuerzo tras diez denodados minutos. Fueron bastantes para que, de manera sorprendentemente unánime, se le conociera en lo sucesivo por don Constante. Él lo lamentaba y hasta se quejó al rector, pero a buena parte iba:

-          Hijo, si yo tengo que consentir que me apoden Guzmán de Alfarache, que fue un redomado pícaro, ¡cómo voy a oponerme a que te llamen Constante, que es nombre de emperadores!

***

     Don Isaías llamó a Ricardo (dejemos el Constante para momentos menos serios) a su despacho, dispuesto a ejercer restricción mental en la dosis precisa.

-          Veamos, Ricardo, te voy a pedir un favor que, en realidad, es una bobada. Como a ti casi no te conocen en Castellar…

     Con ese punto de partida, quedó aclarado por qué se contaba con él para que gestionara directamente la compra de un regalo para un canónigo, a quien querían festejar sus colegas. Ricardo, por supuesto, no puso objeción ninguna, siempre que se le dieran nociones y presupuesto precisos para hacer el encargo.

     La segunda parte era un poco más peliaguda. Don Isaías se fio del talante científico de su interlocutor:
                                                         
-          A ver, ¿qué le comprarías tú a un compañero que tuviera que preparar el ajuar de obispo?
-          Pues, o las joyas, o los ornamentos.
-          Descarta las joyas.
-          Entonces, la mitra o los guantes serían lo más sencillo y elegante.
-          ¡Cáscaras!, los guantes. ¿Sabes que tienes razón? Son necesarios, fáciles de comprar y no serán muy caros.
-          No crea, don Isaías; en el museo catedralicio de Pamplona vi yo de seminarista unos que…

     Y aquí Ricardo, con todo lujo de detalles, describió los guantes del obispo Irigoyen, piezas maestras del siglo XVIII, en seda blanca y bordados en oro. Don Isaías no cabía en sí de contento por el acierto en la elección:

-          Pues no se hable más, Ricardito. Encarga un par de guantes como esos en el mejor comercio de Castellar, o de Madrid, si se tercia.
-          Mejor dos pares, don Isaías. Se sudan, y siendo blancos… Desde luego, en Pamplona se conservan dos pares.

     La idea, veloz como el rayo, se clavó en el magín del rector. Su réplica fue digna de Napoleón:

-          Pues dos pares, pero que en uno de ellos graben por el revés las iniciales del destinatario, es decir, P y G. Ese será el de gala. En el otro par, que no lo hagan, pues servirá de repuesto.

     Ricardo acabó de asombrar a don Isaías:

-          No creo que haga falta ir a Madrid por ellos. Han abierto una tienda de la especialidad en la calle Santiago. Creo que se llama Guantes Parladé.

     El rector lo despidió con un abrazo. Al quedarse sólo murmuró:

-          Vaya con el que no sabía nada de Castellar. Si llega a ser de aquí de toda la vida…

     Por su parte, Ricardo, contorneando el claustro, tenía muy otro enfoque del tema:

-          ¡Qué tacaños! Un regalo tan costoso y todavía andan distinguiendo entre guantes de gala y de repuesto.

     Eso es lo que sucede a los científicos (y a todos los demás humanos) cuando opinan sin conocer todos los hechos.



4.      “Guante Parladé”


     El profesor del Solar conservaba costumbres estudiantiles. Tomó uno de sus famosos cuadernos de laboratorio y abrió en sus páginas cuadriculadas la siguiente práctica: Guantes para manipular productos corrosivos. Sonrió con su agudeza, no exenta de simbolismos, y redactó unas notas taquigráficas, ininteligibles salvo para sí mismo, que constituían todo un plan de ejecución. Dos de los puntos más destacados eran la ocultación de la personalidad y condición del comprador de los guantes y el diseño de los bordados para éstos, tanto en el puño, como, sobre todo, en la cara vista sobre el dorso de la mano. La primera cuestión supuso una discusión de veinte minutos con don Isaías para que éste le permitiese realizar el mandado vestido de seglar. El viejo rector se resistía:

-          Pero Constante, perdón, Ricardo, ¿que problema hay en que vayas vestido de cura a comprar unos guantes de obispo?
-          Hombre, don Isaías, aunque no me haya dado usted muchos detalles, ambos sabemos que no se trata de una adquisición normal y corriente. Bien iremos si no acaba el asunto en manos del provisor.
-          ¡Vade retro! No seas gafe. Además, sabes que la licencia que me pides es de competencia episcopal.
-          ¡Claro! Puedo ir al cardenal y explicarle todo...
-          Bueno, bueno. Concedido, pero de oscuro y sólo para ir y venir de la tienda. Ésta es una ciudad pequeña y nos conocemos todos. No querría yo ningún escándalo.
-          Descuide, don Isaías. Seré de lo más prudente.
-          Amén, hijo;  –y luego para sí- ¡cuánto interés por ponerse de paisano!

     La otra cuestión fue bastante más sencilla. Haciendo uso de su excelente memoria y de sus menos notables dotes de dibujante, Ricardo trazó un croquis sencillo, con cruz y flores de lis, al modo de lo visto en el museo pamplonica, veinte años atrás. Luego sacó una plantilla a escala, con ayuda de regla y compás, que trasladó a papel de barba. Y con eso, vestido con sus viejas ropas de estudiante civil de Zaragoza, en las que a duras penas consiguió embutirse, tomó la vía del centro de la ciudad, en busca del nuevo comercio con el que había tropezado en sus paseos sabatinos por Castellar. Aunque caminaba rápidamente, disfrutando de la amplitud de su zancada sin sotana, no dejaba de pensar en la sospechada trascendencia de lo que emprendía y, sobre todo, en el riesgo de que lo dejasen colgado con el abono del precio, sin duda notable, de los dos pares de guantes. Finalmente, se desembarazó de las preocupaciones y dijo para sí:

-          Yo sólo soy un mandado y detrás hay gente muy sabia e importante. Ellos sabrán lo que hacen y lo financiarán puntualmente, por la cuenta que les tiene.

***

     La tienda en cuestión era de pequeño tamaño, sobre todo, en relación con otras de su entorno y parecía que fuera a ser aplastada de un momento a otro por la mole del colegio de las Religiosas Francesas. Dos pequeños escaparates gemelos, con hermosa curvatura en ángulo recto, enmarcaban en saledizo la puerta, de cristal e imitación de caoba. El rótulo, en letras doradas sobre fondo color nogal, empleaba ese hermoso tipo que hemos dado en llamar modernista. En los expositores, varios estantes mostraban con sobriedad los más diversos aderezos de piel y tejidos nobles: guantes, sombreros, cinturones, bolsos, corbatas, pitilleras... Eso sí, sin ánimo de encasillar a nadie políticamente, el escaparate derecho estaba reservado a los objetos para señoras, en tanto el izquierdo dedicábase a los caballeros.

     La entrada de Ricardo fue acompañada de un suave campanillazo, provocado por un resorte sobre la puerta. Inmediatamente le afrontó un dependiente, divinamente vestido y perfumado, con bigotito inusitadamente fino para la época y voz tan meliflua, que el comprador no pudo menos de hacer una especulación interna sobre la orientación sexual de quien se presentó espontáneamente como el encargado del establecimiento de la razón social Guante Parladé en Castellar, así como suena. Inclinando y curvando su anatomía sobre el amplio mostrador de inmaculada madera de roble, todavía añadió de oficio:

-          Nuestra casa se fundó en Madrid el año 1902. Tenemos establecimientos en las más importantes ciudades españolas. Aquí, en Castellar, llevamos apenas un año.
-          Ya veo, ya –contestó desganadamente Ricardo-. Paseo bastante y me había fijado en el rótulo. Por cierto que me ha llamado la atención que pone Guante, cuando toda la gente dice guantes y compra un mínimo de dos guantes, salvo quizá los mancos.

     El encargado se puso rojo, emitió una tosecita para hacer tiempo y, finalmente, repuso:

-          ¡Qué observador es el caballero! Pues sí, guante y no guantes. Supongo que es debido a que nuestra casa no es un mero comercio de venta de guantes, sino una empresa dedicada a la industria del guante. Ya en el Siglo de Oro...
-          Pues cuánto me alegro de que sean ustedes toda una potencia de la guantería, porque precisamente vengo a encargar dos pares de guantes y no corrientes.

     Ricardo empezó a explicar y, ya iba a sacar el dibujo del bordado, cuando su interlocutor lo interrumpió de manera muy correcta:

-          Dada la peculiaridad de su mandado, contamos con una empleada que está especializada en esta materia. ¡Filita, por favor, atiende al caballero!

     Cuando Filita surgió de la trastienda, a Ricardo le recorrió un escalofrío por toda la columna vertebral. En alguna de sus pocas escapadas a Madrid había visto a una chica que se le parecía, como si fuese su hermana pequeña. ¿Dónde, Señor, dónde? ¡Ah, sí, en las pantallas! Esta empleada es clavadita a Mary Pickford.

     Valga lo precedente, no tanto para ilustrar lo excesivo y calenturiento de la imaginación del profesor de Física (que no de físico),  como para evitarnos una nueva descripción prolija de la sin duda hermosa dependienta, que ha de jugar un cierto papel en este relato. Todos ustedes recordarán a Mary Pickford, la novia de América, la más influyente actriz cinematográfica de su época. Y, por si no caen así de pronto, les doy una pista: menudita, sin ser pequeña ni delgada; cabello dorado (o del color que el tinte quisiera en cada momento), melena ensortijada, grandes ojos expresivos y tiernos, nariz respingona; labios finos y maravillosamente delineados; barbilla ligeramente picuda, para cerrar el rostro en óvalo perfecto. El resto es cosa a imaginar, dada la amplia indumentaria de su tiempo, pero tampoco Ricardo estaba en mejor situación respecto de Filita, habida cuenta de que su traje marrón, algo recargado de puntillas y bodoques, tenía sobrepuesto un echarpe color tabaco, estampado con flores, que constituía una extraña nota de color en aquella tienda, sobria y penumbrosa.

     Pasado el primer momento de recíproca observación, Filita y Ricardo se entendieron a las mil maravillas. La chica –treintañera, pero de aire juvenil- asoció inmediatamente los inusuales guantes de obispo con los mucho más frecuentes de doctor, así mismo blancos de pureza y en la más fina seda que pueda permitirse el investido. Quedaban, pues, dos cosas por precisar, talla y dibujo que bordar. En cuanto a lo primero, Ricardo ya lo había convenido con don Isaías: mano pequeña, pero dedos holgados, que entren y salgan con facilidad. Para lo segundo, el profesor entregó su diseño casi geométrico. Filita también atendió fácilmente su petición de celeridad:

-          No le veo complicación al dibujo. Las monjas adoratrices seguro que lo terminan en unos pocos días.
-          Hay algo más –recordó Ricardo en el último momento-. Un par tiene que llevar por el revés bordadas las iniciales del donatario.
-          ¿Cómo?, inquirió Filita, para quien el vocabulario jurídico era chino.
-          Quiero decir que hay que bordar en un par de guantes las letras P y C, también en oro, pero sencillo y en pequeño.
-          De acuerdo. En cuanto a la forma de pago...
-          Dejemos eso, interrumpió el encargado, asegurado en cuanto oyó la palabra obispo. Ya lo pagará el señor cuando reciba el encargo a su entera satisfacción.
-          No obstante, puntualizó Ricardo, sí que me gustaría tener un presupuesto aproximado. Los que hacen el regalo querrán estar preparados.

     Fijaron cantidades (ciertamente abultadas), acordaron fecha para la recogida y se despidieron. Ricardo, un poco más eufórico de lo debido, aseguró:

-          Paso por aquí con frecuencia. No hace falta que me avisen. Entraré y veré si están. Desde luego, que las monjitas se apresuren y se esmeren al máximo. Díganles que es para un obispo.
***

     Las adoratrices trabajaron rápido, pero Ricardo fue más diligente aún. Todas las tardes, poco antes de la hora de cerrar el comercio, se pasaba vestido de civil por Guante Parladé y escudriñaba a través del escaparate. Si veía a Filita sola tras el mostrador, entraba en la tienda, preguntaba por los guantes y charlaba un rato con ella, hasta que daban las ocho. A la tercera vez que esto sucedió, el profesor de Física se animó a un poco más:

-          ¿En dónde vive usted, Filita?
-          En la calle de la Estación.
-          La acompaño. Me pilla de camino.

     La chica apenas replicaba a la animada charla que su acompañante mantenía con ella, Campo Grande adelante. Y digo bien, pues Ricardo, por razones obvias para nosotros, rehuía la transitada Acera de Recoletos y prefería las sombras y soledad del paseo central del gran parque. Filita no conocía sus motivos –pues él se le presentó como un profesor de colegio, sin más detalles-, pero no objetaba nada, dado que se portaba como un caballero y no pasaba de tomarla momentáneamente del brazo para cruzar la calle o salvar algún charco. Con todo, se le formaba un grato nudo en el estómago en tales instantes y el corazón le latía aceleradamente.

     Hemos sabido que la tomaba del brazo en ciertos momentos, pero no se ha dicho por qué. Y no era sólo por deferencia, sino porque Filita tenía lo que los traumatólogos llamarían un problema en la deambulación. Vamos, que claudicaba ostensiblemente. Sus cerrados botines y el alza en el derecho reducían su cojera a un armonioso anadeo asimétrico. Y, dada la longitud de las faldas de antaño, no era visible la lógica imperfección anatómica. La joven enseguida le confesó:

-          Una poliomielitis que tuve de niña.
-          ¿Perdón?
-          Una parálisis infantil. Pero me defiendo perfectamente y no me dificulta para el trabajo, ni aun estando de pie durante tanto tiempo.

     Filita fue, poco a poco, abriéndose a Ricardo. Ante todo, en los aspectos más objetivos. Había nacido en Medina la Vieja, pero vivía en Castellar desde que empezó sus estudios de bachiller. Luego, había tenido que dejarlos por problemas económicos derivados del fallecimiento de su padre, y colocarse en la Perfumería de París de los soportales. Allí pasó más de diez años, ascendiendo hasta segunda dependienta. Cuando se iba a instalar en la ciudad la guantería Parladé, le hicieron unas pruebas y la emplearon, con un buen sueldo, en comparación con la miseria que se pagaba en el mundo del comercio. Desgraciadamente, su madre no alcanzó a verlo, pues había fallecido de tifus en el año diez. Primero, había pasado a vivir con su hermana casada en la calle Mantería pero, al aumentar la familia y quedar pequeña la vivienda, había alquilado un pisito en una segunda planta de la calle de la Estación.

     Lo que Filita –diminutivo de Teófila- ocultaba es que el cambio de alojamiento no había obedecido tanto al nacimiento de nuevos sobrinos, cuanto a ciertas insinuaciones y abusos de su cuñado, al parecer, cada vez más a la vista de su hermana. Ello la había desquiciado por un tiempo. Como le dijo a su confesor:

-          Los hombres me desprecian y, para uno que se fija en mí, es el marido de mi hermana.
-          Paciencia, hija. Evita la ocasión y reza. Si está de Dios, tu hombre llegará.

     Pero, de todo lo que dejamos dicho en el párrafo anterior, Ricardo sólo había conocido lo de Filita como diminutivo de Teófila. Caballeroso, le dijo:

-          Pues a mí me encanta el nombre de Teófila. Fíjate, significa la que ama a Dios. ¿Qué otro nombre mejor? Si no te parece mal, yo te llamaré Teófila, no Filita.
-          Si tú quieres, Ricardo…, pero me va a sonar extraño.

***

     Cuando las monjitas terminaron el encargo y éste estuvo presto para su entrega, el calendario marcaba los últimos días de abril. Los rebeldes estaban sobre ascuas y don Isaías no hacía más que interpelar a Ricardo acerca del retraso en la entrega. Sin duda, Constante había estado dilatando intencionadamente la recepción, con nimias críticas a la calidad y diseño del bordado. Filita (perdón, Teófila) le dejaba hacer porque comprendía su designio, pero el encargado, Manolo, se desesperaba y empezaba a perder la compostura. Finalmente, no hubo más remedio que acabar. Ricardo recogió los dos pares de guantes, pagó lo estipulado y susurró al oído de quien ya se consideraba moralmente su novia:

-          Te espero a las ocho y cuarto en la Plaza del Poeta.

     La desaparición del pretexto de los guantes pareció transfigurar a Ricardo. De manera cada vez más abierta y apasionada, condujo a Filita por las veredas oscuras y desiertas del Campo, alargando el camino de vuelta a casa con estaciones amorosas. No era infrecuente que les dieran las diez antes de embocar la calle de la Estación, momento en que el galán recuperaba la compostura y solía despedirse con cierta prisa.

     Las paredes oyen y este mundo es un pañuelo. No digamos las calles de Castellar. Ricardo recibió, con dos días de diferencia, sendas señales de alarma, que tendrían que hacerle dar marcha atrás o precipitar los acontecimientos. Primero, fue don Isaías:

-          Ricardo, me dicen que andas por ahí de seglar, como cualquier mozalbete.
-          Estoy yendo a la biblioteca universitaria y a la de la Normal. No me parece bien andar de sotana por esos lugares y a ciertas horas.
-          Pues pide prestados los libros o consúltalos a buena hora. El permiso para despojarte de los hábitos ha concluido. ¿Entendido?
-          Entendido, don Isaías.

     El segundo, bastante más peligroso, fue don Matías, el arcediano de Medina la Vieja:

-          ¿Conoces a Filita Ramírez?
-          Ejem, si es quien creo, la he conocido por la compra de unos guantes, en Parladé.
-          Es hija de una familia de Medina, parientes míos. Una gran chica.
-          Desde luego. La estoy aconsejando sobre problemas morales. Eso de la cojera…
-          La cojera y lo que no es la cojera. ¿No te ha contado?

     Y acto seguido, y sin malicia ninguna, Matías le narró el episodio del cuñado rijoso. Ricardo quedó estupefacto, pero aprovechó la oportunidad incontinenti:

-          ¡Claro!, es el eslabón que me faltaba para cerrar el problema que atenaza su alma. ¡Pobre chica y qué pudorosa! Gracias, don Matías, ahora sí que podré calmar su atribulado espíritu.

     La charla con Matías fue el detonante de la resolución de Ricardo. Transido de emoción y lleno de espíritu caballeroso, se juró acabar con la frustración de Teófila o morir en el intento. Así que nada de frenazo, pese a don Isaías. ¡Adelante, adelante y a todo trapo!



5.      Lides de amor y de venganza


     Engolfados en las efusiones de Ricardo, hemos perdido de vista los dos pares de guantes y ello es imperdonable, ya que son el hilo conductor de nuestro relato.

     Según decisión adoptada por mayoría, el deán, el magistral y el arcediano de Medina la Vieja fueron a visitar al cardenal, para ponerle al corriente, de forma discreta, del regalo que se proponían hacer al flamante gobernador eclesiástico sede plena. Don José Font, muy emocionado, les dirigió la palabra así:

-          Hijos míos, no sabéis la alegría que me dais con estos rasgos de caridad fraterna. No penséis que, por ser un viejo, no me entero de lo que pasa a mi alrededor, ni que sea insensible a afectos y desdenes. Yo sé que Pedro es muy suyo, algo ambiciosillo y bastante ardiente, pero durante estos últimos años ha sido mi mano derecha, el corazón de la diócesis. Y ahora, por si fuese ello poco, la Santa Sede ha decidido dar carta de naturaleza a lo que era realidad de facto. Pasado mañana se hará pública su gobernación y es un secreto a voces que, para el próximo mes, lo tendremos de obispo auxiliar. ¡Qué digo auxiliar! ¡De cuerpo entero! Ya me puedo dedicar a rezar y prepararme para el tránsito a la otra vida.

     La perorata había resultado un discurso en toda regla, que acabó emocionando y poniendo tristes a todos. El cardenal decidió cambiar de registro radicalmente:

-          ¡Ea! Y ahora enseñadme ese regalo que vais a ofrecer a vuestro hermano. Espero que sea tan bonito y práctico como el cojín del reclinatorio.

     Don Eusebio, el deán, abrió una caja de madera con forro de raso y sacó de ella uno de los dos pares de guantes de Parladé bordados por las monjitas:

-          Vea, vea, Eminencia, qué preciosidad. Unos guantes de seda y oro para la consagración episcopal, copiados de unos del siglo XVIII que se conservan en el museo de la catedral de Pamplona.

     El arzobispo los miró y remiró, admirando el tacto de la seda y la perfección del bordado. El magistral insistió, por si Su Eminencia no se hubiese percatado:

-          Y con las letras P C bordadas por dentro. Así no podrá decir Cernuda, perdón, el doctoral que hemos aprovechado los de otro obispo.

     Font se echó a reír:

-          Qué cosas tiene este don Alberto: pasarse los guantes de un obispo a otro. ¡Pues que no se nota bien que son nuevos! Desde luego, los míos, los del año 86, eran bastante más sencillos que éstos. Claro que la joya de mi investidura fue el anillo. ¿No lo habéis visto? Fue un regalo muy especial de los marqueses de Vegallana, unos señorones de Asturias.

     Matías cogió al vuelo la oportunidad:

-          El deán probablemente se acuerde, pero don Alberto y yo siempre hemos visto a Su Eminencia con el anillo de cardenal, el del rubí.
-          ¡Huy!, exclamó Font, ni punto de comparación. El rubí podrá ser más valioso que la amatista, pero, en cuanto a la inspiración y al trabajo, mi anillo de obispo es mucho más hermoso y espiritual.

     Y, levantándose del sillón, el viejo cardenal se encaminó a la antecámara. Un par de minutos más tarde, regresó con el anillo perfecto colocado en el anular de su mano izquierda.

-          Mirad, mirad, que diferencia, dijo extendiendo ambas manos, cada una con uno de sus dos anillos litúrgicos. Todavía me emociono cuando veo a los angelotes sosteniendo el crismón. Ni el Apocalipsis los describe mejor.

     Era el momento de Alberto. Sutilmente, comentó:

-          Verdaderamente, es maravilloso. No me extraña lo que el otro día comentaba Pedro sobre él, ¿verdad, don Eusebio?
-          Verdad, verdad, apoyó el interpelado, sin tener ni idea de lo que se le preguntaba.
-          ¿Y qué decía nuestro episcopable?, inquirió el cardenal, interesado y no sin cierto retintín.
-          Pues que cuánto le gustaría que Su Eminencia le hiciese obsequio de su anillo de obispo, ya que va a ser su auxiliar.

     La pulla agarró en todo lo alto. Font, famoso por su tacañería, estalló furioso:

-          ¿Cómo que…? ¿A qué ton? ¡Pues no te digo! Que se lo compre él con lo que ahorra de la Santa Cruzada, o de las cuestaciones para el Santo Cristo de Limpias. Este anillo se queda donde está y, cuando yo muera, lo legaré al tesoro de esta Santa Iglesia Catedral, que he regido -¡y sigo rigiendo!- desde el año uno hasta la fecha.

     La cosa había resultado tan bien, que el deán decidió aguarla un poquito:

-          No se moleste, Eminencia, y, sobre todo, no cuente a Cernuda lo que le hemos dicho. Si llegamos a saber el disgusto que le damos, nosotros no…
-          Lejos de mí, respondió el prelado, el cotillear o provocar disensiones. Pero todo tiene un límite y yo ya he hecho por don Pedro cuanto tenía que hacer y, a lo mejor, hasta de más.

     Volvió a levantarse, trastabillando un poco. Matías le ofreció gentilmente su brazo y cardenal y arcediano tomaron la vía de la antecámara. A la puerta, el soportador hizo ademán de retirarse, pero se quedó oteando a cubierto la maniobra del cardenal. Font se llegó hasta un bargueño con taracea de marfil y palo de rosa, abrió el segundo cajón de la derecha, se quitó el anillo episcopal y volvió a cerrar, sin echar llave ni resguardo ninguno. A su retorno, los tres visitantes besaron respetuosamente el anillo cardenalicio y se retiraron exultantes. Tanto que, apenas unos pasos más allá, el arcediano se arrancó con una coplilla que circulaba profusamente por los ambientes incrédulos de Castellar:

El Santo Cristo de Limpias
Dicen que suda. ¿Qué suda?
Lo que sudan son los cuartos
En el bolso de Cernuda

     El trío estalló en una sonora carcajada. Cuando se repusieron, comentó el deán:

-          Vaya con el cardenal. Achacoso y todo pero sabe muy bien dónde le aprieta el zapato.

***

     La supuesta predilección de Cernuda por el anillo episcopal de Su Eminencia, hizo que éste, todas las noches antes de irse a acostar, comprobara su presencia en el cajón de costumbre. Por eso no es de extrañar que, una semana después de la entrevista que acabamos de presenciar y de la ulterior entrega solemne al doctoral del par de guantes de Parladé no marcados con sus iniciales, el cardenal rompiese a gritar, despertando hasta las golondrinas que anidaban en la fachada de palacio:

-          ¡Granujas, ladrones! ¡A mí, que me desvalijan!

     El bochinche fue mayúsculo. Encabezada por el cardenal, ataviado con pijama y batín de paño marrón, se formó una expedición o ronda nocturna, formada por el ayuda de cámara, el capellán y dos monjitas, que revolvieron Roma con Santiago, en busca de eso que había perdido don José. El despojado tronó:

-          ¡Cómo que he perdido! ¿Creéis que estoy chocho o qué? ¡Robado y bien robado! ¡Un anillo que valía una fortuna!
-          Pues un anillo no, eminencia, pero aquí debajo he encontrado este guante, dijo sor Rosario, todavía arrodillada junto al bargueño taraceado de marras, exhibiendo un guante blanco y oro.

     El cardenal, hecho una furia, arrancó de la mano monjil el guante. Echó un vistazo y, como un rayo separó las dos caras del puño. No había duda: una P y una C acreditaban la propiedad del cuerpo del delito. El arzobispo rugió:

-          ¡El muy cerdo ha dejado su tarjeta de visita!
***

     Dejemos por ahora al cardenal Font rumiando su justa venganza y volvamos a la tierna pareja de Ricardo y Teófila, abandonados por nosotros en pleno éxtasis ético del sacerdote. Esa noche de la confidencia de Matías, la pasó nuestro galán en completo insomnio, recorriendo infinitas veces la longitud de su habitación en el seminario, bebiendo agua hasta hincharse, caminando por las galerías del segundo claustro (cuando se le quedó pequeña su cámara y sintió que el aire le faltaba), escribiendo y rompiendo veinte veces una carta de renuncia al señor rector. ¡Qué valor literario podrían haber alcanzado sus soliloquios y reflexiones, de haber podido conocerse! Por desgracia, sólo una cosa nos es posible: deducir por sus hechos las que debieron de ser sus conclusiones.

     El mismo día 12 de mayo, de la visita de los rebeldes al cardenal y de la artera donación por aquellos a Cernuda del par de guantes no marcados, Ricardo esperó como de costumbre a Teófila, a las ocho y cuarto de la tarde, en la Plaza del Poeta. La joven llegó volada a eso de las nueve, cuando la mente del expectante era un verdadero volcán.

-          ¡Cuánto lo siento, querido, pero no he podido salir antes! Hemos tenido que hacer por sorpresa un arqueo de existencias.
-          ¡Esto no puede seguir así, Teófila! Esperar, correr, esconderse, sólo soñar…
-          Mi vida, no lo veas tan negro. Nos queremos y, aunque me esté mal el tomar la iniciativa, podemos casarnos en cuanto tú digas.
-          Fácil lo ves. ¿Y si pierdo el trabajo? ¡Y esta maldita ciudad parece una cárcel, me asfixio en ella!
-          ¿Qué te pasa, Ricardo? ¿Hay algo que no me hayas dicho y que deba yo saber?

     Ricardo no contestó. En su lugar, atrajo hacia sí a Teófila y la acarició apasionadamente. Ella, aunque triste por el silencio y la violencia, le dejó hacer. Susurró:

-          Mañana es San Pedro Biendonado. Tenemos todo el día. ¿Por qué no nos llegamos a Medina y te enseño los lugares de mi infancia?

     Las palabras de Teófila le llegaron lejanas, pero aplacaron momentáneamente sus ímpetus. Atravesaron el Campo sin una palabra más, con él caminando un paso por delante y ella colgada de su brazo, recomponiendo la ropa, pugnando por seguirle. La calle de la Estación se abrió ante ellos, más monótona y tétrica que nunca. El portal número 11, abría su negra boca para engullirles. Teófila, por fin, vio la luz entre tanta confusión y tanta oscuridad. Lo empujó hacia el portal y musitó:

-          Ricardo, te amo por encima de todo y estoy dispuesta a todo porque no sufras. No esperemos a mañana. Hablemos esta noche.
-          ¿Que hablemos?, replicó él con displicencia. ¿De qué?
-          De todo lo que tú quieres y de la forma en que tú quieras, respondió Filita, echándole los brazos al cuello y besándolo.

     Se oyeron unos pasos en la calle y los suyos, apagados, en la escalera. Dos pisos. Una puerta. Un dormitorio. Y ellos, al fin.

***

     Vivieron plenamente su amor durante una semana. Para ser exactos, los dos días siguientes: San Pedro y el domingo. Luego ella soñaba y él se reconcomía, tratando de buscar una salida a su situación, que juzgaba desesperada. Los proyectos eran cada vez más ambiguos y los encuentros, menos intensos. Filita llegó a pensar que pudiera ser un hombre casado, y hasta un buscado por la justicia o un comerciante quebrado. Le manifestó estar dispuesta a arrostrar todo y a seguirlo a cualquier parte. Ricardo la miraba desde el otro lado de la sima abismal que los separaba y su mente científica pretendía valorar la situación en términos de probabilidades; de razones en pro y en contra; de pesar, contar y medir las cualidades de Teófila; de colocarla en un platillo de la balanza y su vida actual y religioso ministerio, en el otro. Por bien distintas razones, ambos se desesperaban, veían que se perdían mutuamente, que algo o alguien externo a ellos les imponía ineluctablemente sus razones. Quien era todo amor, no sabía la verdad. Quien sabía la verdad, desconocía el amor.

     La angustia de Ricardo duró, aparentemente, aquellos siete días. Al octavo, coincidente con el presunto robo del anillo episcopal, el profesor de Física se disponía a entrar de madrugada en el seminario, entre limpiadoras y proveedores, cuando se dio de manos a boca con el rector, quien tal vez estuviera esperándolo:

-          Ricardo, venga inmediatamente a mi despacho.

     De paisano, sin afeitar y a aquellas horas, el sorprendido no tenía ninguna coartada presentable. Don Isaías, con palabras tajantes y meditadas, lo apremió:

-          Es su última oportunidad. O vuelve al redil en todos los órdenes, o lo expulso del seminario y doy cuenta inmediata al cardenal y a Cernuda. Y no me venga con disculpas. Estoy totalmente al corriente de lo que pasa. Matías el arcediano me ha contado algo y yo he echado cuentas. Lo voy a vigilar día y noche. No consentiré que arruine la reputación de mi seminario y la vida de esa pobre mujer. Así que avisado queda. Puede retirarse.

     Ricardo, pese a todo, se retiró aliviado. Alguien había decidido por él y desobedecer sería ofender a Dios y jugarse la vida a una carta. Claro que también estaba Teófila. Él la amaba y algo le decía que ese sentimiento permanecería para siempre. Pero no era cosa de destrozarse la vida y destrozársela a ella. Separados, saldrían adelante. Juntos, ni el amor perduraría. En el fondo lo había percibido en la semana de pasión, sólo que no se había dado perfecta cuenta. Don Isaías podría ser un cafre. Nunca le perdonaría haber jugado con él como con una marioneta. Pero, detrás del rector había un mundo, el verdadero mundo o, cuando menos, el suyo.

     Cien veces imaginó la carta de despedida a Filita. Decenas de veces la empezó y la acabó unas cuantas. Finalmente, desistió. ¿Qué podía ser peor para ella que enterarse de su amor sacrílego? ¿O acaso la podía engañar diciéndole que no la amaba? La cosa estaba clara. Había pecado y debía cumplir una penitencia. Incluso sin pasar por el confesonario, supo con absoluta lucidez lo que tendría que hacer. El curso estaba acabando. Echaría solicitudes para todos los seminarios de España. Seguro que don Isaías lo apoyaría. Y, en último extremo, una parroquia lejana. O preparar oposiciones a alguna canonjía vacante, desde su casa de Cariñena. En suma, decir adiós a Castellar y no volver a ver a Filita.

     Dos días más tarde, se confesó con el rector. Éste aprobó con encomio el plan de vida imaginado por Ricardo y le prometió su ayuda. Al concluir con el sacramento, don Isaías le pidió, sin privarse de hacer un juego de palabras:

-          Por cierto, el párroco de la Pilarica, don Constantino, está bastante enfermo y, ya que tú eres Constante, he pensado que podrías sustituirlo en la misa de siete y media de la mañana.
-          Lo que usted quiera, padre. No puedo ni debo negarle nada.




6.      Tras la tempestad, la calma


     Don Pedro Segura fue despertado en su domicilio de la calle Guadamacileros muy de mañana, por orden del cardenal. Lo conminatorio de la llamada le impulsó a solicitar la compañía de su hermano y a constituirse en el palacio arzobispal media hora antes de lo requerido. En la antesala del salón del trono, fue coincidiendo sucesivamente con  el arcediano de Medina la Vieja, el magistral y el deán. Intentó acceder al prelado inmediatamente y, al no conseguirlo, sonsacar a los rebeldes. Todo fue en vano. Los rostros tensos y pretendidamente inexpresivos de los cinco eran todo un poema.

     A las diez en punto, se abrieron las puertas del salón y el capellán de Su Eminencia los invitó a pasar. Don José Font parecía otro que el aullador anciano de la pasada noche. Había recuperado toda su compostura y desde su estatura prócer dominaba la situación. Los mandó acercarse, pero no tomar asiento, y con palabra lacónica y medida, expuso brevemente el robo y su disposición a descubrir lo acaecido hasta el fondo, sin importarle el escándalo que ello pudiese implicar. El quinteto oyente se hacía de nuevas, mirándose unos a otros. Desde luego, Cernuda era el más sorprendido, y con razón. El magistral, siempre observador, comparó por un momento al erguido cardenal y a su encogido gobernador sede plena. Son como la ele y la i. El tópico le hizo sonreír y recuperar el aplomo.

-          Señores, no se ofendan –concluyó Font, por el momento-, pero tengo fundados motivos para suponer que alguno o algunos de ustedes puedan haber cogido el anillo episcopal, cayendo momentáneamente en la tentación. Espero de los responsables un gesto de arrepentimiento, seguido de su restitución, por supuesto.

     Pedro Cernuda cometió el error de responder el primero:

-          Don José, ¿cómo ha podido pensar que yo… que nosotros hayamos sido? En fin, el palacio está lleno de servidores y visitantes y Su Eminencia es, a veces, tan confiado…

     El cardenal asió con firmeza ambos brazos de su pomposo sillón y recalcó, no sin sorna:

-          Su Eminencia es paciente; Su Eminencia es tolerante; Su Eminencia a veces se equivoca. Pero Su Eminencia no es lerdo ni confiado, a no ser con ciertas personas que, por lo que se ve, no merecen tal cortesía.

     Don Pedro comprendió que la cosa parecía ir por él. Hizo una seña en el brazo a Emiliano, o tal vez lo rozó inadvertidamente, y replicó:

-          Pues, ¿qué pruebas tiene Su Eminencia de que hayamos sido nosotros los que…?
-          ¡Pruebas! ¡Pues no tiene la desfachatez el hombre de pedirme pruebas! ¿Le parece poco ésta?

     Y, abriendo unos botones de su sotana escarlata, sacó el guante perdido y, como en un desafío, lo arrojó a los pies del mayor de los Cernuda, quien lo recogió del suelo y, tras comprobar que coincidía exactamente con los del par del regalo, empezó a balbucir y a sudar copiosamente. El cardenal parecía disfrutar con la crisis, pero ésta duró apenas medio minuto; lo que tardó don Pedro en hacerse su composición de lugar y decir a su hermano:

-          Emiliano, ve inmediatamente a casa y trae la caja de guantes que está donde tú ya sabes.

     El arzobispo, concedió su venia al pasmado menor de los Cernuda, que salió como alma que llevan los ángeles, a hacer el encargo fraterno. Entonces quienes empezaron a transpirar con intensidad fueron don Eusebio y Matías, malamente reconfortados por la seguridad que traslucía su colega Alberto.

     Diez minutos después, aparecieron Emiliano y la caja. Aquél, aunque jadeante, parecía eufórico. Don Pedro cogió la caja, subió los dos peldaños que lo separaban del nivel arzobispal, alzó la tapa y, levantando los dos guantes que había en su interior, dijo al cardenal, con tono triunfante:

-          Vea Su Eminencia. Está la pareja. A saber de dónde haya salido ese guante descabalado.

     Alberto inició frase y gesto, tratando de llamar la atención del prelado, pero no fue preciso. Éste, espontáneamente y como una bala, miró el revés de los guantes traídos por Emiliano y los rechazó con desdén:

-          Estos no llevan tus iniciales. ¿Quién me dice a mí que el parecido no sea una mera coincidencia?

     Ahora era Pedro quien, desconcertado, miraba con ojos de lelo. Font, en el colmo de su paciencia, le indicó:

-          Abre el guante y mira por dentro. ¿No ves unas letras?

     Obedeció. Su hermano se acercó. Ambos vieron a un tiempo las letras P C, que parecían condenar sin remisión a Pedro. Emiliano se echó de repente a los pies del cardenal, cayendo sobre los dos escalones del desnivel y confesó entre sollozos:

-          ¡No inculpe a mi hermano, Eminencia! ¡Fui yo! Confieso mi pecado y estoy dispuesto a sufrir la justa ira de su paternidad.

***

     Don José Font sufrió en los días siguientes una de las crisis de su vida. Puso en pie todas las fuerzas físicas y los resortes mentales que aún le quedaban. Pasó varias horas rezando en la capilla e interrogando a unos y otros. Finalmente, estableció sus conclusiones definitivas, escribió una extensa misiva a la Nunciatura y convocó al cabildo catedralicio a una reunión extraordinaria, para el lunes, 29 de mayo. Era ya tiempo, pues estaban a quince días de la prevista ordenación episcopal de don Pedro Cernuda y éste y los rebeldes no ganaban para tila y valeriana. Entre tanto, Emiliano se encontraba bajo reclusión canónica en los sótanos del palacio arzobispal.

     En el día señalado, con toda pompa y máxima asistencia de canónigos, don José, revestido como para oficiar, con mitra y báculo, se levantó de su sitial y dijo:

-          Ante este retablo de Nuestra Señora, solemnemente os exhorto y conmino, hermanos, para que hagamos contrición por lo acaecido en días pasados… y en los pasados años. Pongámonos a bien con Dios y, para que él perdone nuestras deudas, perdonemos también nosotros, todos y cada uno, a nuestros deudores. Perdonar y olvidar, salvo aquello que ofendería a la justicia de los hombres o impediría el perdón del Señor. Quiero decir que nuestro hermano Emiliano Cernuda ha renunciado a todos sus cargos y ha sido suspendido en sus prebendas canónicas, hasta que la Santa Sede le imponga el castigo definitivo que, como he pedido, espero sea benigno. Y, sobre todo, hermanos míos, ruego a la Santísima Virgen porque reaparezca el anillo de mi consagración episcopal en los próximos tres días, durante los cuales permanecerá abierto y sin vigilancia, en la Sala Capitular, el cepillo de San Dimas. Sólo así el Señor perdonará el pecado y yo olvidaré lo sucedido. Hijitos míos, haya caridad en nosotros, unidad entre todos y sentido común, mucho sentido común… Que la paz de Jesús sea con todos vosotros.
-          Y con tu espíritu, respondieron todos a una, con unción.

     A las veinticuatro horas, el cardenal tenía en sus manos el anillo que tantas cuitas había provocado. El anciano lo llevó personalmente hasta palacio y se disponía a subir la escalera para depositarlo en la caja fuerte, cuando tuvo un pronto del que nunca se arrepintió ante Dios, pues ningún hombre tuvo conocimiento de su gesto. Salió al patio, llegó hasta la reja decorativa que en su centro protegía el antiguo pozo y arrojó a la profundidad la joya de la discordia. Retrocedió hasta apoyarse en una columna y musitó:

-          Vaya el maldito anillo con las treinta monedas de Judas.

     No sé las famosas monedas, pero el anillo episcopal de don José Font i Mascle yace todavía en el fondo del pozo del palacio arzobispal de Castellar. Al menos, es lo que se supone.

***

     Mientras tanto, nuestra Filita, seducida y abandonada, a duras penas mantenía la fuerza de voluntad para seguir comiendo y trabajando, que dicen son los dos soportes de la humana existencia. Candelas, su hermana, y Manolo, el encargado de la guantería, trataban de ayudarla y distraerla, con más cariño que eficacia, entre otras cosas, porque ella no se explicaba. Ricardo había sido muy diestro en no dar pistas ni dejar rastro. Teófila se cansó de ir colegio por colegio, preguntando por un profesor de su nombre. Se sentía avergonzada al buscar a un hombre que no quería nada con ella pero, al propio tiempo, imaginaba desgracias y pretendía una explicación, por minúscula que fuese. En fin, verlo, escucharlo y luego seguir viviendo, por decirlo así.

     Acabados los resortes humanos, Filita acudió a los divinos. Nunca había sido muy religiosa, pero necesidad obliga. Pensó en don Matías, el arcediano, y sintió una vergüenza atroz. Es curioso, ella era la avergonzada. ¡Cosas del querer!

     Le dio por oír un septenario de misas, por la reaparición de Ricardo. No era fácil hallar eucaristías a hora que le permitiera entrar a trabajar a tiempo. Finalmente, encontró una iglesia, aunque algo lejos de su casa. No importaba. Amaneció el 26 de junio, lunes. Hacía dos semanas que don Pedro Cernuda –por fin- era obispo auxiliar de Castellar, aunque sin derecho a sucesión. Su hermano, la cola del brillante cometa, esperaba en su pueblo natal burgalés el veredicto de la Curia romana.

     Era el primer día del prometido septenario y Filita calculó mal el tiempo que le llevaría llegar a la iglesia. Entró ya empezada la misa. El oficiante, de espaldas a los fieles como se estilaba entonces, rezaba sus latines. Aunque situada al fondo y con la cabeza baja, Filita sintió algo que hizo levantase la vista hacia el altar. En aquel mismo momento, el sacerdote se giraba hacia la nave, con la salutación del Maestro:

-          Pax vobiscum, que la paz sea con vosotros.

     Filita estuvo a punto de desmayarse, o tal vez de gritar, pero no tuvo fuerzas para una cosa ni otra. ¡Ricardo estaba diciendo la misa!

     Aprovechó el movimiento de la comunión para salir discretamente de La Pilarica. Vagó sin rumbo, aunque sus pasos la llevaron sin sentir a la tienda de sus afanes. No era aún la hora de apertura y el comercio, aunque solitario, lucía bajo la temprana y brillante luz del verano. Filita cogió al paso una corbata a rayas amarillas y blancas y se encaminó a la trastienda, como todas las mañanas.

     Veinte minutos después, llegó Manolo. Le extrañó encontrar la puerta abierta y no ver a Filita. Entró, llamó en vano, buscó y, finalmente, halló. Halló a Filita colgada de la cisterna del retrete, estrangulada con una corbata. Él sí debía tener fuerzas para ello porque dio un grito y se desmayó.

***

     Al siguiente día, el establecimiento castellarense de Guante Parladé permaneció “cerrado por defunción”. Alberto no pudo enterarse. Quizá no se enteró nunca. En la estación del ferrocarril de Ariza tomó a las nueve y media de la mañana el tren que lo apartó para siempre de la ciudad de sus triunfos académicos y sus sufrimientos amatorios. Una vez más, don Isaías –de muy buen humor aquellas semanas- uso con él de exquisita benevolencia:

-          Anda, déjame las notas de los exámenes y márchate sin esperar el fin de curso. Necesitas descansar. Y el año que viene, a Jaca, a seguir trabajando. Que Dios te bendiga.


  







[1]  Alusión a La Regenta, de Clarín, por el motivo esbozado en la introducción de este cuento.