viernes, 11 de marzo de 2011

La curación del tenor Miguel Fleta

Por Federico Bello Landrove

     Un típico cuento de balneario, pero que responde muy precisamente a un hecho histórico: la sorprendente curación temporal de la afonía del gran tenor español Miguel Fleta, gracias a las aguas termales de Las Caldas del Besaya. ¿Gracias a las aguas? ¿O hubo algo más? Pongamos el oído y escuchemos la conversación de los protagonistas actuales del relato, con el corazón abierto a la magia y a la fe.



     El verano pasado tomé las aguas en uno de esos balnearios decimonónicos que aún muestran los restos de su gloria anterior, aunque domine claramente en ellos la decadencia y vetustez de sus instalaciones y de la clientela. Entre los signos de antigua distinción, una historiada bañera usada allí por Isabel II en 1867; el gran comedor, soportado por columnas de hierro con capiteles compuestos; un bello jardín inglés, con plátanos de sombra que necesitarían tres hombres para abarcar su tronco; y, por supuesto, la cartela.

     Efectivamente, bajo la esfera del reloj que rige la vida del balneario, un panel modestamente enmarcado, sin fecha, llama la atención de los usuarios, a mitad de camino entre la referencia histórica y el reclamo publicitario. Literalmente, reza así:

EN ESTE ESTABLECIMIENTO OBTUVO  SU
RESTABLECIMIENTO LARÍNGEO EL GRAN
CANTANTE DON MIGUEL FLETA
     Baste lo dicho, para que ustedes puedan descubrir, si lo desean, que el establecimiento a que me refiero es el balneario de Las Caldas de…, famoso por sus aguas de elevada salinidad y  radiactividad muy alta, que, al parecer, pueden curar casi todo; a lo que se dice, hasta la fatigada laringe de grandes tenores.

***

     La ubicación de los comensales tiene algo de clasista. Las nutridas falanges de pensionistas, cuya estancia se sufraga a través de las instituciones públicas, llenan mesas en que la intimidad es desconocida… y bien que  parecen disfrutarlo. Las parejas o familias que, como es mi caso, acudimos privadamente tenemos el derecho de sentarnos solos, sin necesidad de dar o soportar palique de desconocidos. Es una curiosa regla no escrita, que presenta, entre otros, el inconveniente de no tener en cuenta el  supuesto inhabitual de quienes acuden sin compañía al reclamo de las salutíferas aguas. En efecto, quince días comiendo y cenando sin poder pronunciar palabra constituyen un descanso de laringe un tanto excesivo, sobre todo, por su carácter forzado.

     Un caso así se produjo el pasado verano. Y, bien fuera a petición del interesado, bien por no haber mesas privadas libres, el hecho es que el jefe de comedor nos pidió acogiéramos a un solitario y –al parecer- interesante viajero que, venido de lejanas tierras, pasaría apenas tres días conociendo el establecimiento y su entorno. El caballero era muy educado y de edad poco menor que la nuestra, añadió el empleado, para recomendar la solicitud de acogida. En fin, no sin dubitativas miradas recíprocas, mi esposa y yo aceptamos la sugerencia. Considerada a posteriori, la decisión fue acertada: de otra manera, este relato nunca hubiera nacido y la famosa cartela de Fleta habría mantenido sus ínfulas curativas por los siglos de los siglos.

     Mister Alexander Robinson (llamémoslo así) resultó ser un neoyorquino que dominaba el español y tenía la gran virtud de hablar de todo, superficialmente y sin excesos. Como es natural en estos casos, tras las oportunas presentaciones, la conversación se centró en el balneario y sus circunstancias, como punto de partida para más elevados temas. El señor Robinson estaba al corriente de las generalidades del establecimiento y de las características del paraje de Las Caldas, hasta extremos que me parecieron chocantes en alguien que viniera a “conocer el balneario y su entorno”. No obstante, siguió con atención nuestras precisiones y se mostró educadamente interesado cuando alcanzamos el núcleo del coloquio:

-          Dicen que estas aguas cuentan entre las mejores de Europa en lo relativo a propiedades curativas –aseveré yo-. Desde luego, impresiona su nivel de salinidad. El sabor recuerda al del agua de mar.
-          Y la radiactividad –añadió mi mujer-, que es una propiedad excelente para relajarse y superar el estrés.
-          Sí, sí –respondió el americano-. Ya veo que Las Caldas han remontado la crisis que amenazó con su cierre y ahora tienen un considerable éxito de público. Espero que puedan afrontar las necesarias obras de restauración y mejora, aun respetando los elementos tradicionales.
-          Lo mejor sería que viniera por aquí algún cantante popular que mejorara de voz con las aguas, cosa que, por cierto, sería un milagro en algunos –ironicé-. El reclamo de Miguel Fleta me temo que ya no venda mucho, después de ochenta años.
-          Desde luego –apoyó mi señora, riendo casi-. No me extrañaría que los visitantes del balneario  compartieran la mentalidad de mis alumnos, cuando la profesora de historia les pregunta por el descubrimiento de América o la guerra de Cuba: No sé; yo no había nacido todavía.

     Mr. Anderson sonrió y apostilló misteriosamente:

-          Mucho me temo que haya algo peor que el desconocimiento de Fleta por las generaciones jóvenes. Tal vez la curación de su laringe por la acción del agua sea una falacia.
-          Sí –le apoyé-, ya sabemos que el gran tenor no volvió a ser el mismo después de su proceso de disfonía de 1927 y arrastró una prematura decadencia, hasta que abandonó definitivamente la profesión hacia 1935.
-          Efectivamente, concluyó Mr. Anderson. Y yo aún diría más. Si bien su recuperación parcial se produjo aquí, en Las Caldas, tuvo poco que ver con sus aguas. Pero vamos a tomar el helado, que se está deshaciendo. En otro momento les contaré.

***

     Aquella misma tarde, volvimos a coincidir, visitando el santuario de la Virgen de la Salud de Las Caldas, gigantesco cenobio dominico del siglo XVII, que se yergue sobre el balneario, pareciendo que vaya a aplastarlo de un momento a otro. Recientemente, la casa solariega adyacente del Conde de Las Bárcenas ha pasado a formar parte del complejo monacal, acondicionada como elegante casa de Ejercicios y albergue turístico.

     Entre mis numerosos defectos, tengo el de ser un aficionado a los monumentos, bastante pedante. Así que me faltó tiempo para ilustrar a Mr. Anderson en las sobrias bellezas del barroco desornamentado y acerca de la historia del convento, incluida la dramática saca de nueve de sus ocupantes, para ser ahogados en la bahía de S., en diciembre de 1936. El extranjero pareció no conformarse  con una visita somera y solicitó del hermano lego permiso para subir al coro, situado en alto, a los pies de la iglesia. Una vez en él, pareció emocionarse, aunque le explicaran que casi nada estaba como antes de nuestra guerra civil: el órgano era muy moderno y la reja y sillería del coro habían sido colocadas allí, procedentes de su prístina situación, en la cabecera o presbiterio del gran templo.

     Bajamos juntos la vertiginosa cuesta hacia el balneario, con la precipitación que aconsejaba la inminente tormenta que anunciaban lejanos truenos y los primeros goterones. Era aún temprano para pensar en la cena; así que invitamos al míster a tomar un café en el mínimo local que el balneario destinaba al efecto y tuvimos una amena conversación sobre otro de los temas favoritos entre semi-desconocidos: las analogías y diferencias entre sus respectivos lugares de procedencia y las vidas que en ellos suelen desarrollarse. Afuera, la tormenta rugía con furia y, hacia las ocho de la tarde, se fue la luz.

     Aunque la cena se retrasó media hora, al final no hubo más remedio que tomarla con un improvisado alumbrado de emergencia, a base de velas y lámparas a gas. El incidente se convirtió en centro de atención de las conversaciones, en un tono distendido y hasta jocoso. Al concluir el ágape, en tanto se hacía de nuevo la luz eléctrica o el servicio instalaba suficiente iluminación en pasillos y habitaciones, fuimos invitados todos los huéspedes a tomar asiento en las salas de juego y televisión, así como en la recepción del hotel, corriendo a cargo del establecimiento café y chupito de desagravio. Alexander, mi mujer y yo nos arrellanamos en el ángulo de un tresillo, a cierta distancia del resto del personal. Y, ya fuera por esa mínima intimidad, ya por efecto de la sobremesa en penumbra, es lo cierto que, como si retomara sus últimas palabras del almuerzo anterior, nuestro neoyorquino apuntó:

-          Bueno, tal vez sea este el momento de contar la pequeña historia del cantante Fleta y su supuesta curación en Las Caldas. Después de todo, la naturaleza nos ha forzado a hacer una especie de fuego de campamento y esa es una oportunidad inmejorable para ello.
-          Encantados, amigo Alexander. Tendrás un auditorio callado y atento, que para sí hubiera querido Eneas en Cartago.

     El americano sonrió, tomó en su mano el vasito de aguardiente de yerbas, y comenzó su relato.

***

     Ya sabéis que Fleta nació en 1897 y que fue un prodigio de rapidez a la hora de formar y educar su voz. Tenía apenas veinte años cuando inició sus estudios de canto y ya a los veintidós triunfaba en la Ópera de Trieste, en lo que sería el comienzo de una carrera llena de éxitos, que le convirtió en uno de los grandes tenores de su tiempo y en el más universal de España, después de Gayarre.

Pero las precipitaciones y los excesos se pagan. Y así, a punto de cumplir los treinta, el gran tenor –que tenía firmados tres años de contrato con el Metropolitan de mi ciudad- desarrolló una faringitis crónica, que le obligó a apartarse del mundo de la ópera. Algunos lo achacaron a sus abusos vocales y a una vida en exceso bohemia, favorecida por sus continuos viajes y la ruptura con Louise Pierrick, su excelente maestra y mentora.

     Fleta se puso en manos de las eminencias médicas de la época, quienes le aconsejaron, entre otras cosas, reposo absoluto de la voz y tratamientos laringo-faríngeos, en los que los baños de vapor y las inhalaciones directas tenían un papel destacado. Aquí es donde entran en escena los balnearios a los que, de todas formas, el tenor ya era aficionado desde mucho antes. Y, en concreto, este de Las Caldas, que le recomendó el doctor Tapia, y adonde se trasladó en 1928, buscando reposo y mejoría.

     Llevaba una quincena en el balneario, casi de incógnito y sin abrir la boca, cuando una mañana se le ocurrió subir hasta el santuario que nosotros hemos visitado esta tarde. Fleta no era muy religioso (en realidad, su falta de formación aconsejaría decir mejor que no era muy nada, salvo generoso y vital). Pero lo cierto es que, al encontrarse en el imponente templo, contemplar la pequeña y tierna imagen gótica de la Virgen de la Salud con el Niño y oír que los frailes iniciaban el rezo del ángelus, sintió un impulso irresistible, subió hasta la tribuna del órgano (donde hoy día está almacenado, o poco menos, el antiguo coro) y pidió al fraile músico que tocara el Avemaría de Schubert. Algo debía de tener la forma de la petición –o tal vez el organista reconociera al cantante-; el hecho es que en los minutos siguientes se escuchó en el santuario de Las Caldas la más hermosa y sentida plegaria cantada de la que se tiene noticia. Tal vez la voz no era tan potente como en el Turandot de la Scala, ni tan dramática como en la Carmen del Real, pero la fe, la fuerza y el sentimiento habían vuelto a Fleta. Su avasalladora naturaleza y la necesidad de recuperar fama y fortuna harían el resto.

Así pues, amigos, la cartela que ustedes con tanto interés y afecto han contemplado debería estar en la iglesia de Las Caldas, o en el claustro del convento, pero se ve que los titulares del balneario tenían más necesidad de hacerse el artículo que los frailes dominicos. Por su parte, Fleta no quiso terciar en el asunto. Según dijo a su mujer, Carmen Mirat, al volver a Madrid, este es un secreto entre la Virgen y yo, que no debe trascender más allá de los míos.

-          Entonces, Alexander, ¿cómo es que estás al corriente de todo lo sucedido?
-          Muy sencillo, porque soy nieto de Miguel Fleta, aunque él nunca llegara a conocerme ni, menos aún, a reconocerme.
-          ¿Nieto? ¿De qué rama? ¿De la de Louise Pierrick o de la de Carmen Mirat?
-          De ninguna de las dos. Mi padre era hijo de Fleta y de la actriz Bebe Daniels, a la que conoció en Nueva York en 1923 y frecuentó en años posteriores, al actuar en el Metropolitan.

      En esto, vino la luz al edificio. Alexander se levantó inmediatamente y, con toda cortesía, dijo:

-          Parece que el fuego de campamento ha concluido.  Han tocado retreta y silencio.



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