sábado, 26 de marzo de 2011

El "sinfonier"

Por Federico Bello Landrove
A mi prima Rosa, que avivó los recuerdos

     A mitad de camino de los relatos inspirados por la música y de los que son fruto de una impudorosa confesión, este cuento breve formula casi explícitamente una pregunta: ¿es inexorable que los jóvenes no valoren las cosas ni a las personas, hasta que estén llenos de años y de recuerdos?

     Aunque no era yo mal conocedor del francés, aún me faltaban unos años para poseer y usar el galicismo chiffonnier, para referirme a un mueble tipo cómoda, caracterizado por la abundancia de apartados, generalmente en forma de cajones para guardar prendas pequeñas de ropa. Para mí y en aquel entonces, el mueble que presidía el cuarto de estar era un sinfonier, así como suena. Y eso que presidir, lo que se dice presidir, es una exageración. Pero en lo que a mí respecta, se trataba de la pieza más importante de la casa, salvando la cama y, tal vez, mi mesa de trabajo. Y es que, en su interior, aislado del mundo por un cierre tipo persiana, guardaba todos los discos que, en vacaciones y fines de semana (pues en aquella casa se trabajaba en silencio el resto del tiempo), satisfacían mi entusiasmo por la música clásica y hasta los ejercicios casi gimnásticos de director de orquesta, ante el espejo del armario ropero.
     Y el caso es que, aparte de la persiana, asegurada con llave y que se cerraba curiosamente hacia arriba, el susodicho sinfonier (ya se imaginan por dónde van los tiros del vocablo) era de lo más anodino. Madera tímidamente trabajada con molduras y medias cañas; alzada acomodada a su manipulación en pie; formato de archivador, con dos baldas en altura y tabicado vertical ad libitum; y, eso sí, el inevitable tapetito de ganchillo, que otrora había acogido protector el soberbio receptor Telefunken, hasta que al jovencito de la casa se le ocurrió que nadie mejor para pastorear los microsurcos que el electrófono que se le había regalado para reproducirlos.
     No era cualquier cosa aquel tocadiscos: marca Philips (¿seguirá fabricándolos la histórica firma holandesa?), modelo Malmaison, 1963. No, no les abrumaré también con la descripción del aparato, ya que lo tienen dibujado en el cartel publicitario de la época, que preside en color este relato, el cual he de agradecer a un ilustre compañero de cuadernos de bitácora, apodado Ernestoide. Los pick-ups debieron pedirse a los Reyes Magos con profusión en aquel dulce año. Para los que hubiesen sido malos, ciertos comercios de Madrid anunciaban en el ABC: ¡Una garantía definitiva! Tocadiscos Philips Malmaison por 2.992,65 pesetas. Eso sí, pagaderos a plazos, hasta en veinticinco mensualidades. No me he preocupado en indagar la cuantía del desembolso inicial, ni los intereses. El anuncio que he manejado se inserta en el número del diario correspondiente al 5 de enero de 1963. De ahí, lo de los Reyes y la última oportunidad para quienes fuesen republicanos o merecieran carbón.

     Detrás de esta publicidad periodística, adivino a mis padres. No sólo porque incluye una afeitadora (695 pesetas) de la misma marca que usaba mi progenitor, sino porque convierto en gramos de cariño hacia mí su dispendioso rasgo navideño, dado que mis padres, de Reyes, nada (para Nochebuena, a fin de que los chicos puedan disfrutar en vacaciones), y de plazos, menos aún. Una persona prudente podía tener un activo patrimonial modesto, pero pasivo, jamás. Creo que lo último que compraron al fiado fue mi coche de bebé y tenían a la sazón veintiséis primaveras.
     Es que empiezo y no acabo. Estas digresiones… Bien, decía que he hecho un esfuerzo para convertir las tres mil pesetas que costaba el tocadiscos en gramos de cariño hacia su donatario. En aquellos días, el sueldo mensual de un maestro en la mitad de su camino profesional, era de unas 2.000 pesetas brutas (¡y tan brutas!) que, con la extra navideña se acercarían –digo yo- al doble. Así que mi padre (o mi madre, que tanto monta) invirtió todo lo honradamente percibido hacia el 20 de diciembre de 1962, en alimentar las aficiones musicales de su primogénito. ¡Dios los bendiga!
     He dicho bien, sueldo mensual y paga extraordinaria. Y no es que no sepa restar, sino que el tocadiscos venía acompañado de mis primeros microsurcos. Ahora los tengo a la vista, con la pionera anotación XII-62 en el reverso de la funda. La Quinta de Beethoven: ¡cómo no!, con su envuelta color naranja y la mano del destino llamando a la puerta. Y tres pequeños, de 45 r.p.m.: Chopin (por Horowitz); la rapsodia húngara nº 2 de Liszt; y Andrés Segovia (¿qué más daba lo que tocase, siendo él?). Así que sumen ustedes unos cientos de pesetas más y verán lo poco que quedó para turrón ese año en mi casa. ¡Menos mal que, como buen matrimonio de maestros, trabajaban los dos, para ganar poco más que una persona de otra profesión más afortunada!
     ¡Oh cielos, pero si hay otro disco pequeño de piezas variadas para piano, con la anotación XII-62! ¿Y eso? Hay algo más escrito: C. G. Quintana. Nada más justo: ella, que metió en mi alma el gusto por la música clásica, tenía que ser la autora del primer regalo para mi incipiente discoteca. ¿Le dije alguna vez lo que había significado para mí? Bah, es la historia de casi siempre: abrimos los labios y el corazón cuando nuestros seres queridos ya no pueden oírnos.
     No quiero que saquen la idea de que soy una hormiga que atesora todos sus recuerdos. Hace mucho tiempo que el sinfonier salió de mi casa y de mi vida; no tanto, que el Philips Malmaison, modelo 1963, exhaló su último suspiro. Solo los discos de vinilo, gozosamente, bien enfundados y custodiados en cuatro álbumes y un estuche portátil, esperan el zafiro de fuego que les arranque hasta la última nota del alma. ¿La escucharé yo? ¿La compartiré con los amigos de siempre, con mi prima Rosa, que aún recuerdan a Beethoven y Vivaldi, los Carmina Burana y la Gran Polonesa Brillante, la alcoba italiana y el sinfonier? No es probable pero, en cualquier caso, su tarea está cumplida, la siembra de entonces fructificó al ciento por uno. Todo lo llevo conmigo. No obstante, ya no quiero ni puedo hacer seguir a los microsurcos el agrio camino que antes recorrieron mueble y electrófono. Se quedarán conmigo hasta el fin y después… después de mí, el diluvio.

El coleccionista

Por Federico Bello Landrove

     ¡Qué bien queda uno cuando recita improvisadamente algunas frases ingeniosas de otros pensadores! Pero todo tiene un precio. El narrador de este cuento lo pagó cuando se le ocurrió pensar acerca de lo que otros habían pensado.



    Tal vez por la edad, tengo bastantes manías. Una de las más positivas es la de coleccionar frases ingeniosas. Aguzan mi capacidad de pensamiento y de crítica. Las tomo prestadas para provocar una sonrisa en los amigos y compañeros de trabajo. Me dan marchamo de erudito sin necesidad de conocer a fondo temas o personajes. Todo son ventajas; o lo eran hasta que, contra todas las leyes probabilísticas, empezó a caer sobre mi ajada memoria un chaparrón casi simultáneo de citas sobre el amor. Me referiré sólo a las tres que más me afectaron. Y me perdonarán ustedes que no haga publicidad de sus autores. En cualquier caso, les aseguro que –para mi desgracia- no soy yo su ingenioso inventor.

     Fue la primera: La magia del primer amor consiste en nuestra ignorancia de que pueda tener fin. Frase cínica donde las haya, recibió de mi espíritu crítico la más feroz de las repulsas. La magia, y el riesgo, del primer amor están en que todo es nuevo y en que uno suele ser muy joven. La ignorancia, ¡ay!, no es la de la fragilidad del sentimiento, sino la de cómo hacer para que no se nos caiga del alma. Recuerda al niño, que ya sabe que los juguetes se rompen, pero carece aún de la habilidad para evitar su caída. Veredicto, pues: Falso…, pero me ha dejado bastante tocado.

     La segunda frase –de muy distinto registro- fue: El verdadero amor sólo se presenta una vez en la vida…Y luego ya no hay quien se lo quite de encima. Humor en estado puro, con un toque de absurdo, y perfectamente complementaria de la anterior. Todo amor está llamado a tener fin… ¡y pobre del que no lo tenga! Unas veces, porque lo fosilizamos mediante intereses o tradiciones que imponen su prolongación, más allá de los sentimientos. Otras, porque se convierte en dolor y, aunque tratemos de olvidarlo o expulsarlo de nuestra alma, allí se empeña en permanecer, aletargado o en estado agudo. Veredicto: Exagerado…, pero voy a tener que ir al psicoanalista.

     Y la tercera, que tiene muchos padres: El amor imposible es el que más dura. Conclusión lógica de la primera: Puesto que el amor se desgasta y termina, nada mejor para que dure que no vivirlo. Lo malo es cuando la decisión nos es ajena y, por tanto, genera la lacerante nostalgia de lo imaginado.  Nostalgia… y frustración, en el caso de que –como quijotes- tratemos de hacer realidad lo efectivamente imposible. Veredicto: Casi verdadero…, y me ha hecho daño de veras.

     Menos mal que, cuando estaba al borde de la depresión, vino en mi ayuda esta frase, de los mismos autores de la segunda: No piense mal de mí, señorita. Mi interés por usted es puramente sexual. ¡Espléndido! Se acabaron la introspección, la imaginación y el sufrimiento moral. ¡Vamos al grano! Uno –que es cinéfilo desde siempre-  conectó enseguida la frasecita con una cinta de Garci: ¡A aprobar la Asignatura pendiente! No voy a hacer una innecesaria apología de lo físico, o a sugerir la separación de amor y sexo. Simplemente, doy mi veredicto: Cierto, si se retoca un poco el adverbio; “puramente” es demasiado. Pongan ustedes algún otro menos radical y quedará perfecto.

     En fin, creo que abandonaré la colección de frases sutiles y me dedicaré a la de mariposas, por poner un ejemplo aparentemente inocuo. Aunque, después de recordar el film de William Wyler del mismo nombre que este estúpido relato, pienso que no sería una buena idea.

viernes, 18 de marzo de 2011

NOTABLE COINCIDENCIA

Por Federico Bello Landrove

     Hay una Yerma literaria de Federico García Lorca y una Yerma operística de Heitor Villa-Lobos. ¿Qué pudo llevar al compositor brasileño a tomar la obra del escritor español como argumento para su inspirada composición?  Lo que sigue puede ser una buena pista para responder a tal pregunta. En todo caso, el relato no tiene ninguna otra pretensión.



     En la poco brillante prensa musical española dedicada a lo clásico reluce una rutilante revista trimestral, que se edita en Madrid y actualmente se vende al módico precio de tres euros. La publicación tenía el sonoro nombre de  Stradivarius, hasta que la consolidación de una cadena homónima de tiendas de confección aconsejó sustituirlo por el más ingenioso de La corchea audaz. Lo de la corchea requería de poca explicación, pero lo de audaz me movió a preguntar al director, Fernando Oreses, por su sentido:

-          ¿Te parece poco audaz –dijo- publicar una revista centrada en la música clásica, en la España de nuestros dolores?
-          Seguramente tienes razón, contesté. Pero aún sería mayor audacia si pagases las colaboraciones.

     De donde se deduce que soy cooperador desinteresado –aunque entusiasta- de La corchea. Asisto a conciertos, procuro estar al tanto de las novedades discográficas y hago entrevistas a intérpretes famosos o a sesudos profesores de conservatorio. Nada, por tanto, que me predestinase para ejercer de reportero y poner mi nombre al pie del artículo más relevante que haya publicado mi revista en sus veintitrés años de existencia. Pero el caso es que así fue.

     He aquí la intrahistoria del famosísimo reportaje… y del final de mi colaboración en La corchea.

***

     El recién nombrado director del Teatro Real de Madrid –belga o francés, no lo recuerdo-, concedió una extensa entrevista al diario Madrid hoy, revelando sus intenciones generales y algunas de las primeras obras que pensaba montar. Entre ellas, aludió a la Yerma de Heitor Villa-Lobos, en versión de concierto. Fernando Oreses, en mi presencia, estalló:

-          Será imbécil este sujeto. Llevamos cincuenta años esperando la première en España de esta ópera y se descuelga con las medias tintas de no montarla en condiciones.
-          No sé, Fernando. Tal vez sea complicada o costosa de representar tal cual.
-          En absoluto. El problema pueden ser las voces. Los aspectos escénicos son de lo más simple que se ha visto.
-          Pues, de ser como dices, realmente es una vergüenza que la deferencia de Villa-Lobos por García Lorca no haya tenido hasta ahora respuesta en nuestro país.
-          No se hable más. La corchea tiene que salir al paso de ese cantamañanas y organizar un escándalo, si sigue con sus ridículos propósitos.

     Fernando es un poco impetuoso y me sentí en la obligación de frenarlo. El Real es mucho Real y no convenía indisponerse frontalmente con él, al menos, sin hacer algún tipo de estudio sobre la relación del genial carioca con el no menos genial granadino. Yo se lo apunté:

-          Podríamos calentar el ambiente con algún artículo sobre Villa-Lobos y Lorca.
-          Lo creo innecesario, repuso el director. Todo el mundo sabe que Villa-Lobos descendía de españoles por parte de padre y que tuvo otros contactos con temas culturales de acá. Andrés Segovia, sin ir más lejos...
-          No me estás entendiendo, Fernando. Hablo de relaciones, no con lo español, sino con lo lorquiano en concreto.
-          Está bien, don Prudencio, pero encárgate tú. Te doy un mes como máximo. Para octubre tiene que salir La Corchea con Yerma como artículo de fondo. Hasta tengo ya el título: En Manaus, sí. En Madrid, no[1].
-          ¿Y eso, qué quiere decir?
-          Echa un vistazo en Internet y verás si no es para que nos abochornemos.

***

     Mi desconocimiento inicial del tema a investigar no fue despejado de buenas a primeras. Villa-Lobos ya había tenido ocasión, antes de Yerma, de expresar su sentimiento y su inspiración musical en forma de óperas. Pocos, sin embargo, se habían preocupado de indagar por qué se había interesado, ya al final de su vida, por la obra teatral de Lorca, estrenada veinte años atrás. Tampoco ayudaba a mis indagaciones el escaso interés concitado por dicha ópera, que no se había representado hasta unos quince años después de su creación, como llovida del cielo, en el Teatro de la Ópera de la ciudad neo-mejicana de  Santa Fe[2].

     Jugando un poco al azar, di con un itinerario cronológico de la biografía de Villa-Lobos. Según él, el compositor había realizado un viaje Praga/Berlín/Barcelona en 1936. En eso estaban todos de acuerdo. Las discrepancias surgían a la hora de aseverar si tal viaje había tenido independencia de otros, o si había venido motivado por una previa y amplia estancia en Alemania, de la que el indicado sería el retorno, camino de Brasil. En un primer momento, esta alternativa no me pareció interesante para mi trabajo. En cambio, como es lógico, quedé deslumbrado por la referencia a Barcelona, ¡y en 1936!

     Si hubiera contado con más tiempo del que Fernando me había concedido, habría podido acudir a las biografías extensas de Heitor y sacar conclusiones seguras. Por otra parte, yo era un periodista aficionado, tratando de acopiar materiales de relleno para un artículo, cuyo sentido estaba ya trazado por el director de la revista y cuyo contenido estaba por ver si era yo quien lo aportaba y firmaba. Me decidí, pues, a dar por sentado que, habiendo viajado previamente por Praga y Berlín en aquel año fatídico, Villa-Lobos habría llegado a Barcelona una vez iniciada nuestra guerra civil. Para mayor fundamento, habría resultado extraño que el compositor no hubiera ampliado el periplo a otras ciudades españolas –particularmente, Madrid-, de no haber sido por el terrible obstáculo de la contienda bélica.

     Con información insuficiente, no podía hacer otra cosa que imaginar al músico un poco perdido en el anárquico y peligroso mundillo de la Barcelona de los primeros meses de guerra. ¿Quién lo habría acogido? ¿Cuántos días o semanas habría permanecido en tierras catalanas? ¿Habría ido al teatro y, en ese caso, podría haber sido espectador de la Yerma lorquiana? Preguntas sin respuesta y, en algunos casos, mal planteadas. Por ejemplo, ¿no podría haber tenido conocimiento de aquella obra teatral mediante simple lectura personal, o referencias de terceras personas?

     Pasando a Federico García Lorca, seguía yo su peripecia en el último año de su vida. No me constaba ningún viaje a Barcelona, con lo que no podría haberse encontrado con Villa-Lobos, ni aunque éste hubiera viajado a la Ciudad Condal antes del 18 de julio. Curiosamente, uno de los múltiples manifiestos y peticiones que había firmado Lorca en 1936, como intelectual famoso y comprometido, había sido una petición de libertad en favor del político brasileño Luis Carlos Prestes. ¿Que habría opinado al respecto el compositor, tan criticado en ocasiones por seguir la estela política del getulismo? En cualquier caso, vigilado o preso en Granada el poeta entre el 19 de julio y el 19 de agosto –fecha de su muerte-, estaba claro que Heitor y Federico no podían haber coincidido en el primer mes de nuestra guerra. Sí pudo haberle llegado a aquél el rumor y, luego, la certeza del trágico y escandaloso asesinato de Lorca, poeta sobradamente conocido, no sólo en Europa, sino en Argentina, Estados Unidos, Méjico, Cuba y otras naciones americanas.

***

     Me iba inclinando por presentarme a Fernando y decirle que tiraba la toalla, cuando me dio por bucear un poco en la biografía general de Villa-Lobos, sin acotaciones temporales. Inmediatamente, di de narices con el dato destacado de que no había tenido hijos porque, al parecer, era estéril. Sus relaciones con las dos mujeres de su vida, Lucília y Arminda, por no aludir a otros contactos o relaciones más pasajeras, no dejaban constancia de filiación ninguna. Tampoco parece que ello hubiera afectado particularmente el ánimo del compositor, como resume –tal vez, apócrifamente- un breve diálogo entre un conocido y él, según la película sobre su vida, Uma vida de paixão, desarrollado aproximadamente así:

-          Gustándole tanto los niños, ¿cómo es que no ha tenido hijos?
-          Cosas de la vida.

     Apócrifo o no, era un sobresaliente elemento común entre la protagonista de Yerma y el autor de la ópera sobre su argumento. Obviamente, Yerma no se siente estéril, sino defraudada por su marido en sus ansias de maternidad; y, por descontado, esa decepción se convierte en la obsesión y detonante del desenlace de la obra, con el crimen de aquélla contra su esposo. No obstante, ¿quién despreciaría tan notable parecido, por el hecho de que fuese una mera coincidencia?

     Actuando más como periodista (es decir, por verosimilitudes y deseos de la dirección), que como historiador, me puse a la tarea de redactar el solicitado artículo, no sin apuntar entre líneas algunas diferencias, más o menos chocantes, entre la Yerma teatral y la operística. Y, en esas estaba, cuando me tropecé con una referencia al Congreso Internacional Heitor Villa-Lobos, celebrado en París, en 2002. El compositor, que había entrado en la sala del Congreso sin descendencia, salió de ella con una hija, nacida en 1935 de su relación con una alemana, llamada Thea Robinson Rosenbaum. La criaturita (hija muy póstuma, si me permiten la broma) respondía al nombre de Marianka y era entonces casi septuagenaria.  Los datos sustanciales aportados para el informal reconocimiento de la paternidad, eran abundantes tarjetas postales, pasaportes, fotografías y, particularmente, autógrafos muy reveladores que los peritos estimaron de puño y letra de Heitor Villa-Lobos.

     ¿Por qué los hechos no habían sido divulgados antes? ¿Por qué, a la altura del siglo XXI, no se ha practicado –que yo sepa- una prueba de ADN definitiva? Aquí los textos se perdían en infundios y divagaciones, que iban a desembocar invariablemente en el egoísmo de Mindinha, la casi-esposa y factótum de Villa-Lobos, y, a partir de la muerte de aquella en 1985, el anhelo de la Fundación Villa-Lobos por percibir en exclusiva, hasta 2030, los jugosos derechos de autor devengados por las obras del gran músico, cada vez más grabado y reconocido internacionalmente.

***

     Hice una especie de apéndice en mi reportaje para incluir a Marianka, residente en Bolivia desde finales de la década de 1940, y, con texto y soporte documental, me presenté ante Fernando, que estaba entonces a punto de levantar el vuelo, literalmente, hacia Oviedo, para asistir a la Coronación de Popea. Me arrebató los papeles de la mano, con una frase hecha:

-          Lo leo en el avión y a la vuelta hablamos.

     No hubo tal conversación. Si ustedes han tenido el acierto de adquirir el número de La corchea audaz correspondiente a octubre de 2010, habrán leído su cuadernillo central, con considerable alarde gráfico del precioso teatro de la ópera manauense, como para dar en las narices al engreído Real madrileño. El artículo tenía mi firma y buena parte de mi texto, pero había desaparecido toda referencia a la probable paternidad de Villa-Lobos y lo encabezaba un texto en letra cursiva (tal y como yo he encabezado este relato), en que Fernando se despachaba a gusto con el Director Artístico y sus ridículas medias tintas de estrenar Yerma meramente en versión de concierto. Desde luego, yo estaba de acuerdo con el fondo, pero no con la forma: sin consultarme y sin  firmar de algún modo su personal presentación. Me enfadó tanto, que lo asalté por sorpresa en su cafetería de costumbre:

-          Eso no se hace, Fernando. Me has teledirigido el trabajo y cerrado las puertas del Real, mientras siga Mortier de director.
-          ¡Chico, qué respeto tienes por los directores! Pues yo también soy tu director. Así que no me vengas a chillar mientras hago la digestión de las lentejas.
-          Pues que usted las digiera bien y hasta nunca…, director.

     Se echó a reír, como si no hubiese tomado en serio mi despedida. Pero lo era. Y, por si acaso son ustedes lectores de La corchea y también de mi blog, he decidido, además, dejar las cosas en claro y acogerme a este peculiar derecho de rectificación. Así que dicho queda y muchas gracias por su atención. Que la vida les sonría… con hijos o sin ellos.



[1]  Seguramente, Fernando Oreses aludía a que, en marzo de 2010, se representó la ópera Yerma en el Teatro Amazonas de Manaus, casi simultáneamente a las promesas del nuevo Director del Teatro Real de Madrid, de montarla próximamente sólo en versión concertística.
[2]  Precisemos un poco las fechas. La Yerma de García Lorca se estrenó en diciembre de 1934. La Yerma de Villa-Lobos fue concluida en 1956. Su estreno en Santa Fe (Nuevo Méjico, USA) se produjo en 1971.

Un exiliado en Campinas


Por Federico Bello Landrove

Quisera saber agora se esqueceste,
Se esqueceste o juramento.

     Este cuento tiene un poco de todo: guerra civil española, exilio en Brasil, amor por los balnearios, conocimientos jurídicos, romanticismo… y una preciosa canción musicada por Carlos Gomes (1836-1896), el gran compositor campineiro. Y no habría nacido, si no fuera por la amistad de  otro natural de a Cidade das andorinhas[1]: así que va por ti, Thiago Wiziack.




1.   La utilidad de la Criminología

     Hoy es martes, 16 de abril de 1963. No me pregunten la hora, pues inicio el vuelo de Rio de Janeiro a Madrid, vía Lisboa, y ya he puesto el reloj al tiempo de Santiago de Compostela. ¡Y cómo no, si regreso a mi Galicia natal, después de casi treinta años! Bueno, en realidad yo nací en Orense, en un pueblecito llamado Lobios, junto a la frontera portuguesa, a orillas del Limia. Si ustedes no han visitado su balneario y se han dado un chapuzón en sus aguas, debidamente enfriadas por supuesto, no han visto cosa buena. ¡Balnearios, cómo me gustan a mí los balnearios! Pero no adelantemos acontecimientos.

     Me he propuesto superar el hastío –y el temor- que me provoca tan largo vuelo, iniciando la redacción de mis memorias. Lógico. Al volver a mi patria, veinticuatro años después, tan cambiada como estará (ella, y mis familiares y amigos), no está de más preguntarme quién soy y, sobre todo, darme a conocer a quienes se vuelvan a mirarme por la calle. El espejo pone en duda que sea el mismo de las fotos de mis últimos días en Barcelona o de los primeros en el campo de concentración de Provenza. Sólo lo que he hecho forma el hilo conductor de mi vida, como lo que he querido sirve de continuidad a mi persona. Lo que he amado define mi identidad. Según eso, si mi corazón está ya algo reseco, yo no soy casi nadie. ¡Pues no, todavía vivo y trabajo, aún soy alguien... y por muchos años! Me llamo Bernardo Casares, he cumplido los cincuenta y cinco y esta es mi historia.

***

     Debería empezar a contar mi vida por el principio, pero no sé si tendré tiempo en este viaje; de modo que daré un salto en el tiempo y me colocaré en 1932 cuando, ya licenciado en Derecho por la Universidad compostelana, me presenté a las oposiciones de policía en Madrid. Dirán ustedes que soy un bicho raro, pero ¡qué quieren!, me encanta la Criminología. Formaba parte del tribunal que había de valorarme el conocido catedrático y, más tarde, distinguido político, don Mariano Ruiz Funes[2]. Me tocó en suerte, entre otros temas, el de psicología y crítica del testimonio, del que don Mariano era reputado publicista, y lo desarrollé con tanto acierto que me dio la enhorabuena, al concluir los exámenes:

-          Señor Casares, quiero felicitarle por la brillantez de sus exámenes y, en especial, por sus conocimientos criminológicos. En mi opinión, el número 3 de la oposición no hace justicia a sus ejercicios.
-          Gracias, profesor, pero supongo que será bastante para librarme de las grandes ciudades y volver destinado a mi Galicia natal.
-          ...Donde se perderán en la inoperancia sus cualidades. ¿No le gustaría ampliar conocimientos en el Instituto de Estudios Penales, aquí en Madrid?
-          Por supuesto, pero no veo cómo podría pedir la excedencia. No tengo fortuna personal.
-          Déjelo de mi cuenta. Tal vez pueda conseguir que simultanee ambas cosas.

     Así fue como hube de convertirme en policía de escolta. Por cuestiones de reserva profesional, no aludiré a las personalidades cuya seguridad me tocó proteger, hasta llegar a mi propio maestro en la Universidad Central, el profesor Jiménez de Asúa[3]. Había sido abogado defensor de Largo Caballero[4] cuando el juicio por los sucesos del treinta y cuatro. Recibió amenazas y estaba rodeado de estudiantes violentos y contrarios. Pidió protección y me confiaron el servicio, dado que yo era alumno suyo y me tenía confianza. Lo cuento porque estuvo a punto de costarme la vida: Como es sabido, y siendo ya vicepresidente primero del Congreso, unos pistoleros falangistas atentaron el 12 de marzo del 36 contra Asúa, al salir por la mañana de casa. Él se libró a la carrera, pero mi compañero Jesús Gisbert cayó muerto en la calle Goya. Yo tenía el turno de tarde aquel jueves, que si no… Algunos dijeron que eso le pasó a Gisbert por bueno, por no haber sido expeditivo con los asesinos, provistos de pistolas ametralladoras[5]. En la misma capilla ardiente de la Dirección de Seguridad, le espeté a don Luis:

-          Si es que, tal y como están las cosas, hay que disparar primero y preguntar después.
-          Si vuelvo a oírle decir eso, pido que lo trasladen a la comisaría de Tarrasa –me fulminó-.

     No llegamos a tanto pero, al estallar la sublevación militar, Asúa salió de España para ocupar cargos diplomáticos. Tratando de evitar un destino incómodo, o la movilización, fui a ver a don Mariano Ruiz Funes, que ya fungía de ministro, creo que de Justicia, a la sazón:

-          No se preocupe, Casares. Soy buen amigo de Azaña[6] y siempre estamos a falta de policías de confianza, vamos, de izquierdas. Venga a verme la semana que viene.
 
     Y con Azaña me quedé, hasta que pasó la frontera, al terminar la guerra. Luego –creo que ya lo he dicho-, a Francia, con campo de concentración incluido. Yo me defendía con el idioma galo y me hice pasar por profesor universitario. Me las arreglé para fugarme y llegar a La Rochelle, en la época de la drôle de guerre[7]. Tenía unos francos y hablaba bastante bien el portugués, gracias a mi lugar de nacimiento. Así que aproveché la presencia del Paraíba, un mercante brasileño que había desembarcado caucho, y me enrolé con papeles más falsos que Judas y por el sueldo que quisieran pagarme. Destino, Belem. El nombre me sonó a Navidad: la de 1939, aquel año fatídico que fue tan largo como todos, aunque a mí me lo pareciese mucho más.


2.  De paseo por Campinas

     Me constaba que Jiménez de Asúa estaba en Argentina. Un poco a la desesperada le escribí pidiendo ayuda. Dando clases de español y ofreciendo mis servicios como vigilante de seguridad, andaba malviviendo, sin papeles y sufriendo en mis carnes todos los rigores de la zona tórrida, a los que mi cuerpo no estaba acostumbrado. Don Luis me contestó muy amable, pero un poco distante:

     Estimado señor Casares: Lamento decirle que no encuentro acomodo para usted en esta modesta Universidad de La Plata. Argentina empieza a estar abarrotada –y cansada- de la llegada de exiliados españoles. Pero, si decide quedarse usted en Brasil, lo recomendaré al doctor Nelson Hungria, un excelente profesor de nuestra asignatura en Rio, con quien me une una buena amistad. Atentamente…

     No quiero acordarme de mi viaje de Belem a Rio, que no hubiesen envidiado los terneros de mi tierra. Desharrapado y con no muy buen olor, demasiado bien me acogió Hungria[8], quien, además, no había recibido carta alguna de recomendación de Asúa. Con todo, el momento era propicio: en aquel año de 1940, se producía una auténtica revolución legislativa en la vida penal brasileña y, por otra parte, la Criminología y las ciencias policiales estaban en alza en un país que se debatía entre la admiración por el nazismo y las apariencias hacia los Estados Unidos. El profesor me comentó:

-          Con su currículo, no me parece oportuno recomendarlo a las autoridades policiacas de acá, como Filinto Müller[9] y compañía. De otra parte, tengo todas las plazas de profesor ayudante ocupadas y usted parece necesitar dinero y documentación urgentemente. Le gestionaré el permiso de residencia pero, en cuanto a trabajar, creo que será mejor, desde todos los puntos de vista, que se encamine usted a la Universidad de São Paulo. Es de nueva creación y por allí soplan mejores vientos para la gente con ideas democráticas.

     Me pareció una manera fina de quitarme de en medio, pero lo cierto es que don Nelson cumplió su palabra y nunca tuve que arrepentirme de mi ingreso en la solemne Facultad de Derecho paulista, bajo sus seis columnas gigantes y el piñón mixtilíneo con reloj en el centro. Caras y nombres fluyen ahora a mi mente, mientras el avión que me transporta cruza el océano: he de concretar. Los primeros profesores que me acogieron y pronto trataron como a un colega más, fueron Basileu García y Noé Azevedo[10]. Muy poco después, sería mi amigo entrañable e introductor en sociedad Theotônio Negrão[11], quien pronto nos abandonó por la abogacía, que viene ejerciendo con tan gran fama y aprecio.
administraban la Criminología académica y la Criminalística de uso policial. Aquello me era familiar y, aunque con la habitual suficiencia paulista, todos me trataron con respeto y consideración. Bien es verdad que me lo gané, trabajando como una auténtica bestia de carga. La guinda la puso -¡por fin!- la esperada carta de recomendación de don Luis, que llegó cuando ya casi no hacía falta. En ella, me presentaba como agente de policía ejemplar y una de las mejores promesas de la Criminología española. Ante la admiración de los demás profesores, un tanto excesiva para ser completamente sincera, les hice sonreír:

-          En efecto, caballeros. Tienen ante ustedes al tercer criminalista español, de entre los cinco o seis que la guerra ha dejado vivos y la generosidad americana ha dado trabajo en el exilio.

***

     Un caluroso día de noviembre, Azevedo me preguntó:

-          ¿Tendrías inconveniente en dar una conferencia a los policías de Campinas sobre antropometría?

     El trabajo apenas me había permitido hacer turismo pero, por otra parte, no tenía ni idea de que aquella ciudad mereciese una visita; así que respondí reticentemente:

-          No me gusta el tema y mi brasileño no es aún suficientemente fluido.
-          Anda, déjate de disculpas –cortó mi interlocutor-. Además, pagan bastante y te conviene, como extranjero, estar a bien con tus colegas policías.

     Soy muy organizado. De modo que, sobre repasar los últimos avances en el tema de la charla y proponerme echar un buen jarro de agua fría en el racismo imperante, saqué de la biblioteca un libro sobre la localidad a visitar. Desde luego, esta resultaba bastante más interesante de lo que pensaba al principio, pero hubo algo que me llamó especialmente la atención: su importancia en el ambiente musical de Brasil. Como soy un apasionado de la música clásica, llamé a la  Sociedade Sinfônica Campineira[12] y les pregunté por la fecha del siguiente concierto:

-          Será el último de la temporada y casi no quedan entradas para los no asociados. El programa es muy atractivo: Beethoven, Mahler y Gomes.

     Colgué el aparato preguntándome quien rayos sería el tal Gomes[13]. No obstante, encargué a la secretaria del Instituto de Criminología que llamase en mi nombre a la Policía de Campinas, de manera harto exigente:

-          El profesor Casares no tiene libre antes de las vacaciones otra fecha que el 22 de noviembre. ¡Ah!, les ruega que le saquen una localidad para el concierto del mismo día de la Sinfônica, pues parece que hay ciertas dificultades para conseguir entradas.
-          ¿La quiere el señor en el patio de butacas o en los palcos del primer piso?

    Estaba visto: no hay dificultades que la Policía no supere; sobre todo, en el Brasil de la Era Vargas[14].

***

     Me acogió en Campinas el inspector Bento do Amaral, quien hizo de guía en la visita fulminante que giramos a la ciudad, casi sin bajarnos del Ford: Catedral de Nuestra Señora de la Concepción[15]; mercado municipal; el lujoso Jockey Club (con aperitivo incluido); Ayuntamiento, donde me presentó al prefecto, Euclides Vieira[16], quien se excusó muy amablemente por no poder asistir a mi interesante disertación; la novísima torre llamada o Castelo d’Água, cuyas escaleras subimos a paso atlético para contemplar la panorámica general de Campinas. Yo estaba algo inquieto, pues se acercaba la hora de la conferencia y no había tenido ni tiempo de repasar las notas escritas de mi exposición. Pasamos ante la estación y dio orden de parar al chófer:

-          No es preciso, rectifiqué. Llegué en tren aquí ayer por la tarde.
-          ¡Qué cabeza la mía!, dijo Amaral entre risas. Vayamos, pues, a ver el monumento-túmulo a Carlos Gomes. Es una magnífica obra de Bernardelli[17].

     En fin, cinco minutos antes de las doce, entrábamos en el salón de baile de la Fazenda Chapadão[18], que habían contratado para el acto. Como si dijéramos, fue llegar y besar el santo, aunque el santo en este caso fuera Lombroso[19]. La cosa no me salió del todo mal y el refresco y comida que se sirvieron a continuación no hicieron sino mejorarla. A eso de las cinco, me excusé para retirarme al hotel, dado que a las siete empezaba el concierto. Amaral insistía en acompañarme, pero para mí que había abusado de la cachaça[20]:

-          Vamos a ver, Bento, ¿es que te gusta la música clásica?, inquirí.
-          ¿A mí? Muchísimo. No me pierdo un concierto.
-          Bueno, pues quedemos a la puerta del teatro a las siete menos diez. Entre tanto, ve a cambiarte. ¡Ah! Y date una buena ducha.

     El teatro municipal campineiro, que -¿cómo no?- llevaba el nombre de Carlos Gomes, era una maciza y amplia construcción, de porte neoclásico, aunque no tuviera más de diez años de vida, tras reemplazar al viejo São Carlos[21]. Por cierto que me han dicho están a punto de derruirlo –si no han empezado ya- , con lo que me quedaré sin una de las señas de identidad de mi vida brasileña[22].

     Observé que, sin perjuicio de una cierta elegancia, el público vestía de la manera relativamente informal que aconsejaba el calor de la estación. De hecho, mi severo traje azul marino, con corbata a rayas rojas y blancas, resultaba un poco excesivo para la ocasión. Al menos, tuve oportunidad de lucirlo en un lugar privilegiado: uno de los palcos bajos inmediatos al escenario, del que la dirección de la Sociedade había cedido dos plazas a petición del jefe de policía campinense, para Bento y para mí. Las otras tres plazas ocupadas lo fueron por un matrimonio de edad más que mediana y su hija, de aspecto vulgar y como de unos treinta años. Mi cicerone hizo la presentación:

-          Don Luis Cristovão Corrêa do Lago[23], encargado de negocios de Brasil en Copenhague, y su esposa, doña Luciana Pombal de Corrêa do Lago. Su hija, Valentina.
En el entreacto, mientras nos levantábamos aún de los sillones, el diplomático, me preguntó:

-          ¿No permaneció usted en Madrid durante la guerra civil?
-          No, no. Formaba parte de la escolta del presidente Azaña y hube de seguirlo. Ya sabe, Valencia, Barcelona...
-          ¿Y no será usted pariente de Casares Quiroga[24]?
-          No, que yo sepa. Ambos somos gallegos, simplemente. ¿Lo conoce usted?
-          Fui agregado comercial en la embajada de Madrid en aquella época.

        La pareja salió al foyer para los saludos y charla habituales. Su hija, de manera cortés, quedó un poco rezagada, para no dejarme solo y con la palabra en la boca, habida cuenta de que Bento había salido disparado, musitando no sé qué de una llamada al comisario. Por hablar de algo, saqué el tema de la Fazenda Chapadão. Valentina me siguió la corriente:

-          Soy amiga de la dueña, Ana Nogueira[25], aunque ella está casada y es bastante mayor que yo. ¿Y qué tal resultó tan fascinante conferencia?, preguntó con cierta ironía.
-          No del todo mal, gracias a la benevolencia de mis colegas campineiros; pero lo mejor es la naturaleza de acá, que es verdaderamente exuberante.
-          Pero difícil de disfrutar en esta época tan calurosa. Hay que procurar pasar el mayor tiempo posible dentro del agua.

     Pareció reflexionar, mientras yo observaba su traje sastre color avellana, sobre el que caía una cascada de cabello pajizo. Me miró fijamente y dijo:

-          Hemos venido a Campinas exclusivamente para el concierto. Me dice que le gusta la naturaleza; ¿y los balnearios?
-          ¡Me encantan! Precisamente soy de un pueblito donde hay uno en que el agua sale a casi ochenta grados centígrados.
-          ¡Qué bárbaro! Aquí somos más moderados. En fin, yo creo que Águas de Lindóia no le defraudaría y está cerca. Si se decide, le aconsejo el Grande Hotel Glória[26]. Allí, desde la arquitectura a la cocina, casi todo es a la europea.
-          Espero que no sean europeos todos los clientes...
-          Al menos de tres de ellos, doy fe de que no.

     A la salida del concierto, Bento estaba empeñado en llevarme a sitios que ningún policía respetable debería visitar, si no es por necesidades del servicio. Le corté en seco:

-          De ninguna manera, amigo. Me voy a la cama, que mañana he de madrugar. Por cierto, ¿habría algún inconveniente en usar un coche oficial?
-          ¿Para volver a São Paulo?
-          No. Para trasladarme hasta Águas de Lindóia. Tomar las aguas este fin de semana me vendría muy bien para la artritis.

     Bento se echó a reír:

-          ¿Te vendrán bien las aguas o, más bien, la enfermera?

     Y es que un policía, aunque algo bebido, sigue siendo un policía.


3.   Una enfermera llamada Anduriña

     Debí mejorar de la artritis como por ensalmo pues, a mediodía de la siguiente jornada, sábado, no sólo me había instalado en el hotel Glória, sino que había recorrido los contornos del albergue y, albornoz y toalla por indumentos, visité las instalaciones del balneario, en busca de Valentina. A fin de cuentas, atractiva o no, ella me había invitado y su conversación parecía ser sencilla y grata.

     No di con ella hasta la hora de comer. En una mesa del fondo, se hallaba el trío de personajes que yo ya conocía, más una anciana cuyo parecido con la mamá de la joven era más que notable. Me encaminé con apariencia de distraído hacia alguna mesa próxima, cuando un camarero me dio el alto:

-          Perdón, caballero, ¿puede decirme su nombre?
-          Bernardo Casares. ¿Cuál es el problema?
-          Pues que aquí colocamos a los huéspedes por dietas, según sus dolencias. A ver; sí, aquí está: artritis. Lo situaré en la mesa 17.
-          ¿No podría estar junto a los señores de Corrêa do Lago? Son conocidos míos.
-          Imposible, señor. Ellos están en la mesa 3. Ya sabe: cálculos biliares y litiasis renal.

     Afortunadamente, Valentina tenía buena vista y me hizo una seña amistosa desde la mesa. Llegado el momento del café, el propio don Luis Cristovão se acercó para invitarme a reunirme a ellos. En efecto, la señora vieja era su suegra. Departimos cordialmente, puro incluido. Cuando la familia se retiraba para la siesta, la niña –como impropiamente la llamaban- se excusó, con el pretexto de enseñarme el entorno. La madre, doña Luciana, protestó:

-          ¿A estas horas? Vais a coger una insolación.
-          No te preocupes, mamá. Empezaremos por las zonas más sombreadas.

     Apenas nos quedamos solos, según iniciábamos el paseo por la veranda que circundaba el hotel, se me ocurrió decirle, de modo jocoso:

-          ¡Qué trabajo me ha dado você[27] para encontrarla! Parece una anduriña, como dicen en mi tierra.

     La joven se sobresaltó y miró con ojos admirativos:

-          Pero ¿cómo sabe…? No, claro, tiene que ser una casualidad. Mis primos me llaman a andorinha[28], por aquello de que, con la carrera diplomática de mi padre, siempre he andado de acá para allá. Así que, ni hogar, ni verdaderos amigos, ni…
-          …Novios.
-          Jesús, que cosas se le ocurren. Para eso no ha hecho falta viajar: ha bastado con la cara que Dios me dio.

     Roto el hielo y adquirida confianza, pasamos una tarde encantadora. Valentina tenía cultura y conversación hasta dejarlo de sobra. Por mi parte, también había vivido lo mío y mi trabajo, como policía y criminalista, despertaba su interés. Por aquello de que yo era un enamorado de la naturaleza, se empeñó en que subiéramos hasta el Morro Pelado[29], alquilando un vehículo. Ciertamente la vista era espléndida. El balneario parecía esconderse en un agujero del terreno, mientras filas y filas de montañas cortaban el horizonte hasta perderse de vista, con los tonos cárdenos del atardecer. Bromeé, una vez más:

-          Según dicen los comentaristas bíblicos, aquí debió de traer el demonio a Cristo para tentarlo con las riquezas del mundo.
-          ¡Bah! –replicó Valentina al borde de la risa-, solo son las de Minas Gerais. La verdadera fortuna está en ganar los corazones de las paulistas.
-          Bastará con el de una de ellas, ¿no?
-          Si se escoge bien…

     A  la noche, resultó que su familia no tenía costumbre de cenar, conformándose con el chocolate o el té de media tarde; de forma que nos sentamos los dos solos a la mesa 3. El camarero insistió:

-          Perdone, pero usted tiene menú de artritis…
-          Tenía, puntualizó Anduriña. Hemos subido hasta el Morro y se le han quitado todos los dolores.

     No muy conforme todavía, el mesero nos sirvió una colación ligera. Al retirarse, susurré al oído de Valentina:

-          ¿Habrá sido subir al Morro o pasar la tarde contigo?

     Ella pareció feliz al replicarme:

-          Es que soy enfermera diplomada por la Cruz Roja danesa.

***

     El pianista del salón contiguo parecía tocar ya con desgana y los trasnochadores iban retirándose a sus aposentos. Valentina y yo seguíamos hablando y hablando, sin pensar en despedirnos. Yo creo que influía en ello lo que estábamos comentando:

-          Mañana por la tarde, sin falta, he de regresar a São Paulo. Aún tengo exámenes que corregir y entregar las notas a mis alumnos.
-          Yo no sé lo que podremos seguir aquí. La guerra en Europa va a complicarse y nadie sabe qué camino tomará el presidente Vargas. Por de pronto, mi padre habrá de volver pronto a Copenhague, a seguir prestando sus servicios diplomáticos bajo la ocupación alemana. Vamos, poco más que un paripé, por aquello de que los nazis no se enfaden.
-          ¿Y qué sentido tiene que lo acompañe toda la familia? Tú, por ejemplo…
-          Ah, no, de ninguna manera. Soy yo (y mi madre, por supuesto) quienes no queremos dejarlo solo. En cuanto a mí, estoy aprendiendo alemán -¡qué remedio!- y tendré ocasión de practicar como enfermera y echar una mano a algún refugiado, sin comprometer en exceso a la embajada.
-          ¡Qué época nos ha tocado vivir! Aunque, de otra parte, a buenas horas habría estado yo contigo hoy, si no hubiese sido por la guerra.
-          Claro. Seguro que estarías en Madrid, o en Galicia, con alguna mocita, incluso casado y con un par de niños.
-          No te digo que no. Tengo ya treinta y dos años. A saber que habrá sido de Rosiña…
-          ¿Rosiña? ¿Tu novia española?
-          ¡Qué va! Nada serio. Teníamos dieciocho o veinte años. Fue en Santiago de Compostela. Como seríamos entonces de tontos, o de románticos, que nos juramos amor eterno.
-          ¿Os jurasteis? –Valentina pareció desfallecer-.
-          Sí, aún me acuerdo. En el Paseo de la Herradura, cuando marché a Madrid a preparar las oposiciones para policía.
-          ¿Y no la has vuelto a ver desde entonces? ¿No sabes qué haya sido de ella?
-          Mujer, puede parecer extraño, insensible incluso, pero, una vez terminada la carrera, nada me ligaba a Santiago. Y, además, el trabajo de un policía no es de los mejores para comprometerse. Luego, la guerra en zonas enemigas, el destierro…
-          ¡Un juramento!, repitió Valentina, hablando consigo misma, decaída, distante.

     Ni la noche, ni la conversación dieron más de sí. Subimos juntos los tramos de escalera hasta el primer piso, donde estaba su habitación. Me atreví a cogerle la mano y musité:

-          Hasta mañana, Anduriña.

     Era la cortesía andante. No obstante, aseguraría que no me respondió.

***

     Esperé en vano encontrarla al día siguiente, domingo. Recorrí todos los lugares que con ella había vivido la tarde anterior, más la capilla. El balcón que me parecía ser el de su cámara, permanecía cerrado. A la hora de comer, entré nada más abrir el restaurante y me acomodé sin rechistar en la mesa 17, oteando sin cesar la entrada al comedor. Por fin, aparecieron sus padres y abuela, pero no ella. La madre se me acercó y dijo:

-          Valentina está indispuesta y no podrá salir de su habitación en todo el día. Le ruega disculpe que no se despida de usted y le desea todo lo mejor para el futuro. Me encargó que le diera este mensaje, que me dijo le explicará muchas cosas.

     Doña Luciana deslizó en mi mano un pequeño sobre. Por vergüenza de reflejar la expresión incómoda de sentimientos, no lo abrí inmediatamente, sino que esperé a terminar la comida y acomodarme en una mesa aislada del café. Eran apenas unos versos libres, en un portugués algo arcaico, escritos con una primorosa caligrafía, y una apostilla final:

Tão longe de mim distante,
Onde irá, onde irá teu pensamento?
Quisera saber agora
Se esqueceste,
Se esqueceste o juramento[30]
     Ambrosina, o Rosa, o Valentina, ¿qué más da? Carlos Gomes, Bernardo Casares, ¿qué importa? Cuenta el amor constante, cumplir el juramento. Si no lo entiendes, o mejor, si no lo sientes así, nada tenemos en común, salvo el recuerdo de un hermoso día.

     Con todo afecto,

     Andorinha


4.  Epílogo

     He vivido muchos años más en Brasil, los suficientes para conocer la vida del compositor Carlos Gomes, el parentesco de su amada Ambrosina[31] con mi Anduriña campineira y, cómo no, la hermosa canción, Quem sabe?[32], de la que esta extrajo los versos de su carta. ¿Les revelaré demasiado, si les digo que quebranté muchas veces el juramento? Si era, o no, amor, quede ello en mi recuerdo. Lo cierto es que, hasta hoy, no he pensado seriamente en volver a Compostela, y aún no sé si acabaré por no hacerlo. Pero el avión devora la distancia y yo estoy cansado, muy cansado. Así que, aunque se trate de un capítulo de mis futuras memorias, terminaré con una expresión tomada de los niños: Este cuento se ha acabado. Y adiós.


[1]  Uno de los sobrenombres de Campinas (São Paulo), hoy un poco inmerecido: la ciudad de las golondrinas.
[24]  Santiago Casares Quiroga (1884-1950), político coruñés, que llegó a ser Presidente del Gobierno español en vísperas de la guerra civil (1936). Murió en el exilio en Francia.
[25]   Véase más arriba, nota 18.
[26]  Hotel fundado hacía 1920 y que, con las lógicas mejoras y modernizaciones, sigue felizmente operativo a día de hoy (2011).
[27]  Tratamiento del idioma portugués ambivalente, pues igual puede corresponder al tuteo que al tratamiento de usted. Ha sido parcialmente asumido por el voseo del español de Argentina.
[28]   La andorinha portuguesa equivale, obviamente, a la anduriña gallega y a la golondrina española.

[29]   Elevación notable próxima a Águas de Lindóia, desde la que se tiene una amplísima vista de tierras pertenecientes a los Estados de São Paulo y Minas Gerais.
[30]  Me atreveré con una traducción: Tan alejada de mí/¿a dónde, a dónde irá tu pensamiento?/Quisiera saber ahora/si olvidaste/si olvidaste el juramento.
[31]  Ambrosina Corrêa do Lago, nacida hacia 1850, parece haber sido el primer amor del compositor Carlos Gomes, cuya relación quedó truncada por la marcha de él a estudiar fuera de Campinas y el ulterior matrimonio de Ambrosina con otro hombre.
[32]  Es incontable el número de versiones de esta canción (hombre o mujer solistas, duos, coros, piano, guitarra, orquesta...). Pocas de tales versiones hacen justicia a la belleza y dificultad de la partitura. De las versiones ligeras, creo que las más famosas son, con justicia, las que cuentan con la voz de Agnaldo Timoteo. Por cierto, el texto de la canción procede de un poema de Bittencourt Sampaio.
[2]  Mariano Ruiz Funes (1889-1953), notable profesor de Derecho Penal y Criminología. Como político, fue correligionario del presidente Azaña y, a lo largo de 1936, desempeñó las carteras de Agricultura y de Justicia. Murió en el exilio, en Ciudad de Méjico.
[3]  Tal vez, el más grande de los penalistas españoles (1889-1970). Miembro del Partido Socialista, llegó en 1936 a ser vicepresidente primero del Congreso de los Diputados. Exiliado en Argentina al acabar la guerra civil española, allí vivió y falleció, ostentando la consideración de Presidente de la República Española en el exilio.
[4]  Francisco Largo Caballero (1869-1946), insigne dirigente del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores. De praxis un tanto extremista, fue uno de los principales promotores del golpe de Estado de octubre de 1934, contra el Gobierno conservador de la República Española. Juzgado por ello en dos procesos distintos, fue condenado en el primero a treinta años de prisión (que, por avatares políticos favorables, apenas inició) y absuelto en el segundo. Murió en el exilio, en París.
[5]  El atentado referido y sus detalles son reales, como puede constatarse en textos históricos y en la prensa de la época.
[6]   Manuel Azaña Díaz (1880-1940), el más famoso y preparado de los políticos de la Segunda República Española, llegó a ser su Presidente en mayo de 1936, permaneciendo en el cargo hasta la derrota definitiva del régimen en 1939. Murió en Montauban (Francia), en el exilio.
[7]    Expresión francesa, equivalente a guerra extraña o de apariencia. Alude al periodo de calma casi total en el frente occidental europeo durante la Segunda Guerra Mundial, que duró aproximadamente, de septiembre de 1939 a abril-mayo de 1940.
[8]  Nelson Hungria (1891-1969), profesor penalista y magistrado brasileño, de los más destacados del país. Ejerció su docencia preferentemente en Rio de Janeiro.
[9]   Filinto Strubing Müller (1900-1973), militar y político brasileño, que adquirió fama como jefe de la policía política del presidente Vargas en el Distrito Federal (1933-1942), debida a su dureza y pocos escrúpulos para con los derechos humanos. Siendo presidente del Senado, falleció en las inmediaciones de París en un accidente de aviación.
[10]   Nombres de dos de los profesores de Derecho y Criminología en la Facultad paulista. La Universidad de São Paulo fue creada, como tal, en 1934.
[11]   Insigne abogado en São Paulo (1917-2003), de cuyo colegio fue Decano (1959-1960).
[12]  Entidad promotora y sostenedora de la Orquestra Sinfônica Campineira entre 1929 y 1974, en que el Ayuntamiento de Campinas pasó a mantener exclusivamente la denominada, desde ese momento, Orquestra Sinfônica Municipal de Campinas.
[13]  Antônio Carlos Gomes (1836-1896), músico clásico brasileño, nacido en Campinas (S.P.). Adquirió gran notoriedad como compositor de óperas, entre ellas O Guarani, Fosca, Maria Tudor, O Escravo, etcétera.
[14]   La Era Vargas aludida es el primer periodo presidencial de Getúlio Vargas que, con numerosos avatares, se desarrolló entre 1930 y 1945.
[15]   El relato enumera, en lo que sigue, diversos monumentos campineiros existentes en la época (1940), la mayoría de los cuales forman parte del elenco denominado Las siete maravillas de Campinas, elegido por sufragio popular en julio de 2007, a través del periódico Correio Popular y de Cosmo Website.
[16]   Euclides Vieira fue Prefeito de Campinas entre 1938 y julio de 1941.
[17]   En concreto, de Rodolfo Bernardelli (1852-1931), famoso escultor brasileño de su época, hermano de los pintores  Henrique y Félix Bernardelli.
[18]    Histórica plantación del siglo XVIII, actualmente sede de la Escuela Preparatoria del Cadetes del Ejército. En la época del relato (1940) era aún de propiedad privada, que correspondía a Otaviano Alves Lima Filho, esposo de Ana Nogueira, a la que se alude en el cuento más adelante.
 [19] Cesare Lombroso (1835-1909), italiano, figura emblemática de la Criminología de carácter positivista y, en lo que aquí se refiere, de la Antropología Criminal.
[20]   Nombre genérico del aguardiente en Portugal. El brasileño suele tener como materia prima el azúcar de caña.
[21]   Teatro de mediados del siglo XIX, que pervivió hasta 1922, levantándose en su lugar el primer Teatro Carlos Gomes, que es el aludido en el presente cuento.
[22]    El viaje de nuestro protagonista, Bernardo Casares, tiene lugar en 1963. El muy criticado derribo del viejo teatro Carlos Gomes se decidió en 1962 y concluyó en 1965, tras laboriosas operaciones.
[23]  La familia Corrêa do Lago,  fazendeiros de Mogi Mirim, diplomáticos, etcétera, constituyen una muy respetable estirpe con arraigo en Campinas. Las citas en el relato a personajes vivos de dicha familia son totalmente imaginarias, pero se explican por la relación de Ambrosina Corrêa do Lago con el compositor Carlos Gomes, más adelante aludida. Pido perdón si algún descendiente de la familia se siente molesto por la referencia.