viernes, 18 de febrero de 2011

La gallina de Angola

Por Federico Bello Landrove
In memoriam Rachel de Queiroz
     Este cuento, poco más que una fábula, rinde modestísimo tributo a la gran escritora cearense Rachel de Queiroz y a un regalo de un par de gallinas de angola (de guinea, diríamos en España), de artesanía brasileña. Si, entre tanto dato personal, surge algún sentimiento o pasaje que agrade al lector, me sentiré satisfecho.
                                                                               
     El jueves de mañana, Boneca tomó en Choró el autobús que había de trasladarla a la ciudad vecina de Quixadá, con un encargo bien concreto de su padre:
-          Ve al mercado de animales y compra un buen pollo de guiné para la cena de Nochebuena. Con estos cruzeiros tendrás suficiente para el ave y los billetes.
     Boneca, quinceañera bonita como un lirio del Sitiá, vistió su mejor vestido, el de muselina azul con puntilla blanca, y salió a la carretera a esperar la línea. El breve recorrido cubrió de polvo sus pequeñas sandalias. Mariana, su vecina, a duras penas le hizo sitio junto a ella en el asiento. Boneca comentó preocupada:
-          Voy a arrugar mi vestido de fiesta.
     Mariana miró con desdén el vestido azul de puntilla blanca. Boneca captó el desprecio y se dijo que tal vez era el momento de comprar otro atavío festivo. De hecho, había ido guardando durante el año, moneda a moneda, las propinas de su madre, cuando volvía con la carga de leña de la sierra de Estêvão o con el barreño de colada lavada en el arroyo. El pequeño monedero de tela marrón acusaba con su panza el volumen de las piezas, que tintineaban junto al billete que su padre le dio para comprar la gallina.
     Tan pronto la dejó el autocar en el centro de Quixadá, Boneca se encaminó al almacén de tejidos y confecciones de la rua Jáder de Carvalho, cuyos grandes escaparates habían soportado tantas veces el contacto de la puntita de su nariz de niña. Esta vez, pisando firme, batió la puerta y se aproximó altiva al mostrador. Al punto fue atendida por un dependiente ceremonioso y desgarbado, que carraspeaba constantemente:
-          ¿Qué se le ofrece a la jovencita?
-          Quiero un vestido para mí; estampado de flores, en organza y con volantes.
     Un ratito después, con el mostrador atacado de prendas de todos los colores del arco iris, y los oídos de Boneca de los consejos y loas del empleado, se decidió por un vestido de seda de color rosa con cuello de guipur. Preguntó el precio. Naturalmente, un año de su trabajo no era suficiente para pagarlo, aunque el sol hubiese atezado su cutis y las manos, arañadas y encallecidas, mostrasen las huellas del esfuerzo. Esquilmó las monedas de su bolso, como el maíz chupa la última gota del jugo de la tierra. Los tres montoncitos de cobre apenas relucían, en contraste con los visos de la seda. El dependiente fijó su vista de halcón en el billete de banco que permanecía en el fondo del monedero y carraspeó:
-          Ejem, ejem. La señorita tendría bastante si agrega el billete y aún le sobrarían unos cruzeiros.
     Boneca suspiró y aceptó la sugerencia. Con el vestido de seda cuidadosamente envuelto en papel satinado rojo y la mínima vuelta en el bolsillo, salió a la luz cegadora de la calle y musitó:
-          En fin. Dios proveerá.
***
     El pardo Careca ponía todos los jueves su puesto en el parque de la Exposición, con las jaulas de todas clases y tamaños, en las que se amontonaban las aves, desde las gallináceas, a los papagayos y los pájaros canoros, que hacían el deleite de los niños. Pero eso no era lo suyo, limitándose a servir de intermediario, con su vieja camioneta, de sus convecinos menos negociantes, que criaban la volatería en la laguna de los Monolitos. Lo propio de Careca era su modesta hacienda, aderezada de hipotecas, en la que cuidaba con mimo y sapiencia las mejores frutas y verduras del país, según pregonaba casi todos los demás días en la rua Eudásio Barroso, a la vera del ayuntamiento. Su madre viuda, Eudalda, le decía con insistencia:
-          Ya has cumplido treinta años y te andas afeitando la cabeza para que las chicas no te noten la calvicie. ¿Por qué no te casas y trabajas para tus hijos?
     Pero Careca era muy tímido con las mujeres y, por si ello fuese poco, un terco. Se había encaprichado de una muñequita que había empezado a ir por el puesto en compañía de su madre y que, últimamente, iba ya sola los sábados al mercado junto a la terminal de autobuses. Claro que él era mayor y feo para ella, que apenas se fijaba en sus mercaderías y, menos aún, en su persona. Pero esta vez…
     Esta vez, es decir, hoy, Boneca, con su paquete rojo, se aproximaba, titubeante, a su tenderete, con la mirada baja, puesta en las jaulas de pintadas. Paróse a su altura. Careca tragó saliva y ponderó:
-          Baratas y muy mansas. Y ponen más de cien huevos al año.
     Boneca sonrió y el sol brilló aún con más fuerza:
-          Solo quería un pollo grandecito, para la cena de Nochebuena.
     Careca se embaló:
-          ¿Cuántos sois de familia? Lo digo para escoger uno que sea suficiente.
-          Mis padres, la abuela y cinco hermanos. Yo soy la mayor.
-          Vamos a ver…
     Con mano experta, Careca sacó de una de las jaulas un espléndido angolista, aguerrido y de brillante plumaje. Lo levantó orgulloso y púsolo en los brazos de Boneca, que traspasó a los del vendedor el envoltorio del traje.
-          Muy hermoso –dijo la chica, acariciando las plumas del bicho-. ¿Qué vale?
     Careca contestó, rebajando en un cuarto el precio que pensaba pedir por él. Boneca nada dijo, sino devolvió el ave a su dueño y recogió el paquete.
-          ¿Qué pasa, niña, te parece caro? Ofrece tú una cantidad y podremos llegar a un acuerdo.
-          Imposible, casi no me queda dinero.
     Y, por uno u otro motivo, Boneca contó al joven el episodio del vestido de seda. Él le pidió:
-          Enseñame ese vestido que cuesta a una familia de ocho personas quedarse sin cenar en Nochebuena.
     Boneca concedió. Sacó el vestido y lo presentó cual si cubriese su cuerpo. Careca quedó deslumbrado. Luego, como enajenado, exclamó:
-          ¡Lo merece, pero no es justo que os quedéis sin cenar! Toma el pollo y dame el dinero que te sobró. Será mi buena acción para estas Navidades.
     La doncella no tenía manos para la gallina y el vestido, ni cabía en sí de gozo. Hubiera abrazado a Careca de tener cuatro brazos, pero solo se le ocurrió prometerle el pago total del precio tan pronto ganase lo suficiente. Algo molesto, el vendedor replicó:
-          No es preciso, Boneca. Me basta con que vengas un día a mostrárteme con ese hermoso vestido puesto.
-          Te lo juro, Careca. Vendré la primera vez que lo lleve.
***
     Boneca entró en la casa como ladrón en corral ajeno y escondió el vestido bajo el colchón de su cama. Luego entregó a su madre la oronda pintada, recibiendo un grito de admiración:
-          ¡Qué esplendidez, niña! Parece que hubieses sabido que tendremos invitados.
-          ¿Invitados, mamá?
-          Sí, tu primo Vesgo y su madre. Los ha invitado padre, con el motivo que él te dirá, que yo no quiero meterme en esas cosas.
     Esas cosas resultaron ser el pacto o promesa de casamiento de la dulce Boneca y su descompuesto y poco atractivo primo, colocado en una sucursal bancaria de Fortaleza. Boneca lloró y protestó, pero de nada servían en aquel entonces las súplicas y los gustos de la hija mayor de una familia pobre. De suerte que la gallina de angola selló la pedida, si bien el novio obsequió a su prometida con otra galliforme, menos nutritiva pero mucho más sabrosa: un ejemplar de O galo de ouro, encuadernado en pastas duras. Si Vesgo quiso o no con ello irritar a Boneca, quien apenas sabía leer, es cosa que habremos de dejar bajo el colchón, junto al vestido de seda, que la niña no quiso estrenar, de rabia y de vergüenza.
***
     Pasaron seis meses de trabajos y preparativos. La boda se celebró en el santuario de Nuestra Señora Inmaculada Reina del Sertão. Luego, Boneca, como tantos otros quixadaenses, tomó el camino de la emigración. Habían de coger el autobús para Fortaleza, Vesgo y ella, para no volver sino de visita. Era sábado, el día del gran mercado de frutas junto a la Terminal. Boneca se puso, al fin, el vestido de seda rosa con cuello de blanco guipur. El marido perdió por un momento su compostura y sus ojos bizquearon todavía un poco más.
-          Estás preciosa, Boneca, dijo su hermana Lucía. No te conocía este vestido.
     Cogieron un taxi para trasladarse con todo el equipaje, hasta Quixadá. Pasaban ante los puestos del mercado y Boneca mandó parar al conductor, muy decidida:
-          Espérame aquí, Vesgo, que es solo un momento. Se me apetecen unas bananas.
     La recién casada se acercó al puesto de Careca. Este la contempló con tristura:
-          Me dijiste que vendrías la primera vez…
-          Y es la primera vez, Careca, pero también la última. Me voy a Fortaleza. Aquí no hay sitio para las mujeres.
-          ¿Acaso lo hay para los hombres? Solo hay lugar para los bancos.
-          ¡Qué razón tienes! Anda, dame unos plátanos para el camino.
     Careca arrancó una piña de ellos y la empaquetó para Boneca, rechazando su pago. La joven protestó:
-          Esta vez, tengo para pagarte.
-          Siempre has cumplido. Ven a verme algún día. Ese será mi precio.
-          …Que yo pagaré gustosa, si es que no viene antes a verte el hambre. 

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